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                                Resumen: El presente trabajo realiza un análisis de la evolución que está  experimentando la legislación y la práctica de la justicia de menores actual, a  través de su parangón con algunas de las nuevas tendencias penales en España:  el derecho penal y la lógica del enemigo, la expansión del derecho penal, o la  tendencia a pensar en términos de una función simbólica del derecho penal. La autora  pretende poner de manifiesto el giro que ha llevado a la justicia de menores a  dejar de creer en las cuatro propuestas para esta jurisdicción especializada  por la Convención  de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Niños: desjudicialización, desinstitucionalización,  descriminalización y debido proceso. Se propone que la justicia de menores ha  dejado de ser un laboratorio de prácticas reinsertadoras exportables a la  jurisdicción penal ordinaria, para pasar a ser una jurisdicción que se deja  influenciar por tendencias penales que dejan de lado valores supuestamente  básicos en un estado democrático y de derecho. 
                                Palabras claves: Justicia de menores, derecho penal del enemigo, función simbólica, expansión  del derecho penal, derechos de los niños.  
                                1. Seguridad,  sociedad del riesgo y nuevas tendencias penales (2) 
                                                                  Desde que Beck,  Douglas, Luhmann o Giddens –entre otros muchos— apuntaran en la dirección de  una sociedad dominada por los riesgos, lo cierto es que ha habido muchas  miradas que se han dirigido en esa misma dirección y han volcado –total o parcialmente—  los esquemas que caracterizan a la ya denominada risk society a todos sus  ámbitos; y, entre ellos, el derecho y la justicia. Parece que el riesgo  invisible y omnipresente se proyecta sobre cualquier parcela de las relaciones  sociales. Y es constatable que, sobre todo, en sociedades en las que proliferan  terceras, cuartas o quintas generaciones de derechos, aparece como algo  consolidado la referencia a una sociedad del miedo, o lo que viene a ser lo  mismo, de la sensación de inseguridad. Como destaca Lacasta Zabalza (2005), en  este contexto general de miedo, es evidente que “el terrorismo (el de ETA y no  digamos el de la yihad del 11-M) hace que la reclamación de seguridad sea  prácticamente unánime”. 
                                                                  Es claro por tanto  que la exhaustividad de los riesgos se vincula ‘naturalmente’ con la exigencia  social de que se proteja intensa e incondicionalmente el valor de la seguridad  (3). 
                                                                  Y también resulta  unánime la respuesta fácil de su protección a través del derecho en general, y  del derecho penal en particular. En este sentido, Jakobs (1996: 47) defiende  que “la tendencia a la juridificación, con independencia de cuál sea su base, ya  no permite, al menos en un estado de prestaciones, que la seguridad se conciba como  un mero reflejo de la actividad policial, sino que se convierte en un derecho, cuyo  aseguramiento puede ser exigido al Estado. A esta elevación de rango de la seguridad  le corresponde una elevación de rango de los supuestos que la afectan negativamente”.  Quizás desconociendo que, como afirma Silva Sánchez (2001) en sentido  contrario, “el Derecho Penal, que debe cumplir el fin de reducción de la  violencia social, ha de asumir también, en su configuración moderna, el fin de  reducir la propia violencia punitiva del estado” (4). 
                                                                  Las consecuencias  de esta supravaloración de la seguridad y de su canalización a través del  derecho –o del derecho penal—, aunque nos centremos en tres de ellas, son de  muy diversa índole. Una primera, quizás más aparente, la encontramos en lo que Silva  Sánchez ha descrito como la expansión del derecho penal, que supone la  atribución a este sector del ordenamiento de las cualidades curativas que, en  principio, no deberían corresponder a una instancia de ultima ratio (5). En  segundo lugar, la forma de tratar a quien atenta contra un valor tan preciado  como la seguridad y contra el orden establecido nos coloca ante lo que Jakobs  denomina, de manera muy sugerente, el derecho penal del enemigo. Baste indicar  aquí que para Jakobs, serían enemigos aquellos individuos que por apartarse de  los dictados del derecho de forma constante y permanentemente; abandonan así su  condición de ciudadano y representan un peligro para la subsistencia de la  sociedad (6). En tanto Cancio Meliá (2002: 21; 2003: 80-81) sintetiza en tres  los rasgos que caracterizan este derecho penal del enemigo. En concreto, lo  identifica con:  
                                                                  a) la adopción de  una perspectiva prospectiva –que mira hacia el futuro— frente a una de carácter  retrospectivo –que mira hacia el pasado,  
                                  b) el incremento desproporcionadamente  alto de las penas y  
                                  c) la relajación o  supresión de algunas garantías procesales de carácter individual.  
                                  En tercer lugar, se  ha hablado de responder a esos miedos sociales y a la sensación de inseguridad  potenciando la función meramente simbólica del derecho penal –o derecho penal  simbólico (7)— que pretende dar la sensación tranquilizadora (o sedante) de que  estamos ante un legislador atento a las demandas y exigencias sociales: que  considera la criminalización de un comportamiento como una solución eficaz al  problema, o que aspira a lograr fines educativos mostrando que los valores  protegidos son importantes y necesariamente tendrán que ser tenidos en cuenta  (Silva Sánchez 1992: 305; Gracia Martín 2001: 150; Arroyo Zapatero 1985: 202).  Y como sobre fobias y miedos no hay fórmulas magistrales ni universales, parece  bastante obvio que cada estado designará a sus enemigos particulares y  fomentará la expansión del derecho penal en una u otra dirección y a una u otra  velocidad. 
                                                                  En concreto, este trabajo  pretende realizar un análisis sobre la posible ubicación de la regulación de la  justicia de menores en España –y, más precisamente, la relativa a la delincuencia  grave– en el contexto de las nuevas tendencias del derecho penal. Más precisamente,  se trata de discernir si las modificaciones introducidas por la LO 7/2000 en la LO 5/2000 –de forma muy  criticada, antes de su entrada en vigor— nos llevan a intuir en la normativa un  tratamiento de los menores reincidentes o que han cometido delitos graves o  terroristas como enemigos. Además, se trataría de ver si –en consecuencia— la  normativa de justicia de menores aspira a realizar funciones materiales o si,  por el contrario, se limita a desempeñar funciones simbólicas de pacificación  social y de educación colectiva. O si se puede barruntar una tendencia  –compartida por lo demás con otros países europeos— a realizar con la justicia  de menores funciones de prevención general positiva o negativa –según los  casos— y de gestión de los riesgos, en lugar de aspirar a realizar funciones de  prevención especial positiva que potencie la integración completa del menor en  sociedad y que, en principio, deberían ser prevalentes en la justicia de  menores (8). En realidad, la confirmación de las sospechas nos colocaría ante  un rechazo de los principios y directrices que, según la Convención de las  Naciones Unidas sobre los derechos de los Niños, deberían regir la justicia de menores  (9). 
                                2. Algunos  principios incuestionados de la justicia de menores 
                                                                  Si nos referimos a  los principios y tendencias indiscutibles de la justicia de menores, lo primero  con que nos encontramos es con un acuerdo en que los planteamientos que dominan  el derecho penal de adultos no pueden o no deben imponerse incondicionalmente en  la justicia de menores. Evidentemente, la edad de los sujetos y su condición de  niños son los que determinan la especialización de la jurisdicción de menores. 
                                                                  Si bien hay que  destacar que se han dado históricamente diferentes formas de comprender la  infancia y de atender a los condicionamientos de la edad. Así, el modelo tutelar  –que se impuso en toda Europa a principios del siglo XX— partía de que los menores  eran inimputables que, en consecuencia, debían ser tratados como objetos de protección,  trabajando sobre su peligrosidad y no sobre el delito cometido –que era una simple  señal de las carencias del menor. Las consecuencias de desprotección real de  los menores, de ausencia de garantías individuales, así como de criminalización  de la pobreza fueron tan brutales que acabaron generando una reacción en  contra.  
                                                                  Se puede decir que la LO 5/2000, reguladora de la  responsabilidad penal de los menores impone en España un modelo mixto de  justicia de menores: el modelo de responsabilización del menor recogido en la Convención de Naciones  Unidas sobre los Derechos de los Niños (10). Éste toma como punto central el  interés superior del menor (11) que exige, tanto tener en cuenta el delito  cometido –que, en ocasiones, puede suponer un límite a la medida judicial—,  como atender a una pluralidad de factores psicosociales que inciden en el  delito y que modularán la responsabilidad del menor. Detrás de esta dualidad  que exige la atención al interés superior del menor que ha cometido un delito  se encuentra, tanto la consideración de que ese menor se encuentra en un  proceso –necesariamente incompleto— de integración social, como la conciencia  de que la sociedad tiene algo que ver y que decir en ese acto de delincuencia  juvenil (12). En consecuencia, la medida judicial sigue centrándose en la figura  del menor que ha cometido el delito con la pretensión de lograr su integración  en sociedad –en concreto, realizando funciones de prevención especial positiva.  Al tiempo que, en principio, dejaría al margen otras posibles aspiraciones del  derecho y la justicia como pueden ser la de apaciguar la alarma social  producida por la comisión de un delito, la de legitimar el propio sistema  legislativo o judicial, o la de disuadir a un público potencial de cometer una  infracción. 
