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                                Resumen: El presente estudio, de orientación transdisciplinar, se circunscribe  al definido objeto de realizar una lectura victimológica de la normativa penal  aplicable al acoso escolar, en su vertiente sustantiva y procesal, tomando como  contexto objetivo la violencia entre alumnos y como referentes subjetivos un  agresor y una víctima, ambos menores de edad . Para alcanzar tal fin, se estructura  la reflexión en tres partes: en la primera, se analizan las notas  criminológicas y victimológicas que identifican el acoso escolar; en la segunda,  se examinan las características del tratamiento jurídico penal del acoso  escolar, en el ámbito de la selección de las conductas prohibidas y en el seno de  la identificación de las objetivos pretendidos con la imposición de las  sanciones y, en la tercera, se estudia la regulación de los aspectos del  proceso que tratan de urdir un contexto institucional que permita una decisión  reeducadora para el agresor y reparadora para la víctima. 
                                Palabras claves: Acoso escolar, victimarios, víctimas, espectadores, interés del menor  infractor, protección de las víctimas, juicio justo. 
                                La posición neutral  ayuda siempre al opresor, nunca a la víctima. El silencio estimula al verdugo,  nunca al que sufre. 
                                  Elie  Wiesel 
                                Es peligroso vivir  en el mundo, no por culpa de quienes hacen el mal, sino por culpa de quienes  miran y permiten que se haga. 
                                  Albert  Einstein 
                                I. El acoso escolar: perfiles criminológicos y  victimológicos 
                                I.1.  Caracterización 
                                                                  Las circunstancias  que rodearon el deceso del joven Jokin Ceberio Laboa, ocurrido en la localidad  de Hondarribia el día 21 de septiembre de 2004, ha incardinado en el  debate público un tipo específico de victimación: el acoso en el sistema  educativo. Su magnitud ha sido detectada en el campo empírico, dada la  existencia de estudios científicos que reflejan que, a lo largo de su  trayectoria académica, un número significativo de escolares tienen contacto con  la violencia, como víctimas, agresores o espectadores (Díaz-Aguado, 2005: 1).  Una ponderada reflexión sobre el denominado acoso escolar, presupuesto  ineludible de todo modelo racional de legislación penal (Díez Ripollés, 2003:  86), exige deslindar con precisión sus elementos identificadores, huyendo de  toda equiparación del acoso con la agresión, física o psicológica, que  puntualmente un alumno puede sufrir o cometer, supuesto identificable con una  de las modalidades de violencia escolar (Sanmartín, 2006: 27). 
                                                                  El acoso escolar ha  sido definido como un comportamiento frecuente y persistente guiado por el  ánimo deliberado de perjudicar, del cual es difícil defenderse por parte de las  víctimas (Herrero, 2005: 98), al existir una asimetría de poder entre el  agresor y el agredido que posibilita la sustitución, como regla rectora de la  interacción personal, del principio de igualdad por el principio de jerarquía  fundado en el dominio y la sumisión (Rodríguez, 2006: 26). Por lo tanto, un  estudiante padece acoso cuando está expuesto de forma repetida a agresiones, de  las que no puede defenderse fácilmente, por parte de uno o más compañeros de  colegio (Rojas Marcos, 2005: 1). La víctima padece, de esta manera, una  interferencia arbitraria en su espacio vital que menoscaba su libertad personal  (Pettit, 1999: 12). 
                                                                  Constituye,  consecuentemente, el acoso escolar una modalidad de victimación que presenta como  notas específicas las que a continuación se describen. 
                                                                  1. La existencia de  conductas violentas de diversa naturaleza (burlas, amenazas, intimidaciones,  agresiones físicas, exclusiones, insultos, vejaciones, rumores infundados) que  tienen carácter persistente, prolongándose en el tiempo. La violencia introduce  en la interacción personal una nota específica: la víctima no recibe el trato  que merece un ser humano cuya alteridad se reconoce y respeta; se le asigna la  respuesta propicia para alguien cuya diversidad se estima merecedora de castigo  o incluso de destrucción (Keane, 2000: 62). En la interacción se troca el  paradigma de igualdad –articulado en torno a los valores de horizontalidad  vital y reciprocidad ética por el paradigma de abuso de poder –vertebrado en  torno a las notas de dominio y sumisión (Ortega, 2006: 246). 
