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El Público , Jueces De La Publicidad

stock photo : Older, distinguished judge making his ruling in the courtroom

Firmado por: Carlos Llano Cifuentes

El público, o los públicos, porque todo público es heterogéneo, no son sólo jueces de la publicidad que hace la empresa, sino jueces de la empresa que hace la publicidad, pues a veces logro una eficacia indudable en el resultado primario de mi publicidad, pero a costa de la imagen de la empresa: porque el modo de ofrecer el producto no fue serio; porque prometí más de lo que luego pude cumplir; o porque el producto mismo es deficiente.

Para medir cuál es la opinión que la empresa misma deja en el público, mis sistemas de cálculo son muy indecisos y poco firmes, con el agravante de que esa impresión, detectada a largo plazo, suele no tener ya remedio. Mido el éxito publicitario por el número de aquéllos en que repercute beneficiosamente, y lo sé por que me compran. ¿Cómo mido el resultado, la impresión que causo en quienes no me compran, que son siempre la inmensa mayoría? ¿Qué pasa con ese público mayoritario? ¿Cuál es su reacción? ¿Cómo lo cuantifico?

Dije que el público, como juez, era inapelable. Yo quisiera que cada decisión publicitaria tuviese la omnipresencia de ese público, que habrá de juzgar a la corta o a la larga: no sea que estemos invirtiendo en la cuerda que nos ahorcará, para emplear la macabra metáfora de Marx. Quisiera... asustar, infundir al menos la sospecha de que tal vez las inversiones publicitarias, cuantiosas, incluso exageradas, resulten contraproducentes.

El público es juez de mi publicidad y juez inapelable, en el sentido más primario e ingenuo: si compra el producto o hace uso del servicio que le ofrezco, mi publicidad ha sido buena; si no lo hace, ha sido mala. Este sentido de la judicatura del público me resulta familiar, y lo tengo muy masticado: en él se basa el feed back, la retroalimentación, gracias a la cual modifico mis procedimientos publicitarios.

Para alimentar ese temor, ese medio, recojo la idea de un brevísimo artículo publicado hace años en la revista ISTMO. Su autor, Guillermo Porras Muñoz, miembro de número de la Academia de Historia, titula su artículo como el objeto del temor que yo intento suscitar: el contra-anuncio (1).

Un juego de hipnotismo y prestidigitación

Llama Guillermo Porras contra-anuncio a la manera como el empresario, mediante su publicidad, ofende a la comunidad en donde realiza sus operaciones. El artículo puede suscitar motivos de preocupación. Leemos allí:

"Hace años vivía yo en Sevilla, en una callejuela cuajada de naranjos y descongestionada de tráfico, que era por demás placentera. Muy de mañana, sin embargo, pasaba todos los días un hombre gritando 'los escobones, niña, los escobones', despertando a deshoras a todo el vecindario. Una mañana le gané al pregonero. Al primer grito, abrí mi puerta y él, creyendo haber dado con un cliente, se acercó a mí, a paso sevillano. '¿No se da cuenta de que nos despierta a todos?'

'Tiene usted razón, me dijo, pero es la hora en que salen las sirvientas a barrer y me compran los escobones'. Los dos teníamos razón, pero su razón molestaba mi sueño. Nunca le compré un escobón porque no lo necesitaba y porque un cliente en aquella calle lo habría alentado a seguir rondando y pregonando... y ofendiendo la tranquilidad mañanera del barrio sevillano. Mejor lo habría comprado en otra parte. Esa es la 'ofensa a la comunidad' a que me refería arriba, y aunque en el caso relatado parece nimia, puede no serlo en otras circunstancias. Tales ofensas pueden ser de diversos tipos".

Otra muestra de contra-anuncio: "Hay una empresa que mantiene una flotilla de camiones, grandes y pequeños, en todos los cuales se pintan sus propios anuncios, convirtiendo a cada camión en un pregonero de la empresa y de sus productos...

¡Pobre departamento de relaciones públicas! Porque el chofer de cada camión resulta ser un energúmeno frenético que amenaza la paz y seguridad. Se ve al camión estacionado donde no debe, en doble fila congestionando innecesariamente el tráfico. El chofer se le echa a uno encima cuando va a cruzar la calle, se pasa a hurtadillas el semáforo en rojo, burlando la vigilancia pero confundiendo a una pobre viejita o a una parvada de niños. Después de hacer alguna alusión al linaje del chofer, se piensa en la empresa irresponsable que suelta por la calle a esos monstruos para hacer atropellos en su nombre. Personalmente suelo anotar ese nombre en la memoria. ¿Cómo voy a comprar un par de zapatos a la empresa que casi acaba de cortarme los pies? ".

