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La regulación del núcleo duro de la delincuencia juvenil (1)
Justicia de menores española y nuevas tendencias penales
María José Bernuz Beneitez
Profesora Titular de Filosofía del Derecho. Universidad de Zaragoza

Resumen: El presente trabajo realiza un análisis de la evolución que está experimentando la legislación y la práctica de la justicia de menores actual, a través de su parangón con algunas de las nuevas tendencias penales en España: el derecho penal y la lógica del enemigo, la expansión del derecho penal, o la tendencia a pensar en términos de una función simbólica del derecho penal. La autora pretende poner de manifiesto el giro que ha llevado a la justicia de menores a dejar de creer en las cuatro propuestas para esta jurisdicción especializada por la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Niños: desjudicialización, desinstitucionalización, descriminalización y debido proceso. Se propone que la justicia de menores ha dejado de ser un laboratorio de prácticas reinsertadoras exportables a la jurisdicción penal ordinaria, para pasar a ser una jurisdicción que se deja influenciar por tendencias penales que dejan de lado valores supuestamente básicos en un estado democrático y de derecho.

Palabras claves: Justicia de menores, derecho penal del enemigo, función simbólica, expansión del derecho penal, derechos de los niños.

1. Seguridad, sociedad del riesgo y nuevas tendencias penales (2)

Desde que Beck, Douglas, Luhmann o Giddens –entre otros muchos— apuntaran en la dirección de una sociedad dominada por los riesgos, lo cierto es que ha habido muchas miradas que se han dirigido en esa misma dirección y han volcado –total o parcialmente— los esquemas que caracterizan a la ya denominada risk society a todos sus ámbitos; y, entre ellos, el derecho y la justicia. Parece que el riesgo invisible y omnipresente se proyecta sobre cualquier parcela de las relaciones sociales. Y es constatable que, sobre todo, en sociedades en las que proliferan terceras, cuartas o quintas generaciones de derechos, aparece como algo consolidado la referencia a una sociedad del miedo, o lo que viene a ser lo mismo, de la sensación de inseguridad. Como destaca Lacasta Zabalza (2005), en este contexto general de miedo, es evidente que “el terrorismo (el de ETA y no digamos el de la yihad del 11-M) hace que la reclamación de seguridad sea prácticamente unánime”.

Es claro por tanto que la exhaustividad de los riesgos se vincula ‘naturalmente’ con la exigencia social de que se proteja intensa e incondicionalmente el valor de la seguridad (3).

Y también resulta unánime la respuesta fácil de su protección a través del derecho en general, y del derecho penal en particular. En este sentido, Jakobs (1996: 47) defiende que “la tendencia a la juridificación, con independencia de cuál sea su base, ya no permite, al menos en un estado de prestaciones, que la seguridad se conciba como un mero reflejo de la actividad policial, sino que se convierte en un derecho, cuyo aseguramiento puede ser exigido al Estado. A esta elevación de rango de la seguridad le corresponde una elevación de rango de los supuestos que la afectan negativamente”. Quizás desconociendo que, como afirma Silva Sánchez (2001) en sentido contrario, “el Derecho Penal, que debe cumplir el fin de reducción de la violencia social, ha de asumir también, en su configuración moderna, el fin de reducir la propia violencia punitiva del estado” (4).

Las consecuencias de esta supravaloración de la seguridad y de su canalización a través del derecho –o del derecho penal—, aunque nos centremos en tres de ellas, son de muy diversa índole. Una primera, quizás más aparente, la encontramos en lo que Silva Sánchez ha descrito como la expansión del derecho penal, que supone la atribución a este sector del ordenamiento de las cualidades curativas que, en principio, no deberían corresponder a una instancia de ultima ratio (5). En segundo lugar, la forma de tratar a quien atenta contra un valor tan preciado como la seguridad y contra el orden establecido nos coloca ante lo que Jakobs denomina, de manera muy sugerente, el derecho penal del enemigo. Baste indicar aquí que para Jakobs, serían enemigos aquellos individuos que por apartarse de los dictados del derecho de forma constante y permanentemente; abandonan así su condición de ciudadano y representan un peligro para la subsistencia de la sociedad (6). En tanto Cancio Meliá (2002: 21; 2003: 80-81) sintetiza en tres los rasgos que caracterizan este derecho penal del enemigo. En concreto, lo identifica con:

a) la adopción de una perspectiva prospectiva –que mira hacia el futuro— frente a una de carácter retrospectivo –que mira hacia el pasado,
b) el incremento desproporcionadamente alto de las penas y
c) la relajación o supresión de algunas garantías procesales de carácter individual.
En tercer lugar, se ha hablado de responder a esos miedos sociales y a la sensación de inseguridad potenciando la función meramente simbólica del derecho penal –o derecho penal simbólico (7)— que pretende dar la sensación tranquilizadora (o sedante) de que estamos ante un legislador atento a las demandas y exigencias sociales: que considera la criminalización de un comportamiento como una solución eficaz al problema, o que aspira a lograr fines educativos mostrando que los valores protegidos son importantes y necesariamente tendrán que ser tenidos en cuenta (Silva Sánchez 1992: 305; Gracia Martín 2001: 150; Arroyo Zapatero 1985: 202). Y como sobre fobias y miedos no hay fórmulas magistrales ni universales, parece bastante obvio que cada estado designará a sus enemigos particulares y fomentará la expansión del derecho penal en una u otra dirección y a una u otra velocidad.

En concreto, este trabajo pretende realizar un análisis sobre la posible ubicación de la regulación de la justicia de menores en España –y, más precisamente, la relativa a la delincuencia grave– en el contexto de las nuevas tendencias del derecho penal. Más precisamente, se trata de discernir si las modificaciones introducidas por la LO 7/2000 en la LO 5/2000 –de forma muy criticada, antes de su entrada en vigor— nos llevan a intuir en la normativa un tratamiento de los menores reincidentes o que han cometido delitos graves o terroristas como enemigos. Además, se trataría de ver si –en consecuencia— la normativa de justicia de menores aspira a realizar funciones materiales o si, por el contrario, se limita a desempeñar funciones simbólicas de pacificación social y de educación colectiva. O si se puede barruntar una tendencia –compartida por lo demás con otros países europeos— a realizar con la justicia de menores funciones de prevención general positiva o negativa –según los casos— y de gestión de los riesgos, en lugar de aspirar a realizar funciones de prevención especial positiva que potencie la integración completa del menor en sociedad y que, en principio, deberían ser prevalentes en la justicia de menores (8). En realidad, la confirmación de las sospechas nos colocaría ante un rechazo de los principios y directrices que, según la Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de los Niños, deberían regir la justicia de menores (9).

2. Algunos principios incuestionados de la justicia de menores

Si nos referimos a los principios y tendencias indiscutibles de la justicia de menores, lo primero con que nos encontramos es con un acuerdo en que los planteamientos que dominan el derecho penal de adultos no pueden o no deben imponerse incondicionalmente en la justicia de menores. Evidentemente, la edad de los sujetos y su condición de niños son los que determinan la especialización de la jurisdicción de menores.

Si bien hay que destacar que se han dado históricamente diferentes formas de comprender la infancia y de atender a los condicionamientos de la edad. Así, el modelo tutelar –que se impuso en toda Europa a principios del siglo XX— partía de que los menores eran inimputables que, en consecuencia, debían ser tratados como objetos de protección, trabajando sobre su peligrosidad y no sobre el delito cometido –que era una simple señal de las carencias del menor. Las consecuencias de desprotección real de los menores, de ausencia de garantías individuales, así como de criminalización de la pobreza fueron tan brutales que acabaron generando una reacción en contra.

Se puede decir que la LO 5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores impone en España un modelo mixto de justicia de menores: el modelo de responsabilización del menor recogido en la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Niños (10). Éste toma como punto central el interés superior del menor (11) que exige, tanto tener en cuenta el delito cometido –que, en ocasiones, puede suponer un límite a la medida judicial—, como atender a una pluralidad de factores psicosociales que inciden en el delito y que modularán la responsabilidad del menor. Detrás de esta dualidad que exige la atención al interés superior del menor que ha cometido un delito se encuentra, tanto la consideración de que ese menor se encuentra en un proceso –necesariamente incompleto— de integración social, como la conciencia de que la sociedad tiene algo que ver y que decir en ese acto de delincuencia juvenil (12). En consecuencia, la medida judicial sigue centrándose en la figura del menor que ha cometido el delito con la pretensión de lograr su integración en sociedad –en concreto, realizando funciones de prevención especial positiva. Al tiempo que, en principio, dejaría al margen otras posibles aspiraciones del derecho y la justicia como pueden ser la de apaciguar la alarma social producida por la comisión de un delito, la de legitimar el propio sistema legislativo o judicial, o la de disuadir a un público potencial de cometer una infracción.