                                                                  2. La confluencia  de varios agresores que, bajo la dirección de uno o varios líderes, integran un  grupo, intensificando con ello la sensación de dominio y favoreciendo distorsiones  cognitivas en sus miembros (percepción absolutista, despersonalización, difuminación  de la responsabilidad, culpabilización de la víctima), dada la naturaleza disruptiva  del colectivo en el que se integran (Diaz-Aguado, 2005: 8) y la desinhibición conductual  y el analfabetismo emocional que exigen a sus integrantes (Urra, 2005: 229). 
                                                                  3. La incardinación  de una o varias víctimas con una estrategia de defensa limitada por la  debilidad que caracteriza su posición (alimentada por el silencio o pasividad  de las personas –alumnos, docentes- que conocen o debieran conocer la  situación), a quien se somete a dinámicas de exclusión y vejación. 
                                                                  4. La presencia del  contexto educativo como vínculo o nexo entre los agresores y las víctimas. Se  han destacado tres características de la escuela que contribuyen a la violencia  escolar (Díaz-Aguado, 2005: 18): la justificación o permisividad de la violencia  como forma de resolución de conflictos entre iguales; el tratamiento habitual que  se da a la diversidad actuando como si no existiera y la falta de respuesta del  profesorado ante la violencia entre escolares, que deja a las víctimas sin  ayuda y suele ser interpretada por los agresores como un apoyo implícito. Esta  última omisión reactiva se relaciona con papel del docente como exclusiva  correa de transmisión de específicos conocimientos sobre una materia, conforme  al paradigma de docente funcional (Segovia, 2005: 274), con escasa intervención  en los espacios educativos ubicados más allá de los límites del aula. Ello a  pesar de que el acoso tiene su manifestación más frecuente en lugares como el  patio, los pasillos, los aseos y el comedor (Harris/Petrie, 2006: 20), y el  profesorado tiene atribuido un rol vertebral en la detección del acoso escolar  (Serrano, 2006: 66). 
                                I.2. Los victimarios 
                                                                  El victimario  tiende a estructurar sus relaciones interpersonales conforme a pautas de poder  y control al presentar, en la mayoría de las ocasiones, una personalidad agresiva,  unos mecanismos inhibitorios débiles y una actitud favorable a desplegar estrategias  violentas (Farrington/Baldry, 2006: 112). Su escasa tolerancia a la frustración,  débil habilidad social, impulsividad, dificultad para cumplir las normas, hostilidad  hacia las figuras de autoridad y mínima empatía explica su identificación con  un modelo conductual estructurado en torno al dominio. La violencia, en sus diversas  manifestaciones, constituye una estrategia de sumisión del “otro” a través de la  vía de hecho que confiere sentido al propósito de negación de la subjetividad e  individualidad del domeñado por la conducta violenta (Wieviorka, 2006: 41).  Este sojuzgamiento alcanza su cénit cuando se integra en una dinámica de grupo  y viene acompañada de una simbolización de la persona victimizada como inferior  o enemigo (Rojas Marcos, 2000: 175), integrada, por tanto, en una categoría  conceptual en la que la humanidad se percibe devaluada y, consiguientemente,  ponderada como susceptible de ser dañada (García Sellas/Romero Bachiller, 2006:  15). En casos específicos, los agresores son personalidades psicopáticas que  disfrutan trasgrediendo los límites humanos, ejerciendo el poder que los acerca  a lo absoluto: decidir sobre la vida y la muerte de los demás (Garrido, 2000:  287), transcendiendo de los límites de lo humanamente posible (Ramoneda, 1999:  128). Los acosadores aquejados de transtornos de la personalidad obtienen  satisfacción a través del dolor de las víctimas (Olweus, 2006: 87); el resto  muestra, cuanto menos, escasa empatía o preocupación por el devenir vital de  sus víctimas. 
