“Necesito compartir mi enfado y mi indignación” escribe el autor al describir la lamentable situación actual de la enseñanza. Conoce la problemática de primera mano, como experto en su condición de profesor universitario de Ciencias de la Educación y también como sufrido profesor en un liceo de los suburbios de Lyon. Autor de diversos trabajos sobre el aprendizaje, es sobre todo un pedagogo que reflexiona sobre el proceso educativo, aunque son constantes sus referencias a la situación de los padres y sus responsabilidades: “¡Es tan hermoso tener hijos y buscar su felicidad! Y es tan fácil confundir la felicidad con su satisfacción inmediata”.
Describe la educación como el proceso de trasmisión de códigos sociales, a la par que nuestra propia historia, en un continuo proceso de interacción entre la familia y la escuela. La primera parte se centra en la transformación de la educación pública, desde la escuela tradicional, que generaliza la enseñanza obligatoria, a la aparición del “catecismo pedagógico de la antiescuela”, con pensadores como Dewey y proyectos como el de Summerhill, “que torcieron la vara en el otro sentido, (…) y frente a una maquinaria escolar reducida a un sistema de normalización por inculcación de conocimientos fragmentados, antepusieron el carácter irreductible del compromiso del alumno”.
Ante ambos extremos se intenta el equilibrio en una “pedagogía madura” que busque el interés del alumno, trabajando en proyectos, con métodos activos. Pero entre tanto llegan los años 60, y un cambio radical: el fin de la época de los grandes relatos y de las referencias comunes y la irrupción del individualismo extremado; una situación inédita en la que el tener sustituye al ser y en la que nuestros hijos están tan saturados y sobreestimulados que son ya incapaces de gestionar con un mínimo de discernimiento todo lo que les llega. “Para superar las dificultades que tenían con sus hijos, los padres de antes podían remontarse a su propia educación y tratar de emplear los métodos que sus padres habían empleado con ellos; hoy están obligados a inventar”. En el siglo XXI, cada familia debe volver a redescubrir los límites morales de la conducta humana, para poder así fundamentar mínimamente sus criterios educativos.
Nuevas tecnologías, nuevas tentaciones y también nuevas patologías, que plantean retos distintos. Antes adaptábamos a nuestros hijos al mundo, mientras que ahora debemos formar sujetos capaces de crear un futuro, resume el autor. Y para ello concluye con varias sugerencias, algunas tan atractivas como enseñar a los niños a controlar al tirano que todos llevamos dentro, o la urgencia por lograr su conexión con el mundo de la cultura, de modo que sea posible enlazar lo más íntimo de cada cual con las propuestas antropológicas universales.
Un ensayo serio, y una más que interesante aportación al debate sobre el qué y el cómo de la educación. Necesitamos un proyecto educativo y por lo tanto una visión del hombre para que la educación no sea un fracaso. “¿Qué mundo vamos a dejarles a nuestros hijos? ¿Qué hijos vamos a dejarle al mundo?”.
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