Argumentos de Fondo / Afectividad
Imprimir

Educación de los sentimientos y la sexualidad.
Aquilino Polaino-Lorente
Universidad San Pablo-CEU

Resumen:
En la educación de los sentimientos y la sexualidad, el autor pasa revista a las dificultades naturales que ofrece la complejidad de la afectividad y se plantea la cuestión de si es posible la educación en la afectividad. La contestación es afirmativa, después de considerar la naturaleza de los sentimientos y su evolución en la educación de los hijos. En este ámbito analiza qué estrategias son aconsejables seguir por padres y profesores, de manera que se pueda afirmar a los hijos y alumnos en el desarrollo de su afectividad. Se afronta también qué se entiende por madurez afectiva, una de las cuestiones que ha sido desatendida en el emotivismo actual. Por último, el autor expone la necesaria educación de la sexualidad, por su vinculación con la afectividad, a la vez que esboza los contenidos y principales objetivos que es preciso desarrollar en él, de acuerdo con la edad de los educandos.
Descriptores: educación en la afectividad, educación sexual (contenidos y objetivos), estrategias para padres y profesores, emotivismo, madurez afectiva.

Introducción
Las personas, por lo general, suelen quererse a sí mismas, quieren querer a los demás y quieren que los otros les quieran. En principio, esto no hace de las personas seres menesterosos y necesitados de afecto. Estos hechos manifiestan, sencillamente, que la persona está hecha para amar y ser amada; que el fin de su vida es la felicidad, que no encontrará si no se abre a los otros; y que ninguna persona se satisface a sí misma en un mero quererse y replegarse en su propio yo. Algunas notas parecidas caracterizan a la sexualidad humana, a la que se atenderá al final de esta colaboración.
La evidencia de estas realidades, no obstante, no hace de ellas una cuestión sencilla que, en algunas personas, no pueda devenir en un problema. Es lo que suele acontecer cuando las personas no se aceptan como son, cuando se comparan con sus compañeros y se sienten inferiores a ellos o cuando perciben la gran distancia existente entre su persona idealizada (que hasta ese momento habían tomado como realidad) y su persona real.
En otras ocasiones, basta con que la persona se escandalice a sí misma por algo negativo que ha hecho o le ha acontecido, para que su vida afectiva se transforme en algo dramático e incluso trágico.
Cuando esto sucede la imagen que de sí misma se tiene se hace añicos y la persona no entiende, ni sabe, ni quiere, ni se siente con las fuerzas necesarias para recomponerse a sí misma. En esas circunstancias, la persona no es capaz de perdonarse a sí misma. Y sin perdón no es posible la aceptación de sí, como sin ésta no hay nada o muy poco que se pueda estimar.
Otra dificultad que no debe soslayarse es la que acontece en aquellas personas que no se dejan querer, sea a causa de su introversión o de su radical inclinación a la independencia. Son personas que se tornan huidizas y esquivas —se avergüenzan— ante cualquier expresión de afecto de las personas que les quieren.
Comportarse de esta forma —he aquí la paradoja— no suele estar reñido con disponer de un excesivo talante sentimental (Polaino-Lorente, 2004 y 2006).
La posición contraria es también muy frecuente. Me refiero, claro está, a quienes sitúan en el núcleo de sus vidas la necesidad de afecto. Son personas que dependen de los demás y, por tanto, afectivo- dependientes. Esta dependencia puede ser muy acentuada, lo que encapsula, restringe o sofoca su libertad, llegando a someter su entera persona a la satisfacción transitoria y pasajera de su inmaduro emotivismo.
A ello se añade el hecho de la ignorancia, de no saber a qué atenerse para lograr lo uno y lo otro: querer y ser querido.
Lo que manifiesta la necesidad de la educación en la afectividad, una necesidad que no se ha atendido como debiera y que —dada su complejidad e intensidad— afecta a lo más profundo de las personas. Es conveniente insistir aquí en que los afectos es probablemente la dimensión que más afecta a la persona.

El laberinto de la afectividad
La afectividad, qué duda cabe, colorea todo el vivir humano y, aún en las personas menos influenciables, da a su vivir esa pátina alcanforada o fresca, vivaz o enmohecida, antipática o simpática que modifica de forma sustantiva cualquier pensamiento, diálogo o actividad.
¿De que serviría una vida desnuda y vacía de sentimientos?, ¿es acaso posible?, ¿no condicionaría tal vez el mismo mensaje, la percepción de lo que el otro cuenta, y hasta el modo en que se le acoge?, ¿pueden expresarse y trasmitirse a los demás, de forma nítida e inconfundible, la mayoría de los sentimientos propios?, ¿sirve para algo tratar de comunicarse, si la transmisión de los sentimientos se bloquea?, ¿no cambia esto quizás el significado mismo de lo que se trataba de comunicar?, ¿es o no es un laberinto ese continuo tejerse y destejerse de la vida afectiva?
Sin duda alguna, puede hablarse hoy del laberinto sentimental, de ese jardín encantado donde es demasiado fácil perderse; en una palabra, del oscurantismo de la emotividad. Como la primavera, también los sentimientos han venido o sobrevenido a la persona, pero nadie sabe cómo ha sido.
En realidad, es casi imposible tratar de explicar qué es un sentimiento, cuál es su génesis, qué lo suscita, de qué factores personales y ambientales depende, cómo y por qué se extingue, etc. Nada de particular tiene que no resulte una tarea fácil conocer la afectividad propia y la de los demás y que, en consecuencia, se ejerza sobre ella tan escaso control (Marina, 1997 y 1998).
El mismo hecho de la empatía, de experimentar una cierta simpatía por alguien —algo natural que toda persona ha experimentado—, es muy asequible como experiencia personal, pero muy extraña y compleja cuando se trata de explicar.
Algunas teorías se han postulado para dar cuenta y razón de esas afinidades afectivas. Pero el resultado es casi siempre el mismo: la gente queda muy insatisfecha y con la mente llena de objeciones porque el fundamento de esas teorías resulta un tanto oscuro. Pero es un hecho cierto que los afectos expresados por los otros nos afectan, como también nuestros propios afectos nos afectan y les afectan.
Es preciso reconocer que se han hecho algunos intentos en la última década —por cierto, con mucho éxito editorialista— por poner un cierto orden en las emociones, tanto en lo que se refiere a sus fundamentos neuropsicológicos, como en lo que atañe a sus manifestaciones (expresión de emociones, entrenamiento asertivo, habilidades sociales, etc.) y a algunos eficaces procedimientos para la modificación de los sentimientos patológicos (reestructuración cognitiva; cfr., Beck, Rush, Shaw y Emery, 1980).
Pero no es menos cierto que los problemas siguen en pie y que los conflictos que suscitan no acaban de encontrar las esperadas soluciones. Es decir, que la educación sentimental continúa siendo «la asignatura pendiente». No parece sino que persistiera una cierta razón de la magnificación del supuesto innatismo «inmodificable» de los sentimientos.
Razón y corazón, pensamientos y sentimientos, ideas y emociones, cogniciones y afectos no parecen sino ir a la greña por los caminos de las biografías humanas, sin encontrar el ámbito precioso en el que definitivamente encontrarse y sin que pudieran entre sí distanciarse hasta el punto de no perjudicarse uno a otro en la persona en que habitan.
¿Quién, en determinadas circunstancias, no se ha dejado invadir por la nostalgia ante una escena fílmica, la mirada de un niño, el rostro apergaminado de un anciano o la mera observación de un cielo límpido tachonado de estrellas?, ¿y por qué esa misma persona ante idéntica escena ha experimentado otras veces una completa indiferencia?, ¿de qué depende sentir aquello o experimentar esto?, ¿por qué algunos padres están tan atentos a sólo el cumplimiento de las normas familiares por sus hijos, mientras otros velan también por su cumplimiento, pero sobre todo ponen un mayor énfasis en el talante de cada uno de sus hijos, al que tratan de ajustarse?, ¿en cuál de los dos ejemplos anteriores se está educando mejor en la afectividad?