                                                                  Ahora bien, las  sucesivas reformas que ha experimentado la LO 5/2000 –abajo anotadas (13)– nos permiten  observar la consideración de otros intereses junto al del menor que ha cometido  un delito. Vemos cómo la referencia genérica de la Convención a que predomine  y se imponga la protección incondicional del interés superior del niño en todas  las decisiones que les afecten dependerá de la razón por la que se interviene  con la infancia. Así, es claro que el interés del niño adquiere la máxima  consideración y prevalece sobre cualquier otro en las situaciones de riesgo o  de desprotección. Al tiempo que encontrará un menor protagonismo cuando éste ha  cometido un delito. En este último supuesto, se percibe al menor que ha  cometido el delito con sus circunstancias, pero también se coloca en un primer plano  el daño cometido y la víctima del mismo (Bernuz y Fernández 2005). De manera  que el interés del menor deberá medirse con el interés de la sociedad que  reclama tanto el castigo del menor por el delito cometido, como la  justificación de una jurisdicción especializada en menores o la pacificación de  la alarma social (14). Al tiempo que tendrá que compartir protagonismo con el  interés de la víctima o perjudicado que demandará la restauración del bien dañado  por el delito o el siempre difícil restablecimiento de la situación anterior a  la comisión de la infracción (15). 
                                                                  De manera que,  cuando el menor comete un delito, éste parece terminar con la presunción de su  “inocencia”, su interés es otro más entre el conjunto de los factores a tener  en cuenta en la respuesta judicial y se manifiesta a través de la dual  exigencia de responsabilizarle por el delito cometido a través de la medida  impuesta supuestamente educativa. Es más, se podría decir que las cuatro d’s  que, según la Convención,  deberían caracterizar la justicia de menores: desjudicialización,  desinstitucionalización, descriminalización y proceso debido (due process), son  ahora cuestionadas. Al tiempo que vemos cómo las sucesivas reformas de la  justicia de menores han fomentado que ésta deje de ser un laboratorio de  prácticas reinsertadoras a implementar en la justicia de adultos, para  convertirse en un campo en el que proyectar las medidas invisibilizadoras desarrolladas  con adultos. 
                                                                  Ahora bien, aunque  la teoría parece más o menos clara ante la delincuencia común, lo cierto es que  cuando estamos ante los comportamientos destacados por la LO 7/2000, como son los  especialmente peligrosos (cometidos con violencia o intimidación) o  reincidentes (artículo 9.5) o ante los delitos señalados (Disposición Adicional  4ª) como graves: esto es, los delitos de homicidio (doloso), asesinato,  agresión sexual cualificada, violación, delitos de terrorismo (16), todas las  buenas intenciones se vienen abajo. Ante esta delincuencia gravísima, aunque  ‘excepcional’, las funciones a cumplir por la justicia de menores se confunden  e identifican con las propias del derecho penal de adultos. Quizás porque, como  indica Ferrajoli (1995: 264), en el ‘proyecto disciplinar’ es posible apreciar  una articulación de las dos pretensiones: la prevención especial positiva y la  negativa, la de integración y reeducación del delincuente y la de su eliminación  o neutralización atendiendo a la concepción del delincuente como corregible o  incorregible, como enfermo o como peligroso. O porque, como también él mismo indica  (Ferrajoli 1995: 807, 815), la excepcionalidad y la emergencia son las razones que  han permitido cambiar las reglas del juego, hacer que prevalezca la razón de  estado sobre la razón jurídica y apoyarse en un principio amigo/enemigo que no  toma como base tanto la legalidad como “el consenso mayoritario de los partidos  y de la opinión pública”. 
                                                                  Esto es, el ya  difícil equilibrio de intereses a mantener en el ámbito de la justicia de menores,  se rompe sin ambivalencias ante la comisión de los delitos considerados como  graves por la LO  7/200017. En todo caso, la   Exposición de Motivos de la LO 7/2000 parece negarlo cuando defiende que “no  se trata de excepcionar de la aplicación de la LO 5/2000 a estos menores, sino de establecer las  mínimas especialidades necesarias para que el enjuiciamiento de las conductas  de los menores responsables de delitos terroristas se realice en las  condiciones más adecuadas a la naturaleza de los supuestos que se enjuician y a  la trascendencia de los mismos para el conjunto de la sociedad”. Al tiempo que  justifica el “alejamiento” de la normativa de justicia de menores en la necesaria  atención a otros bienes constitucionalmente protegidos que se ven afectados por  la creciente participación de menores en las acciones de violencia callejera y  en el hecho de que estos jóvenes podrían ser arrastrados hacia el activismo  terrorista en un segundo momento (18). Pese a estas consideraciones, lo cierto  es que el articulado muestra cómo la gravedad del delito fomenta, en realidad,  una excepción al régimen propuesto por la   LO 5/2000 para la delincuencia ‘común’ de menores, así como a  los principios que según la   Convención de los Derechos de los Niños deben inspirar el funcionamiento  de la justicia de menores (19). 
                                                                  Se puede afirmar  que la LO 7/2000  plantea una ruptura con algunos principios cosustanciales a la justicia de  menores que hace que, en la práctica, nos encontremos con ‘no principios’  (Ferrajoli 1995: 831). Sin tener en cuenta que, como asegura Mir Puig (1981:  84-85), “la pena es un instrumento hoy por hoy fundamental en la lucha contra el  delito y en pro de la seguridad ciudadana, pero lo es no tanto porque sea el  medio más eficaz de control social imaginable, sino, en cierto modo al revés,  porque constituye una forma limitada de prevención sometida a garantías ya  irrenunciables en un Estado social y democrático de derecho”. 
                                3. El contexto del  cambio de actitud hacia la tarea a cumplir por la justicia de menores 
                                                                  De entrada,  destacábamos que nos encontramos con una vivencia más intensa de la inseguridad  cuya protección –la de la seguridad— es exigida como una necesidad básica en  las sociedades desarrolladas. Incluso Albrecht (1999: 472) llega a destacar que  “la seguridad se convierte en un concepto simbólico”. Este contexto de  sensibilización máxima hacia la inseguridad, deriva de una mayor sensibilidad y  conciencia hacia los riesgos de todo tipo (ecológicos, sanitarios, sociales,  etc.) que se propagan en la sociedad, que son inaprensibles y que pueden  afectar potencialmente a toda la población. 
                                                                  En esta tarea de  comprensión o sensibilidad hacia los riesgos y de simultánea generación de  alarma social, parece claro que los medios de comunicación juegan un papel  importante. Como evidencian McRobbie y Thornton (2003: 76), la realidad social  es experimentada en todo caso a través del lenguaje, la comunicación y las imágenes.  Hasta el punto de que “se comercia con la criminalidad” y de que “la imagen pública  de esa mercancía es trazada de forma espectacular y omnipresente, superando incluso  la frontera de lo empíricamente contrastable” (Albrecht 1999: 480) (20). 
                                                                  En este entorno,  habría que preguntarse por la percepción que se tiene de la delincuencia juvenil  más que por su realidad. En este sentido, la Recomendación del  Consejo de Europa (2003) 20, sobre las nuevas formas de tratamiento de la  delincuencia juvenil y el papel de la justicia de menores evidencia un estado  de opinión generalizado en todos los países integrantes del Consejo, que  considera el internamiento y las medidas más duras como las únicas que pueden  impedir la reincidencia en la delincuencia, que destaca que la duración de la  medida de internamiento siempre es insuficiente, o que cree que la delincuencia  juvenil muestra una tendencia constante al alza.  
                                                                  A la vista de esta  realidad, la propia Recomendación (2003) 20, reclama una información global,  completa e integral sobre la delincuencia juvenil y la justicia de menores que  no se centre únicamente en sus datos más espectaculares y alarmantes (21). En  sentido contrario, demanda que se pongan en evidencia otros aspectos igualmente  concernientes a la misma e igual o mayormente importantes. Entre otros, que se  trata –por lo general– de una delincuencia poco grave, que la mayoría de los  menores abandona la delincuencia y el comportamiento antisocial con la mayoría  de edad, o que existen soluciones extrajudiciales para solventar los conflictos  que resultan más eficaces y menos costosas (22). 
                                                                  Y es en este  entorno de miedo, alarma social y de demanda creciente de seguridad, donde  parece que todos los medios para evitar la perpetración de nuevos delitos  –sobre todo si son graves— están justificados. Y en este contexto es en el que  enmarca Silva Sánchez (2001: 41) la expansión del derecho penal, que aparece  como la solución fácil a todos los problemas y que hace que lo que debería ser  considerado como el recurso residual y último, se convierta en la primera y en  la opción más fácil. Destaca Albrecht (1999: 471) que parece generalizada la  tendencia a llevar la discusión de los problemas sociales al ámbito penal dado  que la reacción es ‘permanente e inmediata’, hasta el punto de calificar al  derecho penal de arma política. En el mismo sentido, también apunta Cancio  Meliá (2002: 20; Jakobs y Cancio 2003: 70) que, en este panorama de sensibilidad  extrema hacia las situaciones de inseguridad, tanto la izquierda como la derecha  política han ampliado sus pretensiones. De manera que, los primeros han descubierto  nuevos ámbitos de criminalización propiamente de izquierdas, en tanto que los  segundos han descubierto la forma de ser ‘progresistas’ mediante la  promulgación de nuevas leyes penales (23). La tendencia a considerar al derecho  penal como una panacea que resuelve eficazmente el problema, nos coloca ante  “una situación que genera una escalada en la que ya nadie está en disposición  de discutir de verdad cuestiones de política criminal en el ámbito  parlamentario y en la que la demanda indiscriminada de mayores y ‘más  efectivas’ penas ya no es un tabú político para nadie”.  