A pesar de mis intentos, sé que no puedo infundir miedo con el fenómeno del contra-anuncio. Sí: el público es juez, y juez inapelable. Pero el juez, como en casi todos los países latinos y en no pocos países sajones, puede comprarse. Por esto la publicidad persigue ahora un doble efecto: despertar el interés del público en un servicio o en un producto, y adormecerlo, al mismo tiempo, en su capacidad de juicio. La publicidad, valga la redundancia, lo que busca es el juicio del público, el juicio favorable, por supuesto. Pero la publicidad también busca comprar anticipadamente al juez para que el juicio sea precisamente favorable: y esto sabe hacerlo la publicidad con mucho acierto, aunque no con todo: en el fondo siempre queda un valioso resto de inteligencia en un público minoritario pero fuerte e influyente, porque también ha aprendido a hacer publicidad. La mala prensa que hoy tiene la empresa privada es fruto de las mismas mañas de esa publicidad maquiavélica, que despierta y adormece, como en un juego de hipnotismo y prestidigitación.

Porque el público es juez, debo respetarlo y tenerlo en cuenta; pero porque el juez puede comprarse, debo remitirme en último término a aquello a lo que recurre el Código de Ética Publicitaria: auto-regulación y autodisciplina (2) Hay que recurrir en último término, a la responsabilidad implicados cosas: primero, y antes que nada, el autocontrol: soy responsable ante mí mismo. Y segundo, para el caso de que ese autocontrol falle, debo responder ante un juez: la tesis que aquí sostenemos es que ese juez no es el Estado sino el público: y que el público no es un juez del todo eficaz, aunque menos aún lo es el Estado.

Una antigua opinión

Los filósofos medievales se preguntaron cómo se podía atraer a alguien hacia un bien. Según ellos, en esta tracción hacia el bien intervenían tres factores:

Primero, la fuerza del bien ofrecido.
 
Segundo, el peso o ascendiente de quien ofrece el bien.

Tercero, la habilidad para persuadir de que lo ofrecido es bueno (3).

Aunque los pensadores medievales estaban muy ajenos a los modernos fenómenos publicitarios, su profundo conocimiento del hombre -muy superior al que posee el publicista medio de hoy- les facilitaba acertar en la esencia, si no en los procedimientos.

Toda publicidad sanamente concebida ha de tener en cuenta, quiéralo o no, ese triple componente medieval para la atractividad del bien:

- El producto o servicio que se publica ha de ser bueno.

- El producto o servicio que se publica debe ser publicado por alguien confiable.

La publicidad acaba de ser definida, por Alfonso Nieto, precisamente así: información persuasiva con fines comerciales (4).

Es información porque presenta hechos o supuestamente los presenta. Es persuasiva, porque persigue atraer voluntades (Diré entre paréntesis que la propaganda, frente a la publicidad, es también una información persuasiva, pero no persigue fines comerciales sino la adhesión a una idea o a una facción política).

En esta conjunción entre el bien que se ofrece y la persuasión para convencer de que ese bien es bueno, en este nexo entre información y persuasión se encuentra el primer aspecto de nuestra publicidad que es susceptible de un juicio público, y un juicio no siempre favorable.

Prevalencia de la persuasión sobre la información o Maquiavelo decía...

Hemos de admitir que en la publicidad, tal como hoy se da, tiende a prevalecer la persuasión sobre la información. Hasta podría afirmarse que los sistemas publicitarios han hecho una reducción de aquellos tres elementos, limitándose sólo al tercero. Un publicista eficaz sería quien sabe persuadir que aquello que se presenta es bueno, independientemente de que lo sea o no.

La tendencia es esta: cuanto menos valioso es el bien que se ofrece, cuanto más superficial y mediocre es su bondad, más fuerza persuasiva, más incidencia publicitaria se requiere. Ello ocurre así por una conclusión antropológica que Rafael Alvira ha llamado recientemente el mal radical del hombre (5).