                                I.3. Las víctimas 
                                                                  La elección de la  víctima puede obedecer a factores personales (inseguridad, bajo autoestima,  elevada formación), grupales (pertenencia a minorías étnicas o colectivos marginales),  relacionales (dificultades de aprendizaje o de expresión) o vinculados a su orientación  sexual. Ser percibido como diferente, débil, valioso o atractivo favorece ser  destinatario de la violencia escolar, al alimentar dinámicas de venganza  existencial en las que la violencia trata de difuminar los elementos que  individualizan y caracterizan a la víctima (Garrido, 2006: 78). Con frecuencia  el agresor justifica el acoso tildándolo como estrategia reactiva ante las provocaciones  de la víctima, acentuando, de esta manera el sentimiento de culpabilidad que,  en muchas ocasiones, asola a la víctima (Díaz-Aguado, 2001: 5). La huella destructiva  del acoso es indeleble: angustia, ansiedad, temor, absentismo, fracaso escolar  y aparición, en los casos extremos, de procesos depresivos que pueden  desembocar en ideas y prácticas autodestructivas (Fiscalía General Del Estado, 2004).  En estos últimos casos, la muerte supone una afirmación rotunda del rechazo a todo  y una forma de suturar la fractura interior que justifica percibir como  intransitable la vida (Marina, 2006: 156). Las víctimas del hostigamiento hacen  una lectura del entorno vital en clave notoriamente pesimista, caracterizada  por una reducción del campo de la vida consciente que impide considerar la  realidad de otro modo, favoreciendo una sensación subjetiva de pérdida de control  sobre la propia trayectoria vital (Echeburúa, 2004: 138). Esta “visión en  túnel” alcanza notable intensidad cuando la agresión procede del elenco de  integrantes del grupo del que se forma o formó parte. 
                                                                  La confianza en uno  mismo es, en gran parte, una interiorización de la imagen positiva que los  otros tienen de uno (Todorov, 1995: 91). Por ello, la ridiculización y la vejación  por parte del grupo del que se forma parte es un mensaje de invisibilidad e indiferencia  que ubica al afectado en la nada subjetiva. Cualquier persona, máxime si es  menor de edad, puede sufrir un daño significativo si el grupo que le rodea le  muestra, como reflejo, un cuadro limitado, degradante o despreciable de sí  mismo (Cruz, 2005: 84). El desmoronamiento de los cimientos de la propia  identidad (soy quien soy y me integro con quien me integro) produce un efecto  especialmente relevante en personas que, dada su edad, se encuentran inmersas  en un proceso de conformación de la propia personalidad. Por esta razón la  quiebra del sentimiento de seguridad en sí mismo y de confianza en los demás  seres humanos presenta especial magnitud cuando se trata de víctimas  adolescentes que viven un contexto de maduración gradual. En esta fase vital se  intensifica la percepción personal de fragilidad y, correlativamente, se incrementa  la búsqueda de ropaje emocional en el entorno que los envuelve que, generalmente,  los adolescentes tratan de alcanzar desde el sentimiento de pertenencia a un  grupo de iguales. 
                                I.4. Los  espectadores 
                                                                  El espectador es la  persona que no se involucra activamente en una situación en la que otra persona  necesita ayuda. Presenta un territorio común con el autor: la negación. No  sabía o no podía son las dos justificaciones morales de la inactividad del  silente. Los factores explicativos de su omisión son plurales: la indiferencia,  la falta de confianza en los recursos institucionales (educativos,  comunitarios, públicos) y el temor a sufrir represalias, aparecen como los más  significativos (Harris/Petrie, 2006: 26, 27, 62). Su silencio no es, en cambio,  neutro: abstenerse de actuar confiere a los victimarios la seguridad de no que  no habrá resistencia de los observadores, lo que refuerza su actuar e  incrementa la debilidad de las víctimas (Bauman, 2004: 253). La estrategia del  silencio ante la violencia genera más violencia dado que los agresores, y las  personas que se identifican con ellos, así como las víctimas les confieren un  significado antitético: los victimarios estiman que se trata de un apoyo  implícito a su conducta; las víctimas consideran que resulta justificada su  sentimiento de culpabilidad, dada la orfandad en la que se encuentran y la  falta de respuesta del entorno de iguales y del colectivo de docentes. Además,  la exposición silente al acoso puede favorecer dinámicas pasivas ante las  relaciones regidas por los esquemas de dominio-sumisión (Urra, 2006: 416). La  patología anudable a la denominada “conspiración del silencio” es especialmente  relevante cuando la falta de ayuda y protección a quien sufre la violencia persistente  tiene lugar en el sistema educativo, teniendo en cuenta que la educación debe  estar encaminada, entre otros objetivos, al desarrollo de la personalidad y al respeto  de los derechos humanos (artículo 29 de la Convención de Derechos  del Niño), así como a la tutela de los principios democráticos de convivencia y  a los derechos y libertades fundamentales (artículo 27.2 CE). 