Ahora bien, las sucesivas reformas que ha experimentado la LO 5/2000 –abajo anotadas (13)– nos permiten observar la consideración de otros intereses junto al del menor que ha cometido un delito. Vemos cómo la referencia genérica de la Convención a que predomine y se imponga la protección incondicional del interés superior del niño en todas las decisiones que les afecten dependerá de la razón por la que se interviene con la infancia. Así, es claro que el interés del niño adquiere la máxima consideración y prevalece sobre cualquier otro en las situaciones de riesgo o de desprotección. Al tiempo que encontrará un menor protagonismo cuando éste ha cometido un delito. En este último supuesto, se percibe al menor que ha cometido el delito con sus circunstancias, pero también se coloca en un primer plano el daño cometido y la víctima del mismo (Bernuz y Fernández 2005). De manera que el interés del menor deberá medirse con el interés de la sociedad que reclama tanto el castigo del menor por el delito cometido, como la justificación de una jurisdicción especializada en menores o la pacificación de la alarma social (14). Al tiempo que tendrá que compartir protagonismo con el interés de la víctima o perjudicado que demandará la restauración del bien dañado por el delito o el siempre difícil restablecimiento de la situación anterior a la comisión de la infracción (15).

De manera que, cuando el menor comete un delito, éste parece terminar con la presunción de su “inocencia”, su interés es otro más entre el conjunto de los factores a tener en cuenta en la respuesta judicial y se manifiesta a través de la dual exigencia de responsabilizarle por el delito cometido a través de la medida impuesta supuestamente educativa. Es más, se podría decir que las cuatro d’s que, según la Convención, deberían caracterizar la justicia de menores: desjudicialización, desinstitucionalización, descriminalización y proceso debido (due process), son ahora cuestionadas. Al tiempo que vemos cómo las sucesivas reformas de la justicia de menores han fomentado que ésta deje de ser un laboratorio de prácticas reinsertadoras a implementar en la justicia de adultos, para convertirse en un campo en el que proyectar las medidas invisibilizadoras desarrolladas con adultos.

Ahora bien, aunque la teoría parece más o menos clara ante la delincuencia común, lo cierto es que cuando estamos ante los comportamientos destacados por la LO 7/2000, como son los especialmente peligrosos (cometidos con violencia o intimidación) o reincidentes (artículo 9.5) o ante los delitos señalados (Disposición Adicional 4ª) como graves: esto es, los delitos de homicidio (doloso), asesinato, agresión sexual cualificada, violación, delitos de terrorismo (16), todas las buenas intenciones se vienen abajo. Ante esta delincuencia gravísima, aunque ‘excepcional’, las funciones a cumplir por la justicia de menores se confunden e identifican con las propias del derecho penal de adultos. Quizás porque, como indica Ferrajoli (1995: 264), en el ‘proyecto disciplinar’ es posible apreciar una articulación de las dos pretensiones: la prevención especial positiva y la negativa, la de integración y reeducación del delincuente y la de su eliminación o neutralización atendiendo a la concepción del delincuente como corregible o incorregible, como enfermo o como peligroso. O porque, como también él mismo indica (Ferrajoli 1995: 807, 815), la excepcionalidad y la emergencia son las razones que han permitido cambiar las reglas del juego, hacer que prevalezca la razón de estado sobre la razón jurídica y apoyarse en un principio amigo/enemigo que no toma como base tanto la legalidad como “el consenso mayoritario de los partidos y de la opinión pública”.

Esto es, el ya difícil equilibrio de intereses a mantener en el ámbito de la justicia de menores, se rompe sin ambivalencias ante la comisión de los delitos considerados como graves por la LO 7/200017. En todo caso, la Exposición de Motivos de la LO 7/2000 parece negarlo cuando defiende que “no se trata de excepcionar de la aplicación de la LO 5/2000 a estos menores, sino de establecer las mínimas especialidades necesarias para que el enjuiciamiento de las conductas de los menores responsables de delitos terroristas se realice en las condiciones más adecuadas a la naturaleza de los supuestos que se enjuician y a la trascendencia de los mismos para el conjunto de la sociedad”. Al tiempo que justifica el “alejamiento” de la normativa de justicia de menores en la necesaria atención a otros bienes constitucionalmente protegidos que se ven afectados por la creciente participación de menores en las acciones de violencia callejera y en el hecho de que estos jóvenes podrían ser arrastrados hacia el activismo terrorista en un segundo momento (18). Pese a estas consideraciones, lo cierto es que el articulado muestra cómo la gravedad del delito fomenta, en realidad, una excepción al régimen propuesto por la LO 5/2000 para la delincuencia ‘común’ de menores, así como a los principios que según la Convención de los Derechos de los Niños deben inspirar el funcionamiento de la justicia de menores (19).

Se puede afirmar que la LO 7/2000 plantea una ruptura con algunos principios cosustanciales a la justicia de menores que hace que, en la práctica, nos encontremos con ‘no principios’ (Ferrajoli 1995: 831). Sin tener en cuenta que, como asegura Mir Puig (1981: 84-85), “la pena es un instrumento hoy por hoy fundamental en la lucha contra el delito y en pro de la seguridad ciudadana, pero lo es no tanto porque sea el medio más eficaz de control social imaginable, sino, en cierto modo al revés, porque constituye una forma limitada de prevención sometida a garantías ya irrenunciables en un Estado social y democrático de derecho”.

3. El contexto del cambio de actitud hacia la tarea a cumplir por la justicia de menores

De entrada, destacábamos que nos encontramos con una vivencia más intensa de la inseguridad cuya protección –la de la seguridad— es exigida como una necesidad básica en las sociedades desarrolladas. Incluso Albrecht (1999: 472) llega a destacar que “la seguridad se convierte en un concepto simbólico”. Este contexto de sensibilización máxima hacia la inseguridad, deriva de una mayor sensibilidad y conciencia hacia los riesgos de todo tipo (ecológicos, sanitarios, sociales, etc.) que se propagan en la sociedad, que son inaprensibles y que pueden afectar potencialmente a toda la población.

En esta tarea de comprensión o sensibilidad hacia los riesgos y de simultánea generación de alarma social, parece claro que los medios de comunicación juegan un papel importante. Como evidencian McRobbie y Thornton (2003: 76), la realidad social es experimentada en todo caso a través del lenguaje, la comunicación y las imágenes. Hasta el punto de que “se comercia con la criminalidad” y de que “la imagen pública de esa mercancía es trazada de forma espectacular y omnipresente, superando incluso la frontera de lo empíricamente contrastable” (Albrecht 1999: 480) (20).

En este entorno, habría que preguntarse por la percepción que se tiene de la delincuencia juvenil más que por su realidad. En este sentido, la Recomendación del Consejo de Europa (2003) 20, sobre las nuevas formas de tratamiento de la delincuencia juvenil y el papel de la justicia de menores evidencia un estado de opinión generalizado en todos los países integrantes del Consejo, que considera el internamiento y las medidas más duras como las únicas que pueden impedir la reincidencia en la delincuencia, que destaca que la duración de la medida de internamiento siempre es insuficiente, o que cree que la delincuencia juvenil muestra una tendencia constante al alza.

A la vista de esta realidad, la propia Recomendación (2003) 20, reclama una información global, completa e integral sobre la delincuencia juvenil y la justicia de menores que no se centre únicamente en sus datos más espectaculares y alarmantes (21). En sentido contrario, demanda que se pongan en evidencia otros aspectos igualmente concernientes a la misma e igual o mayormente importantes. Entre otros, que se trata –por lo general– de una delincuencia poco grave, que la mayoría de los menores abandona la delincuencia y el comportamiento antisocial con la mayoría de edad, o que existen soluciones extrajudiciales para solventar los conflictos que resultan más eficaces y menos costosas (22).