El mal radical del hombre reside en su capacidad de cambiar el ser por el parecer. Parodiando lo que Maquiavelo decía de la virtud del príncipe, para que se venda un producto o un servicio no es necesario que sea bueno: basta con que lo parezca.

No es lo mismo, evidentemente, el mero proponer algo bueno y el persuadir de que lo es. En el primer caso, toda la fuerza de atracción recae en el bien propuesto. En el segundo caso, quien persuade nos presenta el objeto de una determinada y específica manera, que es precisamente el constitutivo de la persuasión: muestra el bien desde ese peculiar punto de vista en que se puede ser atractivo para mí, desde esa óptica que clásicamente se llamó razón de conveniencia (6). La persuasión, tal como hoy se concibe, más que referirse al producto que se vende, trata de invadir y penetrar la subjetividad de quien puede comprarlo: no ya que este producto o servicio presenta motivos que lo hacen digno de ser elegido, sino que tú -y ello es ya una interpelación al sujeto- tienes motivos para elegirlo. La publicidad en pocos años ha dejado de ser un instrumento informativo de los productos que se venden para convertirse en un mecanismo de introducción (o intromisión) en quien los compra.

¿Que sucede, entonces cuando se logra persuadir de que algo es bueno si no lo es?

Entonces el juicio del público no sólo recae sobre el bien elegido  que no resuelto bueno sino sobre la persona, empresa, procedimiento o mecanismo que me persuadió de que lo era. No puede decirse exactamente que esa persona, entidad o procedimiento me engaño: pero el juicio es de cualquier modo negativo. Porque lo que dije del producto era verdad; pero oculte simultáneamente otras condiciones reales. Este es el contra-anuncio: he logrado una operación mercantil a costa de mi propia confiabilidad. Y este deterioro mío como persona de fiar no es ya fácilmente restaurable. Como lo dice acertadamente Antonio Machado: "Si dices media verdad, dirán que mientes dos veces al decir la otra mitad". Y que conste que cuando Machado escribió este verso, no sabía nada, evidentemente, de Watergate.

El juicio que puede hacerse en buena parte a la publicidad moderna es el de sofista. En la terminología griega se llamó sofista al que hacía verosímil lo falso. Y se contraponía al retórico: así como el sofista hacía verosímil lo falso, el retórico tenía por función hacer verosímil lo verdadero. Porque no todo lo verdadero es verosímil, porque no todo lo bueno parece a primera vista serlo, es por lo que la publicidad resulta necesaria y válida. Pero porque fácilmente pasamos de lo retórico a lo sofista es por lo que la publicidad se ha convertido en sospechosa.

Ocurre que, a medida que se deteriora la fiabilidad de quien nos ofrece algo, en ese mismo grado debe perfeccionarse su habilidad de persuasión: ya que no soy confiable, seré persuasivo. Hay entidades comerciales a las que les basta su propio nombre:

"Si es Bayer es bueno". Hay otras, en cambio, que su nombre debe ir acompañado de muchos millones de dólares porque tienen que compensar con sistemas persuasivos lo que han perdido de confiabilidad: cada nuevo producto asemeja el parto de los montes.

Pero ello tiene, a su vez, una ventaja: si la publicidad llega a tal eficacia que logra convencernos de que es bueno lo que no lo es, ¿qué pasaría si esta incisividad, esta garra, como se dice ahora, se pusiera al servicio de la auténtica bondad? ¿Qué acontecería hoy si los gigantescos avances publicitarios se pusieran al servicio de los verdaderos bienes y no sólo al servicio de los refrescos de cola? (No quiero decir con esto que los refrescos de cola no sean buenos; quiero decir que hay bienes mejores, lo cual puede ser admitido pacíficamente por todos, incluso por los propios fabricantes de esos refrescos).

