Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid.
Profesor Titular de Antropología Pedagógica. Universidad Complutense de Madrid.
Resumen
Desde la óptica propia de la Antropología Pedagógica, este articulo trata de poner de relieve el esencial inacabamiento de la persona, susceptible siempre de "ser más" como persona, y en qué medida la educación puede estimular su crecimiento. Analiza con cierto detalle las diversas facetas del desarrollo intelectual, haciendo especial hincapié en el sentido crítico y en las maneras adecuadas o impropias de promoverlo desde la actividad docente. También estudia las dimensiones esenciales del crecimiento moral de la persona, la posibilidad, necesidad y condiciones de legitimidad de una influencia asertiva explícitamente moralizante, así como la relación que existe entre la educación moral y la educación cívica. Se enfocan, igualmente, aspectos del desarrollo afectivo de la persona y su sinergia con las dimensiones del crecimiento ya mencionadas. Por último, se hacen algunas observaciones acerca del desarrollo de la dimensión religiosa y su importancia educativa.
Palabras clave: Filosofía de la educación, antropología de la educación, educación moral, persona humana, desarrollo de la persona.
Introducción
Enfocar de manera inteligente la tarea educativa quiere decir hacerse cargo, de una manera fundamental y suficientemente fundamentada, de que es el hombre como ser educable y educando. El hombre no nace entero, ni termina nunca de enterarse. Su inacabamiento es constitutivo. La paradoja es que tal inacabamiento presupone que las capacidades de conocer y de querer, características del ser personal, son en la persona humana potencialmente infinitas. Mas esto a su vez implica que cada una de nuestras efectivas intelecciones y voliciones es siempre finita y limitada. La apertura a lo infinito, desde la finitud de nuestro ser sustancial - y de las efectivas realizaciones de ese ser sustancial-, significa que la persona humana es susceptible de un crecimiento infinito como persona.
¿En que aspectos el ser humano puede crecer como persona? Aquí no vamos a detenemos en el crecimiento vegetativo, que, en el caso del ser humano, no tiene pautas especiales o específicamente diversas del resto de la escala zoológica. Más bien nos interesa analizar aquellas dimensiones en las que el animal racional, en tanto que racional, puede llegar a ser más. Estas facetas son, esencialmente, la intelectual, la moral, la social, la afectiva y la religiosa. En este trabajo pasaremos revista, de forma panorámica, a tales facetas del crecimiento humano, desde el paradigma epistemológico de la Antropología Pedagógica -más en concreto, desde el enfoque filosófico de la Antropología de la educación-, tratando de descubrir en que formas puede concretamente la tarea educativa favorecer o catalizar dicho crecimiento.
1. El crecimiento intelectual
La educación intelectual no se dirige solo al aumento cuantitativo de nuestros conocimientos, sino principalmente a que seamos capaces de suscitar, dirigir y controlar las operaciones mentales. Y ello porque la inteligencia mantiene una profunda relación con la voluntad y la libertad, al igual que con el conocimiento. Esta doble perspectiva se puede articular, a su vez, en una doble finalidad educativa: por un lado, la inteligencia teórica ha de proporcionamos un conocimiento del mundo y de nosotros mismos en él, y, por otro, la inteligencia practica ha de ayudamos a tratar con la realidad descubriendo posibilidades nuevas en ella, captando sus potencialidades operativas, en tanto que pueden ser puestas en relación con los diversos proyectos personales.
El desarrollo de la inteligencia reviste diversos aspectos de interés para la tarea educativa. El educador ha de promover y apoyar hábitos de observación cuidadosa, de descripción, de asociación-disociación, convergencia-divergencia, análisis-síntesis1.
Se ha de procurar educativamente la adquisición de habilidades cognitivas relacionadas con las principales operaciones intelectuales: la conceptualización, la universalización, la clasificación, la definición, el razonamiento inductivo y deductivo, y todo ello en los diferentes ámbitos de operaciones intelectuales, como la inteligencia teórica, que permite la correcta realización de las operaciones conceptuales, judicativas y discursivas; la inteligencia practica o capacidad de resolución de problemas, la inteligencia estratégica o razón instrumental, que nos permite entender adecuadamente la relación medio-fin en las diversas tesituras de la vida; la inteligencia social, que es la capacidad para ponerse en el lugar del otro y el sentido de la oportunidad en la convivencia, etc.
Es importante percibir cuales son las habilidades que pueden ser desarrolladas con eficacia desde las distintas materias o disciplinas del curriculum, para saber distribuirlas bien a lo largo de la enseñanza formal y tener también en cuenta cuales son las más adecuadas a cada etapa escolar. Por otro lado, es indudable que hay personas naturalmente mejor capacitadas en unos ámbitos intelectuales que en otros. Pero junto a ello es bueno advertir que lo principal no son los talentos naturales que cada uno posea, sino aprender a aprovechar los que de hecho se tienen, para seguir creciendo -desarrollándolos e igualmente adquirir aquellas otras habilidades de las que se carece.
R. J. Stemberg identifica tres tipos principales de habilidades intelectuales: la inteligencia analítica (capacidad de describir con precisión los diversos aspectos de los problemas que se presentan en la vida real), la experiencial o creativa (capacidad de resolver tareas novedosas) y la contextual o practica (capacidad de enfrentar el medio, bien para adaptarse a él, bien para modificarlo). El quehacer educativo puede ayudar al desarrollo de estas habilidades operando sobre tres ejes básicos: el manejo de las tareas escolares, la autodisciplina y el sentido de responsabilidad, y la relación con los demás compañeros2. También se habla, en el terreno de la educación formal, de la necesidad de una reforma que conduzca a ir sustituyendo los aprendizajes memorísticos por aprendizajes significativos, si bien en ello es necesario encontrar un equilibrio a veces no fácil.
Las investigaciones más recientes en la ciencia cognitiva se centran en áreas directamente relacionadas con la educación intelectual: los estilos cognitivos, aprender a aprender, los conocimientos tácitos que han de poseerse para tener éxito en un cierto ámbito y que habitualmente no se enseñan, los superdotados, la creatividad como un pensar novedoso y de calidad, el acceso racional a terrenos aparentemente inconexos con la razón, como son el axiológico, el actitudinal y el afectivo. Es una tarea importante de la educación intelectual - y pienso que un reto especialmente urgente en nuestros días— el proporcionar los mecanismos de defensa contra la manipulación, que en no pocos casos se sirve de la apelación al ámbito afectivo, las pasiones y sentimientos, excluyendo todo discurso argumental serio y erosionando así la base misma del proceso deliberativo. Ello no significa, naturalmente, que haya de excluirse lo orectico y afectivo de la educación intelectual, también porque la inteligencia puede hacer mucho para que lo que debo hacer me atraiga, a pesar de que en la mayoría de los casos exija esfuerzo; es una cierta habilidad intelectual saber encontrar refuerzos, también en el plano motivacional, para todo esfuerzo bien orientado a la plenitud humana.
La tarea educativa podría resumirse, emblemáticamente, en la promoción de personas de criterio. Mas entender esto de manera correcta exige detenerse en el examen del concepto de "sentido crítico", para descubrir lo educativamente genuino y lo espurio que hay en él. La educación intelectual ha de orientarse a que las personas sean capaces de juzgar y discernir con arreglo a criterios racionalmente fundados. Esta capacidad, que puede denominarse sentido crítico, no estriba en poder opinar sobre cualquier asunto, de modo más o menos superficial, sino en poseer la suficiente autonomía como para pensar por cuenta propia -no llevado solo por las modas intelectuales al uso- y al propio tiempo la suficiente lucidez como para contrastar nuestros juicios con la realidad, empleando los procedimientos necesarios para que nuestras apreciaciones sean rigurosas. Una inteligencia verdaderamente critica no es la que esta libre de todo principio, sino la que se ajusta bien en sus apreciaciones. Como reza una inscripción en el frontispicio de la Universidad de Uppsala: "Pensar libremente es algo grande, pero es más grande aún pensar correctamente".
