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Publicidad y moral sí combinan

Firmado por: Álvaro Orduñez León

Caín y la crónica roja

La publicidad gravita hoy sobre todas las manifestaciones del desarrollo. Está presente dondequiera que hay algo qué ofrecer y algo qué promover. Constituye el más firme baluarte de la libertad de expresión. Por ella crecen los medios, que son los canales populares de las ideas, la información, la cultura, el entretenimiento.

Si la publicidad disminuyera, se estrecharían peligrosamente las ventanas por donde se asoma la opinión pública, debilitando o destruyendo este sagrado derecho, consagrado en todas las constituciones inspiradas en los preceptos de una sana revolución.

¿Pero qué es el desarrollo de un país? ¿No es acaso, en último análisis, el de sus habitantes, el de la familia y el de su gente? ¿Y para qué hacer largas y eruditas exposiciones sociológicas, si es fácilmente comprensible que la educación integral del hombre es el factor del progreso colectivo y la meta de cualquiera que lo gobierne con sensatez y sentido social?
El hombre es una mezcla de espíritu y materia, de ángel y demonio, de psiquis y soma. En el equilibrio de estos componentes está la sabiduría de su salud mental o física. Este perfecto ajuste capacita a la persona humana para desempeñarse normalmente, en su quehacer diario, con el máximo de eficiencia para su propio beneficio y el de su comunidad.

No es mi propósito entrar a examinar cuáles son los factores que desequilibran al hombre, lo traumatizan, lo desubican y lo llevan por los caminos del desorden, la locura y el delito. El hambre, la desocupación, la educación, el ambiente y las razones de esa desnutrición, de esa vagancia, de esa ignorancia y de la contaminación social, no son el tema de esta disertación. Sólo deseo registrar el hecho cruel, punzante y doloroso, de que desde el pela-fustanillo que despoja de su cartera o su sombrero, con malicia y agilidad, al desprevenido transeúnte, hasta el soborno, que se medita cuidadosamente, con imaginación y paciencia, en las altas esferas oficiales o particulares, el delito es el factor común que mancha todos los estamentos de la sociedad. Y no es que yo venga ahora a descubrir un fenómeno raro y exótico, olvidando que Caín ya era crónica roja en los albores de la historia de la humanidad.

Siempre ha habido una porción de mala levadura en los hombres y en las sociedades, que los saca de las paralelas de la norma, que reglamenta su vida individual y colectiva. Todos sabemos que no pertenecemos al mundo de los ángeles, pero no podemos desconocer el hecho conturbador que muestra al delito como un ciclón destructor de nuestra sociedad. Desde el simple robo, hasta el cruel secuestro, pasando por el atraco, la extorsión, el soborno, las lesiones personales, el asesinato, el consumo de narcóticos, en fin, todo el catálogo de ilícitos que los códigos penales encasillan en sus gruesos volúmenes, están empeñados en una tarea de disolución de los valores, cuyo vertiginoso crecimiento es ya aterrador. Si la población crece a un ritmo del 3% para los habitantes del Tercer Mundo, el delito lo supera en nueve veces más.

Ante este panorama, ¿cuál es la misión de la publicidad? He aquí un tema para madurar, para encarar con valentía, sin disimulas ni recatos.

Existe una manifiesta emergencia moral, que en algunas áreas de Iberoamérica llega casi hasta el sacudimiento apocalíptico y en otras, en donde se abre el abanico de las "libertades", ya empiezan a asomarse detrás de las puertas los anarquistas irresponsables, enemigos del orden, el sórdido Iodo de la pornografía que ensucia la dignidad humana y la fácil ganancia que se obtiene con el despojo hábil de lo ajeno.