Y es en este entorno de miedo, alarma social y de demanda creciente de seguridad, donde parece que todos los medios para evitar la perpetración de nuevos delitos –sobre todo si son graves— están justificados. Y en este contexto es en el que enmarca Silva Sánchez (2001: 41) la expansión del derecho penal, que aparece como la solución fácil a todos los problemas y que hace que lo que debería ser considerado como el recurso residual y último, se convierta en la primera y en la opción más fácil. Destaca Albrecht (1999: 471) que parece generalizada la tendencia a llevar la discusión de los problemas sociales al ámbito penal dado que la reacción es ‘permanente e inmediata’, hasta el punto de calificar al derecho penal de arma política. En el mismo sentido, también apunta Cancio Meliá (2002: 20; Jakobs y Cancio 2003: 70) que, en este panorama de sensibilidad extrema hacia las situaciones de inseguridad, tanto la izquierda como la derecha política han ampliado sus pretensiones. De manera que, los primeros han descubierto nuevos ámbitos de criminalización propiamente de izquierdas, en tanto que los segundos han descubierto la forma de ser ‘progresistas’ mediante la promulgación de nuevas leyes penales (23). La tendencia a considerar al derecho penal como una panacea que resuelve eficazmente el problema, nos coloca ante “una situación que genera una escalada en la que ya nadie está en disposición de discutir de verdad cuestiones de política criminal en el ámbito parlamentario y en la que la demanda indiscriminada de mayores y ‘más efectivas’ penas ya no es un tabú político para nadie”.

Y es precisamente en este panorama securitario y penalizador en el que hay que ubicar la difícil exigencia de la Convención de los Derechos de los Niños de introducir la perspectiva del interés superior del menor como aquélla desde la que analizar los derechos de la infancia y como criterio a considerar a la hora de tomar cualquier decisión que pueda afectarle. En el ámbito de la jurisdicción de menores, habíamos destacado cómo la respuesta al interés superior del niño se realiza con su responsabilización, a través del castigo por el delito cometido (de hecho la proporcionalidad puede ser un límite por arriba a la duración del castigo) y mediante una medida que tenga en cuenta la situación psicosocial del menor. Sin embargo, la alarma social (Lagrange 1995: 135-169, 259-310) y la presión de la opinión pública pueden llevar a adoptar una decisión legislativa e imponer una medida judicial más dura para castigar determinados comportamientos (24).

Parece que un ejemplo bastante claro de sensibilidad y respuesta a las demandas sociales lo encontramos en la LO 7/2000. Más precisamente, su propuesta –tan precipitada— y su entrada en vigor –junto con la LO 5/2000– evidenciaron una urgencia que habría que haber evitado en el contexto de una legislación integral sobre la responsabilidad penal de los menores. De hecho, parece surgir como consecuencia de una preocupación creciente hacia la reincidencia y la delincuencia grave, de una opinión pública que califica la justicia de menores de insuficiente e ineficaz para tratar esos supuestos de delincuencia juvenil y, por tanto, que presiona hacia su reforma y hacia el endurecimiento de las medidas que se impongan para castigar los ya citados delitos de terrorismo –que se traduce fundamentalmente en la kale borroka o violencia urbana (25)-, los delitos más graves y los supuestos de reincidencia. Apoyando esta tendencia, Marcus y Vourc’h (1998: 85) han señalado cómo la policía española ha insistido –en el entorno de algunas reuniones internacionales sobre seguridad— sobre la importancia de ajustar la ley y las penas a la sensibilidad social. En tanto que parece más bien imprescindible defender la postura contraria. Esto es, que la legislación y la imposición de justicia se realice con calma y con la vista puesta en las consecuencias que se producirán en el largo plazo (26).

De nuevo es la Exposición de Motivos de la LO 7/2000 la que justifica la adopción de medidas excepcionales en la pretensión de parar la tendencia de los grupos terroristas a asimilar a los jóvenes procedentes de la kale borroka (27), así como en la exigencia de dar una respuesta a una demanda social que exige endurecer la respuesta a los delitos graves. En definitiva, parece claro que la reforma no aspira a realizar funciones de prevención especial positiva y de integración social, sino más bien de prevención especial negativa y de inocuización y apartamiento del menor.

Al tiempo que pretende lograr funciones de prevención general positiva y negativa más propias del derecho penal de adultos que de una jurisdicción de menores (28). Y, desde esta perspectiva, consigue –como veremos– aislarlos e inocuizarlos por el mayor tiempo posible mediante el incremento de la duración de la medida de internamiento en centro cerrado (29), mediante la derivación de los delitos de terrorismo hacia el Juez Central de Menores de la Audiencia Nacional, o el cumplimiento de las medidas en centros especiales. Con ello se aspira, en el caso de los delitos de terrorismo, a permitir su desvinculación de las organizaciones armadas para evitar que se reincorpore al activismo terrorista, o a promover el olvido del caso por la opinión pública en el caso de los delitos muy graves.

Como contrapunto, resulta interesante apuntar que el equipo de investigación encabezado por Silva Sánchez (2003: 121-ss) ha avanzado varias razones que disuaden de la pretensión de trasladar los principios y las funciones propias del derecho y la justicia penal común al ámbito de la delincuencia juvenil. En primer lugar, porque en el supuesto de los delitos graves (como también es el caso de los delitos de terrorismo) la norma fracasa en la realización de funciones de prevención general positiva y de intimidación de potenciales delincuentes, dado que no existe un diálogo entre la norma y el potencial delincuente, y atendiendo a que estamos ante ‘delincuentes por convicción’ (30). Además, porque la propia ‘convicción’ que existe en la comisión del delito, hace que el castigo efectivo tampoco consiga incidir verdaderamente en la conducta de quienes lo cometieron (31); haciendo ineficaz el derecho penal en la tarea de resocialización de este tipo de delincuentes. Pese a ello y –quizás— por estas razones, hay que añadir que “la sociedad no está dispuesta a aceptar riesgos de reincidencia cuando se trata de esta clase de delincuencia”.

Por su parte, ponen de relieve que la opción de pretender inocuizar a quien ha delinquido no está libre de consecuencias (Silva Sánchez y otros 2003: 123-124).

En concreto, hacen alusión a que:
a) si decae la idea de que es posible un diálogo entre la norma y el ciudadano, “se pierde confianza en la función intimidatoria del derecho penal”;
b) “se considera que el derecho penal ha fracasado en su objetivo de resocializar al delincuente”;
c) la atención preferente a la peligrosidad del sujeto hace que las penas asuman el papel de las medidas de seguridad no terapéuticas sino inocuizadoras, que se deje de lado la garantía de la proporcionalidad de las penas, o que la culpabilidad sea un presupuesto ineludible en la intervención penal; finalmente,
d) parece que, en esa tendencia inocuizadora, el internamiento en centro cerrado (o la pena privativa de libertad en general) aparece como el mecanismo más apropiado.

4. ¿Cuáles son las propuestas de la LO 7/2000 que resultan contrarias a los principios y líneas que definen la justicia de menores?

De entrada, parece claro que las pretensiones de la Convención de los Derechos de los Niños recogidas por la LO 5/2000 son tres principalmente:

1) que los menores obtengan una respuesta a los delitos cometidos diferente de la que correspondería a los adultos y que sea acorde, tanto con la gravedad del delito, como con sus circunstancias;
2) que se conceda prioridad al bienestar del menor: primando el apoyo y el tratamiento sobre el castigo, la retribución o la amenaza;
3) que los niños participen totalmente en las decisiones que les afecten.

Desde este punto de partida general, la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Niños en su artículo 40, demanda una jurisdicción especializada, diferente de la ordinaria, que enjuicie los hechos e intervenga atendiendo, aparte del delito y su gravedad, a la edad y circunstancias del menor. En realidad, la creación y regulación de una jurisdicción especializada de menores responde –en teoría– a la idea generalizada de que es preciso discriminar positivamente e intervenir de manera diferente con los menores –entre catorce y dieciocho años– que con los adultos. Y por ello, la Convención no hace referencia en todo el articulado a discriminaciones desfavorables al menor –dentro de la propia jurisdicción especializada— en función del tipo de delito cometido. En ese sentido, se puede recordar que la sentencia más importante del TC sobre la jurisdicción de menores, la sTC 36/1991, de 14 de febrero, en su Fundamento Jurídico 5º, estableció que, si la diferencia entre la jurisdicción ordinaria y otra especializada –como es la justicia de menores— tiene una justificación muy plausible en la edad y por razones de madurez, no cabe tal argumento para “la sustracción de un determinado tipo de infracciones de los menores al régimen general de responsabilidad”. Caso de actuar en este sentido se atentaría contra el principio de igualdad. De manera que una vez asentado el criterio de la edad para la creación de una jurisdicción especializada, no habría, en principio, justificación ni legítima, ni suficiente para no seguir el procedimiento ordinario ante los juzgados de menores (32).

En relación con la especialización de la justicia de menores, se puede destacar que otro de los principios inspiradores de esta jurisdicción es el de proximidad y la consiguiente atribución de competencia para conocer el caso al juez de menores del domicilio del menor. En concreto, la LO 5/2000 realiza esta atribución en el artículo 20.3 (33).