No pocas veces se tiende a confundir el sentido crítico con la actitud de censurar las conductas o las ideas ajenas, o bien con la situación en que se halla el escéptico, que no acepta, por sistema, nada de lo cual no tenga una evidencia inmediata. Sin duda cabe hablar de un "sano escepticismo" en la tarea científica: la actitud de no aceptar una propuesta o hipótesis más que como tal, es decir, exigiendo simultáneamente las correspondientes comprobaciones y demostraciones. Pero ello nada tiene que ver con el escepticismo fundamental, el perpetuo estado de duda, que es una situación "enferma" de la mente, aquella en la que se encuentra quien no se decide a afirmar ni a negar.
Históricamente se ha producido un empobrecimiento de la noción de sentido crítico en el ámbito de la "nueva pedagogía"3. En ella ha quedado reducida dicha noción al mero juzgar de todo, a la emulsión espontanea del primer parecer que se nos ocurre, como una manifestación de la actividad personal y como un medio para liberar el dinamismo interior. Sin embargo, la idea de sentido crítico responde más bien a la necesidad de juzgar fundándose en los principios de la ciencia. Al menospreciar este elemento, se tiende a identificar el sentido crítico con la actitud relativista y escéptica.
El deseo inmoderado de que cada uno se exprese con espontaneidad conduce a olvidar la importancia de aprender el arte de juzgar y razonar correctamente. La palabra "critico" procede del verbo griego krino, equivalente a "juzgar". En todo acto de Juzgar hay una pretensión de verdad. Es imposible un juicio en el que no se intente expresar la verdad. De ahí la inconsecuencia radical -bien vista por Aristóteles- del escepticismo y del relativismo que quiere "justificarse" argumentalmente.
Solo en relación con dicha pretensión de verdad -a la que cabe acercarse más o menos- puede tener alguna significación el sentido crítico, como la capacidad de corregir nuestros juicios, de ajustarlos al ser de lo juzgado. A partir de la experiencia del error -y, sobre todo, de la experiencia de haber salido de él adquiere significación el intento de comprobar si estamos más o menos cerca de la verdad, si nuestro juicio se ajusta bien a lo juzgado, y en ello estriba cabalmente el sentido crítico. Es contradictorio, por tanto, fomentar el sentido crítico desde una actitud escéptica, es decir, desde la convicción - a su vez contradictoria- de que es imposible alcanzar verdad alguna.
Otras falsas interpretaciones del sentido crítico han conducido a propuestas exóticas, como la desescolarización, la supresión de los currículo, el ataque indiscriminado a la memoria, etc., Por el contrario, no cabe ensenar el sentido crítico sin apoyarse en contenidos objetivos, a partir de unos principios que la inteligencia no crea sino que descubre.
Pasando ya a una consideración positiva, el sentido crítico es la expresión madura de la cualidad humana de ser principio de las propias acciones, la actitud de no diluirse en la masa y de cultivar el propio ser personal, único e irrepetible. De esta forma, el sentido crítico mantiene una estrecha relación con la inteligencia, pero también con la libre voluntad. Ello explica, también, que no sea posible una enseñanza meramente formal del sentido crítico.
El aprendizaje intelectual no puede reducirse a un amontonamiento de datos informes y caóticos, recibidos pasivamente por el sujeto. Hace falta un trabajo de interpretación, de organización sistemática de la experiencia. Es preciso que la información que recibimos reobre sobre nuestra propia estructura cognoscitiva, convirtiéndose en formación, configurando una forma mentis.
Por su parte, la voluntad no puede ser una mera pantalla donde se proyectan estímulos, tanto pulsiones interiores como presiones externas, sociales, etc. Tener sentido crítico significa ser dueño del propio obrar, saber dirigir la vida con una orientación precisa, tener un proyecto vital propio y haberse comprometido operativamente con el... Es lo que entendemos a veces cuando decimos de alguien que tiene "mucha personalidad", que "sabe lo que quiere", etc. Tener sentido crítico, en fin, significa lo mismo que ser una persona de criterio: conocer las normas que aseguran el camino de la razón hacia la verdad y ponderar con arreglo a ellas las deliberaciones y las decisiones.
Veamos, de forma esquemática, que es lo que puede hacer el docente para estimular la formación del verdadero sentido crítico.
a) Por obvio que parezca, la transmisión de conocimientos, en principio, constituye un procedimiento necesario y fundamental para desarrollar la inteligencia y el sentido crítico, que es, también, una habilidad intelectual. Todo saber autentico es, al menos potencialmente, critico. Solo la ignorancia no puede serlo. Ahora bien, hay saberes que contribuyen de una manera muy especial al desarrollo de una personalidad de criterio. Son aquellos que entendemos como saberes humanísticos (la educación "liberal"). Una enseñanza meramente profesional y excesivamente especializada produce súbditos dóciles al sistema político y económico, pero desarmados ante el peligro del adoctrinamiento, del que nos ocuparemos en breve.
b) Es preciso que el educador mantenga una actitud positiva ante la razón, aun reconociendo sus límites. La falsa actitud del misólogo suele devenir en la del misántropo. Hace falta tener y reproducir una conciencia de la dignidad de la persona humana y de la posibilidad que la inteligencia humana tiene de alcanzar la verdad y el bien, dentro de los límites derivados de su condición finita.
c) Es igualmente necesario promover una actitud de escucha reflexiva ante la herencia histórica y científica. Ello presupone la docilitas, contraída a la soberbia intelectual, pero también al servilismo, a la indiferencia y a la suspicacia sistemática.
d) El profesor ha de ayudar a descubrir el mensaje de los signos lingüísticos, a decodificar correctamente el significado del lenguaje y a empleado con corrección, sabiendo distinguir entre la ostentación y apariencia de la forma y la profundidad del fondo. Ser peritus dicendi es especialmente importante hoy día, ante la invasión retórica y sofistica en tantos ámbitos de la vida social. Saber detectar los sofismas implicados en tantas modas y prejuicios ambientales es una manera muy concreta de ayudar a las personas a pensar y actuar con criterio propio. Y ello se consigue, principalmente, desarrollando habilidades expresivas y comprensivas. Enseñar a leer despacio, analizando el significado de los textos, puede ser una manera muy concreta.
e) El docente no ha de limitarse a transmitir conocimientos; debe tratar de fundamentarlos. La llamada "educación bancada" —el puro almacenamiento de información, sin orden ni conexiones lógicas de fundamento causal- es una práctica defectuosa que hemos de evitar. El aprendizaje solo es significativo cuando se es capaz de ver la conexión entre la información nueva que se recibe y la que ya se tenía previamente. Para ello es preciso comenzar por lo más sencillo y cercano y, a partir de ahí, transitar a lo más complejo. Solo así se convierte el conocimiento en saber. La ciencia requiere la demostración que haga ostensible el nexo entre los principios y las conclusiones. Para educar el sentido crítico es preciso apercibirse de que no existe un único método científico. Cada ciencia ha de ir depurando el suyo. Tampoco todas las ciencias producen el mismo grado y tipo de certeza. Hay una vinculación profunda entre el método y el objeto de cada una.
f) El amor a la verdad es una actitud necesaria en el educador y tiene que transformarse en una praxis vivida. Es muy importante que las pautas que rigen el comportamiento y la convivencia social, por ejemplo, en el ámbito escolar y familiar, no respondan a criterios meramente utilitarios o pragmatistas, sino que reflejen la verdad descubierta por la inteligencia.
g) Por otro lado, el profesor debe mostrar la historicidad de todo lo humano, pero sin mellar la fidelidad al propio proyecto personal de vida. Tener sentido crítico no exige volver constantemente sobre compromisos o decisiones en cuyo seguimiento radica la madurez. No es preciso estar siempre poniendo en tela de juicio las propias firmezas (ya la vida misma se encarga de hacerlo).
h) Por último, es preciso reconocer y fomentar la libertad intelectual y moral del educando para promover el sentido crítico, que no se da ni se impone, sino que se alienta su desarrollo en libertad. En último término, la educación, al consistir en el crecimiento de la interioridad personal, es fundamentalmente -aunque no exclusivamente- autoeducación. Por ello el educador, que ayuda a ese proceso de autoconstrucción de la personalidad, debe evitar un excesivo control, fomentando una libertad responsable y una autentica autonomía.