Muchos ejemplos se podrían poner también respecto del comportamiento afectivo de los hijos en relación con sus padres. ¿Acaso han puesto de manifiesto los hijos la grandiosa capacidad de ternura, alegría, generosidad y vivacidad de que disponen para comunicar todas esas energías a sus cansados padres?, ¿lo han intentado alguna vez?, ¿conocen los efectos que han generado en ellos?, ¿han procurado comportarse con sus padres, siquiera en lo que a la afectividad se refiere, del mismo modo que lo hacen con sus amigos?, ¿es que esto no cambiaría acaso el entero clima familiar y los sentimientos y las vidas de sus progenitores?
A lo que se ve, hay mucha ignorancia al respecto. Tal vez por ello la afectividad no sea sólo un laberinto, sino un laberinto en la más completa oscuridad y, lo que es peor, un laberinto por el que forzosamente han de transitar todas las personas que componen una familia (Polaino-Lorente, 2004).
¿Se siente la mujer contemplada por su marido, hasta en los detalles más pequeños y modestos?, ¿acaso experimenta el marido, la admiración que despierta su propio trabajo en su mujer?, ¿se ha sentido alguno de ellos incomprendido, aislado e incomunicado?, ¿no son todos ellos sentimientos, en alguna forma?
Y si lo son, ¿por qué no tratan de manifestarlos o expresarlos a las personas a las que, sin duda alguna, más quieren?, ¿tan fuertemente incapacitados están para ello?, ¿es esto seguro o sólo probable? Si fuera probable, es muy cierto que un pequeño esfuerzo en este sentido o el mero hecho de acordarse y tenerlo presente pondría en marcha un comportamiento bien diferente, tanto en la persona que así se comporta como en quienes le rodean. Y, desde luego, todos serían más felices, objetivo al que cada familia está orientada.
¿De qué depende el que una persona expanda y vuelque o no su afectividad en quienes le rodean?, ¿es que acaso se siente tal vez acogida cuando habla?, ¿es tenida en cuenta su opinión?, ¿se cuenta con ella lo suficiente? Las anteriores preguntas se encaminan a suponer que la responsabilidad es siempre de los otros. Pero no es esto lo que suele pasar.
Es preciso formular también otras preguntas a la supuesta víctima. ¿Cuál es la persona de su familia que tiene siempre en cuenta antes que usted?, ¿a dónde se le va el pensamiento cuando está lejos de casa?, ¿en qué piensa cuando regresa al hogar?, ¿considera que lo de los otros es siempre más importante que lo suyo?, ¿sabe relativizar su cansancio, el peso de la jornada, las pequeñas o grandes frustraciones que tal vez ha sufrido en la última hora?, ¿se le ilumina la cara con sólo imaginar el rostro de sus hijos cuando duermen?
Algunas de estas cuestiones podrían ser de cierta utilidad para remover el animus educandi de los padres. Si algunas familias no funcionan es porque se han olvidado de las emociones, porque perciben a los suyos como una caja en la que únicamente resuenan o estallan los conflictos, en definitiva, porque han adoptado el papel de víctimas.
El victimismo familiar se ha convertido hoy en moneda de amplia circulación.
Pero no es que hoy la familia sea o esté obligada a ser peor que la de antaño. Es que el laberinto sentimental se ha vuelto más opaco, a causa de que los sentimientos están más enmarañadamente intrincados en las personas.
Este retorcimiento antinatural de las emociones —nunca expresadas y casi siempre sometidas a presión—, es lo que está condicionando en forma poderosa la infelicidad familiar. El victimismo familiar —como una profecía anunciada por los mass media— acaba por cumplirse.
Es preciso reflexionar acerca de los sentimientos y sus agrupamientos laberínticos. Tal vez sea conveniente preguntarse por qué no se lo pasa bien cuando está con los suyos; si sirve para algo la mera exigencia sin cuidado y sin ternura; si se depende demasiado (dependencia afectiva) o demasiado poco (independentismo; indiferentismo) de los otros miembros de la familia, en el ámbito afectivo; si se está demasiado flexionado sobre sí mismo (hermetismo) o incapacitado para la natural y espontánea apertura a los otros (desinterés); si preocupa en exceso la imagen del propio yo (egoísmos), la opinión de los compañeros acerca del prestigio profesional o la labor realizada cara a la historia (egotismo; cfr., Polaino-Lorente, 1987 y 2004).

¿Es posible la educación en la afectividad?
A lo que parece, la afectividad, como cualquier otra función humana, puede ser objeto de educación. Hay varias razones en que fundamentar lo que se acaba de postular. En primer lugar, en el hecho de que la afectividad del niño no está desarrollada en el momento de su nacimiento, sino que ha de ir madurando a lo largo de su desarrollo. El hecho de que la afectividad esté incompleta e inacabada (inmadura) durante un largo periodo evolutivo, la hace muy permeable a lo que suceda en su entorno.
En segundo lugar, porque la afectividad no está completamente determinada en cada persona por su biología. Otra cosa muy diferente es que las estructuras biológicas de las que depende el temperamento —principalmente, el sistema nervioso y el sistema endocrino— contribuyan a modular y configurar el talante afectivo de las personas.
Estas influencias son más bien invariantes, es decir, bastantes estables y difíciles de modificar. Por eso, el viejo Hipócrates sostuvo que «tu temperamento es tu destino». Pero más allá de esas determinaciones, la afectividad está abierta a la acción de otros factores no biológicos que también le impactan y pueden modificarla.
En tercer lugar, porque la general experiencia personal resulta coincidente en detectar esa característica de la plasticidad natural de los sentimientos, cuyo ensamblaje a lo largo de la vida puede realizarse de modos muy diversos, configurando en la persona un determinado talante afectivo que no porque le singularice está cerrado a la acción educadora de padres y profesores.
En cuarto lugar, por último, porque la persona es también libre, incluso respecto de sus sentimientos, siquiera sea de un modo relativo. La persona puede acrecer el sentimiento que experimenta o disminuirlo en su intensidad, duración y frecuencia; la persona puede extinguirlo, reprimirlo, «olvidarlo» o sublimarlo, como también obsesionarse con ello, reiterarlo, excitar su presencia y manifestación, sentir que lo siente y querer tratar de sentirlo.
Las anteriores posibilidades, que concurren en cualquier persona, ponen de manifiesto el hecho de que la persona disponga de una cierta libertad para dirigir su vida afectiva o, si se prefiere, de una cierta capacidad de control sobre su vida afectiva.
Por estas y otra muchas razones, en las que ahora no puedo penetrar, hay que concluir que la afectividad es educable.
Aunque todo depende de lo que se entienda por educación sentimental.

Los padres y la educación de los sentimientos
En realidad, la educación sentimental que hoy se imparte por los padres es más bien escasa. Y, sin embargo, los primeros educadores sentimentales son siempre los padres. Es abundante la literatura científica disponible sobre este particular, especialmente en lo que atañe a las primeras experiencias afectivas de los hijos en relación con sus padres.
Es lo que se conoce con el término de apego (attachment; cfr., Vargas y Polaino- Lorente, 1996).
El vínculo afectivo singular que se establece entre los padres y cada uno de sus hijos es el lugar donde se acunan los primeros sentimientos del niño, de los que tanto dependerá en el futuro su personal estilo afectivo. Ese vínculo es natural, espontáneo e innato en el niño y, además, necesario, no renunciable, y algo conforme a la naturaleza de su condición, en cuya ausencia no puede crecer.
Es cierto que los padres educan a sus hijos en la afectividad —de forma natural y espontánea—, cuando los consuelan, los corrigen, les riñen, les animan, les sonríen, les acarician, etc. Pero es harto probable que incluso en esas mismas circunstancias tampoco sean muy conscientes de lo que están haciendo, de que están educando a sus hijos en la afectividad.
En ese caso, es más probable que la propia afectividad de los padres sea la que dirija su comportamiento y hasta embote su inteligencia, tomando decisiones, de una forma más impulsiva que reflexiva, sin hacerse cargo de cuáles son los sentimientos o los cambios que en sus hijos se suscitan, con ocasión o como consecuencia de esos comportamientos paternos.
De otra parte, los padres educan en la afectividad a sus hijos —especialmente en la afectividad relativa a las personas de distinto sexo—, a través del modo en que se comportan entre ellos. Esta vía indirecta, y como in obliquo, es de vital importancia para los hijos. Es posible que algunas actitudes machistas o feministas, de respeto o de su ausencia en lo relativo al trato con el otro cónyuge, de ternura o violencia, etc., tengan sus raíces en el aprendizaje temprano de los hijos, a través de la observación del modo en que se relacionan sus padres.