                                 Desarrollando  estas exigencias, el artículo 2 de la   LO 10/2002, de Calidad de la Educación, reconoce como  derecho básico del alumno el respeto a su integridad y dignidad personal, y la  protección contra toda agresión física o moral e implementa como deber básico  de todo alumno el respeto a la dignidad, integridad e intimidad de todos los  miembros de la comunidad educativa. De manera correlativa, el artículo 13 de la LO 1/1996, de Protección  Jurídica del Menor obliga a los docentes y responsables de centros educativos a  prestar a todo alumno el auxilio inmediato que precise, comunicando a las  autoridades las situaciones de riesgo que afecte a un menor. El marco normativo  ofrecido por los instrumentos supranacionales y nacionales mencionados  pretenden hacer viable el objetivo básico de la educación: el acuñamiento  efectivo de lo humano allí donde sólo existe una potencialidad (Savater, 1997:  29). Premisa básica para tan valiosa labor es preservar el derecho del menor a  sentirse seguro en el espacio escolar, libre de cualquier trato vejatorio o humillante  (Olweus, 2006: 89). Coadyuva a la consecución de tal objetivo la implantación de  un clima escolar donde el acoso sea considerado inaceptable por los integrantes  de la comunidad escolar (Blaya, 2006: 167). 
                                II. El Acoso Escolar y la intervención Jurídico Penal 
                                II.1. A modo de  introducción 
                                                                  La política pública  en materia de acoso escolar debe integrar componentes preventivos y reactivos,  evitando, en todo momento, la tendencia, abonada por la necesidad de ubicar en  el punto neurálgico de la agenda política temas de gran calado mediático, de desplazar  al campo penal la discusión de los problemas sociales (Albrecht, 1999: 471). La  desmesurada intervención penal favorece una fagocitación del Estado social por  el Estado policial (Crouch, 2004: 40), con el consiguiente reforzamiento de los  contenidos punitivos de signo retributivo (Zaffaroni, 2005: 94). 
                                                                  Por ello, resulta  pertinente incentivar la prevención como sistema de protección, interviniendo  en la estructura socializadora (niño-familia-contexto) desde una perspectiva global  e integradora (Urra, 1997: 248). El paradigma preventivo se vertebra en cinco  hitos (Rojas Marcos, 1996: 212) aunados en una perspectiva integradora que, por  un lado, disminuya los factores de riesgo de implementación de una estrategia violenta  y, por otro, aumente los factores de protección o resistencia ante las  dinámicas violentas. 
                                 A saber: 
                                  - definir los  comportamientos violentos que se intentan prevenir; 
                                  - analizar las  causas primarias de estas conductas; 
                                  - identificar los  grupos sociales de riesgo; 
                                  - formular los  métodos y mensajes preventivos específicos, a través del desarrollo de los  recursos cognitivos, emocionales y sociales para afrontar los conflictos y 
                                  - evaluar los  resultados de la intervención. 
                                                                  La prevención de la  violencia escolar precisa la creación de entornos vitales de calidad en el  contexto familiar y educativo, permeables a los valores democráticos de tolerancia  y respeto intercultural y dúctiles a la implementación de dinámicas de resolución  no violenta de los conflictos interpersonales. La vinculación existente entre la  violencia y la falta de calidad del vínculo educativo ha sido resaltada en los  estudios empíricos sobre la materia (Diaz-Aguado, 2005: 18). De ahí que el  favorecimiento de contextos de identificación de los adolescentes con los  valores de respeto mutuo, empatía y no violencia dificulte el acoso entre  escolares, máxime cuando se integran en contextos educativos impregnados de  calidad afectiva, presididos por dinámicas participativas, domeñados por  estrategias cooperativas y encaminados a promover un pensamiento crítico. En  este sentido, destacan las siguientes pautas: desarrollar una cultura de la no  violencia, rechazando explícitamente cualquier comportamiento que conlleve una  victimación; adoptar un estilo no violento para expresar las tensiones y resolver  los conflictos que acaezcan y quebrar los esquemas de silencio frente a  actitudes de naturaleza destructiva (Garrido, 2006: 127). De esta manera, se  construyen los cimientos de una educación para la ciudadanía democrática  abocada a desarrollar las capacidades cognitivas, emocionales y conductuales  necesarias para respetar los límites que conlleva toda convivencia y resolver  los conflictos interpersonales de una manera constructiva (Diaz-Aguado, 2001: 6  y 7). Se hace de la diversidad una fuente de crecimiento personal, y de la  reflexión, la comunicación y la cooperación estrategias de composición de las  divergencias. 