El sentido crítico aparece como la principal defensa educativa contra el adoctrinamiento y la manipulación. Por adoctrinamiento entendemos una práctica educativa consistente en limitarse a buscar ciertos rendimientos externos en el cultivo de la inteligencia, movida principalmente por la prisa, por el afán de éxitos fáciles, por la poca atención a la interioridad del educando, por el menosprecio factico del otro como sujeto de su propia existencia y, sobre todo, por el esfuerzo de transmitir un conocimiento -que ciertamente se considera válido- no compensado por el esfuerzo proporcional para hacer ver las razones que abonan su verdad"4.
Quizá sin proponérselo, el profesor adoctrina cuando solo busca respuestas correctas, y se limita a los "hechos". La perversidad de esta práctica estriba en que fomenta una actitud pragmática ante la verdad, y en que alimenta el ethos positivista, caracterizado por reducir la realidad a la pura facticidad. En consecuencia, se fomenta una posesión puramente superficial y externa del conocimiento, que quizá es valida, pero subjetivamente mentirosa en quien no asimila bien su fundamento.
Hay quienes piensan que el peligro del adoctrinamiento solo se conjura evitando la transmisión de conocimientos positivos, limitándose a difundir dudas. En definitiva, cualquier tipo de enseñanza positiva (doctrina) seria adoctrinante. Pero ello es imposible, pues la educación discurre, al menos en muy buena parte, por el cauce de la enseñanza. El adoctrinamiento es una mala práctica de la enseñanza, pero ello no significa que toda enseñanza necesariamente sea adoctrinamiento.
No es cuestión de hacer juicios rotundos sin matices, pero tampoco sirve presentar todo en pie de igualdad, adoptando la pose de un falso neutralismo, especialmente en las cuestiones que al hombre no le dejan nunca indiferente. Se pueden -y muchas veces se deben— abordar en la enseñanza temas controvertidos, siempre que se discrimine entre lo seguro y lo opinable. La clave de una correcta enseñanza está en conseguir que el alumno, en palabras de Andrés Manjon, "piense con su pensamiento, quiera con su voluntad y sienta con su corazón".
A veces se han pretendido, desde la tradición de la "pedagogía activa", algunas falsas soluciones al adoctrinamiento, como, por ejemplo, evitar las lecciones magistrales y el uso de la memoria. En definitiva, el profesor habría de abstenerse de todo lo que no sea disponer un ambiente exterior que facilite y estimule la emulsión espontanea del psiquismo interior del alumno. Son estas estrategias desenfocadas. Efectivamente, la educación es principalmente autoeducación, pero ello no hace innecesaria toda ayuda externa. El educador no puede suplantar al educando en el uso de su inteligencia ni de su voluntad, pero si puede ayudarle. La llamada "pedagogía no afirmativa" presupone un concepto de educación como autoconstrucción del Individuo por sí solo, una prometeica auto posición absoluta, pero que en sentido práctico no se puede exigir a cualquiera. La formación de la personalidad ha de hacer compatible el dinamismo interno del educando con una dosis de asertividad por parte del educador, pues si este no "pone" nada, el educando difícilmente encontrará algo a partir de lo cual construir su propia personalidad; no porque no lo haya, sino porque para que se desarrolle, han de ser previamente desbloqueados desde fuera los procesos psicológicos necesarios para la maduración, algunas de cuyas trabas -por ejemplo, la pereza mental, o el dejarse llevar por las modas intelectuales- pueden ser difícilmente removibles sin ayuda externa.
No es cierto que la lección magistral, de suyo, suponga una práctica adoctrinante. Si está bien hecha, dando razones, no tiene por qué serlo. Basta con que se dé el camino racional y el método, no solo las conclusiones. Por el contrario, se puede facilitar el pensamiento crítico con la lección magistral si esta se da con orden, comenzando por lo más claro, dando razones, facilitando el debate, etc.
Por su parte, el rechazo a la memoria no facilita el pensamiento crítico sino la mediocridad y el irrealismo. En efecto, la memoria es la facultad que nos sitúa en nuestra realidad propia, que en gran parte es heredada, y solo a partir de esa facticidad es construida por nosotros. El justo rechazo de un excesivo memorismo solo significa que, además de la memoria, hace falta cultivar otras habilidades intelectuales. Es preciso ayudar a tener iniciativa, a discriminar el testimonio autorizado del que no lo es; no toda opinión es igualmente valida: hay que saber ponderar las razones antes de asumir personalmente una determinada opinión o criterio... Pero todo ello también supone memorizar algunas verdades y reglas lógicas, que son fundamento e instrumento para el descubrimiento científico.
Las verdaderas estrategias para evitar el adoctrinamiento son las tres siguientes:
a) facilitar la discrepancia razonada, rechazando la tentación de sofocar el pensamiento propio;
b) enseñar el camino racional, no solo la meta, pues la ciencia se hace demostrando, y
c) desarrollar, en uno mismo y en los demás, las bases morales que favorecen el criterio acertado: el amor a la verdad, el desprecio por la mentira y la distorsión, no confundir la ciencia con la política, el respeto a los oponentes, etc.
En relación con la práctica que designamos con el término "manipulación", hay que decir que esta voz procede del sustantivo latino manus, y originariamente significaba operar con las manos, manejar (en alemán handeln). Secundariamente significa dirigir con tacto, arreglar diestramente, tratar con habilidad. Solo posteriormente, este concepto ha adquirido ecos semánticos negativos, sobre todo en el contexto de la teoría de la información: discutir sofísticamente, eludir determinados hechos, datos o argumentos, exponer con inexactitud, desnaturalizar la opinión contraída... Y todo ello con ánimo falaz, con intención de engañar. En esto estaría formalmente la diferencia entre el adoctrinamiento y la manipulación. El que adoctrina está convencido de la verdad de lo que enseña. El elemento perverso del adoctrinamiento no está en el resultado sino en el medio: a saber, que efectivamente se evita, por las razones mencionadas -sobre todo por el afán de obtener solo respuestas correctas-, el acceso racional hacia las tesis propuestas. Por el contrario, el que manipula sabe que lo que dice es falso; es decir, engaña, miente5.
Se puede manipular por omisión -ocultación de la verdad- o activamente, dando una información falsa. Hay diversas maneras de manipular: deformar con tendenciosidad (sectarismo), distraer de lo importante, actuar solo sobre el dinamismo inconsciente o subconsciente de la personalidad (es el caso de muchas formas de propaganda subliminal, que apela expulsivamente a instancias preconscientes, al sistema nervioso y a los instintos), con el fin de aprovecharse de las debilidades más elementales de la naturaleza humana: la avaricia, la concupiscencia, la comodidad, etc. Es esta quizá la forma más tosca de manipulación, equivalente al chantaje, al soborno o a la prostitución.
Lo más formal de la manipulación, en fin, es la intención de evitar o modificar el desarrollo de la dinámica interna de la libertad ajena utilizando ciertos medios reprobables, siendo todos ellos alguna forma de engaño. Los medios principales para ello son: azuzar los instintos, apelar ilegítimamente a la afectividad y a las pasiones y, sobre todo, impedir, obstaculizar o falsear la reflexión previa al uso de la libertad.