La paradoja surge cuando los hijos llegan a la adolescencia y comienzan a enamorarse.
En ese momento los padres experimentan una gran ignorancia y no saben cómo comportarse con ellos. Se han olvidado de que en la educación amorosa o para el amor ya han educado a sus hijos a lo largo de sus vidas, precisamente a través de cómo hayan sido las relaciones entre marido y mujer. Por eso habría que incorporar a los derechos del niño no sólo el afecto —a él manifestado, se entiende— de su padre y de su madre, sino también el afecto y las buenas relaciones que debieran haber entre el padre y la madre.
Al parecer, las actitudes de los padres más convenientes para el desarrollo de la autoestima en los hijos pueden sintetizarse en las siguientes: aceptación incondicional de los hijos; implicación de los padres respeto a la persona del hijo; coherencia personal y disponer de un estilo educativo que esté presidido por unas expectativas muy precisas, de modo que establezcan unos límites muy claros (Rosenberg, 1965; Coopersmith, 1967; Baumrind, 1975; Newman y Newman, 1987; Polaino-Lorente, 2004).
En este punto, considero que hay dos opciones fundamentales y relativamente contrapuestas. La primera y más tradicional es la que opta por imprimir en el niño los criterios, más o menos acertados, acerca de lo que se le debería permitir o no en la expresión de sus manifestaciones afectivas. La segunda — mucho más difícil y compleja, pero también más eficaz— es la que se atiene a enseñar al niño a identificar, apresar y desvelar los sentimientos y emociones que barbotan en su intimidad, de manera que conociéndolos pueda dirigirlos a donde desea. En la primera los padres optan por los límites; en la segunda, por el conocimiento personal del hijo y la capacidad que tiene de autocontrol de sus sentimientos.
Con frecuencia se apela al «etiquetado» de las personas y de sí mismo en el ámbito de la afectividad. Pero afirmar que una persona es introvertida o extrovertida, colérica o flemática, reflexiva o impulsiva, optimista o pesimista, cariñosa o seca, es decir bien poco. Pues aunque eso fuese cierto, tal etiquetado sólo está fundamentado en el temperamento.
Pero, afortunadamente, la afectividad humana no sólo depende del temperamento, sino también de la educación familiar y escolar, del grupo de amigos y de las relaciones interpersonales que se establezcan, así como de otras muchas variables socioculturales.
La educación de los hijos en los sentimientos, por parte de los padres, es esencial, puesto que constituye el primer núcleo configurador —no sólo teórico o normativo, sino práctico, vivencial y experiencial— a cuyo través se modelará y moldeará el estilo emocional de cada hijo.
Nada de particular tiene que la educación sentimental vaya unida a la educación en valores. Un estilo emocional no es un vulgar modo de expresar las emociones y/o de reaccionar así al medio. Es desde luego eso, pero también mucho más que eso. Cada estilo emocional constituye un modo particular de situarse la persona en el mundo, lo que favorece o dificulta unos y otros comportamientos.
Y esos comportamientos afirman o niegan, realizan o frustran la adquisición de ciertos valores. De aquí que el estilo emocional tenga mucho que ver con la educación en los valores y virtudes.
Desde la perspectiva de la educación moral, cada uno de ellos tiene sus ventajas e inconvenientes. La persona flemática, por ejemplo, tendrá una mayor dificultad para vencer la pereza, al mismo tiempo que suele ser más reflexiva que impulsiva. Por el contrario, la persona impulsiva se implicará emotivamente más en cuanto hace, dice, piensa y siente, y la rapidez con que actúa puede estar falta de la necesaria reflexión.
Pero en cualquier caso, una y otra persona, si se conocen en modo suficiente, pueden crecer, bien luchando contra sus «puntos débiles» o bien desarrollando con muy poco esfuerzo sus «puntos fuertes».
Esta sí que es materia que los padres debieran conocer para, sirviéndose de ella, educar en la afectividad y en las virtudes a sus propios hijos.
La educación en los sentimientos es inseparable de la educación en las virtudes.
Por eso, los padres no debieran descuidar esta cuestión de vital importancia, dejándola al albur del determinismo temperamental de cada hijo o, lo que sería peor, dejándose sustituir por el azar, las costumbres y las modas que caracterizan el emotivismo cultural contemporáneo.
A los padres compete además la observancia de uno de los mejores procedimientos para la educación de los sentimientos: la del ejemplo personal —el mejor educador—, puesto que es el más natural y el que mejor se adecua a las interacciones con sus hijos en el contexto familiar. No se olvide que una buena porción de los sentimientos experimentados por los hijos —modos en que responden a determinados eventos familiares— son casi siempre reactivos al comportamiento que observaron en sus respectivos padres.

Los profesores y la educación de la afectividad
En lo relativo a los profesores, hay que decir algo parecido. De hecho, no hay ninguna disciplina en el currículum vitae, cuyo contenido se refiera en concreto a la educación en la afectividad. Pero no se debiera concluir de aquí que los profesores no educan a sus alumnos en la afectividad. En realidad, tal educación se lleva a cabo, aunque no en directo sino casi siempre subsumida, de alguna forma, en las relaciones entre profesores y alumnos y entre compañeros, circunstancias que entretejen el comportamiento y aprendizaje de los alumnos en el aula.
El profesor haría bien en pensar que educa a sus alumnos con su entera persona, además de enseñarles los contenidos precisos y concretos de que se compone el programa de la disciplina que enseña. Pero es en el modo de afrontar los problemas, de corregir a un alumno distraído, de motivar al que se ha quedado atrás en el aprendizaje o de consolar al que tiene un determinado sufrimiento, como comparece y se ejercita esta educación en la afectividad.
Son estos los momentos estelares de la educación sentimental en el aula, muchos de los cuales acaso permanezcan para siempre en el recuerdo vivo de algunos de sus alumnos. El profesor no debiera olvidar que su presencia en el aula es estar expuesto casi siempre como en el escaparate, y que los niños son excelentes observadores.
Por eso, el modo en que el profesor responde a una pequeña frustración personal en presencia de los alumnos, o se irrita porque algo sale mal o la forma en que responde a los vaivenes a que se ve sometida su estabilidad emocional constituyen, en muchas ocasiones, verdaderos hitos emblemáticos de esta educación sentimental encubierta.
A los profesores hay que invitarles a que opten, además de con el ejemplo de su propia conducta, por procedimientos más académicos, puesto que la actividad que realizan se ajusta mejor a ello.
La presencia magnificada de la afectividad en una cultura tradicionalmente emotivista, tal vez pueda entenderse precisamente desde esta perspectiva: la escasa presencia o la ausencia casi completa de educación sentimental de niños y jóvenes en sus contextos naturales.
Este defecto o carencia es casi ancestral. Es probable que tenga su origen en la cultura griega, de la que en tantas cosas somos deudores, sin duda alguna, y de la que todavía hoy —sin saberlo ni quererlo— somos los protagonistas que prolongamos su valiosa vigencia entre nosotros.
El pathos que impregnó la cultura griega, y su vinculación al destino, tal vez hundió en una excesiva pasividad a la persona respecto de sus sentimientos (léase pasiones). La recepción de este legado por la Edad Media y el Renacimiento  intensificó todavía más si cabe, la representación y el discurso sentimental de la persona respecto de cómo conducir sus pasiones.
De aquí la impotencia que muchas personas experimentan al tratar de afrontar o conducir los propios sentimientos y sus manifestaciones. Respecto a la educación sentimental unos y otros miran a otra parte, mientras que la mayoría de las manifestaciones culturales son atravesadas por el emotivismo.
El pathos, mientras tanto, sobrevive y se afianza con su más sólida robustez y pujanza en el corazón y el comportamiento de las personas. Y eso a pesar de que haya muchos hitos e indicadores que ponen de relieve la conversión de este pathos en ethos.
En los más jóvenes, la emotividad y sus formas de expresión son todavía más radicales, aunque tal vez se oculten mejor por miedo al qué dirán. Se ha inaugurado una nueva mística: la de los sentimientos. La «mística» que se funda en los sentimientos es muy poco «ascética », pero sobre todo muy poco realista (Polaino-Lorente, 2003).