Tendencias a las que apela la persuasión o los pasteles de El Globo

Hay también un juicio válido acerca del propio mecanismo de la persuasión. Se encuentra a la vista que una buena parte de la metodología publicitaria logra traernos a determinados bienes y servicios apelando a las tendencias animales, a nuestros instintos más bajos, a -nuestros impulsos atávicos más oscuros. Todos conocemos bien la fuerza de estos resortes, su irrefrenable empuje y, hablando dramáticamente, el imperioso apetito que se suscita por su placentera y bestial satisfacción. Y nuestros publicistas los conocen bien, y nos dan gusto con ellos. Entonces no importa si el bien hacia el que se nos persuade es auténtico bien o no: lo que se juzga es que, para acercarnos a ese bien, incluso auténtico, hasta inocente, utilitariamente vivido (un automóvil, un perfume), se nos atrae con el reclamo de la hembra, hasta presentarse un automóvil, maravilla de la técnica humana , cómo un pequeño prostíbulo rodante; o un delicadísimo perfume, producto de antiguos y complejos artificios, como una sugestión o embrujo atractivo para el macho; se puede así suscitar la glotonería, la vanidad, la presunción, el lujo; una rotación por los canales televisivos de muchos países nos ofrece una variadísima sinfonía de los vicios humanos que se provocan con motivo de la venta de productos inocentes y hasta buenos.

Entiéndase bien que no podemos caer en puritanismos. Los clásicos eran partidarios de que los bienes valiosos del espíritu se acompañaran de sensaciones gratas. Mi madre, estoy seguro, no había leído a los filósofos clásicos, pero -haciendo ahora una confesión personal- le guardo una inmensa gratitud porque, en aquellos tiempos, los domingos, después de la misa en la Sagrada Familia (ya se ve que eran tiempos muy lejanos) nos llevaba a comer pasteles en El Globo. Esperábamos la misa del domingo con impaciencia infantil, y todavía hoy alguna vez, al ir a misa, se me hace la boca agua, como si fuera un perrito de Pavlov; de modo paralelo, las pastelerías 3 se asocian en mí con algo ritual y religioso; y me digo a mí mismo que no hay duda de que son las mejores pastelerías de México.

En sentido inverso, nada impide que en la publicidad se vincule una serie de productos discutibles con realidades humanas ennoblecedoras: yo no estoy ni a favor ni en contra de la publicidad de los cigarros, pero me complace ver cómo se les asocia con la virilidad, con el campo, con actividades que requieren esfuerzo y dominio de sí; comprendo que el abuso de la cerveza es perjudicial, pero me gusta cómo se le une a la brisa marina, al vuelo de las gaviotas y al rumor de los manantiales: es una asociación paradójica que nos aleja del billar y de la cantina en donde realmente se vende la cerveza; comprendo que el brandy o el vino tienen también su lado malo -junto a otros lados muy buenos-, pero me ennoblezco cuando se les asocia con el arte de la pintura, de la orfebrería o de la equitación.

El público -y no sólo el público presente sino el futuro- nos juzgará por los sentimientos rastreros o nobles, caprichosos o racionales, a que apelamos para ejercer el arte persuasivo de la publicidad. A veces ganamos un cliente para nuestro producto, pero nuestra empresa queda mal; deja la impresión de que es capaz de arrastrarse por el estiércol con tal de obtener una venta.

Confusión entre necesidad y demanda o cigarros para tuberculosos

Otro aspecto de la publicidad que el público juzga con severidad -sepámoslo o no- es sobre la confusión en que hemos incurrido al no distinguir con claridad lo que el público necesita y lo que el público demanda. Ambos conceptos no son coincidentes: sabemos bien que hay personas menores de edad demandantes de productos o servicios que no sólo no necesitan sino que les son perjudiciales. La filosofía medieval dio en el clavo al decir que el hombre puede imaginar o inventar algo como bueno o conveniente para sí "al margen de los requerimientos de su naturaleza" (7), y Tomás de Aquino designa a estas aparentes necesidades con el sugerente calificativo de necesidades supuestas, sobreañadidas o superfluas. Ya antes Aristóteles (8) nos señaló que hay necesidades no correspondientes a nuestra naturaleza, que no nos hacen más hombres por satisfacerlas, sino que son producto expúreo de nuestro pensamiento, y no constituyen en el hombre aspiraciones genuinas de su espíritu. Tales necesidades ficticias, añaden ambos, precisamente por ser ficticias, pueden resultar infinitas. Que conste que ni Aristóteles ni Tomás de Aquino conocían nuestros sistemas publicitarios, que se dedican, justamente, a ensanchar hasta el infinito el campo de nuestras necesidades superfluas. No es fácil distinguir entre necesidades naturales y necesidades superfluas, pero esta dificultad se convierte en imposibilidad absoluta si perdemos de vista un concepto verdadero del hombre, a fin de atender sólo al cliente. Una tarea ética inexcusable para la publicidad de la empresa es definir cómo es y cómo debe ser el hombre al que quiere servir. La difícil frontera entre demanda y necesidad no puede trazarse con acierto si no es mediante un concepto verdadero del hombre. Si el hombre es sólo un animal, haré bien en atender muchas de sus demandas; pero si el hombre es, además, un animal con espíritu, como creemos que son nuestros hijos, como queremos que sean nuestros hijos, entonces no servimos al hombre cuando satisfacemos algunas de sus demandas: en lugar de servicio le ocasionamos un perjuicio.
 