En sentido contrario, y pese a la claridad del enunciado, la LO 7/2000 (en la Disposición Adicional Cuarta que se añade a la LO 5/2000) decreta que los delitos de terrorismo cometidos por menores entre catorce y dieciocho años –excluyendo a los menores entre dieciocho y veintiuno— serán enjuiciados por un Juez Central de Menores situado en la Audiencia Nacional en Madrid. Y ello, sin haber previsto nada de cara a mejorar los desplazamientos que los menores y sus familias deberán realizar ante su nueva sede y sin tener en cuenta la oposición del Consejo General del Poder Judicial a que se lleven los delitos de los menores entre catorce y quince años ante el Juzgado Central de Menores (34).

Igualmente alega la Convención de los Derechos de los Niños que la causa será dirimida por una autoridad competente, independiente, imparcial y en audiencia equitativa conforme a la ley. Es cierto que el Juez Central de Menores de la Audiencia Nacional de Madrid cumple con todos esos requisitos en cuanto está integrado en el Poder Judicial, pero es preciso insistir en la necesidad de preguntarse por las razones de oportunidad jurídica o política que exigen llevar los delitos de terrorismo hacia una sede distinta de la que se encuentra en el domicilio del menor. Para justificar el alejamiento, se defiende que nos hallamos ante delitos que, por su incremento cuantitativo (35) y su alteración cualitativa –se recurre a métodos cada vez más crueles, sofisticados y que obtienen una mayor resonancia social (36)— generan una gran alarma social, a la que se considera necesario responder de manera rotunda desde el ámbito legislativo y el judicial. Por su parte, la Fiscalía General del Estado exige atender a la necesidad de centralizar “las investigaciones de hechos terroristas que, en tanto fenómeno unitario, se mantenga en el conocimiento integral y completo de un órgano –la Audiencia Nacional” (37). En todo caso, se podría decir que la creación de los Juzgados Centrales de Menores en la Audiencia Nacional respondería a lo que Gómez Benítez (1982: 55) consideraba en la década de los ochenta como la atribución de “una significativa competencia sobre delincuencia política a la simultáneamente creada jurisdicción ordinaria-especial (Audiencia Nacional)”.

Desde otra perspectiva, también la Convención sobre los Derechos de los Niños destaca la desinstitucionalización como principio que dominará la toma de decisiones judicial y como mecanismo para fomentar la integración del menor en sociedad (38). Principio que se materializará, tanto a través de la previsión y recurso a un amplio abanico de medidas que ofrezcan alternativas al internamiento, como también mediante la limitación o revisión constante de su duración. En contraposición a las demandas de la Convención, vemos cómo la LO 7/2000 no hace gala de imaginación a la hora de ampliar el abanico de medidas a disposición del juez y contempla el internamiento en régimen cerrado –junto con una posterior medida de libertad vigilada— y la inhabilitación absoluta –como medida complementaria en los delitos de terrorismo– como las únicas medidas a aplicar al núcleo duro de la delincuencia juvenil. Al tiempo que, en comparación con la delincuencia ‘común’, prolonga desproporcionadamente su duración y puede fomentar efectos ‘desocializadores’ irreparables.

En concreto, se puede destacar que la LO 7/2000 respetó finalmente las consignas del Consejo General del Poder Judicial relativas a la necesidad de mantener la distinción de dos tramos de edad: el primero entre los catorce y los dieciséis años y el segundo entre los dieciséis y los dieciocho (39). Al tiempo que prevé una elevación general de la duración de la medida de internamiento para los menores entre dieciséis y dieciocho que han cometido actos de “extrema gravedad”, o entre catorce y dieciocho años que hayan cometido delitos graves, así como una elevación específica –que se superpone a la anterior– para aquellos menores que hayan cometido delitos de terrorismo.

Más precisamente, la LO 7/2000 modifica el artículo 9.5 de la LO 5/2000 estableciendo que para los menores entre dieciséis y dieciocho años, que hayan cometido delitos con violencia o intimidación en las personas o con grave peligro para la vida y la integridad física de las mismas, en supuestos de extrema gravedad –entre los que se contempla expresamente la reincidencia–, el juez podrá imponer hasta cinco años de internamiento en centro cerrado, seguidos de hasta otros cinco de libertad vigilada (40). Teniendo en cuenta que, en estos supuestos, sólo se podrán ejercitar las facultades de modificación, suspensión o sustitución de las medidas impuestas una vez transcurrido un año de cumplimiento efectivo de la medida de internamiento.

Además, la misma LO 7/2000 ha añadido una Disposición Adicional Cuarta a la LO 5/2000 en la que establece que a los menores cuyas edades estén comprendidas entre catorce y dieciséis años que hayan cometido delitos graves (138, 139, 179, 180 del Código Penal) o de terrorismo (571-580 Código Penal) se les podrá imponer medidas de internamiento en régimen cerrado de uno a cuatro años, que serán seguidas –en su caso— por medidas de libertad vigilada de hasta tres años (41). En tanto que a los menores entre dieciséis y hasta los dieciocho años –en los mismos supuestos— se les podrá imponer un internamiento en régimen cerrado de entre uno y ocho años, seguido –en su caso— de hasta cinco años de libertad vigilada. Al tiempo que se decreta que sólo cabrá ejercitar las facultades de modificación, suspensión o sustitución de las medidas impuestas cuando haya transcurrido al menos la mitad de la duración de la medida de internamiento.

Por su parte, la misma Disposición Adicional regula un tratamiento excepcional para los delitos de terrorismo (arts. 571-580 Código Penal). En concreto, determina que cuando se enjuicie más de un delito y alguno de ellos sea grave y sancionado con prisión igual o superior a quince años de los delitos de terrorismo, se podrá imponer a los menores entre catorce y dieciséis años una medida de hasta ocho años; esto es, hasta cinco de internamiento y –en su caso– tres de libertad vigilada. En tanto que para los mayores entre dieciséis y dieciocho cabrá una medida de hasta quince años: es decir, hasta diez de internamiento, seguidos –en su caso– por cinco de libertad vigilada.

También hay que apuntar que, en el caso de los delitos de terrorismo, se establece como medida complementaria –y en absoluto educativa— la de inhabilitación absoluta que durará entre cuatro y quince años a contar a partir de la duración de la medida de internamiento en función de la gravedad, el número de delitos y las circunstancias del menor.

También se puede defender que la perpetuación del principio de alejamiento que se produce a través de la LO 7/2000 iría, en cierto modo, contra la apuesta que hace la LO 5/2000 por el entorno familiar como el más apropiado para educar y responsabilizar a los menores. Una manifestación de esta apuesta –aparte de la preferencia por el juez del domicilio— la encontramos, por ejemplo, en la alusión a la corrección familiar como mecanismo desjudicializador que evita el procedimiento judicial (42). Ahora bien, no obstante esta declaración de principios, hay que resaltar que la normativa de justicia de menores general también es consciente de que la familia puede estar induciendo o alentando al menor al delito, transmitiendo una idea equivocada sobre los contenidos del derecho penal y los valores sociales, o manifestarse incapaz de ofrecer al menor un entorno de socialización adecuado.

En estos casos, se tenderá a solicitar una medida que sustituya el control paternal inexistente o que le separe temporalmente de su familia (43). Evidenciando que si bien uno de los principios que rige las políticas de infancia es el mantenimiento del menor en su familia, éste no resulta aplicable de manera incondicional. En este sentido, ya hemos visto cómo la LO 7/2000 únicamente hace referencia al internamiento en centros cerrados especiales y alejados de sus familias para los menores que han cometido delitos de terrorismo. Sin tener en cuenta que, como asegura Gómez Benitez (1982: 62), “las ‘cárceles especiales’ son, precisamente, el paradigma del poder: disciplinar, aquí, es incomunicar, e incomunicar es, ante todo, destruir”. Y, sobre todo, evidenciando su desconfianza radical hacia el contexto familiar y social de estos menores que es considerado como poco o nada oportuno en el fomento de la reinserción social de sus hijos  (44).