La sobrestimación del ‘corazón’ por encima de la ‘cabeza’ —como reacción al reciente racionalismo— puede llegar a confundirse con el emotivismo antintelectualista e irracional, que tan amplio eco tiene en la sociedad actual.
Ni el emotivismo actual ni el racionalismo del pasado parecen ser buenos compañeros de viaje en la educación sentimental. En todo caso, lo ideal no es optar por lo uno o por lo otro, sino por ambos. La elección de un modo de estar en el mundo no debe llevar parejo la exclusión del modo contrario. Ambos se necesitan, son naturales, están presentes en toda persona, y no deberían mutuamente excluirse.
Lo conveniente es lograr esa difícil síntesis en que ambos participan, se potencian y acrecen, tal y como lo exige la condición humana. Un buen balance cognitivo-emotivo constituye el mejor de los servicios a la persona.
Sin duda alguna, es bueno que la afectividad esté a flor de piel (lo que permite a la persona estar y sentirse viva), pero al mismo tiempo es conveniente que la afectividad no sea el único ni el principal motor en la toma de decisiones —si se desea no equivocarse y sufrir a causa de los propios errores personales—, lo que exige que la afectividad esté embridada por la razón.
De otra parte, la misma razón gana mucho con ello, pues la afectividad empuja y estimula al pensamiento, condicionando su curso, fecundándolo otras veces y, en algún sentido, modulándolo siempre. La afectividad —según una metáfora muy del gusto de Ortega y Gasset— es el viento que empuja las velas del pensamiento. El timón es la razón y sin ella no se llega a ningún destino.
Pero sólo el timón no basta, por insuficiente.
Es preciso que las velas de esa navecilla sean empujadas por el viento de los deseos y pasiones, sin las cuales aquella no se movería y tampoco alcanzaría un puerto seguro. Para que la navecilla surque con tino los mares procelosos del vivir humano ambos elementos resultan imprescindibles, irrenunciables y, además, han de estar equilibrados. Tratar de conseguir ese balance es, qué duda cabe, la misión insoslayable de la educación sentimental.
Pero ese balance no podrá establecerse sin apelar al conocimiento personal y al querer de la voluntad. Autoconocimiento y autocontrol son los fundamentos imprescindibles en los que el profesor ha de asentar la educación sentimental de sus alumnos.
Observemos, en primer lugar, lo referente al conocimiento personal. En realidad, la persona es para sí misma una desconocida, es decir, que ignora quién es y cómo es, casi de una manera perfecta.
Esto acontece de modo muy especial en lo relativo a los sentimientos. No hay como hacerse preguntas a sí mismo para comprobar si lo que se acaba de afirmar es verdad o no.
¿Por qué los enfados, la irritabilidad, la agresividad y el guerrear por guerrear con los otros miembros de la familia?, ¿por qué esos sentimientos irrumpen en las personas y ocupan tanto tiempo familiar, cuando lo más probable es que ninguna de ellas lo deseen? ¿Cuál es la razón de tanto trato despótico, de tanta ordinariez, descalificación y pesimismo de los hijos adolescentes respecto de sus padres y de estos respecto a aquellos? Si no es esto lo que desean, ¿por qué lo consienten en ellos mismos y en los demás?
¿Por qué la crítica amarga, las comparaciones, la susceptibilidad y el no ver lo positivo de los demás y sí y sólo lo negativo?, ¿es acaso así como se ama o manifiesta el afecto y la estima personal?
Y si no es así, ¿por qué lo consienten en ellos mismos y en los demás?
¿Por qué ha de resultar intolerable que no le echen a uno de menos, que no le tengan en lo que vale, que sea tratado como el último de la clase?, ¿es esto verdad?, ¿seguro…? Y si la sombra de la duda aparece apenas reflexionan un poco, ¿por qué lo consienten en ellos mismos y en los demás?
¿Por qué ese afán inquisitivo que sólo conduce al debate por el debate?, ¿por qué el resentimiento, el no disculpar ni comprender, el no ponerse en el lugar del otro y esa incapacidad para disfrutar de lo bueno de los demás, de uno mismo y de todo lo positivo que hasta ahora se ha realizado?, ¿es acaso cierto que toda la vida familiar es un infierno?
Si analizan con un poco de atención su propia vida y la de su familia, enseguida advertirán que no es así, que su familia en modo alguno es un infierno, aunque tal vez haya en ella ciertos problemas, pero está muy lejos de ser el lugar donde se reúnen todos los males del mundo sin mezcla de bien alguno. Y si tras la reflexión llegan a esta conclusión, entonces, ¿por qué lo consienten en ellos mismos y en los demás?
Es conveniente disponer en estos casos de ese espíritu crítico que aconseja Aguiló (2001) cuando escribe «es decisivo mantener una equilibrada capacidad de autocrítica y una elevada sensibilidad personal que nos permita captar aquello que en nuestra vida no debe pasar inadvertido».
¿Qué conflictos y problemas debaten y luchan entre sí en la cabeza de sus alumnos y arruinan su capacidad de pensar, de disfrutar de la vida y de relacionarse con los demás? Si todavía no los ha identificado, trate de hacerlo. Y si ya lo ha hecho, tome uno solo de ellos, como si los otros no existiesen, y trate de resolverlo, al mismo tiempo que procura experimentar el sentimiento más adecuado.
Lo más probable es que esté ausente aquí el necesario conocimiento personal del que es preciso disponer para poder conducir la afectividad a donde es preciso.
En efecto, si las personas se adentraran en su intimidad para identificar y apresar las causas y motivaciones de lo que experimentan, si mejorasen un poco en su capacidad para reconocer y comprender los sentimientos ajenos, y si ejercieran un poco más la crítica personal a la inercia social relativa a ciertos estilos de comportamiento, es harto probable que algunos de los sentimientos anteriores no harían eclosión en el contexto familiar y de la educación o se presentarían de forma más moderada y atemperada.
Habría que tratar de responder también a otras cuestiones que han de formularse en tono positivo. ¿Cómo alegrarse de todo lo positivo que tienen, de modo que se sientan más satisfechos?, ¿qué pueden hacer para que el clima escolar sea más acogedor y amable?, ¿en qué forma ha de comportarse la persona para que ella misma y sus compañeros hagan rendir más y mejor sus talentos naturales?, ¿en qué pueden todavía crecer un poco más?, ¿por qué no pensar más en las soluciones —así, en plural— que pueden contribuir a la resolución de un solo problema, en lugar de reiterar y repasar hasta la saciedad el inventario de problemas todavía no resueltos y otros que hasta el presente ni siquiera han llegado a plantearse?, ¿cómo organizarse mejor para pasárselo bien y disfrutar de tantas cosas buenas como le han regalado?, ¿cuánto tiempo han dedicado, de verdad, a tratar de ser más felices, antes de que la muerte o las desgracias personales lo impidan?
Por último, una pregunta a la que debería responder cada profesor: ¿Se considera a sí mismo más como un solucionador de problemas que como un generador de ellos? En el caso de que haya dado una respuesta afirmativa a esta última cuestión, es muy probable que su afectividad esté lo suficientemente madura como para que sea un buen educador de la afectividad de sus alumnos.
Si su respuesta es negativa, trate de cambiar de manera que no sobrecargue más el sistema educativo suscitando a su alrededor sentimientos y afectos negativos.
Pues, como escribe MacIntyre (1992), «una buena educación supone, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo el bien y a sentir disgusto haciendo el mal: es decir, a querer lo que merece ser querido.»
De hecho, sin el propio conocimiento no es posible la autorrealización personal, porque no se sabría a qué atenerse en las circunstancias de la vida, porque se ignoraría el «manual de instrucciones» para gobernarse a sí mismo en esto de la afectividad y, en consecuencia, sería inviable el proyecto de llegar a ser la mejor persona posible. Además, ¿de qué le serviría a una persona llegar a ser la mejor persona posible si no dispone de otro fin que el de ser ella misma? ¿Le haría esto sentirse feliz?
No, a lo que parece llegar a ser la mejor persona posible, sólo para sí misma, no la haría más feliz. Entre otras cosas, porque no se puede ser la mejor persona posible sin contar con los otros, sin ordenarse a los otros, que son al fin los auténticos y concretos destinatarios por los que vale la pena hacer ese esfuerzo de llegar a ser la mejor persona posible.
Esta es la ética de la generosidad que preside la educación sentimental y que se fundamenta en el conocimiento personal.