No basta que alguien pida algo para decir que le servimos proporcionándoselo. Quien se dedica a la venta clandestina de cigarros en un hospital de tuberculosos está sin duda atendiendo a la demanda de los enfermos, con un magnífico resultado mercantil, pero en modo alguno les está sirviendo: al satisfacer sus demandas lo único que consigue es acelerar el proceso de su tisis.

Pero el problema para la empresa mercantil no es sólo ése, se refiere, sobre todo, a la publicidad que desencadena. Porque, bien mirado, y sin ánimo de ofender a nadie, una parte importante de nuestra publicidad no se dedica a mostrar las maneras como el hombre puede satisfacer sus necesidades, sino que pretende suscitar demandas no necesarias, al punto que nuestra sociedad de consumo puede definirse así: un sistema social en el que las organizaciones mercantiles suscitan en sus posibles clientes de mandas no necesarias, para ofrecerles después el modo de satisfacerlas (9).

¿A qué se llama una demanda no necesaria? Se llama demanda no necesaria a una tendencia, a un deseo, a un apremio, cuya satisfacción no incrementa la hominización del hombre, no amplía el espacio de sus posibilidades, no lo hace más hombre, sino que es inocua para su desarrollo, en el mejor de los casos, o lo retrae y encoge, restringiendo sus verdaderos horizontes. Hemos de reconocer que muchos de los productos que se compran y se venden a nuestro alrededor pueden recibir con mérito el reproche de responder a demandas no necesarias.

Lo que ocurre con las demandas no necesarias, con las demandas caprichosas, con el requerimiento veleidoso y superficial del hombre es algo digno de notarse en el contexto del tema que nos ocupa: cuando el hombre satisface una verdadera necesidad -de orden material como el comer, o de orden espiritual como el instruirse- se percata, en el momento de satisfacerla, de cuán necesaria era para él. Por decirlo así, en el proceso mismo de su satisfacción se patentiza con más fuerza el carácter verdadero de su necesidad: cuando satisfago un hambre verdadera me percato de lo débil que me encontraba antes de comer; y cuando aprendo algo me doy entonces cuenta de lo poco que sabía. En cambio, la satisfacción de la demanda no necesaria pone al descubierto su futilidad, su carácter inútil y vacío, y se demerita el prestigio y la altura moral de quien colaboró conmigo en esa satisfacción.

Aquí se da de manera fatal el contra-anuncio. Encedemos en el público grandes expectativas, pero la satisfacción de ellas es después precaria y frustrante. La impresión con que queda nuestro entusiasmado cliente es perjudicial. Si damos por buena la ley de R.R. Chase (10): satisfacción del cliente que recibe un servicio = impresiones del servicio recibido -expectativas previas respecto del servicio (servicio = impresiones- expectativas), el saldo que arroja nuestra publicidad podría ser negativo. El saldo positivo se dará en lo que llamé antes su resultado primario (el cliente me compra), pero no en el resultado secundario: el cliente queda insatisfecho porque alenté en él exageradas expectativas; le hice creer que tenía necesidad de comprar aquello, cuando era yo quien tenía la necesidad de venderlo.

Ello es tanto más cierto cuanto que Theodore Levitt, cuya autoridad en la mercadotecnia pocos pondrían en duda, se ha atrevido a afirmar que "el comprador compra no cosas, sino beneficios esperados; no cosméticos, sino las satisfacciones de los atractivos que prometen; no taladros de un cuarto de pulgada, sino perforaciones de un cuarto de pulgada; no acciones de compañías, sino utilidades de capital. ... Nadie lo sabe mejor que los creadores de anuncios de automóviles" (11).