                                                                  El Derecho Penal,  en la tarea de evitación de las conductas violentas en el contexto educativo,  constituye el último recurso en manos del Estado, dada la exigencia,  inexcusable en un Estado Social y Democrático de Derecho, de respetar el  principio de última ratio (Queralt, 2006: 1) y prohibición de exceso (Cuerda  Arnau, 2006: 198) en la estructuración de los sistemas de tutela de los  proyectos vitales de los alumnos.  
                                                                  De ahí que sea predicable  un papel residual de la intervención pública de naturaleza penal, a modo de  último baluarte institucional frente a conductas que dañan o crean un riesgo  significativo para los intereses fundamentales de las personas que comparten un  hábitat docente. Esta ubicación del rol punitivo en el orden jurídico del  Estado no cohonesta con las propuestas públicas de “final de cañería” (Subirats,  2005: 12) que, desatendiendo las causas, ponen el acento en los efectos,  propugnando una política de criminalización guiada por una progresiva  hipertrofia del Estado penal, tras la atrofia del Estado social (Wacquant,  2000: 79). 
                                                                  Agotadas las  virtualidades de las estructuras preventivas, y no siendo factible que los  fines tutelares pretendidos se alcancen por remedios jurídicos no penales,  resulta legítimo que el Estado acuda al Derecho Penal (Mir Puig, 2004: 127),  siendo el poder legislativo la institución a la que, dentro de los márgenes  constitucionales, compete elaborar las líneas político-criminales de la  intervención penal. En nuestro ordenamiento jurídico, el artículo 19 CP de 1995  estipula las líneas maestras del modelo regulador de la responsabilidad de los  menores de dieciocho años que cometan un hecho tipificado como infracción  penal. Dispone que estos menores no serán responsables criminalmente con  arreglo a la regulación contenida en el Código Penal, estipulando que cuando un  menor de dicha edad cometa un hecho delictivo podrá ser responsable con arreglo  a lo dispuesto en la ley que regule la responsabilidad penal del menor.  Desarrollando esta previsión, se promulga la LO 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la  responsabilidad penal de los menores (en adelante LORPM), que fue modificada  por la LO 7/2000 y  la LO 9/2000 y  desarrollada por el Decreto 1774/2004.  
                                                                  A un breve examen  de la ley dedicamos las páginas siguientes. 
                                II.2. Los  principios de la Ley  5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores 
                                                                  LORPM diseña un  modelo de responsabilidad penal del menor, cuya edad oscila entre los 14 y los  17 años, que trata de integrar perspectivas de diferente naturaleza: la educativa,  la sancionadora y la garantista, básicamente. De esta forma, trata de pergeñar una  responsabilidad que, siendo formalmente penal, permita una intervención materialmente  educativa, sustancialmente diversa de la que identifica la responsabilidad penal  del adulto, al tratarse de personas en proceso de formación (Giménez-Salinas, 2000:  117). Por ello, dibuja un modelo de naturaleza sancionadora-educativa, caracterizado  por la búsqueda de un equilibrio entre la faceta jurídica –el menor como  titular de garantías sustantivas y procesales- y la faceta educativa – orientación  pedagógica de la respuesta penal frente al infractor- (Sánchez García De Paz,  1998: 72). Este modelo descansa en un difícil, pero necesario, equilibrio entre  dos principios vertebrales: la tutela del interés del menor infractor y la  protección de las víctimas. 
                                II.2.1. La tutela del interés del menor infractor 
                                                                  La tutela del  interés del menor infractor confiere carácter prevalente, en la justicia de  menores, a las funciones de prevención especial positiva, ceñidas a potenciar  la integración completa del menor en la sociedad (Bernuz, 2005: 4). El mentado  interés integra, en todo caso, un concepto jurídico indeterminado cuya  concreción compete al juzgador a la luz de las circunstancias concurrentes (Altava,  2002: 366), tomando como referente el libre desarrollo de la personalidad del  menor en sus facetas cognitivas, afectivas y sensitivas. 