Es importante subrayar, con R. S. Peters, que la manipulación no es un rendimiento sino una tarea6. No manipula solo el que consigue engañar, sino también el que lo intenta sin lograrlo.
Hay que considerar, en primer término, que los medios de comunicación, el consumo o el bienestar no son perversos ni engañosos de suyo. Tampoco la publicidad y la propaganda. La condición de que puedan usarse estos medios de manera manipulativa -perversa- coincide exactamente con la posibilidad de que sean bien utilizados. Igualmente, la educación puede ayudar a la plenitud del ser humano, o puede pervertirse en domesticación: es una tarea esencialmente prudencial, moral. No toda influencia asertiva es perversa. El elemento de perversidad que encierra la intención manipuladora consiste en tomar al hombre como mero instrumento, que es lo que Kant, en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, rechaza como esencialmente inmoral (concretamente en la segunda formulación del imperativo categórico)7.
Las formas más eficaces de evitar la manipulación son:
a) fomentar el rechazo de una visión puramente instrumental de la realidad, la propia del utilitarismo;
b) fomentar, en consecuencia, la auténtica actitud contemplativa: mirar las cosas - y especialmente las personas- porque se lo merecen: eso es la teoría;
c) el empeño por alcanzar la libertad interior, la auto posesión. Propiciar mecanismos de des condicionamiento, pero no para caer en nuevos condicionamientos. Para ello, promover una autodisciplina, una cierta actitud "ascética", para poder tener bajo control, en la medida de lo posible, la sensibilidad y los instintos. Por ejemplo, una tarea concreta a la que los educadores -los maestros y los padres- hemos de prestar particular atención en nuestros días es fomentar la templanza, la sobriedad en el uso de la televisión y otros medios telemáticos.
d) Ayudar a distinguir la escucha de la atención hipnótica. Ayudar también a distinguir la convicción del asentimiento puramente emotivo. La pasión desenfrenada esclaviza y lo convierte a uno en blanco fácil de la manipulación.
e) Por último, fomentar la elección y el compromiso responsable, en contra de un híper proteccionismo temeroso de la libertad y de la equivocación. El mejor modo de evitar una manipulación que pretende imponemos lo que hemos de desear y los medios para conseguirlo es querer auténticamente nosotros, y poner los medios, dotarse de la libertad moral para poder proyectar y ejecutar un proyecto de vida propio.
2. El crecimiento moral
Pasando ya a la dimensión moral del desarrollo humano, hay que decir que, en el sentido más radical, la posibilidad de la educación moral viene dada por el hecho de que la educación -toda educaciones de suyo una tarea moral. El quehacer educativo establece entre el educador y el educando una relación orientada al mejoramiento de la persona en tanto que persona. La índole moral de la actividad educativa no la suministra el hecho de que se trate, por ejemplo, de ensenar ética; ni siquiera el intercambio de valores morales a los que eventualmente puede dar lugar. Dicha índole moral depende de que la educación consista en una apelación a la libertad desde una exigencia de valor. Si la educación es, como dice Kant, "humanización del hombre" (Menschenwerdung des Menschen), eso ante todo ha de ser leído en sentido moral. Únicamente del hombre se puede decir que es un ser "ético". Por su parte, es imposible comprender lo humano sin la referencia ética. La ética es una dimensión esencialmente antropológica. Y si al educar se trata de ayudar al hombre a que se humanice, sin duda ello reviste una dimensión moral.
Ahora bien, las condiciones bajo las cuales es legitima una intervención asertiva en educación moral - digamos, una influencia explícitamente moralizante, más allá de esa dimensión implícita y esencial que acabo de mencionar- entiendo que son las siguientes:
a) la ejemplaridad, es decir, que el educador vaya por delante en el esfuerzo de traer a la realidad de su propia vida los valores morales que propone al educando;
b) procurar que las pautas o reglas que proponemos se transformen en principios prácticos, es decir, que sean asumidos e internalizados por el educando libremente, más allá y a pesar del influjo asertivo;
c) en consecuencia, el educador ha de tratar a todos los educandos por igual, cualesquiera que sean sus opciones morales, dentro de unos límites razonables. En otras palabras, ha de ver bien que el educando no secunde sus consejos, si dicha actitud está fundada en convicciones personales suficientemente ponderadas.
Si el educador no está dispuesto a respetar la libertad del educando en sus opciones morales, debe dedicarse a otra cosa. Eso no significa que deba abstenerse de una acción afirmativa, en la que procure directamente una influencia de carácter moral. Pero el fin de la educación moral no es que el educando haga lo que le dice el educador, sino que, con lo que oye, y sobre todo con lo que ve en el ejemplo de este, se forme un criterio personal. Los valores morales no pueden ser impuestos; solo pueden ser propuestos con el ejemplo de modelos accesibles y atractivos.
La legitimidad de la educación moral no depende de la validez del código ético que se proponga, sino del compromiso, por parte del educador, de buscar sinceramente la verdad y el bien, supeditando cualquier otro interés al de la promoción de la plenitud personal del educando.
Además de posible y legitima, podemos decir que la educación moral es necesaria. Entre otras, las razones que abonan la necesidad de una educación moral son las siguientes:
a) El hombre necesita aprender a ser lo que es. Ser hombre no es un acontecimiento puramente biológico, en el cual el propio hombre no haya de tener iniciativa alguna.
b) Especialmente en determinadas etapas del desarrollo personal, el educando necesita referencias de tipo moral para diseñar el propio proyecto vital, y modelos que lo estimulen a ejecutarlo.
No cabe confundir la educación moral con la enseñanza de la ética, si bien distinguir ambas cosas no implica separarlas, como a veces se ha malinterpretado. Tampoco la educación moral puede restringirse al desarrollo de la inteligencia práctica, de la capacidad de hacer juicios morales significativos. Esto es necesario, pero no suficiente. Además de actitudes teóricamente positivas hacia los valores morales, es necesario propiciar aptitudes prácticas, no separables de determinados contenidos materiales de valor positivo. L. Kohlberg propuso un modelo de desarrollo moral basado en la separación kantiana entre procedimiento formal y contenido material, que reproduce un esquema meramente formalista o lógico-conceptual, sin tener para nada en cuenta la necesidad, no solo de pensar bien en cuestiones morales, sino también de actuar bien, virtuosamente. El enfoque cognitivista y constructivista de Kohlberg y de Piaget, hoy aún dominante en el discurso sobre la educación moral, me parece insuficiente toda vez que una persona no crece, desde el punto de vista ético, tan solo acumulando "actitudes" y "valores"8. Sin esto, quizá, no hay crecimiento moral, pero desde luego tampoco si nos quedamos ahí, que es lo que estos autores postulan inspirándose en los parámetros de la ética kantiana, principalmente la idea de autonomía moral -tal como el alemán la entendía- y el enfoque formalista y rigorista. Dicho más sencillamente: si además de actitudes positivas, la educación no fomenta las aptitudes correspondientes para traer a la realidad de la propia vida esos "valores" positivos -es decir, convirtiéndolos en virtudes, en hábitos operativos estables de obrar bien-, entonces puede decirse que el desarrollo moral esta mutilado, y que la educación moral no alcanza su objetivo primario9. Es imposible que alguien crezca moralmente sin hacerse ciertos planteamientos teóricos acerca de la vida buena y lo moralmente valioso, pero solo con ellos no hay mejoría. Alguien puede "valorar" la solidaridad, tener una actitud muy positiva frente a ese valor - emocionarse incluso ante su mera representación mental-, y continuar siendo un perfecto insolidario (este tipo de dicotomías e incoherencias no solo no se atajan o corrigen, sino que, a mi juicio, quedan reforzadas desde el enfoque de una educación moral inspirada en el formalismo kantiano). Pero no puede decirse que la educación moral cumpla así su objetivo, dado que, como decía Aristóteles, la ética es un conocimiento práctico, y su finalidad no estriba en saber lo que es el bien, sino en hacerlo. Es claro que conseguir esto entraña más dificultad que lograr aquello. Nadie es bueno solo sabiendo donde está el bien, sino en la medida en que, una vez detectado, es capaz de ponerlo en práctica, y no de manera tan solo esporádica, sino "metabolizándolo" en forma de disposición operativa estable. A esto es a lo que los griegos llamaban arete, virtud.