De manera que, de un lado, la limitación rotunda de las medidas a disposición del juez de menores supone, tanto una restricción importante de la discrecionalidad de que debe disponer para aplicar la medida que crea más oportuna a la vista de las circunstancias, la gravedad del hecho y de la situación psicosocial del menor, como una apuesta por la institucionalización como única solución posible ante los delitos terroristas o graves. Al tiempo que, de otro lado, la prolongación de la duración de la medida de internamiento nos coloca ante una expansión del derecho penal, cuyo núcleo – asegura Silva Sánchez (2001: 152, 159)—, está “en la expansión del Derecho penal de la pena privativa de libertad”. Vemos, por tanto, cómo la LO 7/2000 y las reformas que se adelantan se desvincula, ante los delitos graves y de terrorismo, de la tendencia que impone la Convención de minimizar el internamiento y la duración de las medidas para permitir una socialización de los menores en el ámbito familiar y en su contexto social (45). Al tiempo que, en sentido contrario, parece aproximarse a algunas normativas europeas de justicia de menores que, respondiendo a una alarma social generalizada, endurecen las medidas para los delitos graves (Bailleau y Cartuyvels 2003). Es evidente que la orientación educativa que debería estar presente en toda respuesta a la delincuencia juvenil, se obvia cuando los actos cometidos son calificados de graves o de terroristas (46).

A la vista de todo ello, es apreciable que el interés superior del menor que ha cometido delitos graves o terroristas, en una necesaria fricción con otros intereses, queda bastante mal parado. Contra las pretensiones de este principio, la LO 7/2000 perpetúa una política legislativa de invisibilización e inocuización del peligroso y del que considera incorregible, por encima de otra preventiva de la reincidencia o intervencionista en las causas del delito. Y, lo que es peor, sin cuestionarse sobre “si esa función intimidatoria individual, o asegurativa/inocuizadora, cumplida por el Derecho Penal puede formar parte del complejo de fines legitimadores de la intervención del Derecho Penal” (Silva Sánchez 1992: 309)47. En los delitos graves y los de terrorismo, la tensión entre responder a la infracción desde la perspectiva del interés superior del menor que ha delinquido, o acallar la alarma social producida por esos actos para legitimar el sistema es máxima. Optando finalmente la LO 7/2000 por obviar el interés del menor y por responder al clamor social que exige tanto el alejamiento del menor durante el máximo tiempo posible, como la consideración del mismo como enemigo y no como ciudadano tratado desde parámetros de normalidad. En esta situación, cuando el orden público se encuentra perturbado por el comportamiento de algunos menores, el juez de menores interviene como representante del estado que pretende intervenir aislando al menor de su entorno y definiéndolo como un problema individual a resolver (Bailleau 1997: 79).

5. Algunas conclusiones sobre las que discutir

Parece que algunas de las modificaciones introducidas por la LO 7/2000 en la LO 5/2000 crean lo que Izaguirre (2001: 1809) ha calificado de “jurisdicción antiterrorista de menores” y representan un desconocimiento abierto de algunos principios que necesariamente deberían regir el derecho penal de menores. Ahora bien ¿se podría decir que esa regulación forma parte del derecho penal del enemigo? A la vista de esta caracterización del derecho penal del enemigo como prospectivo, que incrementa desproporcionadamente las penas y suprime algunas garantías procesales de carácter individual y si consideramos las modificaciones de la LO 7/2000 es preciso hacer algunas precisiones antes de decantarse.

Así, es evidente que la LO 7/2000 adopta una perspectiva prospectiva cuando sólo permite revisar las medidas una vez transcurrido un año o la mitad de la duración de la medida, cuando prolonga su duración o decreta el internamiento en centros especiales.

Por su parte, la doctrina y los operadores jurídicos y sociales han criticado de forma unánime un incremento de la duración de la medida de internamiento que resulta desproporcionado y en absoluto educativo y resocializador. Al tiempo que hemos visto cómo se relajan efectivamente algunos principios –que no garantías– que deberían regir la justicia de menores. De manera que, los menores entre catorce y dieciocho años que han cometido delitos graves y terroristas son tratados como reales o potenciales enemigos del sistema, cuando aún no son considerados como ciudadanos en sentido pleno (Bernuz 2003), y aunque se respeten sus garantías procesales. Ahora bien, ¿cuáles son las razones para tratar como enemigos a los menores que han cometido delitos terroristas? ¿por qué –como asegura Landrove (2002: 1585) tratarlos como terroristas menores y no como menores que cometen actos terroristas? Podemos avanzar junto con Cancio Meliá (2002: 24) que las razones se encuentran en el significado principalmente político de los actos delictivos y en la existencia de una organización que le confiere especial peligrosidad.

No obstante, el mismo autor (Cancio Meliá 2002: 22), asegura que la reforma legislativa no ha tenido en cuenta ni que la percepción de los riesgos es subjetiva, ni que “los fenómenos a los que reacciona el derecho penal del enemigo no tienen esa especial peligrosidad terminal (para la sociedad) que se predica de ellos”. Destaca que la respuesta ‘idónea’ a estos delitos de terrorismo “debe estar en la manifestación de normalidad, en la negación de la excepcionalidad, de la capacidad de cuestionar, precisamente, esos elementos esenciales amenazados”. Es más, asegura que “la mayor desautorización que puede corresponder a esa defección intentada por el ‘enemigo’ es la reafirmación de la pertenencia del sujeto en cuestión a la ciudadanía general, es decir, la afirmación de que su infracción es un delito común” (48). Otro modo de actuar supondría dar pábulo a lo que –paradójicamente— se ha conocido como “guerra al terrorismo” (49). Y, no tendría en cuenta que, como asegura Arroyo (1985: 200), la excepcionalidad “tiende a proyectarse sobre todos y cada uno de los elementos del sistema penal, transformándolos, corriéndose el riesgo de aparecer todos ellos, y sus principios y valores, desnaturalizados”.

Desde la perspectiva del derecho penal del enemigo, Silva Sánchez reflexiona sobre una posible dinámica de tres velocidades. Una primera estaría “representada por el derecho penal de la cárcel en el que habrían de mantenerse rígidamente los principios político-criminales clásicos, las reglas de imputación y los principios procesales”. La segunda velocidad está “para los casos en los que, por no tratarse ya de la cárcel, sino de penas de privación de derechos o pecuniarias, aquellos principios y reglas podrían experimentar una flexibilización proporcionada a la menor intensidad de la sanción”.

Su pregunta gira en torno a si puede admitirse una ‘tercera velocidad’ en el derecho penal, “en la que el derecho penal de la cárcel concurra con una amplia relativización de garantías político-criminales, reglas de imputación y criterios procesales” (Silva Sánchez 2001: 163). Lo cierto es que podría hablarse –también muy matizadamente— de tres velocidades en la justicia de menores española.

La primera velocidad correspondería a una justicia light-desjudicializadora para los delitos menos graves –que se está encargando de un tercio de los casos que llegan ante el fiscal de menores— y para menores integrados social y familiarmente.

La segunda velocidad viene con la justicia tradicional ante el juez de menores para la delincuencia común.
Y se puede hablar de una tercera velocidad, para el núcleo duro de la delincuencia juvenil: reincidencia y delincuencia de extrema gravedad, desde el momento en que se aumenta, por diversas razones, la duración de la medida de internamiento en centro cerrado, al tiempo que – como hemos visto— se pasa por encima de algunos principios considerados como esenciales en la jurisdicción de menores. Aunque, eso sí, siempre contando con el respeto de las garantías individuales.
En todo caso, hay que recordar que las exigencias de la sociedad a la Justicia de Menores están vinculadas con la concepción que aquélla tiene de la infancia, de la naturaleza de sus comportamientos delictivos y del contenido que debe tener la respuesta a los mismos. En concreto, la LO 7/2000 surge en una coyuntura social de alarma en el estado español que exige el refuerzo de la protección de los bienes y personas contra los que atentan los actos terroristas y los delitos graves. De un lado, el Consejo General del Poder Judicial recomienda actuar desde la serenidad y desde el respeto absoluto de los derechos fundamentales y las libertades públicas (50). Caso contrario, llegaríamos al recurso masivo al derecho penal excepcional y al principio de represión a toda costa como mecanismos óptimos para remediar un malestar social que quizás requeriría otras soluciones (Sainati 1999: 64) (51). De otro lado, vemos cómo, en sentido contrario, la normativa defiende el alejamiento –llevado a cabo mediante el internamiento— como la única medida posible preventiva de la reincidencia. En todo caso, es preciso tener presente que si la normativa defiende que el internamiento puede acabar con la utilización de los jóvenes por las élites de ETA, o con la evolución hacia comportamientos terroristas propiamente dichos (52), también es cierto que la normativa puede estar utilizándolos como mecanismo de justificación y legitimación social y política en una coyuntura como la actual.

En concreto, con las modificaciones y excepciones a la normativa reguladora de la responsabilidad penal de los menores se está asentando una tendencia a tratar al menor, autor de delitos graves, como enemigo al que es preciso eliminar o, al menos, invisibilizar.