La libertad es para el bien, no para el mal. Cuando hablo de "libertades" quiero significar con este nombre la imagen de una falsa democracia. Me da la impresión de que la democracia ha perdido su correcta semántica para convertirse en el gobierno de un pueblo disoluto, que tremola la bandera del libertinaje sin frenos, en la seguridad de la que la impunidad de sus excesos está garantizada porque las fuerzas del orden se ven desbordadas por las del caos y el desorden. Son más eficaces las armas del delito que los instrumentos que los estados democráticos tienen para su control. Y es que cuando hay disolución y caos, se impone el orden.

No creo que las reformas de los códigos penales y de procedimiento, o el aumento de la fuerza pública y de los jueces, o la rapidez para dictar sentencia pueda detener la ola corruptiva. Puede ser una ayuda, pero no el remedio fundamental.

La calentura no está en las sábanas, como se dice en lenguaje coloquial, sino en el enfermo.
Es el hombre quien ha perdido su rumbo. Olvidó su destino. Anda montado en el potro de su propia concupiscencia, de sus instintos primarios, de sus ambiciones materiales. Ha roto su equilibrio invirtiendo sus valores intrínsecos. La jerarquía de su espíritu, que debería hacer privar las normas de la moral natural, base de la ley positiva, ha sido reemplazada por la filosofía de Bentham, quien sostenía, con simplicidad inocente, que todo lo que satisfaga los deseos del hombre es bueno. Como si el hombre, al igual que el santo de Asís, sólo deseara su superación espiritual y el bienestar de la comunidad.

Es sobre el hombre, sobre la familia, sobre la sociedad, donde la publicidad debe poner su atención, para ayudar a reconstruir lo que se derrumbó o, en subsidio, tratar de salvar lo que aún queda en pie. Es ésta una misión noble y de gran envergadura, que debemos emprender con seriedad, valor y constancia. No es una labor cuyos resultados se vean en corto tiempo. Pero debe llevarse a cabo, porque los comunicadores tenemos el deber de colaborar en la regeneración de una comunidad que va en camino de disolución.

Si la economía es un factor necesario y básico, no es el más importante en una programación social. Hay otros valores, distintos y más altos, de aquellos que regulan la moneda, los bienes y servicios; valores que están en el hombre mismo y son su ser trascendente, su dignidad y su destino espiritual, y que algunas filosofías políticas de este siglo han olvidado absurdamente, tratando de hacer prevalecer lo transitorio y cambiante sobre lo permanente y eterno.

En realidad, la publicidad está manejada por tres sectores de alta importancia y decisiva influencia en la vida de nuestros países.

La suma de ellos en el conjunto iberoamericano, constituye una fuerza de extraordinaria resonancia.

Si he hecho algunos planteamientos de orden moral, es porque no creo que ésta -la moral sea relativa, sino absoluta, respetando la pluralidad ideológica de los países que representan a este vasto conocimiento multinacional.

Si los anunciantes, los medios y las agencias pudieran unirse en un inmenso propósito prioritario, como sería el de devolver la seguridad, la confianza y el optimismo a los pueblos que ya están acostumbrándose a la descomposición con una probada capacidad de tolerancia, de egoísmo, de cobardía y de aprovechamiento, yo creo que podríamos construir un crisol donde fundiéramos una gigantesca campana, cuyos angustiosos y sonoros toques de arrebato pudieran cubrir, con sus ondas, todos los estamentos, no ya para frenar el pánico -que antecede a las catástrofes, porque desgraciadamente la rapidez con que la violencia y el delito han invadido los predios de la sociedad han sido mayores que nuestra capacidad de reacción y de acción-, sino para reconstruir una nueva América sobre las bases que dejó la devastación. Quizá yo peque de optimismo, pero creo que sólo el mensaje del decálogo moral, presente en todos los medios, repetido sin fallecimiento, expresado con persistente convicción puede romper la oscuridad de las conciencias ensombrecidas por la niebla de una locura alucinante. Estaríamos entonces entrando a una etapa de la historia que nos obliga a poner las miradas más allá de la salida del túnel.