                                                                  Y es precisamente  en este panorama securitario y penalizador en el que hay que ubicar la difícil  exigencia de la Convención  de los Derechos de los Niños de introducir la perspectiva del interés superior  del menor como aquélla desde la que analizar los derechos de la infancia y como  criterio a considerar a la hora de tomar cualquier decisión que pueda  afectarle. En el ámbito de la jurisdicción de menores, habíamos destacado cómo  la respuesta al interés superior del niño se realiza con su responsabilización,  a través del castigo por el delito cometido (de hecho la proporcionalidad puede  ser un límite por arriba a la duración del castigo) y mediante una medida que  tenga en cuenta la situación psicosocial del menor. Sin embargo, la alarma  social (Lagrange 1995: 135-169, 259-310) y la presión de la opinión pública  pueden llevar a adoptar una decisión legislativa e imponer una medida judicial  más dura para castigar determinados comportamientos (24). 
                                                                  Parece que un  ejemplo bastante claro de sensibilidad y respuesta a las demandas sociales lo  encontramos en la LO  7/2000. Más precisamente, su propuesta –tan precipitada— y su entrada en vigor  –junto con la LO  5/2000– evidenciaron una urgencia que habría que haber evitado en el contexto  de una legislación integral sobre la responsabilidad penal de los menores. De  hecho, parece surgir como consecuencia de una preocupación creciente hacia la  reincidencia y la delincuencia grave, de una opinión pública que califica la  justicia de menores de insuficiente e ineficaz para tratar esos supuestos de  delincuencia juvenil y, por tanto, que presiona hacia su reforma y hacia el  endurecimiento de las medidas que se impongan para castigar los ya citados  delitos de terrorismo –que se traduce fundamentalmente en la kale borroka o  violencia urbana (25)-, los delitos más graves y los supuestos de reincidencia.  Apoyando esta tendencia, Marcus y Vourc’h (1998: 85) han señalado cómo la  policía española ha insistido –en el entorno de algunas reuniones  internacionales sobre seguridad— sobre la importancia de ajustar la ley y las  penas a la sensibilidad social. En tanto que parece más bien imprescindible  defender la postura contraria. Esto es, que la legislación y la imposición de  justicia se realice con calma y con la vista puesta en las consecuencias que se  producirán en el largo plazo (26). 
                                                                  De nuevo es la Exposición de Motivos  de la LO 7/2000 la  que justifica la adopción de medidas excepcionales en la pretensión de parar la  tendencia de los grupos terroristas a asimilar a los jóvenes procedentes de la  kale borroka (27), así como en la exigencia de dar una respuesta a una demanda  social que exige endurecer la respuesta a los delitos graves. En definitiva,  parece claro que la reforma no aspira a realizar funciones de prevención  especial positiva y de integración social, sino más bien de prevención especial  negativa y de inocuización y apartamiento del menor.  
                                                                  Al tiempo que  pretende lograr funciones de prevención general positiva y negativa más propias  del derecho penal de adultos que de una jurisdicción de menores (28). Y, desde  esta perspectiva, consigue –como veremos– aislarlos e inocuizarlos por el mayor  tiempo posible mediante el incremento de la duración de la medida de internamiento  en centro cerrado (29), mediante la derivación de los delitos de terrorismo hacia  el Juez Central de Menores de la Audiencia Nacional, o el cumplimiento de las  medidas en centros especiales. Con ello se aspira, en el caso de los delitos de  terrorismo, a permitir su desvinculación de las organizaciones armadas para evitar  que se reincorpore al activismo terrorista, o a promover el olvido del caso por  la opinión pública en el caso de los delitos muy graves. 
                                                                  Como contrapunto,  resulta interesante apuntar que el equipo de investigación encabezado por Silva  Sánchez (2003: 121-ss) ha avanzado varias razones que disuaden de la pretensión  de trasladar los principios y las funciones propias del derecho y la justicia  penal común al ámbito de la delincuencia juvenil. En primer lugar, porque en el  supuesto de los delitos graves (como también es el caso de los delitos de  terrorismo) la norma fracasa en la realización de funciones de prevención general  positiva y de intimidación de potenciales delincuentes, dado que no existe un  diálogo entre la norma y el potencial delincuente, y atendiendo a que estamos ante  ‘delincuentes por convicción’ (30). Además, porque la propia ‘convicción’ que existe  en la comisión del delito, hace que el castigo efectivo tampoco consiga incidir  verdaderamente en la conducta de quienes lo cometieron (31); haciendo ineficaz el  derecho penal en la tarea de resocialización de este tipo de delincuentes. Pese  a ello y –quizás— por estas razones, hay que añadir que “la sociedad no está dispuesta  a aceptar riesgos de reincidencia cuando se trata de esta clase de  delincuencia”. 
                                                                  Por su parte, ponen  de relieve que la opción de pretender inocuizar a quien ha delinquido no está  libre de consecuencias (Silva Sánchez y otros 2003: 123-124).  
                                                                  En concreto, hacen  alusión a que:  
                                  a) si decae la idea  de que es posible un diálogo entre la norma y el ciudadano, “se pierde  confianza en la función intimidatoria del derecho penal”;  
                                  b) “se considera  que el derecho penal ha fracasado en su objetivo de resocializar al  delincuente”;  
                                  c) la atención  preferente a la peligrosidad del sujeto hace que las penas asuman el papel de  las medidas de seguridad no terapéuticas sino inocuizadoras, que se deje de  lado la garantía de la proporcionalidad de las penas, o que la culpabilidad sea  un presupuesto ineludible en la intervención penal; finalmente,  
                                  d) parece que, en  esa tendencia inocuizadora, el internamiento en centro cerrado (o la pena  privativa de libertad en general) aparece como el mecanismo más apropiado. 
                                4. ¿Cuáles son las  propuestas de la LO  7/2000 que resultan contrarias a los principios y líneas que definen la  justicia de menores? 
                                                                  De entrada, parece  claro que las pretensiones de la   Convención de los Derechos de los Niños recogidas por la LO 5/2000 son tres  principalmente:  
                                                                  1) que los menores obtengan  una respuesta a los delitos cometidos diferente de la que correspondería a los adultos  y que sea acorde, tanto con la gravedad del delito, como con sus  circunstancias; 
                                  2) que se conceda  prioridad al bienestar del menor: primando el apoyo y el tratamiento sobre el  castigo, la retribución o la amenaza;  
                                  3) que los niños  participen totalmente en las decisiones que les afecten. 
                                                                  Desde este punto de  partida general, la   Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los  Niños en su artículo 40, demanda una jurisdicción especializada, diferente de  la ordinaria, que enjuicie los hechos e intervenga atendiendo, aparte del delito  y su gravedad, a la edad y circunstancias del menor. En realidad, la creación y  regulación de una jurisdicción especializada de menores responde –en teoría– a  la idea generalizada de que es preciso discriminar positivamente e intervenir  de manera diferente con los menores –entre catorce y dieciocho años– que con  los adultos. Y por ello, la   Convención no hace referencia en todo el articulado a  discriminaciones desfavorables al menor –dentro de la propia jurisdicción  especializada— en función del tipo de delito cometido. En ese sentido, se puede  recordar que la sentencia más importante del TC sobre la jurisdicción de  menores, la sTC 36/1991, de 14 de febrero, en su Fundamento Jurídico 5º, estableció  que, si la diferencia entre la jurisdicción ordinaria y otra especializada  –como es la justicia de menores— tiene una justificación muy plausible en la  edad y por razones de madurez, no cabe tal argumento para “la sustracción de un  determinado tipo de infracciones de los menores al régimen general de responsabilidad”.  Caso de actuar en este sentido se atentaría contra el principio de igualdad. De  manera que una vez asentado el criterio de la edad para la creación de una jurisdicción  especializada, no habría, en principio, justificación ni legítima, ni  suficiente para no seguir el procedimiento ordinario ante los juzgados de  menores (32). 
                                                                  En relación con la  especialización de la justicia de menores, se puede destacar que otro de los  principios inspiradores de esta jurisdicción es el de proximidad y la  consiguiente atribución de competencia para conocer el caso al juez de menores  del domicilio del menor. En concreto, la   LO 5/2000 realiza esta atribución en el artículo 20.3 (33). 