Una ética que es desde luego heroica, en tanto que rechaza los valores meramente utilitarios y se desentiende de cualquier deseo individualista de autoafirmación personal. Es la ética que no se pone de rodillas, que no opta por la sumisión del propio «Yo» ante el éxito, la popularidad o el dinero. Una vez se ha entendido así la autorrealización personal, forzosamente emerge la justicia, como arete suprema, como realización subjetiva del nomos, de la ley objetiva.
Puede afirmarse que el fin del conocimiento personal no es otro que el de la justicia. Lo justo, lo más justo que puede realizar cualquier persona es conocerse a sí misma para tratar de llegar a ser la mejor persona posible. Y eso porque tratar de ser la mejor persona posible forma parte del debitum, de lo que es debido, en alguna forma, a los demás.
Observemos, en segundo lugar, lo relativo a la enseñanza-aprendizaje del autocontrol voluntario. Si la educación sentimental es posible, entonces habrá que admitir que las personas pueden ejercer un cierto control sobre sus sentimientos.
Ese control —expresión que suena aquí muy fuerte— es siempre relativo.
Ni todos los sentimientos pueden controlarse ni en todos ellos se puede llevar a cabo el mismo control. Pero es un hecho que la persona puede regular y controlar —self-regulation, self-control— sus sentimientos, aunque no de forma absoluta ni en todas las circunstancias. Esto pone de manifiesto que, en cierto modo, la persona es dueña de sí, de su comportamiento, de lo que elige hacer o no con su vida.
El control personal acerca de los propios sentimientos depende de su percepción y del pensamiento reflexivo. El primer factor consiste en la percepción inmediata e identificación de los cambios personales que se producen como consecuencia de haberse suscitado una determinada emoción, con independencia de que esa emoción se haya experimentado respecto de sí mismo o de otra persona.
Hay, pues, algo que acontece a la persona y que no ha sido elegido por ella.
He aquí la pujanza de la percepción y su capacidad para poner en marcha, de inmediato, determinados sentimientos como un hecho espontáneo y consumado. Es la percepción la que hace resonar los sentimientos en la caja de la afectividad.
Sobre el modo en que esos sentimientos emergen y se hacen presentes disponemos, en principio, de muy poco control, ya que acontecen y se presentan como un hecho natural consumado.
Sin embargo, el control cognitivo de los propios sentimientos es mucho mayor que la mera percepción en lo que respecta a la capacidad de rememorarlos, evocarlos y hacerlos reaparecer una y otra vez. Sobre esto último sí que cabe mejorar los resultados a través del adecuado entrenamiento cognitivo en autocontrol.
Este segundo factor está varado en el pensamiento reflexivo, que actúa a un nivel más alto que la percepción y, desde luego, de una forma más parsimoniosa, potente y compleja que ella. Es aquí donde interviene de modo decisivo la voluntad racional, es decir, la voluntad abierta a la inteligencia.
En cierto modo, de lo que la persona piensa —además de lo que la persona perciba—, se deriva lo que la persona siente. Más aún: el contenido de lo que se percibe está en función —aunque no del todo— del contenido de lo que se piensa.
Algo parecido podría sostenerse también de la imaginación y la memoria, respecto de los sentimientos.
En cualquier caso, el pensamiento reflexivo y las cogniciones a que da lugar, proceden de un modo mediato, secundario y no impulsivo en relación con los sentimientos. Por lo que es preciso admitir que la persona dispone de cierto grado de libertad respecto de los sentimientos que experimenta.
En modo alguno puede controlarlos por completo —y no todos con la misma eficacia—, apelando a sólo la modificación de sus cogniciones. Pero es una experiencia ampliamente probada que la persona sí que puede, sin embargo, activar, revivir y acrecer determinados sentimientos, como también inhibirlos, olvidarlos y/o modificarlos.
Es cierto que hay sentimientos que no pueden ser elegidos sino que, sin más, nos acontecen o no. Pero es también cierto que hay otros —incluso algunos de los anteriores— que, sencillamente, pueden ser retomados, revividos, atenuados, acrecidos u olvidados.
De aquí que, en el ámbito de la afectividad, se pueda sostener que algunos sentimientos pueden acontecer o sobrevenir a la persona si ella quiere que en ella comparezcan, mientras que en relación con otros esto no es posible. En consecuencia con ello, habría que concluir que la persona es relativamente libre, aunque no de forma absoluta, respecto a algunos de los sentimientos que experimenta; respecto de otros, en cambio, no.
La acción de la voluntad al servicio del autocontrol puede actuar en muy diversos niveles cognitivos: de la percepción a la imaginación, de la memoria a las cogniciones.
Pondré un ejemplo frecuente: el papel que juega la voluntad respecto del control sobre el recuerdo de los sentimientos.
La conmoción al revivir los viejos sentimientos —con harta frecuencia, sinceros, ingenuos, sencillos, puros y frágiles— suele suscitar en la persona otros nuevos sentimientos, acordes con aquellos.
Estos últimos suelen ser casi siempre más innovadores, complejos y de una elaboración más sofisticada que el contenido de aquellos que se recuerdan. Con los nuevos sentimientos que nacen a orillas de los viejos —con los que acaban por entreverarse— se configura un nuevo talante afectivo en la persona, probablemente más intenso y distorsionado que el anterior. La imaginación y las proyecciones del futuro en el que se sueña confieren un espesor emotivo todavía más denso.
Puede afirmarse, en este caso, que la emoción atrae a la emoción, como la indiferencia atrae a la indiferencia. Lo que prueba que el nuevo recuerdo de los sentimientos propios afecta a la persona y puede condicionar de forma poderosa los nuevos afectos que experimenta. Es decir, que si no se controlan los propios afectos —viejos o nuevos, recordados o incluso anticipados— acabarán por afectar y apoderarse de la persona.
Pero que le afecten, en modo alguno significa que no disponga de un cierto control voluntario sobre ellos. Le  bastaría con pensar en cualquier otra cosa o hacerse fuerte en una actitud más crítica —«¡Qué sentimental soy! ¡Vaya forma de hacer el ridículo!»— para que esos sentimientos se debilitaran o desvanecieran.
Se sintetizan a continuación las cuestiones que parecen más relevantes en la educación de las emociones, desde la perspectiva de la voluntad:
1. Las emociones no están sometidas en su origen al control de la voluntad.
2. Las emociones tampoco pueden suscitarse voluntariamente, según el dictado de la voluntad (por ejemplo, no puede enamorarse una persona de otra, por real decreto o porque así lo determine su voluntad).
3. Las emociones pueden ser parcialmente reguladas por la voluntad (a la que casi siempre cabe apelar para tratar de explicar el acrecer, disminuir, atemperar o desatender el contenido de esos sentimientos).
4. Las emociones no son tan ciegas o tan irracionales que formen un mundo aparte y desconectado por completo de la razón.
5. La razón hace sentir su poder sobre las emociones (a través de ciertos argumentos lógicos, normas, representaciones mentales, recuerdos, pensamientos, fantasías, etc.), como también las emociones suscitan, condicionan o modulan los pensamientos (a través de las experiencias y vivencias que se hayan tenido).
6. Hay ciertos impulsos afectivos y/ o sentimientos que sea por su extrema intensidad o por su dependencia de otros factores psicobiológicos en modo alguno son gobernables por el entendimiento o la voluntad.
Admitamos, pues, que las relaciones entre voluntad y afectividad y entre esta última y el entendimiento son demasiado complejas como para reducirlas a un modelo rectilíneo y simplificado, del que resulte el anhelado dirigismo de un control robusto y bien diseñado.
Que las cosas sean como son no debería humillar a nadie, pues es sabido que ninguna persona se posee a sí misma en toda su radicalidad y multiplicidad de dimensiones.
Nada de extraño tiene que en el ámbito de las emociones, que nos ocupa, esa posesión sea todavía más incierta.
Pero ésta tampoco es razón suficiente para deslegitimar el esfuerzo humano por tenerse a sí propio, incluido también —hasta donde sea posible— el ámbito de la afectividad.

La madurez afectiva.
La educación sentimental conduce a esa estabilidad que es propia de los hábitos que caracterizan a la madurez personal.
Ellis (1980) ha establecido lo que caracteriza a las personas equilibradas desde la perspectiva de las emociones.
