Aulas escolares, centros académicos universitarios, salones de ayuntamientos, sedes parlamentarias, dependencias judiciales y públicas de todo tipo, parques y plazas, todo el espacio público, en definitiva, puede ser, y ha sido de hecho, la concreción material donde algunas manifesteaciones externas de las creencias religiosas han resultado conflictivas, hasta el punto de generar una reiterada polémica en la opinión pública y una, ya no pequeña, jurisprudencia en diversos países y en la misma Unión Europea.
La expulsión de su escuela en Francia, en 1999, de dos niñas musulmanas de 11 y 12 años que se negaban a quitarse el velo islámico para participar en la asignatura de educación física; o la prohibición en 1998 a Leyla Sahín, estudiante de Medicina en Estambul, de entrar en su facultad portando dicho velo; o la exigencia en 2005 por parte de una madre de que se retirase el crucifijo de las aulas de la escuela pública a la que acudía su hijo; o las prohibiciones de que las mujeres vistan burka, que van apareciendo en algunos lugares, son algunos ejemplos del potencial conflictivo que las expresiones exteriores de las propias creencias –individuales o socialmente compartidas– poseen.
A los ejemplos referidos a la indumentaria de creyentes musulmanas pueden añadirse otros cuyos protagonistas son cristianos o judíos. Pero, como es sabido, también son en ocasiones objeto de litigio la presencia de autoridades públicas en celebraciones religiosas, la naturaleza de los funerales de Estado, los adornos navideños en escuelas, locales públicos o en la misma calle. También se cuestiona la posibilidad de que empleados públicos –máxime si son profesores– en el ejercicio de su función puedan portar signos que expresen su adscripción religiosa. A todo ello ha de sumarse la oposición de algunos sectores sociales a la presencia de la asignatura de religión en los currículos escolares o a la colaboración estatal en la prestación de asistencia religiosa en hospitales, cuarteles y centros penitenciarios.
De esa amalgama de cuestiones se ocupa Tomás Prieto Álvarez, profesor titular de Derecho Administrativo en la Universidad de Burgos, en Libertad religiosa y espacios públicos. Y lo hace de manera convincente tanto desde el punto de vista técnico-jurídico como desde lo que el sentido común sugiere. En su argumentación cobra especial relieve la manera como resuelve la cuestión del uso de símbolos –sean fijos o portados- en aulas y lugares públicos. Centra muy ajustadamente el asunto mostrando que se trata de un conflicto entre las dos vertientes de la libertad religiosa en su legítima expresión externa: la vertiente positiva –la de expresar exteriormente las propias creencias– y la vertiente negativa –la de no ser obligado a aceptar creencias distintas a las propias–.
Entiende Prieto que, en algunas situaciones, tal conflicto es insoslayable y que la libertad de uno habrá de ir forzosamente en detrimento –aunque sea mínimo- de la libertad del otro. Por ejemplo, cuando se plantea si en una determinada aula pública ha de haber o no crucifijo en la pared, no hay más remedio que ponerlo o quitarlo. Ante esta disyuntiva lo que propone este profesor es que la solución se adopte por el criterio democrático de las mayorías, lo cual exigirá en la práctica que la minoría cuya aspiración se frustra haya de practicar la tolerancia frente a la mayoría.
Lo que no admite de ningún modo el autor es que, en esta cuestión, se confunda la neutralidad del Estado –valor esencial en la constitución del Estado- con la exclusión por principio de símbolos y elementos religiosos. En cierto sentido, éste es el meollo del trabajo del profesor Prieto: el esfuerzo por deslindar la obligada neutralidad y aconfesionalidad estatal de la exclusión generalizada de lo religioso en el ámbito público. Porque, como explica, una cosa es la neutralidad del Estado (que nunca ha de sufrir menoscabo y que siempre hay que perseguir) y otra la de la sociedad, la de los ciudadanos y la de los funcionarios públicos (ninguno de los cuales es, por sí mismo, neutral). Los empleados o cargos públicos tendrán que contener y limitar su religiosidad en el desempeño de sus tareas, pero no les puede ser arrebatada por completo. La sociedad y los ciudadanos, por su parte, ni deben ni pueden ser neutrales en sus comportamientos y expresiones.
La eliminación sistemática de los elementos religiosos en los espacios públicos no sería expresión de la neutralidad estatal, sino la imposición –nada neutral– por parte del Estado al conjunto de la sociedad de una cosmovisión en la que Dios resulta por principio irrelevante en los distintos ámbitos de la convivencia humana. El laicismo no es una exigencia de la neutralidad y aconfesionalidad del Estado, sino la colonización de los espacios públicos por una concreta parte de la sociedad: aquélla para la que Dios es o debe ser irrelevante por completo. La solución laicista, observa además el autor, resulta contraria al pluralismo, cuando propone una solución aséptica en la que la pluralidad religiosa y cultural resulta anulada. Cuando tal solución se impone en el ámbito escolar hay que añadir el agravante de que el Estado se convierte en enemigo de la pluralidad.
Civitas. Madrid (2010). 263 págs. |