Pero veamos las cosas con un sentido optimista. Si bien es cierto que el avance sorprendente de la publicidad es capaz de suscitar demandas no necesarias, también es cierto que cuenta con la fuerza para despertar necesidades no demandadas. En nuestra cultura hay necesidades reales que el hombre padece sin saberlo, carencias cuyo remedio lo harían más hombre, pero cuya aspiración está para él dormida (puesta en sordina por apetitos y deseos no necesarios). Aquí tiene la publicidad una ocasión inapreciable de obtener un juicio público histórico: toda su potencialidad penetrante y persuasiva podría ponerse al servicio de esas necesidades que existen pero se ignoran.

El aprovechar estas oportunidades no significa marginar el carácter mercantil de la publicidad. Archivald Dooley, profesor huésped desde hace más de veinte años en el IPADE, está elaborando un estudio de lo que él llama, usando un galicismo muy extendido, super entrepreneur, el súper empresario, el empresario que lo es levantando el nivel moral de su cliente, elevando la altura humana del público al que sirve. En nuestro contexto (que no es justamente el de Archivald Dooley) diríamos que una de las facetas que podrían definir al súper empresario sería precisamente ésta: el hombre que sabe hacer empresa suscitando necesidades no demandadas, oponiendo su contrapeso a aquellos otros, que tal vez no merecen el calificativo de empresarios o no lo merecen del todo, porque logran hacer empresa suscitando demandas no necesarias. Quizá esto no nos lleve sólo a distinguir entre el súper empresario y el empresario, sino también entre empresa como institución y negocio como actividad pasajera.

¿Podríamos decir, entonces, que Walt Disney es un súper empresario? Podríamos sin duda decirlo, porque supo descubrir las posibilidades inéditas de la cinematografía para despertar en nosotros la infantil inquietud de ese niño que todos llevamos dormido dentro; y no podemos afirmar que Walt Disney haya hecho peor negocio que quienes, al mismo tiempo, solicitan la bestia que también todos llevamos dentro; y no precisamente dormida. No se crea, por otra parte, que el super empresario es un gigante excepcional. ¿No nos sorprende agradablemente que el Grupo Editorial Marathon esté haciendo negocio explotando la necesidad de cultura que tiene todo hombre, sin excluir -para sorpresa nuestra- al mexicano? Así, hay necesidades en el deporte, en la salud, en la educación, en el arte, que pueden ser despertadas por la publicidad, siempre que no caigamos en los lugares comunes y no encajonemos el radio de sus omnímodas posibilidades.

Nunca hubo en manos de nadie, como ahora en manos del anunciante y del publicista, tal posibilidad de cambiar una cultura, de enderezar una civilización. Nunca ha habido la capacidad para una misión tan amplia en manos de tan pocos, nunca ha habido en manos privadas un instrumento de tan largo alcance. Por ello el anunciante y el publicista deberán tener delante de los ojos el consejo de Max Weber: "corresponde determinar qué clase de hombre hay que ser para tener derecho a poner la mano sobre la rueda de la historia" (12). Porque el inocente oficio de vender un refresco de cola, o un gansito, o una cajetilla de cigarros o un jabón, ese inocente menester comporta la potencialidad de cambiar y de poner de cabeza, para bien o para mal, toda una cultura. Quienes disponen hoy del poder de pago del anuncio tienen tal vez la responsabilidad cultural más grande de cuantas han tenido los hombres en la historia.

Exceso de información, o el sospechoso caso del rey Midas.

La publicidad, con su sobrecogedora dotación de recursos, ha cambiado la naturaleza misma de la información, porque la naturaleza de la noticia informativa se dirige toda ella a proporcionarnos elementos para nuestras decisiones. Se pensaba antes que una información suficiente -más que precaria- colocaría a los hombres en condiciones de decidir con mejor conocimiento de causa. Y esto es innegable: la fuente primordial de conocimiento para decidir es la información; quien no está bien informado tiene menor libertad de elección, y puede tomar decisiones equivocadas, por su estrecho diafragma visual. Pero ¿acaso no ocurre ahora lo mismo con el exceso de información? Es un tópico decir que nunca como en nuestro tiempo los ciudadanos de la mayoría de los países occidentales han dispuesto del volumen de información con que ahora cuentan; pero esto ¿nos coloca de verdad en mejores situaciones de acierto? , ¿No se habrán generado en nosotros demandas de información que resultan no ya innecesarias sino perjudiciales, por sobreabundantes e inútiles?

