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Las paradojas del pacifismo
Henry Kamen

Nosotros estamos en contra de la guerra», nos aseguraba un amigo, «somos pacifistas». El día antes, yo había presenciado en la televisión imágenes de gente empujándose y luchando entre sí para conseguir subir al tren que iba a llevarlos a Barcelona para asistir a la manifestación de «No a la guerra». Al día siguiente, la prensa mostraba imágenes de un actor airado que tachaba a su gobierno de fascista. Una indignada oradora levantaba el puño al aire, en señal de que la lucha contra Franco todavía no había acabado. Entrevistado por la cámara, un exaltado hablador aseguraba que la lucha solamente estaba empezando. Parecía como si regresáramos al siglo pasado, y que la gran lucha contra el totalitarismo estuviera por comenzar. Los gritos y el enfado de los disertantes me recordaron las palabras del gran filósofo británico, Bertrand Russell, cuando nos advertía que en tiempos de pre-guerra «son las grandes concentraciones las principales responsables de la hiperexcitación emocional colectiva». La colectiva emoción del 15 de febrero en España fue lo bastante importante como para hacer creer al líder del PSOE que su futuro político estaba con la gente de la calle, y no con las resoluciones de la comunidad europea. ¿Pero significa esto que Zapatero se ha convertido en pacifista, y rechaza la guerra como una solución al problema de Irak? El pacifismo es una vieja y loable parte de la tradición socialista. Bertrand Russell fue un distinguido pacifista de su época, sufrió a causa de sus opiniones, y fundó la Campaña para el Desarme Nuclear, que inspiró en los años 60 a miles de personas en Inglaterra a marchar en protesta contra la guerra. Fue un movimiento pacifista masivo que influenció al partido laborista, en cuyas filas milité. Esa Campaña dejó de existir hace ya mucho tiempo, porque había alcanzado en cierta medida uno de sus objetivos, que era limitar la posesión de armas nucleares. El pacifismo de Russell era un pacifismo sofisticado, que reconoció en todo momento la necesidad de defenderse contra el mal. Fue un pacifista en la Primera Guerra Mundial, pero apoyó activamente la resistencia al nazismo en la Segunda Guerra. «Tal y como se encuentra el mundo en la actualidad», decía hace tanto tiempo como en 1959, «y considerando el desarrollo actual, no sólo de las armas nucleares sino de los agresivos químicos y biológicos modernos, la raza humana no logrará sobrevivir por mucho tiempo si no hallamos algún modo de asegurar que no estallará ninguna guerra». En otras palabras, la labor del pacifismo no es solamente evitar la guerra, sino también defender a la raza humana. Si prohibiendo las armas nucleares y biológicas se puede defender a la raza humana, entonces deben ser ilegalizadas. Pero si la raza humana tiene que defenderse mediante la lucha, entonces la guerra se hace inevitable. Russell admitía sin lugar a dudas que algunas guerras pueden ser justas, sobre todo guerras de autodefensa, o guerras contra agresión. Me temo que el filósofo se habría hallado en dificultades ante el tema de la guerra contra Irak, pero al menos habría intentado ofrecer un análisis razonado e imparcial. Eso, desafortunadamente, no está ocurriendo hoy con el caos de opiniones que están confundiendo el problema de Irak. La exaltación que a tantos atenaza tiene el semblante de una exaltación provocada por la guerra y la amenaza de guerra. En la mayoría de países europeos, las voces, el enojo, y la pasión expresan la explosión de una largamente contenida urgencia por liberarse de la tensión. Los políticos se entusiasman, e imaginan que están reviviendo la pasión de la confrontación entre las fuerzas del progreso y las fuerzas de la reacción. Un director de cine de pie ante una audiencia de miles en Madrid se imaginaba que como Eisenstein estaba a punto de crear una nueva gran película sobre la lucha entre el bien y el mal. Toda esta tensión acumulada, todas las protestas, no tienen la apariencia de pacifismo. Más bien parece una emoción colectiva, del tipo que Russell mencionaba. Y el fenómeno no se limita a España. Acabo de mirar los periódicos rusos, y parece que tienen el mismo problema sobre los movimientos anti-guerra, las mismas tensiones y temores. El movimiento «No a la guerra» es internacional. Pero sería un error creer que todas las protestas en el mundo tienen el mismo carácter. En realidad, son radicalmente diferentes. Las protestas en EEUU, por ejemplo, tal vez sean más pequeñas, pero vienen inspiradas por la inquietud sobre la política de su gobierno. Un ejemplo es el debate público celebrado en la Universidad de Nueva York el 22 de noviembre del año pasado, y los acontecimientos culturales que se están celebrando durante este mes en la Universidad de Duke. Los organizadores en Duke presentan películas de Cuba, Siria y Libia e invitan «a todos los que creen en el diálogo de la cultura -y en particular a los que no creen en él- a ir y sumergirse en las obras de arte de todos los lugares a los que EEUU gustaría aniquilar». Es una llamada ! a la razón, en contra de las voces de guerra. En España, por otro lado, algunas de las protestas en apariencia pacifistas de estos días no han podido ofrecer más que afirmaciones vagas contra la guerra y contra Estados Unidos. La cuestión es que en España ese pacifismo se desmoronó como consecuencia de la Guerra Civil de 1936-1939, y no se volvió a establecer una nueva hipótesis de acción. El pacifismo empezó a desarrollarse a través de la clara convicción que, ante una guerra, todo lo que una persona justa podía hacer era oponerse y negarse a ir a ella; una certeza que se puso en duda a medida que la guerra española se fue desplegando. José Brocca, el precursor antimilitarista español, huyó de España y murió en el exilio en México. Albert Einstein, que se hallaba en Estados Unidos cuando en 1936 estalló la Guerra Civil, comentó que no lamentaba su apoyo anticipado a la resistencia a la guerra; solamente argüía que los métodos para alcanzar la paz se deben necesariamente adaptar a las condiciones cambiantes. Se movía, e! n resumen, hacia la posición de Russell.