Todas las teorías que han negado la legitimidad y necesidad de una educación moral asertiva pueden considerarse como subterfugios para no encarar el aspecto más sustancial de la tarea educativa, con el compromiso moral que esta entraña. El resultado es que, donde han tenido más influencia los planteamientos "no afirmativos", se ha dejado de tener una idea clara de lo que es educación. El argumento de la tolerancia, el respeto a la libertad, a la conciencia y autonomía de los individuos, cuando se emplea para respaldar el descompromiso y la desvinculación en el esfuerzo por buscar el bien y la verdad práctica, no hace más que enmascarar el afán de dominio ideológico de algunos. Chesterton define el fanatismo como el espantoso furor del indiferente.
En resumen, y con palabras de Ibáñez-Marín, "ningún profesor puede verse ajeno a la labor de educar moralmente a sus alumnos, aunque su compromiso en ella dependa de muchas circunstancias. Mas aún, quien considera que debe abstenerse de toda educación moral, quizá no se da cuenta de que lo que está haciendo es realizar una influencia determinada, que no justifica, pues todo docente, de un modo o de otro, influye en la configuración moral de sus alumnos. Y quien cree que su intervención en temas morales debe consistir en presentar todas las posiciones con la misma aparente convicción, pasando luego a escuchar silenciosamente las ideas del alumno, comete un error todavía más grande, pues (...) de esa forma se está favoreciendo la aparición de diversas actitudes equivocadas en el alumno, como es el alejamiento de la razón -que se produce al desencantarse de ella tras haber sido sucesivamente convencido por razonamientos contradictorios-, el desprecio para las doctrinas morales -que por dicha forma de exposición quedan relegadas a la condición de virtuosismos académicos, alejados de lo que tiene una significación practica- y muchas veces el resentimiento contra el profesorado, que, pretendiendo parecer respetuoso en su silencio, es muy fácil que aparezca como despreciador de las ideas de sus alumnos, tan insignificantes que ni siquiera merecen su crítica. Los docentes hemos, por tanto, de empeñarnos en una auténtica educación moral, todo lo respetuosa que debe ser con la dignidad del educando, pero sin que ello signifique olvidarse de las exigencias internas de tal tipo de educación"10.
3. Dimensión cívica o social del desarrollo de la persona
En griego, la palabra paideia se refiere tanto a la educación de los jóvenes, como a la cultura y al nivel de instrucción de las personas que componen un grupo humano amplio. En esa lengua, la palabra paideia manifiesta una amplia polisemia que aquí resulta imposible abarcar11. De todos los ecos semánticos que suscita, nos fijaremos en dos, cuya relevancia no debe pasar inadvertida a los educadores de nuestro tiempo. De hecho, está siendo reivindicada por las corrientes de pensamiento educativo más sensibles a los planteamientos filosóficos.
Según la primera acepción, la paideia seda el cultivo de las llamadas "artes liberales", así como el resultado de ese cultivo. Para los griegos, las artes (o saberes) liberales son las que constituyen el bagaje cultural del "ciudadano libre", digámoslo así, el contenido de una cultura liberal. Dichos saberes son los que hoy denominamos "humanidades", porque se refieren a lo más humano del hombre, y son liberales porque están "liberados" de toda sujeción a una funcionalidad concreta: se refieren al hombre mismo, pero sin pretender -al menos directamente- nada de él, excepto conocerlo lo mejor posible. Un rasgo muy característico del talante liberal es la amplitud de miras, bien reflejada en la conocida sentencia de Terencio: nihil humanum a me alienum puto (a nada humano me considero ajeno), que puede considerarse como el programa de todo auténtico "humanismo". En este sentido, la paideia del ciudadano libre se entiende por oposición a la incultura, a la mezquindad y a la impiedad hacia el hombre, cualquiera que sea su origen o condición. Tal es el significado de lo que los anglosajones llaman liberal education. La reivindicación de su mayor presencia en los currículo -hoy sobrecargados de destrezas de tipo técnico e instrumental— es considerada por no pocos como una buena manera de promover valores individuales y sociales de solidaridad12. La actitud del cuidado (care) hacia el hombre y lo humano es característica del hombre auténticamente libre.
El segundo sentido que vamos a considerar aquí es el que se refiere a la formación cívica y moral del ciudadano (hombre libre). El ideal de la democracia griega —la vida pública, como condición de la felicidad humana— presuponía un alto nivel educativo. A partir de Sócrates se planteara la libertad como un tema también moral, y así, la paideia pasara a significar la formación cívica y moral del ciudadano. El elemento cristiano de la cultura occidental hará que esta incorpore un concepto de dignidad humana extensible a todos los individuos de nuestra especie, y así, ya en la edad moderna, como es sabido, se amplían los horizontes de la ciudadanía, que deja de ser la condición política de unos cuantos; todos han de ser considerados iguales en dignidad y derecho. Con todo, perdura la idea de que la democracia requiere la extensión de los bienes de la cultura al mayor número posible de personas. Decía Kerchensteiner que "los Estados de organización republicano-democrática caminan rápidamente hacia la decadencia si el mayor número de sus ciudadanos no llega a poseer una constitución espiritual aristocrática". Por su parte, el elemento moral de la democracia es subrayado por Montesquieu, para quien esta es antes exigencia que condescendencia; ha de garantizar la libertad para cumplir con el deber, pues "la libertad consiste en poder hacer lo que se debe querer".
En este último sentido también cabria subrayar la necesidad de que todos tengan la suficiente preparación para intervenir significativamente en la resolución de los problemas que afectan a la comunidad. Para ello hace falta que los ciudadanos reciban una educación política, en la que encuentren la oportunidad de conocer los mecanismos de participación en la gestión de la cosa pública. Pero esta educación quedada gravemente mutilada sin que las jóvenes generaciones encontraran la oportunidad de reflexionar seriamente sobre los fundamentos de la ciudadanía deseable y sobre los modos de conducirse en la vida como personas humanas. Ello significa que la educación política ha de completarse con la educación cívica y moral, educación que ayude a que las personas no sean súbditos mansos del sistema sino verdaderos "ciudadanos", dispuestos a llevar, en palabras de V. Havel, una "vida en la verdad"13.