                                                                  En sentido  contrario, y pese a la claridad del enunciado, la LO 7/2000 (en la Disposición Adicional  Cuarta que se añade a la LO  5/2000) decreta que los delitos de terrorismo cometidos por menores entre  catorce y dieciocho años –excluyendo a los menores entre dieciocho y veintiuno—  serán enjuiciados por un Juez Central de Menores situado en la Audiencia Nacional  en Madrid. Y ello, sin haber previsto nada de cara a mejorar los  desplazamientos que los menores y sus familias deberán realizar ante su nueva  sede y sin tener en cuenta la oposición del Consejo General del Poder Judicial  a que se lleven los delitos de los menores entre catorce y quince años ante el  Juzgado Central de Menores (34). 
                                                                  Igualmente alega la Convención de los  Derechos de los Niños que la causa será dirimida por una autoridad competente,  independiente, imparcial y en audiencia equitativa conforme a la ley. Es cierto  que el Juez Central de Menores de la Audiencia Nacional  de Madrid cumple con todos esos requisitos en cuanto está integrado en el Poder  Judicial, pero es preciso insistir en la necesidad de preguntarse por las  razones de oportunidad jurídica o política que exigen llevar los delitos de  terrorismo hacia una sede distinta de la que se encuentra en el domicilio del  menor. Para justificar el alejamiento, se defiende que nos hallamos ante  delitos que, por su incremento cuantitativo (35) y su alteración cualitativa  –se recurre a métodos cada vez más crueles, sofisticados y que obtienen una  mayor resonancia social (36)— generan una gran alarma social, a la que se considera  necesario responder de manera rotunda desde el ámbito legislativo y el judicial.  Por su parte, la   Fiscalía General del Estado exige atender a la necesidad de centralizar  “las investigaciones de hechos terroristas que, en tanto fenómeno unitario, se  mantenga en el conocimiento integral y completo de un órgano –la Audiencia Nacional”  (37). En todo caso, se podría decir que la creación de los Juzgados Centrales  de Menores en la   Audiencia Nacional respondería a lo que Gómez Benítez (1982:  55) consideraba en la década de los ochenta como la atribución de “una  significativa competencia sobre delincuencia política a la simultáneamente  creada jurisdicción ordinaria-especial (Audiencia Nacional)”. 
                                                                  Desde otra  perspectiva, también la   Convención sobre los Derechos de los Niños destaca la  desinstitucionalización como principio que dominará la toma de decisiones judicial  y como mecanismo para fomentar la integración del menor en sociedad (38). Principio  que se materializará, tanto a través de la previsión y recurso a un amplio abanico  de medidas que ofrezcan alternativas al internamiento, como también mediante la  limitación o revisión constante de su duración. En contraposición a las  demandas de la Convención,  vemos cómo la LO  7/2000 no hace gala de imaginación a la hora de ampliar el abanico de medidas a  disposición del juez y contempla el internamiento en régimen cerrado –junto con  una posterior medida de libertad vigilada— y la inhabilitación absoluta –como  medida complementaria en los delitos de terrorismo– como las únicas medidas a  aplicar al núcleo duro de la delincuencia juvenil. Al tiempo que, en comparación  con la delincuencia ‘común’, prolonga desproporcionadamente su duración y puede  fomentar efectos ‘desocializadores’ irreparables. 
                                                                  En concreto, se  puede destacar que la LO  7/2000 respetó finalmente las consignas del Consejo General del Poder Judicial  relativas a la necesidad de mantener la distinción de dos tramos de edad: el  primero entre los catorce y los dieciséis años y el segundo entre los dieciséis  y los dieciocho (39). Al tiempo que prevé una elevación general de la duración  de la medida de internamiento para los menores entre dieciséis y dieciocho que  han cometido actos de “extrema gravedad”, o entre catorce y dieciocho años que  hayan cometido delitos graves, así como una elevación específica –que se superpone  a la anterior– para aquellos menores que hayan cometido delitos de terrorismo. 
                                                                  Más precisamente, la LO 7/2000 modifica el artículo  9.5 de la LO  5/2000 estableciendo que para los menores entre dieciséis y dieciocho años, que  hayan cometido delitos con violencia o intimidación en las personas o con grave  peligro para la vida y la integridad física de las mismas, en supuestos de  extrema gravedad –entre los que se contempla expresamente la reincidencia–, el  juez podrá imponer hasta cinco años de internamiento en centro cerrado,  seguidos de hasta otros cinco de libertad vigilada (40). Teniendo en cuenta  que, en estos supuestos, sólo se podrán ejercitar las facultades de  modificación, suspensión o sustitución de las medidas impuestas una vez transcurrido  un año de cumplimiento efectivo de la medida de internamiento. 
                                                                  Además, la misma LO  7/2000 ha añadido una Disposición Adicional Cuarta a la LO 5/2000 en la que establece  que a los menores cuyas edades estén comprendidas entre catorce y dieciséis  años que hayan cometido delitos graves (138, 139, 179, 180 del Código Penal) o  de terrorismo (571-580 Código Penal) se les podrá imponer medidas de  internamiento en régimen cerrado de uno a cuatro años, que serán seguidas –en  su caso— por medidas de libertad vigilada de hasta tres años (41). En tanto que  a los menores entre dieciséis y hasta los dieciocho años –en los mismos  supuestos— se les podrá imponer un internamiento en régimen cerrado de entre  uno y ocho años, seguido –en su caso— de hasta cinco años de libertad vigilada.  Al tiempo que se decreta que sólo cabrá ejercitar las facultades de  modificación, suspensión o sustitución de las medidas impuestas cuando haya  transcurrido al menos la mitad de la duración de la medida de internamiento. 
                                                                  Por su parte, la  misma Disposición Adicional regula un tratamiento excepcional para los delitos  de terrorismo (arts. 571-580 Código Penal). En concreto, determina que cuando  se enjuicie más de un delito y alguno de ellos sea grave y sancionado con prisión  igual o superior a quince años de los delitos de terrorismo, se podrá imponer a  los menores entre catorce y dieciséis años una medida de hasta ocho años; esto  es, hasta cinco de internamiento y –en su caso– tres de libertad vigilada. En  tanto que para los mayores entre dieciséis y dieciocho cabrá una medida de  hasta quince años: es decir, hasta diez de internamiento, seguidos –en su caso–  por cinco de libertad vigilada.  
                                                                  También hay que  apuntar que, en el caso de los delitos de terrorismo, se establece como medida  complementaria –y en absoluto educativa— la de inhabilitación absoluta que  durará entre cuatro y quince años a contar a partir de la duración de la medida  de internamiento en función de la gravedad, el número de delitos y las  circunstancias del menor. 
                                                                  También se puede  defender que la perpetuación del principio de alejamiento que se produce a  través de la LO  7/2000 iría, en cierto modo, contra la apuesta que hace la LO 5/2000 por el entorno  familiar como el más apropiado para educar y responsabilizar a los menores. Una  manifestación de esta apuesta –aparte de la preferencia por el juez del  domicilio— la encontramos, por ejemplo, en la alusión a la corrección familiar  como mecanismo desjudicializador que evita el procedimiento judicial (42).  Ahora bien, no obstante esta declaración de principios, hay que resaltar que la  normativa de justicia de menores general también es consciente de que la  familia puede estar induciendo o alentando al menor al delito, transmitiendo una  idea equivocada sobre los contenidos del derecho penal y los valores sociales, o  manifestarse incapaz de ofrecer al menor un entorno de socialización adecuado. 
                                                                  En estos casos, se  tenderá a solicitar una medida que sustituya el control paternal inexistente o  que le separe temporalmente de su familia (43). Evidenciando que si bien uno de  los principios que rige las políticas de infancia es el mantenimiento del menor  en su familia, éste no resulta aplicable de manera incondicional. En este sentido,  ya hemos visto cómo la LO  7/2000 únicamente hace referencia al internamiento en centros cerrados  especiales y alejados de sus familias para los menores que han cometido delitos  de terrorismo. Sin tener en cuenta que, como asegura Gómez Benitez (1982: 62),  “las ‘cárceles especiales’ son, precisamente, el paradigma del poder:  disciplinar, aquí, es incomunicar, e incomunicar es, ante todo, destruir”. Y,  sobre todo, evidenciando su desconfianza radical hacia el contexto familiar y  social de estos menores que es considerado como poco o nada oportuno en el  fomento de la reinserción social de sus hijos  (44). 
                                                                  De manera que, de  un lado, la limitación rotunda de las medidas a disposición del juez de menores  supone, tanto una restricción importante de la discrecionalidad de que debe  disponer para aplicar la medida que crea más oportuna a la vista de las  circunstancias, la gravedad del hecho y de la situación psicosocial del menor,  como una apuesta por la institucionalización como única solución posible ante  los delitos terroristas o graves. Al tiempo que, de otro lado, la prolongación  de la duración de la medida de internamiento nos coloca ante una expansión del  derecho penal, cuyo núcleo – asegura Silva Sánchez (2001: 152, 159)—, está “en  la expansión del Derecho penal de la pena privativa de libertad”. Vemos, por  tanto, cómo la LO  7/2000 y las reformas que se adelantan se desvincula, ante los delitos graves y  de terrorismo, de la tendencia que impone la Convención de minimizar  el internamiento y la duración de las medidas para permitir una socialización  de los menores en el ámbito familiar y en su contexto social (45). Al tiempo  que, en sentido contrario, parece aproximarse a algunas normativas europeas de  justicia de menores que, respondiendo a una alarma social generalizada, endurecen  las medidas para los delitos graves (Bailleau y Cartuyvels 2003). Es evidente que  la orientación educativa que debería estar presente en toda respuesta a la  delincuencia juvenil, se obvia cuando los actos cometidos son calificados de  graves o de terroristas (46). 