Se transcriben a continuación los principales rasgos que parecen caracterizar a las personas maduras: interés por uno mismo y por los demás, aceptación de sí mismo, responsabilidad, tolerancia, flexibilidad, adaptación al presente, capacidad para tomar decisiones y solucionar los problemas, y disponer de un proyecto personal de vida que sea coherente con las propias capacidades y las personales convicciones.
Son muchos los autores que han estudiado la madurez y han llegado a establecer los diversos perfiles que la caracterizan desde un amplio arco axiológico que se extiende de la educación moral (Kohlberg y Meyer, 1972) al aprendizaje significativo (Bruner, 1991); del autocontrol y la autorregulación (Fontana, 1996; Díaz, Neal y Amaya, 1993; Irala, 1985), al sentido de la vida (Frankl, 1988); del desarrollo y el aprendizaje (Margerison, 2000), a la creatividad y autorrealización (Maslow, 1993 y 1985).
Giussani (2003) ha descrito magistralmente el emotivismo y sus trayectorias enajenantes, a propósito de los tres graves reduccionismos que, en su opinión, condicionan o pueden condicionar el mal uso de la razón y, como consecuencia de ello, la desorientación de la persona inmadura. Los tres hitos a que se refiere Giussani son: la sustitución del acontecimiento por la ideología; la reducción del signo a apariencia; y la reducción del corazón a sentimiento. Estudiemos este último, que es el que aquí y ahora más interesa.
«Tomamos al sentimiento, en vez del corazón, como motor último, como razón última de nuestro actuar. ¿Qué quiere decir esto? Nuestra responsabilidad se vuelve irresponsable precisamente porque hacemos prevalecer el uso del sentimiento sobre el corazón, reduciendo el concepto de corazón a sentimiento. En cambio, el corazón representa y actúa como el factor fundamental de la personalidad humana; el sentimiento no, porque el sentimiento, si actúa él solo, lo hace por reacción. En el fondo, el sentimiento es algo animal (…). El corazón indica la unidad de sentimiento y razón.
Esto implica un concepto de razón no cerrada, una razón en toda la amplitud de sus posibilidades: la razón no puede actuar sin eso que se llama afecto.
El corazón —como razón y afectividad— es la condición para que la razón se ejerza sanamente. La condición para que la razón sea razón es que la revista la afectividad y, de esta manera, mueva al hombre entero» (Giussani, 2003, 111 y 112).
La madurez aparece así como un cierto dominio sobre sí mismo, que en modo alguno es negativo sino muy positivo. Porque tal señorío no consiste en sólo pelear contra los propios defectos o peculiaridades negativas, que también «adornan» a la persona —lo que sería muy cansado, si la madurez consistiese en sólo luchar contra lo negativo—, sino, sobre todo, en hacer crecer las cualidades positivas de que se está dotado (Polaino-Lorente,
2005).
Respecto de las cualidades negativas —y lo de «adornar» no ha de entenderse aquí como una ironía—, la voluntad también ha de ejercitarse, pues es peleando contra esas cualidades negativas como la persona crece y se desarrolla en otros ámbitos de su ser, logrando así dar alcance a la anhelada excelencia personal.
En opinión de quien esto escribe, el complejo y difuso término de la madurez afectiva cobra un significado nuevo y atractivo cuando satisface algunas condiciones como las que se describen a continuación: La persona madura es fuerte con los fuertes y débil con los débiles; con los iguales correcta; consigo misma exigente; cortés con los amargados y resentidos; jamás indiferente; abierta a todos y necesitada de ninguno; paciente con los impacientes; generosa con los necesitados; callada con los habladores; y compasiva con todos incluso con ella misma.

La educación en la sexualidad
La educación de la afectividad resultaría incompleta si, al mismo tiempo, no se abordase la educación en la sexualidad.
Sexualidad y afectividad están entre sí muy unidas, constituyendo como el haz y el envés de una misma realidad.
En opinión de quien esto escribe, los dos errores más frecuentes en la actual cultura, en lo que se refiere al modo en que se han relacionado afectividad y sexualidad, son los siguientes: la completa independencia entre sexualidad y afectividad; y la supuesta legitimación de de la sexualidad a partir de la afectividad. De ellos debiera ocuparse la educación sexual, además de otros muchos y variados aspectos.
Estudiemos el primero de esos errores: la artificial separación entre sexualidad y afectividad. Esta disociación o divorcio desnaturaliza la misma relación humana en que se funda el comportamiento sexual. Un encuentro como éste, diseñado sólo respecto de la satisfacción placentera corporal y fugitiva, sería un encuentro con un fantasma apersonal, que vacía de significado el acto unitivo.
Y entre fantasmas sólo cabe la unión ficticia.
¿De qué le sirve al hombre o a la mujer compartir el cuerpo del otro, si el otro le es completamente ajeno, por incomprometido, dado que sus más íntimos pensamientos, deseos, sentimientos e ilusiones son silenciados e ignorados? ¿Por qué conformarse con sólo la satisfacción del cuerpo, durante apenas unos instantes, renunciando a que el otro, libremente, se le dé del todo y le haga señor de su voluntad y rey de su corazón? ¿Cómo y por qué tratar de satisfacerse con tan poco?
(Polaino-Lorente, 1993).
Se vacía de sentido la sexualidad humana cuando se la despoja de la fecundidad (sexualidad sin procreación) y se la disocia de la afectividad (sexualidad sin compromiso personal, sexualidad despersonalizada y sin entrega).
«Una entrega corporal que no fuera a la vez entrega personal sería en sí misma una mentira, porque consideraría el cuerpo como algo simplemente externo, como una cosa disponible y no como la propia realidad personal» (Ruiz Retegui, 1987).
En ese caso, la entrega no sería tal, porque ninguno se daría al otro, porque ambos se utilizarían parcial y recíprocamente (sólo en lo que se refiere a sus cuerpos), mientras se esfuman y huyen las subjetividades que no comparecen en el encuentro en ese acto, de suyo generador y trascendente.
Conviene recordar aquí que para la educación de la conducta sexual de la persona pueden distinguirse los cuatro puntos cardinales o dimensiones siguientes: generativa, afectiva, cognitiva y religiosa.
En la dimensión generativa se manifiesta el modo en que la sexualidad está comprometida en la reproducción y generación de nuevos seres humanos. En esta dimensión se atiende a la procreación y a la genitalidad. En la actualidad es muy frecuente que se reprima y frustre la dimensión procreadora del comportamiento sexual.
En la dimensión afectiva se pone de manifiesto que el hombre y la mujer son ante todo personas y por eso no debiera utilizarse el comportamiento sexual sólo para la obtención del placer. Sexualidad y afectividad se exigen mutuamente (Polaino-Lorente, 1997).

En la dimensión cognitiva se pone de manifiesto que el ayuntamiento carnal entre el hombre y la mujer exige la luminosidad del mutuo conocimiento, el compromiso de la entrega, el vínculo de la donación. Cuanto más se ama a una persona, tanto más se desea conocerla.
En la dimensión religiosa, por último, se pone de manifiesto que la conducta sexual humana abre a las personas a la transcendencia, al posible origen de un ‘otro’ distinto a quienes lo han generado, lo que comporta una participación en la creación de un ser ex novo, que no puede acontecer sin la intervención del Ser que la hace posible, y al que ésta debe ordenarse (Polaino-Lorente, 1980).
La capacidad psicobiológica, que se manifiesta mediante la conducta sexual, significa que dos personas, hombre y mujer, se dan la una a la otra y se destinan recíprocamente. La conducta sexual, por su plasticidad —así como por la posibilidad de derivar hacia comportamientos extraños, conflictivos o nocivos— pone de manifiesto que la persona dispone de suficiente libertad para conducir, en este punto, su personal comportamiento.
No cabe, pues, encerrar a la persona en ningún determinismo: ni en el biológico (que reduce el comportamiento del ser humano a pura biología —al instinto, en lo que a la sexualidad se refiere), ni en el historicista (que desatiende los aspectos biológicos y considera que el comportamiento sexual humano sólo está a merced de la libertad de lo que cada persona quiera elegir (cfr., Polaino-Lorente, 1978 y 1976).