La conexión entre educación moral y cívica puede verse en que los valores sociales y cívicos, en último término, solo son realizables apelando a la capacidad moral del ciudadano. Si se marginan los criterios éticos, se corre el riesgo de introducir la educación cívica en el discurso de la mera adaptación a "lo que hay". Es el error del estructuralismo y de la sociología funcionalista: pensar que lo primero y más importante es que los individuos se adapten. Socializar no sería más que integrar al individuo. En consecuencia, la peor situación, desde el punto de vista sociológico, en que puede encontrarse el individuo sería la marginación, la desadaptación. Pero pienso que habría que decir algo más, no solo sobre la estructura social y las "formas" en que se establece la convivencia, sino también acerca del sentido de esta y acerca de los contenidos axiológicos en los que se funda o debe fundar una comunidad, que serán en definitiva los que puedan facilitar una integración que no sea mera yuxtaposición. Convivir, para las personas humanas, no es solo vivir-con, junto a, sino compartir un núcleo común de valores, perseguir de algún modo un mismo fin y ayudarse mutuamente en su prosecución, todo lo cual constituye no un hecho físico sino moral Por otro lado, como afirma Medina, "la importancia política —para la política- de la educación moral es inmensa. Solo el reconocimiento de existir un orden moral levanta un dique insalvable al abuso de poder, al que con estricta lógica se sentirá tentado el poder político si, por no someterse a un orden moral superior, el mismo se proclama poder decisorio del bien y el mal"14. En el marco de la educación para la ciudadanía, entiendo que hoy reviste especial interés la promoción de una autentica cultura del dialogo, en la que se ponga claramente de manifiesto:
a) la distinción entre una verdadera discusión seria y la poca seriedad de lo que muchos llaman "debate";
b) la no necesidad de que un dialogo acabe en consenso;
c) el amor a la verdad como presupuesto básico de toda actitud dialógica15. Si la verdad no existe, o es imposible encontrarla, ¿para que dialogar? Toda discusión es una búsqueda cooperativa de la verdad (a menudo, de la verdad práctica, es decir, de la mejor solución a un problema);
d) la capacidad de escucha, que implica una actitud de respeto y gratitud;
e) la confianza, que presupone ver al otro como capaz de verdad: de conocerla, de decirla y de vivirla, en definitiva, de "profesarla"16.
Por último, en relación con los llamados "valores cívicos", entiendo que deberíamos considerar dos que no suelen aparecer en las clásicas tablas ni en los habituales currículo: la gratitud y la indulgencia. Creo que son "valores" especialmente básicos para la ciudadanía, y muy desatendidos en el contexto sociocultural actual. Ambas son categorías esencialmente religiosas en sentido estricto: presuponen el hecho de que uno tiene raíces que merecen homenaje, y son respuestas morales al saberse en deuda. Contradicen la cultura prometeica y sus persistentes mensajes ("no le debo nada a nadie", "me he hecho a mí mismo", "no tengo nada de lo que arrepentirme"), que no puede creerse más que quien está ciego a la realidad. Se habla demasiado de independencia, autonomía, individualismo, consumismo, etc., y muy poco de esto, que es esencial para mantener una relación significativa con los demás. La pérdida del sentido de la culpa lleva consigo la ficción de que cualquier opinión o práctica es esencialmente buena solo para quien la tiene por tal. Eso es falso y auto engañoso. Los profesores con oficio, y los padres, saben que tienen que ensenar a estas dos cosas: dar gracias y pedir perdón. Sin eso la convivencia ciudadana es imposible, pues uno está fuera de la realidad. Por otro lado, estas dos actitudes apelan a experiencias universales, significativas para todos, extraídas del ethos del mundo vital y no dañadas aun por la sofistica vacía de contenido. El problema que tienen los "valores" que suelen aparecer en las consabidas tablas es que las ideas de "tolerancia", "democracia", "pluralismo", "autoestima", además de integrar un discurso ya excesivamente predecible, acaban por resultar muy poco significativas, por la fatiga demagógica a la que están sometidas, que ha hecho que a base de significarlo todo o casi todo (lo que se puede decir sobre ética), terminen por no significar nada o casi nada, especialmente para la gente joven. Esto no es bueno, pero se ha llegado a ello por el abuso retorico, y todo buen maestro sabe que la eficacia de un consejo paterno esta en relación inversa con el número de veces que se insiste en él. Si además se añade la prostitución lingüística que se ha hecho de esos llamados "valores", el resultado es que ya no le dicen casi nada a casi nadie, si bien es verdad que siguen siendo etiquetas presentables. Pero la gente joven desea -exige- autenticidad.
4. Dimensión estético-afectiva del desarrollo humano
La afectividad es una forma peculiar de percibir lo real como lo no -indiferente, como algo que tiene que ver con nosotros, que nos involucra y vincula; es, en fin, la forma en la que nos vivimos a nosotros mismos afectados por lo que ocurre, tanto fuera como dentro de nosotros mismos. Los sentimientos, a su vez, son perturbaciones de la subjetividad en la que se da una conciencia sensible de las tendencias; son, por decirlo así, tendencias vividas como tales. Los sentimientos, por tanto, refuerzan las tendencias naturales: producen valoraciones inmediatas, refuerzan las convicciones, pero su dominio "político" por parte de la razón no está asegurado. La aparición de las "pasiones" -sentimientos particularmente intensos- lleva aparejada una inmutación corporal que no puede controlarse más que a posteriori. Este carácter espontaneo de los sentimientos hace que su control no sea automático, sino intencional, y, por tanto, puedan no estar bajo el dominio de las esferas superiores del psiquismo humano.
Platón muestra cómo se consigue que los sentimientos colaboren con las tendencias sensibles y con la tendencia intelectual o volitiva [Republica 587a). En su origen, los sentimientos son irracionales, pero pueden ser armonizados con la razón y la voluntad, aunque para ello hay que someter su impulso inicial. Controlar la afectividad muchas veces significara neutralizar las pasiones, pero otras será precisamente potenciarlas. Lo decisivo, en cualquier caso. Es tener sentimientos adecuados a la realidad. "Las actividades ejercidas desde el principio de realidad para satisfacción del principio de placer (es decir, la satisfacción de los deseos y necesidades orgánicas), son menos placenteras que el simple ejercicio del principio de realidad. O todavía de otra forma, el principio de realidad es más principio de placer que el llamado principio de placer. Entonces. ¿qué es el principio de placer? Simplemente una fuga de la realidad por debilitamiento de la vida"17.
Hay que distinguir los sentimientos de la emoción. Los estados emocionales —más superficiales y "volcánicos"- pueden ayudar a detectar más fácilmente los sentimientos más profundos, pero la emoción -las "ganas"- no debe ser tomada habitualmente como criterio de conducta, pues entonces se hace depender el autodominio del yo a las circunstancias exteriores, y el sujeto acaba esclavizado. La libertad moral tiene mucho que ver con el autodominio. Ser libre no consiste tanto en hacer lo que me da la gana, como en estar dispuesto a hacer lo que debo hacer porque me da la gana, que es cosa bien distinta, y a menudo supone no ser esclavo de las "ganas". o de la falta de ellas18.
El ámbito de la afectividad reviste una particular importancia formativa. ya que, por lo dicho, puede colaborar de una manera muy eficaz en el desarrollo de la persona. Pero la necesaria modulación de la afectividad implicara unas veces potenciar los sentimientos, otras orientarlos. y, en ocasiones, también reprimirlos. Hoy es especialmente importante promover una cultura de la autodisciplina, una cierta habilidad ascética ante el hedonismo ambiental de la cultura del consumo, que puede acabar por hacer perder a muchas personas el mínimo grado de autocontrol que es necesario para la excelencia en la vida.
Como veíamos antes, la importancia de abordar educativamente la esfera de la afectividad también se comprende desde el aprendizaje intelectual. Es evidente que la "ley del gusto" no es el mejor criterio para enfocar el desarrollo de habilidades cognitivas y de aprendizaje. que exigen siempre un esfuerzo, que piden hacer una cierta "violencia" a las propias inclinaciones (no para llegar a una estoica aniquilación de ellas: no se trata de no sentir inclinaciones, sino más bien de no ser tenido por las inclinaciones que tenemos: tenerlas, efectivamente, pero sin dejarse esclavizar por ellas). Pero es necesario contar con los recursos de la afectividad para evitar que la enseñanza formal no influya para nada en la vida del educando, para fomentar su auténtica implicación en la tarea educativa. "A menos que exista una conexión entre los conocimientos que el maestro hace desfilar ante el niño y la estructura emocional y experiencial de este, las nociones que logre adquirir no le interesaran demasiado y es poco probable que contribuyan al logro de los objetivos que la educación se fija en materia de conducta"19. Es importante que los conocimientos que transmitimos sean realmente significativos, que conecten con la realidad vivida por el educando, que susciten en el motivación e interés. Ahora bien, además de atender a sus intereses y expectativas, el educador ha de ayudarle a alzar la vista hacia lo interesante de suyo, quizás a encontrado mayeuticamente en el fondo de sus inclinaciones e intereses facticos, sabiendo ver a través, y no quedándose en un mero halagar sus caprichos. La inteligencia puede hacer algo para que lo que debo hacer encuentre en mí un cierto eco afectivo. Aristóteles señala que la virtud facilita el obrar de una determinada manera, y que para la persona virtuosa, el obrar contra el criterio de la virtud se le hace, de alguna manera, moralmente imposible. En esto reside la eficacia humanizadora de los hábitos (segundas naturalezas).