                                                                  A la vista de todo  ello, es apreciable que el interés superior del menor que ha cometido delitos  graves o terroristas, en una necesaria fricción con otros intereses, queda bastante  mal parado. Contra las pretensiones de este principio, la LO 7/2000 perpetúa una política  legislativa de invisibilización e inocuización del peligroso y del que considera  incorregible, por encima de otra preventiva de la reincidencia o  intervencionista en las causas del delito. Y, lo que es peor, sin cuestionarse  sobre “si esa función intimidatoria individual, o asegurativa/inocuizadora,  cumplida por el Derecho Penal puede formar parte del complejo de fines  legitimadores de la intervención del Derecho Penal” (Silva Sánchez 1992:  309)47. En los delitos graves y los de terrorismo, la tensión entre responder a  la infracción desde la perspectiva del interés superior del menor que ha  delinquido, o acallar la alarma social producida por esos actos para legitimar  el sistema es máxima. Optando finalmente la LO 7/2000 por obviar el interés del menor y por  responder al clamor social que exige tanto el alejamiento del menor durante el  máximo tiempo posible, como la consideración del mismo como enemigo y no como  ciudadano tratado desde parámetros de normalidad. En esta situación, cuando el  orden público se encuentra perturbado por el comportamiento de algunos menores,  el juez de menores interviene como representante del estado que pretende  intervenir aislando al menor de su entorno y definiéndolo como un problema  individual a resolver (Bailleau 1997: 79). 
                                5. Algunas  conclusiones sobre las que discutir 
                                                                  Parece que algunas  de las modificaciones introducidas por la   LO 7/2000 en la   LO 5/2000 crean lo que Izaguirre (2001: 1809) ha calificado  de “jurisdicción antiterrorista de menores” y representan un desconocimiento  abierto de algunos principios que necesariamente deberían regir el derecho  penal de menores. Ahora bien ¿se podría decir que esa regulación forma parte  del derecho penal del enemigo? A la vista de esta caracterización del derecho  penal del enemigo como prospectivo, que incrementa desproporcionadamente las  penas y suprime algunas garantías procesales de carácter individual y si  consideramos las modificaciones de la   LO 7/2000 es preciso hacer algunas precisiones antes de  decantarse. 
                                                                  Así, es evidente  que la LO 7/2000  adopta una perspectiva prospectiva cuando sólo permite revisar las medidas una  vez transcurrido un año o la mitad de la duración de la medida, cuando prolonga  su duración o decreta el internamiento en centros especiales.  
                                                                  Por su parte, la  doctrina y los operadores jurídicos y sociales han criticado de forma unánime  un incremento de la duración de la medida de internamiento que resulta desproporcionado  y en absoluto educativo y resocializador. Al tiempo que hemos visto cómo se  relajan efectivamente algunos principios –que no garantías– que deberían regir la  justicia de menores. De manera que, los menores entre catorce y dieciocho años  que han cometido delitos graves y terroristas son tratados como reales o  potenciales enemigos del sistema, cuando aún no son considerados como  ciudadanos en sentido pleno (Bernuz 2003), y aunque se respeten sus garantías  procesales. Ahora bien, ¿cuáles son las razones para tratar como enemigos a los  menores que han cometido delitos terroristas? ¿por qué –como asegura Landrove  (2002: 1585) tratarlos como terroristas menores y no como menores que cometen  actos terroristas? Podemos avanzar junto con Cancio Meliá (2002: 24) que las  razones se encuentran en el significado principalmente político de los actos  delictivos y en la existencia de una organización que le confiere especial  peligrosidad. 
                                                                  No obstante, el  mismo autor (Cancio Meliá 2002: 22), asegura que la reforma legislativa no ha  tenido en cuenta ni que la percepción de los riesgos es subjetiva, ni que “los  fenómenos a los que reacciona el derecho penal del enemigo no tienen esa  especial peligrosidad terminal (para la sociedad) que se predica de ellos”.  Destaca que la respuesta ‘idónea’ a estos delitos de terrorismo “debe estar en  la manifestación de normalidad, en la negación de la excepcionalidad, de la  capacidad de cuestionar, precisamente, esos elementos esenciales amenazados”.  Es más, asegura que “la mayor desautorización que puede corresponder a esa  defección intentada por el ‘enemigo’ es la reafirmación de la pertenencia del  sujeto en cuestión a la ciudadanía general, es decir, la afirmación de que su  infracción es un delito común” (48). Otro modo de actuar supondría dar pábulo a  lo que –paradójicamente— se ha conocido como “guerra al terrorismo” (49). Y, no  tendría en cuenta que, como asegura Arroyo (1985: 200), la excepcionalidad  “tiende a proyectarse sobre todos y cada uno de los elementos del sistema  penal, transformándolos, corriéndose el riesgo de aparecer todos ellos, y sus principios  y valores, desnaturalizados”. 
                                                                  Desde la  perspectiva del derecho penal del enemigo, Silva Sánchez reflexiona sobre una  posible dinámica de tres velocidades. Una primera estaría “representada por el derecho  penal de la cárcel en el que habrían de mantenerse rígidamente los principios político-criminales  clásicos, las reglas de imputación y los principios procesales”. La segunda  velocidad está “para los casos en los que, por no tratarse ya de la cárcel,  sino de penas de privación de derechos o pecuniarias, aquellos principios y  reglas podrían experimentar una flexibilización proporcionada a la menor  intensidad de la sanción”.  
                                                                  Su pregunta gira en  torno a si puede admitirse una ‘tercera velocidad’ en el derecho penal, “en la  que el derecho penal de la cárcel concurra con una amplia relativización de  garantías político-criminales, reglas de imputación y criterios procesales”  (Silva Sánchez 2001: 163). Lo cierto es que podría hablarse –también muy  matizadamente— de tres velocidades en la justicia de menores española.  
                                                                  La primera  velocidad correspondería a una justicia light-desjudicializadora para los  delitos menos graves –que se está encargando de un tercio de los casos que  llegan ante el fiscal de menores— y para menores integrados social y  familiarmente.  
                                                                  La segunda  velocidad viene con la justicia tradicional ante el juez de menores para la  delincuencia común.  
                                  Y se puede hablar  de una tercera velocidad, para el núcleo duro de la delincuencia juvenil:  reincidencia y delincuencia de extrema gravedad, desde el momento en que se  aumenta, por diversas razones, la duración de la medida de internamiento en  centro cerrado, al tiempo que – como hemos visto— se pasa por encima de algunos  principios considerados como esenciales en la jurisdicción de menores. Aunque,  eso sí, siempre contando con el respeto de las garantías individuales. 
                                  En todo caso, hay  que recordar que las exigencias de la sociedad a la Justicia de Menores están  vinculadas con la concepción que aquélla tiene de la infancia, de la naturaleza  de sus comportamientos delictivos y del contenido que debe tener la respuesta a  los mismos. En concreto, la LO  7/2000 surge en una coyuntura social de alarma en el estado español que exige  el refuerzo de la protección de los bienes y personas contra los que atentan  los actos terroristas y los delitos graves. De un lado, el Consejo General del  Poder Judicial recomienda actuar desde la serenidad y desde el respeto absoluto  de los derechos fundamentales y las libertades públicas (50). Caso contrario,  llegaríamos al recurso masivo al derecho penal excepcional y al principio de represión  a toda costa como mecanismos óptimos para remediar un malestar social que quizás  requeriría otras soluciones (Sainati 1999: 64) (51). De otro lado, vemos cómo,  en sentido contrario, la normativa defiende el alejamiento –llevado a cabo  mediante el internamiento— como la única medida posible preventiva de la  reincidencia. En todo caso, es preciso tener presente que si la normativa  defiende que el internamiento puede acabar con la utilización de los jóvenes  por las élites de ETA, o con la evolución hacia comportamientos terroristas  propiamente dichos (52), también es cierto que la normativa puede estar  utilizándolos como mecanismo de justificación y legitimación social y política  en una coyuntura como la actual. 
                                                                  En concreto, con  las modificaciones y excepciones a la normativa reguladora de la responsabilidad  penal de los menores se está asentando una tendencia a tratar al menor, autor  de delitos graves, como enemigo al que es preciso eliminar o, al menos, invisibilizar. 
                                                                  En realidad, se  deja translucir la idea de que la actitud de la sociedad hacia estos menores  infractores, no difiere un ápice de la que se mantiene hacia los adultos que  han incurrido en estos mismos delitos. En este sentido Freeman (1983) asegura  que: “la actitud de la sociedad hacia los niños que delinquen no puede ser  aislada de la actitud de la sociedad hacia los delincuentes en general; esperan  que se haga algo en relación al comportamiento delincuente”. 