                                                                  La especial significación  que el legislador confiere al interés del menor infractor en el diseño del  contenido de la intervención penal tiene un nítido reflejo en el siguiente párrafo  de la Exposición  de Motivos de la LO  5/2000: " (…) Al pretender ser la reacción jurídica dirigida al menor  infractor una intervención de naturaleza educativa, aunque desde luego de  especial intensidad, rechazando expresamente la proporcionalidad entre el hecho  y la sanción o la intimidación de los destinatarios de la norma, se pretende  impedir todo aquello que pudiera tener un efecto contraproducente para el menor  (…)". 
                                                                  Sin embargo, la  taxatividad con la que se pronuncia la Exposición de Motivos, respecto a la falta de  vigencia de criterios vinculados a la idea de proporcionalidad y a los fines de  prevención general, queda parcialmente devaluada en el diseño normativo que se  desarrolla en el articulado de la ley, sobre todo tras la reforma operada por la LO 7/2000. Así: 
                                  - el artículo 7.3  LORPM explicita, como uno de los criterios a los que el Juez de Menores debe  atender para elegir la medida adecuada, el referido a la valoración jurídica de  los hechos; es decir, la significación que los mismos tienen desde la óptica  ofrecida por la gravedad del injusto, atendiendo al desvalor de la acción y del  resultado. A su vez, el artículo 14.1 LORPM vincula la modificación por el Juez  de Menores de la medida impuesta en la sentencia a que la novación (que puede  ser un cese de la medida impuesta, una reducción de su duración o una  sustitución por otra medida), además de redundar en el interés del menor  infractor, exprese suficientemente al mentado menor el reproche merecido por su  conducta. 
                                                                  - por su parte, en  el artículo 9 LORPM: se pergeñan algunas medidas aplicables a las infracciones  cometidas por menores evitando que el nivel de aflicción predicable del  contenido y duración de la medida exceda de la gravedad del hecho realizado (se  contempla de forma expresa el tipo de medida asignable a los hechos calificados  como falta, se impide que la medida de internamiento en régimen cerrado se  imponga a los hechos imprudentes o a los hechos dolosos en cuya comisión no se  haya empleado violencia o intimidación o, ausentes estos medios comisivos, no  se haya actuado con grave riesgo para la vida o integridad física de las personas);  se dispone la aplicación exclusiva y excluyente de la medida de internamiento en  régimen cerrado de uno a cinco años de duración, complementada sucesivamente  por otra medida de libertad vigilada con asistencia educativa hasta un máximo  de otros cinco años, cuando el hecho, realizado por un menor que haya cumplido  los dieciséis años, constituya un delito cometido con violencia o intimidación  en las personas o con grave riesgo para la vida o la integridad física y  revista extrema gravedad, bien porque sea reincidente bien porque, sin ser  reincidente, el Juez de Menores aprecie la extrema gravedad en la sentencia, y  se especifica que, en estos últimos casos, la facultad jurisdiccional de novar  la medida de internamiento únicamente podrá ejercerse una vez transcurrido el  primer año de cumplimiento efectivo de la mentada medida (1). 
                                                                  - finalmente la Disposición Adicional  Cuarta LORPM, introducida por la LO  7/2000, dispone que cuando los hechos atribuidos al menor fueran constitutivos de  un delito de homicidio doloso (artículo 138 CP), asesinato (artículo 139 CP), agresión  sexual con acceso carnal (artículos 179 y 180 CP), terrorismo (artículos 571 a 580 CP) o cualesquiera  otro sancionando con pena de prisión igual o superior a quince años, la medida  a imponer por el Juez de Menores competente será el internamiento en régimen  cerrado, cuya duración, atendiendo a la edad del menor y el delito cometido,  oscila entre uno y diez años (2), estipulándose que la facultad jurisdiccional  de modificar la medida impuesta en la sentencia sólo se podrá ejercitar una vez  transcurrida la mitad de la duración de la medida de internamiento impuesta. 
                                                                  Es más: la  previsión de un elenco de infracciones en las que la única medida imponible en  la justicia de menores es el internamiento en régimen cerrado ha justificado mantener,  en algún sector doctrinal, que con ello no se aspira a realizar funciones de prevención  especial positiva y de integración social, sino, más bien, de prevención general  positiva y negativa y de prevención especial negativa, a través de la  inocuización y apartamiento del menor (Bermuz, 2005: 10). 