Una comprensión cognoscitiva puramente teórica no garantiza una conducta acorde con el entendimiento, por la sencilla razón de que no somos razones puras, ni teóricas ni prácticas. La filosofía moral kantiana se resiente de una antroponimia -meramente formalista, y profundamente rigorista, al faltarle una verdadera antropología filosófica- por completo descamada al despreciar el ámbito afectivo. Por el contrario, hay un cierto a priori estético en la captación de lo moralmente valioso20.
En gran medida, educar estriba en saber suscitar afectos, en provocar estima hacia lo grande y digno, y repugnancia hacia lo mezquino e indigno del hombre. La educación afecta directísimamente al ordo amoris, que es un dinamismo muy interior, pero que es, en definitiva, el ámbito de la estimativa y de los valores. Hay que aprender a detectar y apreciar lo verdadero, lo bueno y lo bello, con magnanimidad, es decir, a ver a través de lo real la Verdad, el Bien y la Belleza, que, como dice Platón, no distan mucho entre sí. "Una naturaleza hambrienta reclama siempre su parte, y ciertamente un corazón duro no es una protección contra una cabeza blanda"21.
El buen arte, entre otras cosas, es un excelente instrumento para fomentar esa magnanimidad y para promover la capacidad de captar lo valioso: acostumbra a percibir la realidad de modo pluriforme, a ver sus diversas facetas22; acostumbra a darse cuenta de que los problemas prácticos no tienen una única solución, de que la vida humana es un "arte" complejo e interesante, de que la ética no es una carga anti vital, como pensaba Nietzsche, sino una cierta "facilitación" de la vida, más bien en la línea del pensamiento aristotélico.
Una faceta más de la afectividad es la sexualidad, que puede describirse como una dimensión humana en virtud de la cual la persona es capaz de una donación interpersonal especifica. La sexualidad humana solo se cumple -digamos, satisfactoriamente- en el acto en el que un varón y una mujer se destinan mutuamente con intención de totalidad, exclusividad y permanencia, enlazando sus vidas en un proyecto común. Tomar la sexualidad en serio implica verla en el hombre bajo esa forma específica, absolutamente distinta de la forma en que se da la reproducción meramente animal. La desatención a esta faceta implica, eo ipso, la banalización de la sexualidad humana. Por ello la educación sexual ha de tener lugar, ante todo, en el contexto (ethos) en el que esta faceta de la donación interpersonal pueda ser claramente evidenciada, es decir, en la familia, siendo la escuela, en todo caso, un mero auxiliar suyo, y tomando las precauciones para erradicar -tarea nada fácil a determinadas edades- toda posibilidad de que quede trivializada.
5. La dimensión religiosa y la cuestión por el sentido
El hombre, ser finito, posee sin embargo una tendencia infinita a lo infinito. Incluso desde una posición agnóstica, Heidegger ha insistido en ello al hablar de la Weltoffenheit, la irrestricta apertura del ser humano respecto de la totalidad de lo real. La idea de esta apertura puede entenderse bien como la correspondencia ontológica del inacabamiento humano, de la imperfección del hombre. Feuerbach y buena parte de la filosofía de la religión inspirada en su concepto de alienación religiosa señala el fenómeno religioso como la respuesta subjetiva a la vivencia de la finitud, limitación y contingencia humana. Todo ello habría de presuponer la demostración de la no-existencia de Dios, demostración que es sustituida en este caso por la mostración de esta hipótesis: Dios no existe, porque consiste en la idea que el hombre se hace de lo que ve le falta para su propia perfección categorial.
Ahora bien, como es el caso de que si existe una demostración filosófica de la existencia de Dios –las pruebas aportadas por Tomas de Aquino-, el fenómeno religioso puede explicarse, por el contrario, como el lado subjetivo de un acontecimiento ontológico, que es la dependencia absoluta del hombre con respecto a Dios, primariamente en virtud del acto creador, que constituye, por cierto, una verdad también filosófica. La esencial relación del hombre con Dios se funda en el acto creador y nos proporciona la idea de una "religación ontológica", fundamento ultimo del hecho religioso propiamente dicho. Este queda constituido como una respuesta subjetiva a la absoluta dependencia respecto de quien nos ha dado el ser y, con el ser, todo. Se trata, por tanto, de una respuesta moral a un acontecimiento ontológico primado. Asumiendo ese dato, cabe que uno también lo acepte libremente. Tal conducta únicamente es pensable en la criatura personal: todos los seres irracionales "aceptan" su religación ontológica –su dependencia- de un modo no inteligente, sin ningún tipo de iniciativa por su parte; no les queda más remedio que depender absolutamente de Dios. Todas las criaturas "responden" a esa llamada al ser, a esa vocación ontológica, de una manera puramente material, digámoslo así, sin darse cuenta, sin hacerse cargo de dicha dependencia; la son, consisten en ella. Sin embargo, los seres personales, que han sido creados a imagen y semejanza de su Creador, pueden responder a esa llamada ontológica también de una manera formalmente libre. (Este "también" implica que ya antes han respondido de una manera no libre, accediendo al ser.)
En otras palabras, el hombre, como toda criatura, también depende absolutamente de Dios. Pero en tanto que criatura personal -inteligente y libre- le es dada la posibilidad de asumir explícitamente su situación ontológica: puede darse cuenta de dicha situación y responder a la iniciativa que tiene Dios al crearle; puede agradecérselo, dándole culto, procurando manifestar, no solo con su ser -que ya lo manifiesta de suyo- sino también con su libre obrar, la excelencia y majestad del Creador23. Ahora bien, esta respuesta libre, es preciso subrayarlo, está fundada en algo que en absoluto es libre, que es el haber sido creado. Tal respuesta a la vocación ontológica se manifiesta en forma de tendencia natural o "insensata" (no sentida) hacia el Creador, algo que los filósofos medievales llamaban voluntas ut natura o también appetitus naturalis. Que sea "natural" significa que nace o brota del mismo ser creado el dirigirse o tender al Creador. Las criaturas personales pueden. además, "corresponder" dialogalmente, y lo que de ese modo hacen es añadir a dicha tendencia nativa una tendencia propiamente electiva, algo que los medievales llaman appetitus rationalis o voluntas ut ratio: asumen y quieren -aunque sea con una voluntad ineficaz en sentido estricto- esa religación ontológica. El hecho religioso es, así, la respuesta personal -no puramente natural e insensata, sino lúcida y libre- a la llamada al ser, el hacerse cargo de este hecho radical en el que el hombre consiste: haber sido objeto de una consideración explicita, de una iniciativa amorosa que le ha hecho acceder a la existencia. Tal es la principal verdad del hombre. Cabe que sea consciente de este hecho o que viva al margen de él. El hombre puede vivir lucida o estúpidamente. Pero aunque procure cegarse y vivir indiferente a ella, su religación ontológica no deja de afectarle en su fibra ontológica más profunda: todo su ser es depender de Dios.