En realidad, se deja translucir la idea de que la actitud de la sociedad hacia estos menores infractores, no difiere un ápice de la que se mantiene hacia los adultos que han incurrido en estos mismos delitos. En este sentido Freeman (1983) asegura que: “la actitud de la sociedad hacia los niños que delinquen no puede ser aislada de la actitud de la sociedad hacia los delincuentes en general; esperan que se haga algo en relación al comportamiento delincuente”.

Hay que ser consciente de que buscar el equilibrio no resulta tarea fácil. De hecho, si todos estamos de acuerdo en que la política y la justicia deben actuar según principios y motivaciones diferentes, la interrelación resulta inevitable y es, de hecho, palpable. En este sentido, hay que dejar planteada la dificultad que supondría legitimar la intervención de una justicia “ordinaria” de menores en relación a delitos que, aparte de la realidad que representan, están siendo magnificados cada día por los medios de comunicación (Cairns 1997: 256). En este caso, las instituciones judiciales de menores serían puestas en cuestión tanto por los expertos, como por la opinión pública (Bailleau 1997: 77, 85). Por un lado, los expertos podrían reprochar la inadecuación de las respuestas tradicionales que ofrece la justicia de menores –o su inexistencia— a esta delincuencia que se pretende “excepcional” desde un punto de vista fundamentalmente cualitativo. Por otro lado, la opinión pública, alentada en parte por la alarma social que genera la perpetración de actos de esta índole le acusaría de no reprimir nunca suficientemente a los menores que han incurrido en delitos graves o terroristas.

A la postre, lo que parece claro es que, tanto la reforma que alentó la LO 7/2000, como las nuevas reformas de la Ley Orgánica reguladora de la responsabilidad penal de los menores que se avecinan no esconden ya sus verdaderas intenciones. El legislador, que en esta ocasión habla a través del Ministro de Justicia, asegura que “las medidas deben ofrecer un mensaje de prevención general y de seguridad al conjunto de la sociedad”. En tanto que Silva asegura que las nuevas medidas “satisfacen necesidades psicosociales de pena, esto es, apaciguan la sensación de inseguridad y desazón social ante la aparente imposibilidad de erradicar definitivamente el fenómeno terrorista”.

Lo mismo podría decirse de las medidas más duras previstas para ese núcleo duro de la delincuencia juvenil que parece no dejarse gestionar a través de una intervención preventiva, ni legitimar mediante una reacción educativa. En todo caso, el tiempo nos dará –o no– la razón.