Como escribe Ruiz Retegui (1987), «la sexualidad afecta a toda la amplia variedad de estratos o dimensiones que constituye la persona humana. La persona humana es hombre o mujer, y lleva inscrita esta condición en todo su ser». Además de una forma de ser, la sexualidad es aquella dimensión humana «en virtud de la cual la persona es capaz de una donación interpersonal específica». Esa donación es la que no acontece cuando de la sexualidad se hace un mero contexto en el que tomar del otro lo necesario para lucrar un placer menesteroso e insuficiente, además de deshumanizado.
Estudiemos ahora el segundo error: la supuesta legitimación de las relaciones sexuales a partir del emotivismo. Algunos adolescentes entienden el amor como emotivismo y la sexualidad como mera consecuencia de éste. El amor es sustituido por demostraciones de cariño y manifestaciones de ternura tan ostentosas como epidérmicas  —poco importa cuál sea la edad o las circunstancias—, que no hincan sus raíces en el corazón de la persona. Estas inundaciones afectivas no son efectivas, porque carecen del necesario fundamento y, en consecuencia, pasan por las vidas de las personas de forma fugaz, instantánea y trivial.
Ese exceso —no de afecto sino de afección superficial— bloquea y asfixia la capacidad de autocontrol hasta desvitalizarla.
Acaso por ello, quien así se comporta pierde la prontitud y agudeza necesarias para dejarse sorprender. La vida deja de ser sorpresa y la persona deja de sorprenderse como consecuencia de la hartura que produce el embotamiento de la afectividad. Surge así la apatía (apatheia), el pasotismo, la ausencia de vibración, la pérdida del espíritu de aventura, mientras se desvanecen y extinguen los nobles ideales concebidos durante la etapa adolescente (Llano, 2002).
El emotivismo es la actitud contraria de la apertura a la afectividad. El emotivismo es sólo un modo aparente de sentir, pero en realidad no satisface ni sacia por la misma trivialización en que consiste. El compromiso de la relación sexual no queda fundamentado ni justificado, en modo suficiente, por el emotivismo. Aunque sea cierto que la afectividad entre hombre y mujer tienda a transformarse —y aún a demandar— la relación sexual. Pero la relación sexual está también penetrada por la racionalidad, que aquí no comparece porque no se dan las condiciones que son necesarias para el compromiso interpersonal.
Además, el emotivismo ofusca y sofoca a la misma racionalidad, hasta el punto de no acertar a saber si es el placer o la tendencia unitiva de la afectividad lo que está en el mismo fundamento de esa relación. La defensa de la afectividad hay que hacerla hoy desde otro lugar: desde la mar adentro, donde la aventura, la soledad, la alegría y el sufrimiento, la sorpresa y el desvalimiento son mucho más auténticos.
Es mejor —y sobre todo más humano— sufrir que estar impasible como consecuencia de haber asentado el corazón, voluntariamente, en la mera atracción afectiva. Es necesario explicar hoy que es mejor querer que sentir, que es mejor amar —aunque comporte ciertos desgarros y sufrimientos— que optar por sólo alimentarse de las emociones o procurarse ciertas satisfacciones placenteras.
El emotivismo es la negación de la afectividad. El emotivismo se repliega en la afectividad de sí para sí, sin compartirla con el otro. El otro deviene en el medio a cuyo través la afectividad es momentáneamente satisfecha en su superficialidad, pero sin que el otro ocupe el lugar que le corresponde en el corazón de la persona emotivista.
Quien busca el emotivismo se busca a sí mismo, pero a costa de utilizar al otro, al que con anterioridad se asegura de hacerle desaparecer de su vida. El emotivista es un ser «tomante» que nada da de sí, que no comparte nada, que se aísla en su menesteroso corazón necesitado, que no se abre a la relación, al compromiso y al encuentro con el otro, porque sencillamente lo margina, lo excluye y lo destierra de su vida.
Pero la afectividad humana es sobre todo relación, presencia del otro, apertura, encuentro, diálogo, compromiso, es decir, salida arriesgada de sí para regalarse y perderse en el otro.
El emotivismo es probablemente una de las formas de dependencia afectiva peores. La persona ha de reconocer que depende de otros en muchas cosas, que su libertad es sobre todo interdependencia, que nadie es una isla que pueda por sí solo satisfacerse y ser quien es. Entre esas interdependencias naturales las hay de muchas clases (ontológica, familiar, funcional, sexual, autoconstitutiva, estructural, existencial, social, religiosa, etc.), de las que ahora no puedo ocuparme, todas ellas legítimas y convenientes siempre que no se sobrepase ese punto medio, de difícil equilibrio, en que consiste la virtud.
Pero la dependencia generada en el caso del emotivismo es sólo sentimental, en la que la afectividad propia campea sobre todo lo demás y se erige en el único fundamento de la toma de decisiones respecto de la relación sexual con la otra persona. Esto supone exponerse a un grave riesgo: el de la dependencia neurótica.
Genera dependencia, porque la afectividad y las relaciones sexuales crean una sutil adicción —con su síndrome de abstinencia: la resaca que dejan tras de sí la afectividad y la sexualidad cuando la relación se rompe—, un tanto compleja y de no fácil solución. Y esa dependencia es neurótica, porque en realidad la persona no se ha encontrado con la otra ni la ha tratado como se merece —a pesar de la aparente hartura de su sensibilidad embotada—, sino que se ha servido de ella, simplemente para alimentar su inmadura sexualidad o tal vez su enfermiza afectividad.
En el mejor de los casos, con la supuesta justificación emotiva de las relaciones sexuales, estaríamos ante el egoísmo sentimental, perseguidor de la satisfacción psíquica del propio yo, por lo que la persona busca a la vez que el placer sexual la satisfacción afectiva, radicada en el propio yo.
En ninguna de las dos anteriores circunstancias se satisface la condición de la entrega amorosa. En el primero, porque la persona se instala en el mero instintivismo animal de la satisfacción placentera; en el segundo, porque la persona se acuna en el subjetivismo emotivista del propio yo.
La conducta sexual encuentra su fin en la donación amorosa cuando, orientada por la racionalidad, el querer de la voluntad se dirige a la otra persona, tratando de buscar su bien integral. Lo que alcanza el fin del comportamiento sexual humano es sobre todo la búsqueda de la felicidad del otro —donde radica también la de uno mismo—, cosa que acontece en el encuentro y la donación/aceptación del otro en su totalidad, es decir, en una relación que funda un compromiso que por su propia índole exige el «para siempre», sin tomar del otro sólo una de sus partes —como, por ejemplo, su cuerpo, su afectividad, su posición social, etc.—, sino que busca comprometerse con su entera persona, tomar sobre sí la responsabilidad de su vida, en definitiva, sentirse ambos como co-responsables de sus respectivas biografías y personas.

Contenidos y objetivos de la educación sexual
La verdadera educación en la sexualidad debe afrontar, lógicamente, una multitud de contenidos muy diversos.
Algunos de ellos forzosamente han de incidir en los aspectos morfológicos, anatómicos y psicobiológicos de la sexualidad: desde las diferencias individuales a la afectividad, de la diferenciación psicobiológica a la comunicación interpersonal, de la distribución de roles en el ámbito de la pareja a la ética del comportamiento sexual.
Son muchas las disciplinas que aquí se concitan (psicología, antropología, fisiología, psiquiatría, religión, etc.), por lo que resulta especialmente difícil la formación de educadores que sean competentes en este ámbito interdisciplinar tan variado.
Pero a pesar de ello, hay que afirmar que la educación en esta materia debiera estar reservada a los padres, por ser ellos los primeros educadores precisamente en una cuestión como ésta, que está en el origen mismo de la vida de sus hijos. En cualquier caso, los contenidos que se impartan deben ser útiles para que el educando desarrolle en el futuro un comportamiento sexual ajustado, sano y asumible desde la perspectiva ética.
Los contenidos deben impartirse progresivamente, en función de cuáles sean las características específicas y las necesidades requeridas por cada uno de los educandos a lo largo de los diferentes períodos evolutivos. Es preciso no olvidar que la educación sexual no debe estar orientada a la sola satisfacción del instinto, sino a la consecución de la felicidad de la persona (Santa Maria Garai, 1996; Polaino-Lorente, 1994, 1995 y 2003).