                                                                  Hay que ser  consciente de que buscar el equilibrio no resulta tarea fácil. De hecho, si  todos estamos de acuerdo en que la política y la justicia deben actuar según  principios y motivaciones diferentes, la interrelación resulta inevitable y es,  de hecho, palpable. En este sentido, hay que dejar planteada la dificultad que  supondría legitimar la intervención de una justicia “ordinaria” de menores en  relación a delitos que, aparte de la realidad que representan, están siendo  magnificados cada día por los medios de comunicación (Cairns 1997: 256). En  este caso, las instituciones judiciales de menores serían puestas en cuestión  tanto por los expertos, como por la opinión pública (Bailleau 1997: 77, 85).  Por un lado, los expertos podrían reprochar la inadecuación de las respuestas  tradicionales que ofrece la justicia de menores –o su inexistencia— a esta delincuencia  que se pretende “excepcional” desde un punto de vista fundamentalmente cualitativo.  Por otro lado, la opinión pública, alentada en parte por la alarma social que genera  la perpetración de actos de esta índole le acusaría de no reprimir nunca  suficientemente a los menores que han incurrido en delitos graves o  terroristas. 
                                                                  A la postre, lo que  parece claro es que, tanto la reforma que alentó la LO 7/2000, como las nuevas  reformas de la Ley   Orgánica reguladora de la responsabilidad penal de los  menores que se avecinan no esconden ya sus verdaderas intenciones. El  legislador, que en esta ocasión habla a través del Ministro de Justicia,  asegura que “las medidas deben ofrecer un mensaje de prevención general y de  seguridad al conjunto de la sociedad”. En tanto que Silva asegura que las  nuevas medidas “satisfacen necesidades psicosociales de pena, esto es,  apaciguan la sensación de inseguridad y desazón social ante la aparente  imposibilidad de erradicar definitivamente el fenómeno terrorista”. 
                                                                  Lo mismo podría  decirse de las medidas más duras previstas para ese núcleo duro de la  delincuencia juvenil que parece no dejarse gestionar a través de una  intervención preventiva, ni legitimar mediante una reacción educativa. En todo  caso, el tiempo nos dará –o no– la razón. 
                                Bibliografía citada 
                                                                  -Albrecht,  Peter-Alexis (1999): “El derecho penal en la intervención de la política  populista”, en Carlos María Romeo Casabona (ed.), La insostenible situación del  derecho penal, Granada: Comares: 471-487. 
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                                  -Informe del  Consejo General del Poder Judicial “al Anteproyecto de Ley Orgánica reguladora de  la responsabilidad penal de los menores”. 
                                  -Informe del  Consejo General del Poder Judicial “al Anteproyecto de Ley Org ánica de modificación  del Código Penal y de la   Ley Orgánica reguladora de la responsabilidad penal de los  menores en materia de terrorismo y conexos”. 
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                                1. Este trabajo se  ha realizado en el marco del proyecto I+D (BJU2003-07869-C02-02): “La tensión  entre libertad y seguridad: una aproximación socio-jurídica”. 
                                  2. El derecho penal  moderno, como indica Gracia Martín (2003: 57-8) se identificaría con “el  conjunto integrado por las nuevas figuras delictivas añadidas a las  legislaciones penales y por las modificaciones –o agravaciones— de las  tradicionales, con el fin, en todos los casos, de extender la intervención penal  a conductas y a ámbitos de la realidad social del presente que ya estaban  excluidos de la punibilidad en el sistema tradicional de la Parte Especial, o bien, en su  caso, para dispensar a determinados hechos tradicionalmente punibles un  tratamiento penal más severo cuando concurren determinadas circunstancias a las  que, en el presente se atribuye un significado especialmente relevante desde el  punto de vista penal”. 
                                  3. Sobre las  tensiones y conflictos, en particular con el valor de la libertad, que genera  una protección incondicional de la seguridad, resulta interesante la consulta  de Bernuz y Ordovás (2005), así como el volumen colectivo en el que se integra  (Bernuz y Cepeda 2005). 
                                  4. Continúa  destacando que: “esta reducción tiene lugar por dos vías: sobre la base del  principio individualista de la intervención mínima y sobre la base de  principios garantísticos individuales”. 
                                  5. Por su parte,  Prittwitz (1999: 444) destaca los efectos negativos de esta expansión  asegurando que “no se puede dejar que se desafile la afilada espada de la pena  empleándola en cualquier ocasión insignificante; si se utiliza para cortar  madera, fallará cuando el golpe sea realmente necesario”. 
                                  6. Asegura Gracia  Martín (2003: 121), que para Jakobs, “los datos concretos que sirven de base a  las regulaciones específicas del derecho penal del enemigo son la habitualidad  y la profesionalidad de sus actividades, pero sobre todo su pertenencia a  organizaciones enfrentadas al Derecho y el ejercicio de su actividad al  servicio de tales organizaciones”. 
                                  7. Esta función  simbólica supone, según Cancio Meliá (Jakobs y Cancio 2003: 68) una preferencia  de “la función latente sobre la manifiesta”. Para Silva Sánchez (1992: 305),  “lo problemático no es el elemento simbólico, sino su absolutización en disposiciones  que, incapaces de cumplir directamente la declarada finalidad de protección de  bienes jurídicos (función instrumental), se limitan a desplegar tal efecto que,  por ello, resulta elevado a la categoría de función exclusiva”. 
                                  8. Siempre teniendo  en cuenta que, como indica Ferrajoli (1995: 262), las funciones que pueden  cumplir las medidas serán “la enmienda o corrección del reo, su neutralización  o puesta en condiciones de no causar perjuicios, la disuasión de todos los  demás de la tentación de imitarle mediante el ejemplo del castigo o su amenaza  legal, la integración disciplinar de unos y otros y el consiguiente  reforzamiento del orden mediante la reafirmación penal de los valores jurídicos  lesionados”. Y también al margen de las constantes referencias a que el derecho  penal no intimida y, por tanto, carece de la función de la prevención general  negativa; vid., entre otros, Silva Sánchez (1992: 218) o Baratta (1986: 85). 
                                  9. Hay que precisar  que según el artículo 96.1 de la Constitución Española,  “los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados  oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno”. 
                                  10. Aunque sobre  los modelos que asume la justicia de menores española en la actualidad, creo  que la visión más completa la ofrece Fernández Molina (2004). 
                                  11. La Recomendación nº R  (87) del Consejo de Europa concreta el interés superior del niño en la  jurisdicción de menores en la imposición de las medidas educativas y  reinsertadoras del menor –limitándose en consecuencia el recurso al  internamiento en la medida de lo posible—, así como impuestas en función de la  personalidad y necesidades específicas del menor. Por su parte, las Reglas de  Beijing concretan el interés del menor en evitar la remisión de los casos a la  jurisdicción de adultos, en limitar en la medida de lo posible la detención  preventiva, en favorecer las medidas alternativas al internamiento, en  facilitar las relaciones con la familia –sea evitando los internamientos  demasiado alejados y poco accesibles, o favoreciendo el contacto regular con la  familia—, o en legislar sobre la intervención de los medios de comunicación en  el ámbito de la delincuencia y en las posibles reacciones sobre la misma. Sobre  el significado del interés del menor en la justicia de menores española vid.,  por ejemplo, Fernández Molina (2002). En relación a la importancia del interés  superior del niño como concepto que permite la concepción del niño como sujeto  de derechos y acaba con su consideración como objeto de protección pueden verse,  entre otros, Freeman 1997: 360-388; Alston 1994: 1-25; Parker 1994: 26-41;  Carney 1992; Wolf 1992. 
                                  12. En concreto,  Silva Sánchez (2001: 60) apunta que esta responsabilidad social por los delitos  de los menores se aprecia en la exención de responsabilidad penal de los  menores que no han cumplido los catorce años. Para ellos se prevén los mismos  mecanismos que para los menores desprotegidos, esto es, la remisión del  expediente y la imposición –en su caso— de una medida desde las instancias de  Protección de la Infancia. 
                                  13. La justicia de  menores en España está regulada principalmente por la LO 5/2000, de 12 de enero,  reguladora de la responsabilidad penal de los menores. Esta fue modificada por la LO 7/2000, de 23 de diciembre,  de modificación de la Ley   Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, y de la Ley Orgánica 5/2000,  de 12 de enero, reguladora de la Responsabilidad Penal  de los Menores, en relación con los delitos de terrorismo, que modificó el  artículo 9.5 para los actos de extrema gravedad –entre los que incluye la  reincidencia– e introdujo la D.A.  6ª en relación a los delitos graves (artículo 138, 139, 179, 180 del C.P.) y  los delitos de terrorismo (artículos 571-580 C.P.); por la LO 9/2000, de 22 de diciembre, sobre medidas  urgentes para la agilización de la Administración de Justicia, por la que se  modifica la Ley Orgánica  6/1985, de 1 de julio, de Poder Judicial, que suspende la aplicación de la LO 5/2000 a los jóvenes entre  18 y 21 años; por la LO  9/2002, de 10 de diciembre, de modificación del Código Penal y del Código  Civil, que vuelve a confirmar la suspensión de la LO 5/2000 a los jóvenes entre 18 y 21 años hasta  enero de 2007; igualmente, la LO  15/2003, de 25 de noviembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995,  de 23 de noviembre, del Código Penal introdujo la acusación particular para las  víctimas y perjudicados por un delito cometido por un menor entre catorce y  dieciocho años. Hay que apuntar que, aunque desde la entrada en vigor se habla  de una reforma de la LO  5/2000, lo cierto es que el pasado 7 de octubre el Ministro de Justicia  presentó al Consejo de Ministros un informe sobre la reforma de la Ley Orgánica  reguladora de la responsabilidad penal de los menores (LO 5/2000). El Gobierno  justifica la reforma en la necesidad de responder a la alarma social (El País  12 de mayo de 2005). Y responde, entre otras formas, con un incremento de la  duración de las medidas para los delitos más graves y para aquéllos cometidos  en banda o con organización o asociación, con la derivación de los menores que  hayan cumplido 18 años a las cárceles para adultos o con medidas específicas  para algunos delitos. Pantoja García (2005) vocal de Consejo General del Poder  Judicial destaca que la reforma pretende incrementar la respuesta punitiva y  supone una desatención a la   Convención de los Derechos de los Niños y al interés del  menor. Las últimas alusiones al informe sobre la reforma se pueden analizar en  El País de 7 y 8 de octubre de 2005. 