El hombre solo puede satisfacer adecuadamente la cuestión por el sentido de su existencia -una de las que más le acucian- dentro de estos parámetros. Buena parte de su firmeza existencial depende de cómo plantee y de cómo resuelva la cuestión religiosa. Heidegger también lo ha señalado diciendo que el hombre necesita ubicarse en relación con la realidad, es un ser-ahí (Da-sein), un ser en el mundo (In-der-Welt-Sein), alguien que necesita situarse con relación al mundo y hallar su peculiar posición dentro de el para controlarlo -hacerse cargo de él (Sorge)- y darle sentido. De todo ello se deduce la necesidad de tener en cuenta, en la educación, el hecho religioso.
Como se comprende fácilmente, la actitud del educador con respecto al educando ha de ser del mayor respeto, pues, como señala Ibáñez-Martin, "las relaciones que cada uno mantiene con Dios es el ámbito más íntimo de la persona, hacia el que el docente debe ser máximamente respetuoso, de forma que si no hubiera igualdad de religión entre el docente y el alumno, deberá abstenerse de proponer acciones que se fundan en sus principios religiosos y que sean contrarias a las que se derivan de los del alumno"24. La existencia de una referencia religiosa es, además, necesaria para una sólida fundamentación del deber moral25 (de ahí la insuficiencia radical del planteamiento de una "ética laica", o de una escuela que pretenda educar moralmente desde una referencia atea o agnóstica). La razón de ello es que, como sigue diciendo Ibáñez-Martin, "en el fondo, quien se niega a sentirse deudor con Dios y pretende construir una ética cerrada en la sociedad, olvida que para él la muerte es un completo sin sentido, y que, por ello, ante una vida que se desliza hacia la muerte quizá se termine rehusando toda adhesión a cualquier ley ética, por no considerarse obligado a nada, ya que nadie puede obligarse absolutamente a sí mismo y menos todavía puede pretender constreñirnos interiormente otro de nuestra misma condición"26. La existencia de imperativos morales, relativos en cuanto a su materia, pero absolutos -categóricos- en cuanto a su forma, postula la existencia de un imperante absoluto, que no puede ser más que un Ser absoluto de carácter personal.
El desarrollo de la dimensión religiosa del ser humano no puede ser obviado sin dejar mutilado y deforme su crecimiento como persona. Pero tiene características diferentes según la edad y grado de maduración. La religiosidad en los niños es espontanea, pues en ellos igualmente lo es el sentido de la dependencia, de manera que privarles de las categorías propias de lo religioso supone dificultarles vivir su misma condición infantil. Con la progresiva maduración se consolida la capacidad de autoafirmación, cede la dependencia y se acusa -de manera más señalada en la adolescencia- un sentimiento creciente de autarquía. A partir de ese momento, las categorías religiosas, también de acuerdo con la propia naturaleza de lo religioso, han de ser propuestas, no impuestas, y generalmente en la forma de una oferta intelectual y moral que sale al paso de la cuestión esencial del sentido de la existencia humana, y de la dificultad de dar una respuesta consistente a esa cuestión desde las categorías de lo inmanente e intramundano.
Notas
1. Esteve, J. M.: "La iniciación en los valores intelectuales", Revista Española de Pedagogía, N° 158: 101-108, octubre-diciembre 1982.
2. Sternberg, R. J., y Detterman, D. K.: ¿Qué es la inteligencia?, Madrid, Pirámide, 1988.
3. Con relación al sentido crítico, me parecen extraordinariamente interesantes las observaciones de Ibáñez-Martin, J. A.: "El sentido crítico ante la dietética libertad de enseñanza - libertad en la enseñanza", Revista de to Universidad Complutense, nn. 1-4,1985, pp. 90-104, y "El sentido crítico Y la formación de la persona", en VV. AA., Tratado de educación personalizada. Enseñanza de la filosofía en la educación secundaria, Madrid, Rialp, 1991, pp. 202-225.
4. Ibáñez-Martin, J. A.: "Introducción al concepto de adoctrinamiento", Revista Española de Pedagogía, N° 153:89-97,1981.
5. Ibáñez-Martin, J. A.: "La manipulación y el hombre contemporáneo". Revista de Estudios Políticos, Nos. 195-196:209-220, mayo-agosto 1974.
6. Peters, R. S.: Filosofía de la Educación, México. F.C.E., 1977.
7. "Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio" (Handie so, da du die Menschheit, sowohi in deiner Person, ais in der Person eines Jeden anderen, Jederzeit zugleich o/s Zweck. niemals blod ais Mittei brauchst), Grundiegung zur Metaphysiit derSittert (GMS), en Kant's gesammeite Schriften, Band ed. de la Knigliche Preubischen Akademie der Wissenschaften, Georg Reimer, Berlin 1903). 429. 9-13.
8. He expuesto mis objeciones al constructivismo en el artículo titulado "Las bases gnoseológicas de las modernas teorías sobre el aprendizaje. Una interpretación critica del paradigma constructivista", Revista de Educación (Ministerio español de Educación y Cultura), N° 321:351 -370, enero-abril 2000.
9. Barrio, J. M.: "La educación moral y el Proyecto de Reforma de las enseñanzas no universitarias", Revista Española de Pedagogía, N° 184: 507-518, septiembre-diciembre 1989.
10. Ibáñez-Martin, J. A.: "Educación formal y plenitud humana", en Alvira, R. (coord.): Razón y libertad. Homenaje o Antonio Millan-Puelles, pp. 173-186, Madrid, Rialp, 1990.
11. Vid. Jaeger, W.: Poideia. Los ideales de la cultura griega, México, F.C.E., 1988.
12. Vid. Llano, A.: Humanismo cívico, Barcelona, Ariel, 1999.
13. Vid. Havel, V.: H poder de los sin poder, Madrid. Encuentro, 1990.
14. Medina Rubio, R.: "Educación moral y comportamiento cívico-político", Revista española de Pedagogía, XLIV; 173: 335, julio-septiembre 1986.
15. Vid. Barrio, J. M.: "Tolerancia y cultura del diálogo", Revista Española de Pedagogía, N° 224:131-152, enero-abril 2003.
16. Vid. Barrio, J. M.: "Educación, lenguaje y realidad. Una propuesta socrática frente al nihilismo", Educación y Educadores, vol. 9, N» 1:55-72,2006.
17. Choza, J.: "Modulación de la afectividad por la actividad cognitiva: Una reflexión filosófica"; en Polaino-Lorente, A.: Depresión: actualización psicológica de un problema único, Madrid, Alhambra, 1984, p. 359.
18. Vid. Barrio, J. M.: Los límites de la libertad. Su compromiso con la realidad, Madrid, Rialp, 1999.
19. Weinstein, G.; Fantini, M. D.: La enseñanza por el afecto. Vida emocional y aprendizaje, Buenos Aires, Paidós, 1873, p. 37.
20. Vid. Barrio, J. M.: "Educación estética y educación moral", Revista Española de Pedagogía. N° 176: 253-261, abril-junio 1987.
21. Lewis, C. S.: to abolición del hombre, Madrid, Encuentro, 1990, p. 13.
22. Eisner, E. W.: "La incomprendida función de las artes en el desarrollo humano", Revista Española de Pedagogía, L, 191: 15-34, enero-abril 1992.
23. Vid. Barrio. J. M.: Antropología del hecho religioso, Madrid, Rialp, 2006.
24. Ibáñez-Martin, op. c/t, p. 184.
25. Afirma Jacques Maritain: "Si bien creo en la moral natural, solo tengo muy limitada confianza en la eficacia educacional de una moral puramente racional que haga abstracción de todo contacto religioso" [La educación en este momento crucial, Buenos Aires, Descite, 1950, p. 86) (próximamente estará disponible una reedición castellana de este espléndido libro en la Ed. Palabra, de Madrid).
26. Ibídem.
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