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1. Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto I+D (BJU2003-07869-C02-02): “La tensión entre libertad y seguridad: una aproximación socio-jurídica”.
2. El derecho penal moderno, como indica Gracia Martín (2003: 57-8) se identificaría con “el conjunto integrado por las nuevas figuras delictivas añadidas a las legislaciones penales y por las modificaciones –o agravaciones— de las tradicionales, con el fin, en todos los casos, de extender la intervención penal a conductas y a ámbitos de la realidad social del presente que ya estaban excluidos de la punibilidad en el sistema tradicional de la Parte Especial, o bien, en su caso, para dispensar a determinados hechos tradicionalmente punibles un tratamiento penal más severo cuando concurren determinadas circunstancias a las que, en el presente se atribuye un significado especialmente relevante desde el punto de vista penal”.
3. Sobre las tensiones y conflictos, en particular con el valor de la libertad, que genera una protección incondicional de la seguridad, resulta interesante la consulta de Bernuz y Ordovás (2005), así como el volumen colectivo en el que se integra (Bernuz y Cepeda 2005).
4. Continúa destacando que: “esta reducción tiene lugar por dos vías: sobre la base del principio individualista de la intervención mínima y sobre la base de principios garantísticos individuales”.
5. Por su parte, Prittwitz (1999: 444) destaca los efectos negativos de esta expansión asegurando que “no se puede dejar que se desafile la afilada espada de la pena empleándola en cualquier ocasión insignificante; si se utiliza para cortar madera, fallará cuando el golpe sea realmente necesario”.
6. Asegura Gracia Martín (2003: 121), que para Jakobs, “los datos concretos que sirven de base a las regulaciones específicas del derecho penal del enemigo son la habitualidad y la profesionalidad de sus actividades, pero sobre todo su pertenencia a organizaciones enfrentadas al Derecho y el ejercicio de su actividad al servicio de tales organizaciones”.
7. Esta función simbólica supone, según Cancio Meliá (Jakobs y Cancio 2003: 68) una preferencia de “la función latente sobre la manifiesta”. Para Silva Sánchez (1992: 305), “lo problemático no es el elemento simbólico, sino su absolutización en disposiciones que, incapaces de cumplir directamente la declarada finalidad de protección de bienes jurídicos (función instrumental), se limitan a desplegar tal efecto que, por ello, resulta elevado a la categoría de función exclusiva”.
8. Siempre teniendo en cuenta que, como indica Ferrajoli (1995: 262), las funciones que pueden cumplir las medidas serán “la enmienda o corrección del reo, su neutralización o puesta en condiciones de no causar perjuicios, la disuasión de todos los demás de la tentación de imitarle mediante el ejemplo del castigo o su amenaza legal, la integración disciplinar de unos y otros y el consiguiente reforzamiento del orden mediante la reafirmación penal de los valores jurídicos lesionados”. Y también al margen de las constantes referencias a que el derecho penal no intimida y, por tanto, carece de la función de la prevención general negativa; vid., entre otros, Silva Sánchez (1992: 218) o Baratta (1986: 85).
9. Hay que precisar que según el artículo 96.1 de la Constitución Española, “los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno”.
10. Aunque sobre los modelos que asume la justicia de menores española en la actualidad, creo que la visión más completa la ofrece Fernández Molina (2004).
11. La Recomendación nº R (87) del Consejo de Europa concreta el interés superior del niño en la jurisdicción de menores en la imposición de las medidas educativas y reinsertadoras del menor –limitándose en consecuencia el recurso al internamiento en la medida de lo posible—, así como impuestas en función de la personalidad y necesidades específicas del menor. Por su parte, las Reglas de Beijing concretan el interés del menor en evitar la remisión de los casos a la jurisdicción de adultos, en limitar en la medida de lo posible la detención preventiva, en favorecer las medidas alternativas al internamiento, en facilitar las relaciones con la familia –sea evitando los internamientos demasiado alejados y poco accesibles, o favoreciendo el contacto regular con la familia—, o en legislar sobre la intervención de los medios de comunicación en el ámbito de la delincuencia y en las posibles reacciones sobre la misma. Sobre el significado del interés del menor en la justicia de menores española vid., por ejemplo, Fernández Molina (2002). En relación a la importancia del interés superior del niño como concepto que permite la concepción del niño como sujeto de derechos y acaba con su consideración como objeto de protección pueden verse, entre otros, Freeman 1997: 360-388; Alston 1994: 1-25; Parker 1994: 26-41; Carney 1992; Wolf 1992.
12. En concreto, Silva Sánchez (2001: 60) apunta que esta responsabilidad social por los delitos de los menores se aprecia en la exención de responsabilidad penal de los menores que no han cumplido los catorce años. Para ellos se prevén los mismos mecanismos que para los menores desprotegidos, esto es, la remisión del expediente y la imposición –en su caso— de una medida desde las instancias de Protección de la Infancia.
13. La justicia de menores en España está regulada principalmente por la LO 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores. Esta fue modificada por la LO 7/2000, de 23 de diciembre, de modificación de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, y de la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores, en relación con los delitos de terrorismo, que modificó el artículo 9.5 para los actos de extrema gravedad –entre los que incluye la reincidencia– e introdujo la D.A. 6ª en relación a los delitos graves (artículo 138, 139, 179, 180 del C.P.) y los delitos de terrorismo (artículos 571-580 C.P.); por la LO 9/2000, de 22 de diciembre, sobre medidas urgentes para la agilización de la Administración de Justicia, por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, de Poder Judicial, que suspende la aplicación de la LO 5/2000 a los jóvenes entre 18 y 21 años; por la LO 9/2002, de 10 de diciembre, de modificación del Código Penal y del Código Civil, que vuelve a confirmar la suspensión de la LO 5/2000 a los jóvenes entre 18 y 21 años hasta enero de 2007; igualmente, la LO 15/2003, de 25 de noviembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal introdujo la acusación particular para las víctimas y perjudicados por un delito cometido por un menor entre catorce y dieciocho años. Hay que apuntar que, aunque desde la entrada en vigor se habla de una reforma de la LO 5/2000, lo cierto es que el pasado 7 de octubre el Ministro de Justicia presentó al Consejo de Ministros un informe sobre la reforma de la Ley Orgánica reguladora de la responsabilidad penal de los menores (LO 5/2000). El Gobierno justifica la reforma en la necesidad de responder a la alarma social (El País 12 de mayo de 2005). Y responde, entre otras formas, con un incremento de la duración de las medidas para los delitos más graves y para aquéllos cometidos en banda o con organización o asociación, con la derivación de los menores que hayan cumplido 18 años a las cárceles para adultos o con medidas específicas para algunos delitos. Pantoja García (2005) vocal de Consejo General del Poder Judicial destaca que la reforma pretende incrementar la respuesta punitiva y supone una desatención a la Convención de los Derechos de los Niños y al interés del menor. Las últimas alusiones al informe sobre la reforma se pueden analizar en El País de 7 y 8 de octubre de 2005.
14. Como asegura Silva Sánchez (1992: 205), “la ‘justicia’ pasa a ser el eufemismo de la necesidad psicológicosocial de pena, o de venganza”.
15. Radbruch (1999: 217) pone de manifiesto la contradicción cuando destaca que, “si la idea de seguridad jurídica preserva de sus últimas consecuencias a la idea de la prevención especial (…) la idea de la justicia se opone a la individualización excesiva a que conduciría la consecuente interpretación de la idea finalista de la prevención especial”.
16. Izaguirre (2001: 1809) ha destacado que: “para que la comisión de delitos de naturaleza ordinaria como homicidios, lesiones, detenciones ilegales, secuestros, amenazas, coacciones, incendios, estragos o daños, pueda calificarse de terrorismo, ha de concurrir un elemento subjetivo del injusto, consistiendo en que se lleve a cabo el delito con la finalidad de subvertir el orden constitucional o alterar gravemente la paz pública o la de contribuir a estos fines atemorizando a los habitantes de una población o a los miembros de un colectivo social, político o profesional”.
17. Es importante destacar que la LO 7/2000, en principio relativa a delitos de terrorismo, fue aprovechada para introducir un incremento de la duración de la medida de internamiento para delitos graves, pero que no necesariamente tienen que ver con el terrorismo, como son el asesinato, homicidio (doloso), los abusos sexuales cualificados o la violación. Parece que, como asegura Gómez Benitez, “la indudablemente deseable persecución de los delitos de terrorismo se convierta en una excelente coartada para introducir en el ordenamiento jurídico-penal una serie de normas excepcionales”.
18. De hecho, los medios de comunicación afirmaron en su día que “los comandos Y de violencia callejera, creados a principios de los 90 (…) se han convertido en el vivero natural de los actuales comandos de ETA (…) han alcanzado puestos de responsabilidad en la nueva dirección de ETA (…) han integrado este tipo de ‘lucha’ como un ‘elemento más’ dentro de la actividad terrorista de ETA” (El País, de 5 de junio de 2001).
19. En concreto, los debates parlamentarios que giraron en torno a la LO 7/2000 reflejan la consideración mayoritaria de que es una reforma que atenta contra los principios inspiradores de la LO 5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores. En concreto, sobre la contradicción con el principio de juez natural y el principio de proximidad y sobre la creación de una jurisdicción especial en la Audiencia Nacional –que estigmatiza al menor como terrorista— vid. enmienda 9 (Grupo Mixto), enmienda 47 (Grupo Mixto), enmienda 52 (Grupo Mixto); en relación con el incremento desproporcionado, pero escasamente educativo de la medida de internamiento vid. enmienda 1 (Izquierda Unida), enmienda 9 (Grupo Mixto), enmienda 31 (Chunta Aragonesista), enmienda 68 (Grupo Parlamentario Vasco); en relación al carácter retributivo y escasamente reinsertador de la medida de inhabilitación de duración prolongada vid. enmienda 9 y 61 (Grupo Parlamentario Vasco); sobre el efecto contaminador de crear centros especiales para menores que han cometido delitos de terrorismo, así como sobre el vaciado de competencias que ello supone para las Comunidades Autónomas vid. enmienda 47 (Grupo Parlamentario Mixto), enmienda 69 (Grupo Parlamentario Vasco); sobre las potenciales causas de alarma social que están detrás del surgimiento de la LO y los pretendidos efectos electoralistas de una norma que reforma otra antes de su entrada en vigor vid. enmiendas 10 y 40 (Grupo Mixto).
20. Vid. Revista Catalana de Seguridad Pública 4 (1999), sobre ‘Medios de comunicación y seguridad pública’.
21. En este mismo sentido de ofrecer a la sociedad una información completa y veraz sobre la legislación y la justicia de menores se manifestó el Defensor del Menor de Madrid, Núñez Morgades. Aseguraba que “la necesidad de explicar esta Ley, se deriva de que la sociedad estupefacta, le atribuye benignidad, generación de impunidad hacia los menores y el ser una ley que, en lugar de disuasoria, es una invitación al delito” (El País 26 de enero de 2005).
22. También Millet (citado en Goldson 2002: 393) pone de manifiesto que: “la dura verdad es que las instituciones penales juveniles tienen un mínimo impacto sobre el crimen. Si la mayor parte de las cárceles fueran cerradas mañana, el aumento del crimen sería insignificante (…) la incapacitación como el mayor dogma del control del crimen es una cuestionable política social”.