La moral, coma la define Platón y la puntualizó Sócrates, es absoluta. El bien y el mal son un cuadro nítido de luz y sombra, de blanco y negro, de matices intermedios. Hay entre estos dos conceptos una separación diáfana, radical, absoluta, objetiva, que nada tiene que ver con las urgencias, tendencias o deseos del hombre.

Esta es la concepción que ha prevalecido a través de los siglos y ahora, con desfachatez inocultable, se quiere desvirtuar.

Algún escritor anotaba que "ahora la filosofía y el hombre se han empeñado en diseñar alternativas para el absolutismo moral, que gobernó durante 30 siglos a la humanidad. Y el intento resultó sencillísimo: bastaba poseer una idea 'pura', ya fuera sobre el uso de los sentidos del hombre, sobre la naturaleza del arte, sobre el amor humano o sobre el estado político perfecto, desvinculada, desde luego, de toda realidad, porque esta idea 'pura' habría de sustituir a 'toda la realidad'; y la idea se convertiría, de la noche a la mañana, en una alternativa para el nuevo mundo. Era suficiente aclarar, antes de exponer la idea, que ésta era 'utópica', es decir, que no había existido jamás en ningún lugar, para que su bondad fuese aceptada sin recelos y sin estudios".

La mentalidad de cambio recurrió a la prestidigitación para mostrar, en lugar de una moral real y objetiva, una moral subjetiva, enredada en la trama interior de los caprichos. Lo bueno se inventó como sinónimo de lo nuevo. Con este disfraz se proclamó la "nueva doctrina moral". Y como lo nuevo es todo aquello que conviene a las apetencias y a los deseos de la época, así sean de la más pura ascendencia hedonística, se llegó a que la justicia dependiera del más fuerte o el más astuto, ya que se defendieran los actos reprobables con la justificación de los fines.

Lo malo se transforma en bueno, y así con esta simbiosis, se cambia la norma que rige los actos de los hombres, de la sociedad y queda la moral como un incunable arcaico y obsoleto, circunscrito únicamente a la religión, con olor a beata solterona y anticuada.

La confianza y el optimismo que junto con la mística engendran un trabajo, eficaz y se constituyen en motores de avance, propulsión, dinamismo y progreso, es decir de riqueza y tranquilidad, son ahora mercancía obsoleta, que es necesario venderle de nuevo a las comunidades que necesitan de esta saludable medicina para no aniquilar las fuerzas aisladas que aún operan con patriotismo y voluntad pero sin mucha fortuna, a causa de la injusta soledad en que se encuentran por falta de apoyo permanente. El problema con las comunidades es que vuelvan a creer, que se sustituya la malicia por la generosidad, la crítica malsana por la benevolencia, la desesperación por la esperanza, el pesimismo por el optimismo, que se crea que hay gente honesta que trabaja para vivir mejor, que tengan confianza en el porvenir, en sus rectores, en el vigor de nuestras reservas naturales y en la bondad de Dios.

Apostemos a las palabras fecundas

Se trata, pues, de vender una idea, una idea noble, con estirpe, con calidad. Pero esta venta requiere una campaña, una estrategia, una técnica que la realice. Los mensajes y vendedores deben corresponder a un plan publicitario, completo, ponderado, penado y estructurado con todo esmero e inteligencia después de haber estudiado las motivaciones, la psicología de los consumidores y su capacidad de consumo.

Nadie querrá quedarse sin su contribución, porque el industrial, el comerciante, el director de televisión, el radiodifusor, el cinematografista, el periodista, el impresor, el publicista saben de sobra que si no devolvemos la confianza, el pesimismo engendrará la inacción, que a su vez rebajará los resortes del trabajo. La producción decrecerá notoriamente. La espiral de la inflación subirá con verticalidad de catástrofe, mientras los enemigos de la paz y azuzadores de la violencia arrimarán la llama de la revolución sobre la pólvora preparada por tanta inconformidad, tanta angustia y tanta desesperanza.