                                  14. Como asegura  Silva Sánchez (1992: 205), “la ‘justicia’ pasa a ser el eufemismo de la  necesidad psicológicosocial de pena, o de venganza”. 
                                  15. Radbruch (1999:  217) pone de manifiesto la contradicción cuando destaca que, “si la idea de  seguridad jurídica preserva de sus últimas consecuencias a la idea de la  prevención especial (…) la idea de la justicia se opone a la individualización  excesiva a que conduciría la consecuente interpretación de la idea finalista de  la prevención especial”. 
                                  16. Izaguirre  (2001: 1809) ha destacado que: “para que la comisión de delitos de naturaleza  ordinaria como homicidios, lesiones, detenciones ilegales, secuestros,  amenazas, coacciones, incendios, estragos o daños, pueda calificarse de  terrorismo, ha de concurrir un elemento subjetivo del injusto, consistiendo en  que se lleve a cabo el delito con la finalidad de subvertir el orden  constitucional o alterar gravemente la paz pública o la de contribuir a estos  fines atemorizando a los habitantes de una población o a los miembros de un  colectivo social, político o profesional”. 
                                  17. Es importante  destacar que la LO  7/2000, en principio relativa a delitos de terrorismo, fue aprovechada para  introducir un incremento de la duración de la medida de internamiento para  delitos graves, pero que no necesariamente tienen que ver con el terrorismo,  como son el asesinato, homicidio (doloso), los abusos sexuales cualificados o  la violación. Parece que, como asegura Gómez Benitez, “la indudablemente  deseable persecución de los delitos de terrorismo se convierta en una excelente  coartada para introducir en el ordenamiento jurídico-penal una serie de normas  excepcionales”. 
                                  18. De hecho, los  medios de comunicación afirmaron en su día que “los comandos Y de violencia  callejera, creados a principios de los 90 (…) se han convertido en el vivero  natural de los actuales comandos de ETA (…) han alcanzado puestos de  responsabilidad en la nueva dirección de ETA (…) han integrado este tipo de  ‘lucha’ como un ‘elemento más’ dentro de la actividad terrorista de ETA” (El  País, de 5 de junio de 2001).  
                                  19. En concreto,  los debates parlamentarios que giraron en torno a la LO 7/2000 reflejan la  consideración mayoritaria de que es una reforma que atenta contra los  principios inspiradores de la LO  5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores. En concreto,  sobre la contradicción con el principio de juez natural y el principio de  proximidad y sobre la creación de una jurisdicción especial en la Audiencia Nacional  –que estigmatiza al menor como terrorista— vid. enmienda 9 (Grupo Mixto),  enmienda 47 (Grupo Mixto), enmienda 52 (Grupo Mixto); en relación con el  incremento desproporcionado, pero escasamente educativo de la medida de  internamiento vid. enmienda 1 (Izquierda Unida), enmienda 9 (Grupo Mixto),  enmienda 31 (Chunta Aragonesista), enmienda 68 (Grupo Parlamentario Vasco); en  relación al carácter retributivo y escasamente reinsertador de la medida de  inhabilitación de duración prolongada vid. enmienda 9 y 61 (Grupo Parlamentario  Vasco); sobre el efecto contaminador de crear centros especiales para menores  que han cometido delitos de terrorismo, así como sobre el vaciado de  competencias que ello supone para las Comunidades Autónomas vid. enmienda 47  (Grupo Parlamentario Mixto), enmienda 69 (Grupo Parlamentario Vasco); sobre las  potenciales causas de alarma social que están detrás del surgimiento de la LO y los pretendidos efectos  electoralistas de una norma que reforma otra antes de su entrada en vigor vid.  enmiendas 10 y 40 (Grupo Mixto). 
                                  20. Vid. Revista  Catalana de Seguridad Pública 4 (1999), sobre ‘Medios de comunicación y  seguridad pública’. 
                                  21. En este mismo  sentido de ofrecer a la sociedad una información completa y veraz sobre la  legislación y la justicia de menores se manifestó el Defensor del Menor de  Madrid, Núñez Morgades. Aseguraba que “la necesidad de explicar esta Ley, se  deriva de que la sociedad estupefacta, le atribuye benignidad, generación de  impunidad hacia los menores y el ser una ley que, en lugar de disuasoria, es  una invitación al delito” (El País 26 de enero de 2005). 
                                  22. También Millet  (citado en Goldson 2002: 393) pone de manifiesto que: “la dura verdad es que  las instituciones penales juveniles tienen un mínimo impacto sobre el crimen.  Si la mayor parte de las cárceles fueran cerradas mañana, el aumento del crimen  sería insignificante (…) la incapacitación como el mayor dogma del control del  crimen es una cuestionable política social”. 
                                  23. Díez Ripollés  (2004: 12) asegura que todos los partidos políticos quieren satisfacer –aunque  sea de manera simbólica– las demandas populares de más seguridad y aparentar  ser los más duros contra el crimen.  
                                  24. La prensa se  hace eco de esa vinculación entre alarma social y modificaciones legislativas.  Por ejemplo, El Heraldo de Aragón (12 de octubre de 2003, p. 38) destacaba que  “instado por el clamor popular, el Gobierno prepara el endurecimiento de una  ley que da prioridad a la reinserción”. Aunque no tiene que ver directamente  con la modificación fomentada por la   LO 7/2000, Fernández Molina (2004: 483-490) puso de  manifiesto las vinculaciones estrechas entre la alarma social que generó el  caso de Sandra Palo y la reforma de la   LO 5/2000 por la   LO 15/2003, de cara a introducir la acusación particular en  la justicia de menores. 
                                  25. Al margen de  que la delincuencia terrorista es fundamentalmente violencia urbana centrada en  el País Vasco, los medios de comunicación también han sacado a la luz otras  novedosas formas de colaboraciones de menores en delincuencia terrorista. El  caso más sonado fue el de ‘El gitanillo’ que colaboró en la sustracción y transporte  de los explosivos con los que se cometieron los atentados terroristas del 11-M  de 2003. Se impuso una medida de seis años de internamiento seguida de cinco  años de libertad vigilada. Se pueden ver una síntesis, por ejemplo, en El País  de 16 de noviembre de 2004. 
                                  26. En este  sentido, Giménez-Salinas Colomer (2001: 540) ha defendido que “no se puede  legislar a golpe de acontecimiento y que precisamente cuando más grave es la  situación, con mayor serenidad hay que afrontarla”. Más precisamente, sobre la  reforma que realiza la LO  7/2000 destaca que “aún teniendo la   Ley importantes deficiencias, habría que haberla dejado  reposar un mínimo de dos años hasta saber los efectos de su implantación. (…)  habrá que esperar a un período mínimo de cinco años para conocer los resultados  en materia de reincidencia y de prevención de la delincuencia” (ibídem. 2001:  543). 
                                  27. El diario El  País destacó que “la kale borroka sigue necesitando de la ignorancia y la  inconsciencia infinita de tantos jóvenes que a partir de la creencia de que  Euskadi está ocupada y sojuzgada por dos Estados imperialistas encauza su  rebeldía juvenil adentrándose en la senda marcada por el terrorismo, una trampa  que se cierra irremisiblemente para muchos de ellos” (El País, de 17 de junio  de 2001). 
                                  28. De hecho,  asegura Ferrajoli (1995: 279) que la prevención general no protege del  ‘terrorismo penal legislativo’ dado que “habiendo de servir como  ‘contraestímulo’, ‘contramotivo’ o ‘coacción psicológica’, resulta tanto más  eficaz cuanto más elevadas y severas sean las penas con las que se amenaza”. 
                                  29. Simon destaca  que “una vez que el proyecto político se reduce a ofrecer varios gestos de  venganza popular, el retorno hacia el internamiento es inevitable” (citado en  Goldson 2002: 392). 
                                  30. En la delincuencia  común, Jakobs (2003: 23) asegura que “el hecho, como hecho de una persona  racional, significa una desautorización de la norma, un ataque a su vigencia, y  la pena significa que la afirmación del autor es irrelevante y que la norma  sigue vigente sin modificaciones, manteniéndose, por tanto, la configuración de  la sociedad”. 