23. Díez Ripollés (2004: 12) asegura que todos los partidos políticos quieren satisfacer –aunque sea de manera simbólica– las demandas populares de más seguridad y aparentar ser los más duros contra el crimen.
24. La prensa se hace eco de esa vinculación entre alarma social y modificaciones legislativas. Por ejemplo, El Heraldo de Aragón (12 de octubre de 2003, p. 38) destacaba que “instado por el clamor popular, el Gobierno prepara el endurecimiento de una ley que da prioridad a la reinserción”. Aunque no tiene que ver directamente con la modificación fomentada por la LO 7/2000, Fernández Molina (2004: 483-490) puso de manifiesto las vinculaciones estrechas entre la alarma social que generó el caso de Sandra Palo y la reforma de la LO 5/2000 por la LO 15/2003, de cara a introducir la acusación particular en la justicia de menores.
25. Al margen de que la delincuencia terrorista es fundamentalmente violencia urbana centrada en el País Vasco, los medios de comunicación también han sacado a la luz otras novedosas formas de colaboraciones de menores en delincuencia terrorista. El caso más sonado fue el de ‘El gitanillo’ que colaboró en la sustracción y transporte de los explosivos con los que se cometieron los atentados terroristas del 11-M de 2003. Se impuso una medida de seis años de internamiento seguida de cinco años de libertad vigilada. Se pueden ver una síntesis, por ejemplo, en El País de 16 de noviembre de 2004.
26. En este sentido, Giménez-Salinas Colomer (2001: 540) ha defendido que “no se puede legislar a golpe de acontecimiento y que precisamente cuando más grave es la situación, con mayor serenidad hay que afrontarla”. Más precisamente, sobre la reforma que realiza la LO 7/2000 destaca que “aún teniendo la Ley importantes deficiencias, habría que haberla dejado reposar un mínimo de dos años hasta saber los efectos de su implantación. (…) habrá que esperar a un período mínimo de cinco años para conocer los resultados en materia de reincidencia y de prevención de la delincuencia” (ibídem. 2001: 543).
27. El diario El País destacó que “la kale borroka sigue necesitando de la ignorancia y la inconsciencia infinita de tantos jóvenes que a partir de la creencia de que Euskadi está ocupada y sojuzgada por dos Estados imperialistas encauza su rebeldía juvenil adentrándose en la senda marcada por el terrorismo, una trampa que se cierra irremisiblemente para muchos de ellos” (El País, de 17 de junio de 2001).
28. De hecho, asegura Ferrajoli (1995: 279) que la prevención general no protege del ‘terrorismo penal legislativo’ dado que “habiendo de servir como ‘contraestímulo’, ‘contramotivo’ o ‘coacción psicológica’, resulta tanto más eficaz cuanto más elevadas y severas sean las penas con las que se amenaza”.
29. Simon destaca que “una vez que el proyecto político se reduce a ofrecer varios gestos de venganza popular, el retorno hacia el internamiento es inevitable” (citado en Goldson 2002: 392).
30. En la delincuencia común, Jakobs (2003: 23) asegura que “el hecho, como hecho de una persona racional, significa una desautorización de la norma, un ataque a su vigencia, y la pena significa que la afirmación del autor es irrelevante y que la norma sigue vigente sin modificaciones, manteniéndose, por tanto, la configuración de la sociedad”.
31. En este sentido, Jakobs (2003: 38) subraya –fundamentando la aparición de un derecho penal del enemigo— que “en aquellos casos en los que la expect ativa de un comportamiento personal es defraudada de manera duradera disminuye la disposición a tratar al delincuente como persona”.
32. En concreto, el Consejo General del Poder Judicial determinó ya en su informe al Anteproyecto de Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores que: “sustraer todo un bloque delictual del régimen general y procesal generalmente aplicable a los menores de edad es una medida que rompe con la coherencia interna del nuevo sistema de responsabilidad de los menores (…) que se nos ofrece como perspectiva inmediata para el tratamiento de este sector de la población infractora”.
33. De hecho, las conclusiones a las Jornadas sobre Justicia de Menores organizadas por el CGPJ en 1994 (p. 33) afirmaron que: “en la jurisdicción de menores, jueces y fiscales de menores, serán competentes para conocer de todas las causas seguidas por delitos y faltas cometidas por menores de dieciocho años”.
34. El Consejo General del Poder Judicial puso de manifiesto en su Informe al Anteproyecto de Ley Orgánica de modificación del Código Penal y de la Ley Orgánica reguladora de la responsabilidad penal de los menores en materia de terrorismo y conexos la oportunidad de concretar “los mecanismos complementarios de actuación de este Juzgado al objeto de evitar los desplazamientos continuos de los menores desde su lugar de residencia hasta la sede del Juzgado”. Al igual que planteó la conveniencia de que los menores sean atendidos, al menos, por los equipos técnicos de los juzgados de menores de su domicilio.
35. Vid. los datos ofrecidos por el Ministerio del Interior: http://www.mir.es
36. La Exposición de Motivos de la LO 2/1998, de 15 de junio, de modificación de Código Penal y Ley de Enjuiciamiento Criminal afirmó que la violencia callejera tiene una “extraordinaria capacidad para alterar la paz social”.
37. Vid. Informe de la Fiscalía General del Estado sobre el Anteproyecto de la que posteriormente sería la Ley Orgánica 7/2000, en relación con los delitos de terrorismo en Giménez-Salinas Colomer 2000: 571-572.
38. En este sentido, Silva Sánchez (1992: 264) asegura que: “la idea de resocialización se opone, ante todo, a penas de esencia, duración o configuración desocializadora: su aspecto negativo es, por tanto, lo decisivo”.
39. La diferenciación por tramos encuentra su razón de ser en la tradición jurídica que ha entendido que en el primer tramo de edad “se reclama con una especial intensidad la aplicación de medidas educativas, resocializadoras y de actuación integradora”. Además, ante la imposibilidad material y humana de realizar un diagnóstico de caso por caso, el establecimiento de franjas de edad representa la medida más ajustada al interés del menor de cara a fomentar una mayor progresividad en la respuesta al delito (Youf 2000: 101, 104).
40. Baste apuntar que la reforma que ha anunciado el Gobierno en los últimos meses prevé que para los menores entre dieciséis y dieciocho años en las circunstancias indicadas en el texto el juez podrá aplicar una medida de internamiento de hasta seis años. En tanto que, como novedad, la hipotética reforma establece que para los menores de catorce y quince años que hayan cometido actos de extrema gravedad o con violencia o intimidación, el juez podría imponer medidas de hasta tres años (incluida la medida de internamiento en centro cerrado). Vid., por ejemplo, El País, 8 de octubre de 2005, p. 36.
41. En principio, la Reforma prevé que en esos casos el juez podrá llegar hasta cinco años de internamiento en centro cerrado. Y en caso de concurso de delitos, hasta seis años. Vid. avance de reforma presentada por El País, 8 de octubre de 2005, p. 36.
42. Esta medida se puede interpretar también, con muchas cautelas, como una medida de “privatización” selectiva del castigo de los menores. Que, en sentido contrario, tiende a mantener las instituciones judiciales para los niños de familias desestructuradas, o como un mecanismo para responsabilizar a las familias por las infracciones de sus hijos (Bernuz 2001).
43. Fátima Pérez Jiménez y Teresa Rivas Moya (2004: 2) han destacado que “los factores que hacen más probable la imposición de una medida de internamiento son aquéllos que revelan la situación desfavorecida familiar y personal del menor infractor (…) a los menores con un entorno y una situación personal más problemática se les deriva hacia unos recursos que pueden posibilitar la recuperación de su proceso de socialización”.
44. En relación a la incidencia del entorno familiar en la participación a bandas armadas, Cairns (1997: 259, 264) ha destacado que la participación adolescente en organizaciones terroristas se debe más a un clima microsocial favorable que a un clima macrosocial potenciador de estos comportamientos. Si bien antepone que un clima social y político determinado es lo que condiciona que la agresividad se canalice hacia la violencia terrorista. Como contrapunto, la prensa española se hacía eco del desconocimiento por los padres, en muchos casos, del tipo de actividades u organizaciones en que se encuentran su hijos (El País, 17 de junio de 2001).
45. Tendencia que parece no haber producido los efectos deseados. En los medios de comunicación ya se hablaba de que las modificaciones introducidas en la LO 5/2000 ha generado un efecto contradictorio: “limitar el acceso y acelerar el pase a ETA de los cachorros del coctel” (El País, 8 de mayo de 2001).
46. Dando, en parte, la razón a este planteamiento punitivo de la LO 7/2000 que refuerza la dureza de la medida en los delitos de terrorismo, un sector de la doctrina establece que los jueces de menores deben recurrir sistemáticamente a las medidas educativas, salvo cuando se trata de reiteraciones múltiples, o cuando se encuentran ante actos criminales (Youf 2000: 107).
47. Continúa destacando (Silva Sánchez 1992: 310) que: “tampoco cabe una configuración puramente asegurativa/inocuizadora del contenido de las penas privativas de libertad ni de las medidas de seguridad, puesto que la Constitución establece una orientación de las mismas a la reeducación y reinserción social”.
48. Más precisamente, Cancio Meliá (2002: 23) concluye que “la reacción que reconoce excepcionalidad a la infracción del ‘enemigo’ mediante un cambio de paradigma de principios y reglas de responsabilidad penal es disfuncional de acuerdo con el concepto de derecho penal”. Sobre las tipificaciones e interpretaciones que responderían al derecho penal del enemigo vid. Cancio Meliá (2002: 24-26). En el mismo sentido, Silva Sánchez (1992: 230) asegura que “frente a la intimidación, cuya tendencia al terror penal se pone de relieve, se pretende alcanzar una auténtica afirmación y asentamiento social de las normas fundamentales, y ello, por la vía de una política penal humana, respetuosa de las garantías del estado de derecho y atenta a los intereses de todos los intervinientes en el conflicto provocado por el delito”.
49. Lacasta (2005) hace alusión a Beccaria que “no cavilaba en esa suerte de zona intermedia que se sitúa entre la Constitución y la guerra, donde se genera la suspensión o inaplicación de los derechos fundamentales y que, con los más variados pretextos (entre los que sobresale el terrorismo internacional), se adueña hoy de buena parte del arsenal jurídico del mundo civilizado con el objetivo –o más bien el resultado— de mutilar la democracia mediante la excusa de la seguridad”.
50. El Consejo General del Poder Judicial en su informe sobre la LO 7/2000 advertía de que: “las reformas legislativas no deben estar condicionadas por consideraciones de oportunidad, particularmente en materia penal, aunque tengan su origen inmediato en preocupaciones legítimas de la sociedad, manifestadas en sucesos o episodios particularmente hirientes o llamativos”.
51. De hecho, en este caso de recurso al derecho penal “excepcional” para solucionar cuestiones que podrían obtener una respuesta por otras vías ordinarias de represión podríamos hallarnos ante lo que Teubner llama “la desintegración del Derecho a través de las masivas demandas sociales de regulación”; que no responden tanto a criterios de legalidad como de oportunidad (Herzog 1993: 81). También en este contexto afirma Herzog que “la ampliación del derecho penal sirve entonces en el debate político, ante todo, como coartada para, de forma rápida, sin grandes planes y con pocos gastos en los presupuestos, demostrar que se es consciente de un determinado problema” (ibídem.: 87).
52. La Exposición de Motivos de la LO 7/2000 rezaba que “los poderes públicos tienen que afrontar que los comportamientos terroristas evolucionan y buscan evadir la aplicación de las normas aprovechando los resquicios y las complejidades interpretativas de las mismas”.

Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología. 2005, núm. 07-12


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