El modo de llevar a cabo esta idea es estructurar el plan, una vez conseguidas, sin reservas, las adhesiones de los vehículos publicitarios. Lo demás será la obra de los comités designados para hacer efectivas y ejercitar las campañas de prensa, radio, TV, cine, vallas, carteles, folletos, volantes y gacetillas.

Además tendremos, con esta campaña en pro de la salud espiritual que traerá la salud material de nuestros países, la oportunidad de unir las fuerzas de la publicidad, tan necesitadas de agruparse en torno a unos mismos ideales, a unas mismas aspiraciones ya unos mismos anhelos. Todo aquello que afecta a la publicidad tiene su reflejo inmediato en los anunciantes, los medios y las agencias. Ello es inevitable. Nuestra comunidad de intereses es inocultable.

Hay que recordar que la publicidad es una fuerza gigante que mueve los deseos y los canaliza hacia metas calculadas que, en nuestro caso, son de alta jerarquía y nobilísima savia.

Tenemos, pues, una bella oportunidad de demostrar qué tan efectivos son nuestros mensajes, cómo se difunden y penetran hasta el último rincón golpeando el corazón y la mente del pueblo hasta llevado a cambiar de posición, y hacer suyas nuestras ideas y poner su voluntad al servicio de las mismas para vivir como pensamos. De lo contrario acabaríamos, desgraciadamente, "pensando como vivimos", según la frase verdadera y exacta de Paúl Bourget. Nuestra tarea es dura, pero la compensa el ideal que la promueve. Todos contribuiremos a crear el ambiente propicio a la restauración.

No sé cómo podamos comprometer a los órganos cuya misión es informar para que cumplan su cometido con sabiduría, en forma que las noticias no vayan a crear ni a fomentar la desconfianza. Démosle preferencia a las buenas realizaciones y exaltemos las obras de beneficencia colectiva; ayudemos al honesto, ponderemos al sabio, al benefactor, al organizador. Apoyemos las medidas acertadas que fomentan el orden, la disciplina y el trabajo. Aplaudamos lo útil y lo probo. Estimulemos la diligencia y la competencia. Mostremos, en una palabra, la cara alegre y noble de las comunidades, su buena levadura, sus conquistas honrosas.

El reverso de esta medalla, rechacémoslo. Renunciemos incluso a las "palabras afiladas", como las llama con tanta agudeza Castro Saavedra, palabras metálicas con las cuales se puede matar a la gente. Las palabras afiladas se pueden y se deben sustituir por palabras fecundas, que devuelven a los hombres la confianza en sí mismos y en el porvenir promisorio.

¿Que soy moralista? ¡Claro que lo soy! Pero en el recto y hondo sentido de quien entiende que sólo puede haber un país ordenado, honesto y trabajador, si el hombre y la familia, que son las células de la sociedad, se encasillan en los esquemas de la moral absoluta.

"La moral es un valor o una realidad que resulta del ejercicio de la libertad del hombre, atributo que le es esencial y específico, como propio suyo, por comparación con los seres inferiores".

El publicista debe ser irrevocable solidario de la auténtica democracia, porque sólo dentro de la más absoluta libertad puede brotar, florecer y fructificar la semilla de la verdad, que es la luz, la esencia y el espíritu de la publicidad.

¿Pero hasta dónde se puede recortar la libertad, cuando los países se precipitan a la disolución, sin comprometer los diseños de la democracia? He aquí la cuadratura del círculo político. No olvidemos que la autoridad es el gobierno con suficiente poder para detener la anarquía y conservar el orden.

Las fuerzas vivas de la publicidad deben ayudar intensamente a frenar la anarquía en las costumbres, que incuba a la anarquía social; e impedir así que los gobiernos se vean obligados a ejercer una autoridad que dolorosamente tenga que recortar las libertades, para poder salvar el orden.

Jamás el futuro dependió tanto y en tan alto grado de la dinámica del presente.
(Publicidad una Controversia. Varios autores. Ediciones EUFESA, México, 1983).

Istmo 177