En nuestra civilización de consumo ha surgido un fenómeno nuevo en virtud del cual se compran más productos de los que pueden consumirse, y se pagan más servicios de los que pueden utilizarse. Pero, además, brota el fenómeno de ofrecérsenos más información que aquélla que podemos usar para elegir. A Alfonso Nieto, se le ocurre pensar si estamos en situación parecida a la del mítico rey Midas, a quien los dioses concedieron la dichosa fortuna de convertir en oro todo lo que tocaba; el rey Midas murió de hambre, porque todo alimento se transformaba en el precioso metal, al momento mismo de llevárselo a la boca: todo a su alrededor era riqueza, pero él no podía comer. Poseemos ahora tanta información que, paradójicamente, no podemos elegir con ella. "Aun siendo rico en dinero -comenta Aristóteles- puede uno verse con frecuencia desprovisto del alimento necesario, y sin duda es una extraña riqueza ésta que no impide que el que la posee en abundancia se muera de hambre, como cuentan de aquel famoso rey Midas a quien por su codiciosa petición todo lo que tocaba se le convertía en oro" (13).

Tengo un amigo médico, miembro de la Academia de Medicina, eminencia de su especialidad, cuya madre no es una eminencia, pero tiene un gran sentido común. A ella le oí decir, reprochándole a su hijo: "ustedes los médicos, hagan favor de no inventar más enfermedades, y confórmense con curar las que ya existen".

A todo ese mundo de la publicidad y del consumo dan ganas de lanzarle un 'improperio semejante: no nos ofrezcan ya más productos y servicios; infórmennos sobre el modo de ser felices con los que tenemos. Pienso que éste es un juicio que muchos de nosotros alentamos en el fondo del alma. Lo cual nos lleva de la mano al quinto y último punto en que el público puede ser para nosotros válido y severo juez.

Conversión de la publicidad en propaganda, las aventuras del safari.
Dije antes que la publicidad se distinguía de la propaganda por los fines comerciales de la primera: si la publicidad pretende la venta de un producto o un servicio, la propaganda persigue la adhesión a una idea. Pues bien: me pregunto si la publicidad actual tiene sólo la modesta finalidad de vender un producto. ¿No estará más bien vendiéndonos, subyacentemente, una forma de vida? ¿No estaremos, con la publicidad, fomentando una idea antes que ofreciendo un producto concreto? Me parece que sí. Las ofertas de compra están generando en la cultura contemporánea una idea de consumo general. O se está vendiendo un producto; todos los publicistas concurren en la complicidad de vender una idea: la idea de consumir. Más que el algo que debe comprarse, lo que se anuncia es la idea de comprar. Esta idea es más importante ahora que aquello que se compra. El "ir de compras" es algo parecido a "salir de caza", que es disponerse a disparar sobre cualquier pieza que se ponga al alcance. Parecemos promotores de un safari comercial.

Ahora no tengo por qué objetar la proliferación de una sociedad de consumo; ni siquiera me corresponde decir si es algo bueno o malo: diré que es regular, según la actitud del hombre que consume. Pero, si eso se está propiciando, debemos ser conscientes de ello y asumir las consecuencias de convertirnos en motores, en chispa de encendido, en punto de arranque de esta ideología. El consumismo es una ideología importada sólo porque nosotros lo queremos: esto no es un problema de listas arancelarias sino de jerarquía de valores. Hemos de decidir si deseamos colaborar con el auge del consumo, sabiendo, como ya sabemos, que no produce la felicidad del que consume, sino que sólo agranda la desgracia en el que no puede consumir.

Debo ser consciente de que se encuentra en mis manos (se encuentra, en buena parte, en mis manos) el fomentar una forma de vida en que el consumo indiscriminado se convierta en una finalidad, o bien fomentar un estilo de existencia según el cual yo mismo, con mi publicidad, haga nacer lo que Fritz Scharff (14), ha llamado consumidor reflexivo. Porque tener un amplio abanico de opciones para elegir -el poder comprar muchas marcas de ropa, muchos tamaños de automóvil, muchos tipos de bebidas- no es la única manera de desarrollar la libertad. La libertad tiene su crecimiento sobre todo cuando aparece en el panorama vital del hombre una opción superior: la opción de no elegir (15): me quedo con la ropa que tengo, con el automóvil que poseo, con la bebida que acostumbro. Porque al aparecer un nuevo producto, me formulo la pregunta del consumidor reflexivo: ¿qué necesidad tengo de satisfacer esta necesidad?