Entre los principales objetivos que debe satisfacer cualquier programa de educación sexual, cabe citar como muy importantes los siguientes: (1) Suministrar una amplia información sobre esta materia, desde una perspectiva interdisciplinar (biología, psicología, antropológica, religión, etc.). (2) Delimitar cuál es la finalidad, sentido y significado de la sexualidad humana en el marco de una antropología realista (dimensiones generativa, afectiva, cognitiva y religiosa). (3) Informar acerca de las diferencias psicobiológicas entre el hombre y la mujer. (4) Explicar de forma proporcional y adecuada a la edad y circunstancias de los hijos las relaciones sexuales, en lo que se refiere a su ámbito natural, es decir, el matrimonio. (5) Contribuir a disminuir o extinguir los temores y ansiedades que habitualmente surgen por miedo al desajuste o al fracaso sexual. (6) Fomentar el necesario espíritu crítico en el educando respecto de las estereotipias, sesgos, prejuicios y errores sexuales presentes en la actual sociedad. (7) Ofrecerle la necesaria información preventiva respecto de las enfermedades de transmisión sexual y el SIDA. (8) Proporcionar un código ético congruente, así como los principios en que aquél se funda, de manera que cada educando pueda satisfacer, desarrollar y realizar en sí los valores morales que se concitan en la conducta sexual unitiva y procreativa en el ámbito de la conyugalidad (Polaino-Lorente, 1993).
Para alcanzar estos fines parece conveniente insistir en algunas ideas fundamentales.
Este es el caso, por ejemplo, de que el amor es más importante que la sexualidad.
Ningún enamorado renunciaría a su amor por una «dosis» de sexo. El sexo es una parte que, aunque importante, no es desde luego la más importante del amor.
En cambio, el amor lo es todo. Amar es descubrir que la propia felicidad depende de que sea feliz la persona a la que se ama; subordinar la felicidad propia a la felicidad de la otra persona; o, mejor, descubrir que la existencia de una y otra persona coexisten, necesitan y tienden a una felicidad común. Pues, como escribía Lewis (1991) sobre este particular, «el eros hace que un hombre desee realmente no una mujer, sino una mujer en particular. De forma misteriosa, pero indiscutible, el enamorado quiere a la amada en sí misma, no en el placer que pueda proporcionarle…».
La sexualidad adquiere su sentido precisamente en una forma de relación interpersonal en la que el amor del amado se realiza dándose a la persona amada, satisfaciendo esa necesidad de darse con tal que la otra persona sea feliz, que es lo único que en verdad también hace feliz al amado.
En ese contexto es donde la donación sexual —un don que es uno mismo— adquiere todo su significado: percibirse como un regalo recíproco, inmerecido y, con frecuencia, no buscado. Cuando esto sucede la persona amada es la fuente que da sentido a todo lo que se hace, se siente y se piensa. De aquí que el estar enamorados «nos haga preferir el compartir la desdicha con el ser amado que ser felices de cualquier otra manera» (Lewis, 1991). Y es que «la dimensión humana de la sexualidad —como dice Ruiz Retegui (1987)— instituye una forma de entrega que se abre a la donación de la vida como una expansión de su dinámica propia».

Bibliografía
-Aguiló, A. (2001) Educar los sentimientos (Madrid, Palabra).
-Baumrind, D. (1975) Some Thougths about childrearing. en U. Bronfenbrenner y M. Mahoney (Eds.) Influences on human development (Hinsdale, IL Dryden Press).
-Beck, A. T.; Rush, A. J.; Shaw, B. F.; y Emery, G. (1980) Cognitive Therapy of depression (Nueva York, The Guilford Press).
-Bruner, J. (1991) Actos de significado. Más allá de la revolución cognitiva (Madrid, Alianza).
-Coopersmith, S. (1967) The antecedents of self-steem (San Francisco, Freedman & Company).
-Díaz, R.; Neal, C. y Amaya, W. M. (1993). Orígenes sociales de la autorregulación,  en L. C. Moll (Comp.) Vigotsky y la Educación (Buenos Aires, Aique).
-Fontana, D. (1996) La disciplina en el aula. Gestión y control (Buenos Aires, Santillana).
-Frankl, V. E. (1988) La voluntad de sentido (Barcelona, Herder).
-Giussani, L. (2003) El hombre y su destino (Madrid, Encuentro).
-Irala, N. (1985) Control cerebral y emocional (Buenos Aires, LEA).
-Kohlberg, L. y Meyer, R. (1972) Development as the aim of Education, Harvard Educational Review, 42, pp. 440-446.
-Lewis, C. S. (1991) Los cuatro amores (Madrid, Rialp).
-Llano, A. (2002) La vida lograda (Madrid, Ariel).
-Macintyre, A. (1992) Tres versiones rivales de la ética (Madrid, Rialp).
-Margerison, A. (2000) Self-steem: Its Effect on the Development and Leaming of Children With EBD, en L. Abbedutto (comp.) Taking Sides. Educational Psychology (Dushkin, Mc Graw-Hill).
-Marina, J. A. (1997) El misterio de la voluntad perdida (Barcelona, Anagrama).
-Marina, J. A. (1998) La selva del lenguaje. Introducción a un diccionario de los sentimientos (Barcelona, Anagrama).
-Maslow, A. (1985) La personalidad creadora (Kairós, Barcelona).
-Maslow, A. (1993) El hombre autorrealizado (Troquel, Buenos Aires).
-Newman, B. y Newman, P. (1987) Development through life: A psychosocial Approach (4th ed) (Chicago, Dorsey Press).
-Polaino-Lorente, A. y Martínez, P. (1995). Embarazo y maternidad en la adolescencia (Madrid, Rialp).
-Polaino-Lorente, A. (1976) Dimensao da sexualidade humana, Cenáculo 61, Lisboa, pp. 21-24.
-Polaino-Lorente, A. (1978) Psicofisiología y sentido de la sexualidad humana. Estudio psicológico, pp. 41- 96, en J. Choza, Analítica de la sexualidad (Pamplona, Eunsa).
-Polaino-Lorente, A. (1987) Terapia cognitiva y conductual en la depresión: una revisión polémica y crítica, pp. 91-119, en VV. AA. (Ed.) Terapias conductuales y cognitivas en psicopatología infanto-juvenil (Madrid, Alambra).
-Polaino-Lorente, A. (1993) Sexo y cultura. Análisis del comportamiento sexual (Madrid, Rialp).
-Polaino-Lorente, A. (1994 y 1995) Sociedad moderna y sexo (1, 2 y 3), en La Escuela en Acción, nov, dic, y enero, pp. 28-30.
-Polaino-Lorente, A. (1995) Para entender la actual liberalización sexual (Barcelona, Documentos Pro-Vida).
-Polaino-Lorente, A. (1997) ¿Cómo saber si se está o no enamorado?, Letras de Deusto, 27, 75, pp. 13-42.
-Polaino-Lorente, A. (2003) En busca de la autoestima perdida (Bilbao, Desclée de Brouwer).
-Polaino-Lorente, A. (2004) Familia y autoestima (Madrid, Ariel).
-Polaino-Lorente, A. (2006) Madurez personal y amor conyugal. Factores psicológicos y psicopatológicos (Madrid, Rialp). Documentos del Instituto de Ciencias para la Familia. Madrid, 6™ ed., (1™ ed., 1990). Hay versión italiana: Amore coniugale e maturitá personale (Milano, Ed. San Paolo, 1994).
-Polaino-Lorente, A. (1978) En busca del sentido de la sexualidad, pp. 343-344 (Madrid, Palabra).
-Polaino-Lorente, A. (1976) Los cuatro puntos cardinales de la sexualidad humana, pp. 465-470, en VV.
AA., Cuestiones Fundamentales sobre Matrimonio y Familia (Pamplona, Eunsa).
-Rosenberg, M. (1965) Society and the adolescent selfimage (Princeton, Princeton University Press).
-Ruiz Retegui, A. (1987) La sexualidad humana, en N. López Moratalla y otros, Deontología biológica (Pamplona, Universidad de Navarra).
-Santamaría Garai y Mikel Gotzón (1996) Saber amar con el cuerpo (Madrid, Libros MC).
-Vargas Aldecoa, T. y Polaino-Lorente, A. (1996) La familia del deficiente mental. Un estudio sobre el apego afectivo (Madrid, Pirámide).

Revista Española de Pedagogía año LXIV, Nº 235, septiembre-diciembre 2006, 429-452.


.