                                                                  A nuestro juicio,  el marco normativo que se acaba de explicitar permite concluir que los  postulados vinculados a la proporcionalidad y la prevención general no se encuentran  extramuros del derecho penal de menores (Tamarit, 2002: 25). Lo que sí puede  sostenerse es que, en atención a las características específicas que presentan  sus destinatarios, se trata de un orden jurídico orientado preferentemente  hacia la prevención especial, en el que la proporcionalidad y la prevención  general operan con un menor nivel de intensidad que en el Derecho Penal de  adultos (Higuera, 2003: 39). 
                                                                  De esta forma, la  selección de las medidas sancionadoras educativas estarían presididas por las  exigencias de prevención especial positiva, sin obviar las funciones de  reafirmación del ordenamiento jurídico y de prevención general (Higuera, 2003: 41,70,302),  desligando, estas últimas funciones, de la tarea de preservación de la vigencia  de la norma para vincularlas a la tarea de protección de los intereses de los seres  humanos (Mir Puig, 2005, 14). 
                                                                  Esta especificidad  regulatoria explicaría las pautas generales de actuación en materias como la  regulación de la elección de la medida imponible, la determinación de su marco  de ejecución y el diseño de las funciones del Equipo Técnico. La selección jurisdiccional  de la sanción imponible tiene como referente no solo la valoración jurídica de  los hechos sino también, y de forma especial, la edad, las circunstancias familiares  y sociales, la personalidad y el interés del menor, debiendo el juez motivar en  la sentencia las razones por las que elige una medida y diseña un plazo de  duración para la misma, a efectos de la valoración del mencionado interés del  menor (artículo 7.3 LORPM). La ejecución jurisdiccional de la sanción impuesta  se rige por el principio de flexibilidad, pudiendo el Juez de Menores dejar sin  efecto la medida impuesta, reducir su duración o sustituirla por otra, siempre  que la modificación redunde en interés del menor y se exprese suficientemente  al menor el reproche merecido por su conducta (artículos 14.1 y 51.1 LORPM).  Finalmente, el ejercicio de las funciones de selección y ejecución de las  sanciones tiene en cuenta, sin llevar a la vinculación, los conocimientos  ofrecidos por los profesionales de las ciencias de la conducta radicados en el  equipo técnico a quien, entre otras competencias, se le atribuye las  siguientes: emitir un informe sobre la situación psicológica, educativa, familiar  y social del menor (artículo 27.1 LORPM), ilustrar al Juez de Menores en el  acto de la Audiencia  acerca de la procedencia de las medidas solicitadas respecto del menor  (artículo 37.2 LORPM) e informar al Juez de Menores acerca de la procedencia de  modificar, sustituir o dejar sin efecto la medida impuesta (artículos 14 y 51 LORPM). 
                                II.2.2. La protección de las víctimas 
                                                                  La LORPM implementa un marco de protección de las víctimas (preferentemente menores  en el acoso escolar) que trata de hacer viable los postulados de la justicia restaurativa  (Cid/Larrauri, 2005: 34) a través de cuatro mecanismos: 
                                                                  - preservando su  presencia activa en el proceso en términos idóneos para ejercer las funciones  de participación (tener vista de lo actuado, siendo notificado de las  diligencias que se soliciten y acuerden, participar en la práctica de las  pruebas, ya sea en fase de instrucción o de audiencia, ser oído en todos los  incidentes que se tramiten durante el procedimiento, incluidos los referidos a  la modificación o sustitución de medidas impuestas al menor), las funciones de  postulación (ejercitar la pretensión penal, instar la imposición de las medidas  legalmente establecidas, proponer pruebas que versen sobre el hecho delictivo y  las circunstancias de su comisión, con excepción de las referidas a la  situación psicológica, educativa, familiar y social del menor) y las funciones  de revisión (interposición de los recursos legalmente previstos frente a las sentencias  y resoluciones del Juzgado de Menores), tal y como se contempla en el artículo  25 LORPM; de esta manera trata de garantizarse que el procedimiento sea un espacio  institucional de acogida para las víctimas (Tinoco, 2005: 187), en el que la información,  la asistencia y la atención sean sus notas caracterizadoras (3). 