Han surgido comparaciones con el modo en que los pacifistas de los años 30 se opusieron a cualquier guerra contra los dictadores, y por tanto, irónicamente acabaron ayudándoles. Gracias en parte a los pacifistas y la aceptación de las acciones de Hitler, dicen las críticas, Alemania pudo emprender una devastadora guerra que finalmente costó al menos 30, o más probablemente 50 millones de vidas humanas. Gracias a los políticos no intervencionistas de Europa, Franco ganó la Guerra Civil española, y la Unión Soviética pudo armarse. Los que entonces apoyaron el pacifismo, y no se preocuparon por las consecuencias, estuvieron ciertamente muy equivocados. Pero en 2003, el mundo es muy distinto, gracias a las consecuencias del 11 de Septiembre, y me parece que no se pueden aplicar las mismas críticas del pacifismo. Pacifismo hoy es una opción firme y creativa. Sin embargo, en la Guerra Civil española no había mucho espacio para pacifistas: la única pasión era la lucha, o bien contra el ejército y los poderes fascistas o bien contra el Partido Comunista y sus aliados soviéticos. En consecuencia, España no desarrolló una tendencia pacifista importante, y la palabra pacifismo corre hoy el riesgo de caer en manos de políticos que buscan apoyo popular en vigilia de elecciones. El peligro de este pacifismo politizado es que una cosa es marchar en protesta contra una posible guerra y la otra es proponer soluciones a esa guerra. Es muy fácil proclamar que todos estamos en contra de la guerra, porque la verdad es que todos somos contrarios a ella. ¿Pero quién se ocupará del problema de desarmar Irak? Ese es el gran fallo de las demostraciones de la calle: denuncian la guerra, pero no procuran ninguna solución.

Uno puede correctamente oponerse a la política norteamericana sin caer en el vulgar antiamericanismo que emerge en España y en buena parte de Europa. Sin embargo, muchos de los que protestaban en las calles de España el 15 de febrero eran en gran parte indiferentes a la realidad de la actual situación. Su propósito era simplemente protestar. Era un espléndido ejercicio de democracia. Pero conducía solamente a la terrible contradicción en que la propia opinión pública española se halla hoy. Según las últimas encuestas, la mayoría de españoles «cree que Sadam tiene armas de destrucción masiva, está relacionado con Al Qaeda y es un peligro para la paz mundial». Al mismo tiempo, sin embargo, piensan que no debería hacerse nada al respecto. Esa es una actitud que contradice todos los principios del pacifismo, sentido común y responsabilidad moral. Pacifismo, si comprendo correctamente a Bertrand Russell, implica la responsabilidad moral para combatir la violencia por medios pacíficos.

En las circunstancias del año 2003, uno no sólo tiene el derecho sino también el deber de cuestionar si una guerra es deseable. Pero ser pacifista, y aceptar los medios pacíficos, nunca excluye la necesidad de resistir a la violencia. Si es necesario, a través de la guerra. Esa fue la lección que manifestó Dietrich Bonhoeffer, el pastor luterano pacifista que los nazis colgaron en 1945, a causa de su resistencia activa a la tiranía, y es recordado por todos como una de las grandes figuras morales del siglo XX.

El mundo