De oportunista a empresario

He enumerado cinco grandes capítulos de la publicidad en donde el anunciante y el publicista pueden ser juzgados; me atrevería a afirmar que lo están siendo ya, y no siempre de manera favorable: si prevalece en nosotros la persuasión sobre la información; si en la persuasión apelamos a las tendencias animales más bajas; si suscitamos demandas innecesarias en lugar de verdaderas necesidades humanas; si agobiamos al público con un exceso de información; si convertimos la publicidad comercial en propaganda ideológica.

Es evidente que hemos de preocuparnos de que nuestra publicidad venda, que persuada para que nos compren el bien que ofrecemos; esto es, he de preocuparme de un juicio público favorable en lo que he llamado el efecto primario de mi tarea publicitaria. Pero mi preocupación ha de referirse igualmente al otro ingrediente que los medievales incluían en la publicidad: ¿esto y ofreciendo un verdadero bien? Porque seré juzgado no por mi habilidad de persuasión, sino por la bondad de lo que persuado. Y esto fundamentará el juicio verdaderamente importante: el juicio sobre el otro ingrediente medieval de la publicidad: la fiabilidad de la empresa que publicita un bien determinado.

Ya no es el juicio sobre la publicidad que hace la empresa, sino, como dijimos, sobre la empresa que hace la publicidad. Esto nos obliga a que el problema de la publicidad se trasplante a un terreno superior: al terreno de la ética. Para quien quiere obtener fiabilidad a largo plazo, lo que equivale a resultados económicos a largo plazo, es necesario que las decisiones vengan influidas por motivos extra-económicos. De esos motivos, los más importantes son los motivos éticos. La falta de motivación ética no convierte ya a un empresario en negociante, sino a un negociante en simple oportunista (16).

La ética del anunciante y del publicista (la ética, pues, de la empresa), no puede separarse de su estética (17). No se ha inventado todavía un sistema publicitario gracias al cual la empresa con un bajo grado de ética aparezca al público, de manera permanente, con una buena imagen, con un buen juicio, con una alta calificación estética.

 ISTMO N° 177

 (1) PORRAS M., Guillermo. El contra-anuncio, ISTMO No. 63, México, D.F.,Julio Agosto 1969.
(2) Código de Ética Publicitaria de la Cámara Internacional de Comercio, I introducción.
(3) LLANO, Carlos. Examen filosófico del concepto moderno de motivación. Apud. Universidad Panamericana 1984. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. I-IIae, q. 80, a 1,c.
(4) NIETO, Alfonso. Concentración informativa y publicidad. Apud., Universidad de Navarra, 1988.
(5) ALVIRA, Rafael. Estética de la Empresa, inédito, Pro manuscrito, apud Universidad de Navarra, 1988.
(6) Tomás de Aquino, S. Th. 1-llea, q.9, a.2. (7)Tomás de Aquino, S. Th. 1-lIae, q.30, a.3.
(8) Ética a Nicómaco, 111, c.2, 1118, b8.
(9) LLANO, Carlos. Tres conceptos en crisis.
USEM, México, 1987.
(10) Cfr. LLAMAS, Agustín. Empresas de servicios. Boletín UP-IPADE 37,1987.
(11) LEVITT, Theodore. La moralidad (?) de la publicidad, Harvard Business Review, 1974.
(12) WEBER, Max. El político y el científico. Alianza, Madrid, 1984.
(13) ARISTOTELES. Política, 1, c.9, 1 257 b 1 3-17.
(14) SCHARFF, Fritz. El capitalismo de ayer y de mañana. Atalaya, México, 1979.
(15) Cfr. LLANO, Carlos. Las formas actuales de la libertad. Libertad de objeto y libertad de ejercicio. Trillas, México, 1983. Pág. 79 Y ss.
(16) PEREZ LOPEZ, Juan Antonio. Seminario Permanente Humanismo y Empresa. Universidad de Navarra, 1987.
(17) Cfr. ALVIRA, Rafael. Estética de la empresa. Pro manuscrito, apud Universidad de Navarra, 1988.