                                  31. En este  sentido, Jakobs (2003: 38) subraya –fundamentando la aparición de un derecho  penal del enemigo— que “en aquellos casos en los que la expect ativa de un  comportamiento personal es defraudada de manera duradera disminuye la  disposición a tratar al delincuente como persona”. 
                                  32. En concreto, el  Consejo General del Poder Judicial determinó ya en su informe al Anteproyecto  de Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal  de los Menores que: “sustraer todo un bloque delictual del régimen general y  procesal generalmente aplicable a los menores de edad es una medida que rompe  con la coherencia interna del nuevo sistema de responsabilidad de los menores  (…) que se nos ofrece como perspectiva inmediata para el tratamiento de este  sector de la población infractora”. 
                                  33. De hecho, las  conclusiones a las Jornadas sobre Justicia de Menores organizadas por el CGPJ  en 1994 (p. 33) afirmaron que: “en la jurisdicción de menores, jueces y  fiscales de menores, serán competentes para conocer de todas las causas  seguidas por delitos y faltas cometidas por menores de dieciocho años”. 
                                  34. El Consejo  General del Poder Judicial puso de manifiesto en su Informe al Anteproyecto de  Ley Orgánica de modificación del Código Penal y de la Ley Orgánica  reguladora de la responsabilidad penal de los menores en materia de terrorismo  y conexos la oportunidad de concretar “los mecanismos complementarios de  actuación de este Juzgado al objeto de evitar los desplazamientos continuos de  los menores desde su lugar de residencia hasta la sede del Juzgado”. Al igual  que planteó la conveniencia de que los menores sean atendidos, al menos, por  los equipos técnicos de los juzgados de menores de su domicilio. 
                                  35. Vid. los datos  ofrecidos por el Ministerio del Interior: http://www.mir.es 
                                  36. La Exposición de Motivos  de la LO 2/1998,  de 15 de junio, de modificación de Código Penal y Ley de Enjuiciamiento  Criminal afirmó que la violencia callejera tiene una “extraordinaria capacidad  para alterar la paz social”. 
                                  37. Vid. Informe de  la Fiscalía General  del Estado sobre el Anteproyecto de la que posteriormente sería la    Ley Orgánica 7/2000, en relación con los  delitos de terrorismo en Giménez-Salinas Colomer 2000: 571-572.  
                                  38. En este  sentido, Silva Sánchez (1992: 264) asegura que: “la idea de resocialización se  opone, ante todo, a penas de esencia, duración o configuración desocializadora:  su aspecto negativo es, por tanto, lo decisivo”. 
                                  39. La  diferenciación por tramos encuentra su razón de ser en la tradición jurídica  que ha entendido que en el primer tramo de edad “se reclama con una especial  intensidad la aplicación de medidas educativas, resocializadoras y de actuación  integradora”. Además, ante la imposibilidad material y humana de realizar un  diagnóstico de caso por caso, el establecimiento de franjas de edad representa  la medida más ajustada al interés del menor de cara a fomentar una mayor  progresividad en la respuesta al delito (Youf 2000: 101, 104). 
                                  40. Baste apuntar  que la reforma que ha anunciado el Gobierno en los últimos meses prevé que para  los menores entre dieciséis y dieciocho años en las circunstancias indicadas en  el texto el juez podrá aplicar una medida de internamiento de hasta seis años.  En tanto que, como novedad, la hipotética reforma establece que para los  menores de catorce y quince años que hayan cometido actos de extrema gravedad o  con violencia o intimidación, el juez podría imponer medidas de hasta tres años  (incluida la medida de internamiento en centro cerrado). Vid., por ejemplo, El  País, 8 de octubre de 2005, p. 36. 
                                  41. En principio, la Reforma prevé que en esos  casos el juez podrá llegar hasta cinco años de internamiento en centro cerrado.  Y en caso de concurso de delitos, hasta seis años. Vid. avance de reforma  presentada por El País, 8 de octubre de 2005, p. 36. 
                                  42. Esta medida se  puede interpretar también, con muchas cautelas, como una medida de  “privatización” selectiva del castigo de los menores. Que, en sentido  contrario, tiende a mantener las instituciones judiciales para los niños de  familias desestructuradas, o como un mecanismo para responsabilizar a las  familias por las infracciones de sus hijos (Bernuz 2001). 
                                  43. Fátima Pérez  Jiménez y Teresa Rivas Moya (2004: 2) han destacado que “los factores que hacen  más probable la imposición de una medida de internamiento son aquéllos que  revelan la situación desfavorecida familiar y personal del menor infractor (…)  a los menores con un entorno y una situación personal más problemática se les deriva  hacia unos recursos que pueden posibilitar la recuperación de su proceso de  socialización”. 
                                  44. En relación a  la incidencia del entorno familiar en la participación a bandas armadas, Cairns  (1997: 259, 264) ha destacado que la participación adolescente en  organizaciones terroristas se debe más a un clima microsocial favorable que a  un clima macrosocial potenciador de estos comportamientos. Si bien antepone que  un clima social y político determinado es lo que condiciona que la agresividad  se canalice hacia la violencia terrorista. Como contrapunto, la prensa española  se hacía eco del desconocimiento por los padres, en muchos casos, del tipo de  actividades u organizaciones en que se encuentran su hijos (El País, 17 de  junio de 2001). 
                                  45. Tendencia que  parece no haber producido los efectos deseados. En los medios de comunicación  ya se hablaba de que las modificaciones introducidas en la LO 5/2000 ha generado un efecto  contradictorio: “limitar el acceso y acelerar el pase a ETA de los cachorros  del coctel” (El País, 8 de mayo de 2001). 
                                  46. Dando, en  parte, la razón a este planteamiento punitivo de la LO 7/2000 que refuerza la  dureza de la medida en los delitos de terrorismo, un sector de la doctrina  establece que los jueces de menores deben recurrir sistemáticamente a las  medidas educativas, salvo cuando se trata de reiteraciones múltiples, o cuando  se encuentran ante actos criminales (Youf 2000: 107). 
                                  47. Continúa  destacando (Silva Sánchez 1992: 310) que: “tampoco cabe una configuración  puramente asegurativa/inocuizadora del contenido de las penas privativas de  libertad ni de las medidas de seguridad, puesto que la Constitución  establece una orientación de las mismas a la reeducación y reinserción social”. 
                                  48. Más  precisamente, Cancio Meliá (2002: 23) concluye que “la reacción que reconoce  excepcionalidad a la infracción del ‘enemigo’ mediante un cambio de paradigma  de principios y reglas de responsabilidad penal es disfuncional de acuerdo con  el concepto de derecho penal”. Sobre las tipificaciones e interpretaciones que  responderían al derecho penal del enemigo vid. Cancio Meliá (2002: 24-26). En  el mismo sentido, Silva Sánchez (1992: 230) asegura que “frente a la  intimidación, cuya tendencia al terror penal se pone de relieve, se pretende  alcanzar una auténtica afirmación y asentamiento social de las normas  fundamentales, y ello, por la vía de una política penal humana, respetuosa de  las garantías del estado de derecho y atenta a los intereses de todos los  intervinientes en el conflicto provocado por el delito”. 
                                  49. Lacasta (2005)  hace alusión a Beccaria que “no cavilaba en esa suerte de zona intermedia que  se sitúa entre la   Constitución y la guerra, donde se genera la suspensión o  inaplicación de los derechos fundamentales y que, con los más variados  pretextos (entre los que sobresale el terrorismo internacional), se adueña hoy  de buena parte del arsenal jurídico del mundo civilizado con el objetivo –o más  bien el resultado— de mutilar la democracia mediante la excusa de la  seguridad”. 
                                  50. El Consejo  General del Poder Judicial en su informe sobre la LO 7/2000 advertía de que: “las reformas  legislativas no deben estar condicionadas por consideraciones de oportunidad,  particularmente en materia penal, aunque tengan su origen inmediato en  preocupaciones legítimas de la sociedad, manifestadas en sucesos o episodios  particularmente hirientes o llamativos”. 
                                  51. De hecho, en  este caso de recurso al derecho penal “excepcional” para solucionar cuestiones  que podrían obtener una respuesta por otras vías ordinarias de represión  podríamos hallarnos ante lo que Teubner llama “la desintegración del Derecho a  través de las masivas demandas sociales de regulación”; que no responden tanto  a criterios de legalidad como de oportunidad (Herzog 1993: 81). También en este  contexto afirma Herzog que “la ampliación del derecho penal sirve entonces en  el debate político, ante todo, como coartada para, de forma rápida, sin grandes  planes y con pocos gastos en los presupuestos, demostrar que se es consciente  de un determinado problema” (ibídem.: 87). 
                                  52. La Exposición de Motivos  de la LO 7/2000  rezaba que “los poderes públicos tienen que afrontar que los comportamientos  terroristas evolucionan y buscan evadir la aplicación de las normas  aprovechando los resquicios y las complejidades interpretativas de las mismas”. 
                                Revista Electrónica  de Ciencia Penal y Criminología. 2005, núm. 07-12                             
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