                                                                  - permitiendo su  intervención en estructuras mediadoras que posibilitan varios objetivos: viabilizan  la conciliación entre el menor y las víctimas o a la reparación del daño  (artículo 19 LORPM), postulados propios de la Justicia reparadora (Giménezsalinas,  2000: 135), conjugando, con una pupila victimológica, las necesidades de reintegración  del victimario y de reparación a la víctima (Herrera, 2001: 430); coadyuvan a  una inserción positiva del menor en la comunidad, al responsabilizarle del daño  y ofrecer una prestación constructiva (Roxin, 1998: 389) y justifican una función  institucional idónea para la pacificación de las relaciones sociales (Garapon,  1997: 16), al permitir una elaboración conjunta de los mecanismos de composición  del conflicto interpersonal (Cruz Marquez, 2005: 2). 
                                                                  - estipulando que  la reparación de los daños y perjuicios, que tienen como causa la infracción  penal cometida por el menor, pueda ser obtenida en el marco de la denominada pieza  de responsabilidad civil, con específica mención a la responsabilidad civil de  los padres, tutores, acogedores y guardadores legales o de hecho del menor,  responsabilidad que se ha tildado de objetiva (Vaquer, 2002: 137) y que se  extiende al centro docente, cuando el delito se comete en sus instalaciones, si  bien en esta materia, a falta de regulación expresa, se discute si su  responsabilidad es solidaria, ex artículo 61.3 LORPM, por entender que se trata  de un guardador del menor durante el tiempo lectivo (Cuesta Merino, 2002: 331)  o subsidiaria por aplicación analógica de las previsiones contenidas en los  artículos 120.3 y 121 CP. 
                                                                  - contemplando la  aplicación de la normativa contenida en la Ley 35/1995, de 11 de diciembre, de ayudas y  asistencia a las víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual y  sus disposiciones complementarias (artículo 61.4 LORPM).  
                                                                  A la luz de los  principios de tutela del interés del menor infractor y protección de las  víctimas, que también pueden ser menores de edad, procede analizar el  tratamiento jurídico penal del acoso escolar en la LORPM. 
                                II.3. El acoso  escolar: juicio de tipicidad 
                                III.3.1. Planteamiento 
                                                                  La LORPM no regula tipos de injusto específicos cometidos por personas mayores de  catorce años y menores de dieciocho años. Tal y como puede colegirse de la lectura  de sus artículos 1.1 y 5.1, los ilícitos penales que pueden conllevar la  exigencia de responsabilidad penal de los menores de las edades referidas, son  los hechos tipificados como delitos o faltas en el Código Penal o las leyes  penales especiales. Por lo tanto, a las mentadas leyes tenemos que acudir a la  hora de examinar si las conductas subsumibles en el acoso escolar constituyen  ilícitos penales. 
                                                                  El acoso escolar,  tal y como ha sido definido al inicio de esta reflexión, está integrado por una  pluralidad de hechos que pueden encontrar acomodo en los tipos penales que  tratan de proteger los intereses personalísimos de la persona. A modo de  recordatorio: asesinato, homicidio, inducción y auxilio al suicidio, lesiones,  detenciones ilegales, amenazas, coacciones, integridad moral, agresiones y  abusos sexuales, injurias. Hacer un estudio de todas ellas excedería de los  límites de este trabajo. Por ello, nos vamos a limitar a examinar la figura que  con mayor fidelidad integra en el orden jurídico penal los matices  victimológicos y criminológicos del acoso escolar, tal y como este específico hostigamiento  ha sido definido al comienzo de este trabajo: el delito contra la integridad  moral. 
                                III.3.2. El delito contra la integridad moral 
                                III.3.2.1. Bien  jurídico 
                                                                  El delito contra la  integridad moral cometido por un particular contra otro se encuentra recogido  en el artículo 173, ubicado en el Título VII del Libro II del CP. Su previsión  ha sido calificada de absolutamente novedosa (Barquín, 2002: 269), destacándose  su justificación como respuesta acertada a la necesidad de evitar tratamientos inhumanos  o degradantes en el ámbito privado (Conde-Pumpido, 1997: 2122). 
                                                                  La expresión  integridad moral ha sido tachada de desafortunada, dado que se refiere a un  bien jurídico de contenido difícil de determinar (Muñoz Conde, 1996: 446) y que  no es fácil concebir como objeto de ataque ajeno, dado que parece referirse a  una cualidad de la persona que sólo puede ser afectada por la conducta del  propio sujeto (SSTS de 14 de noviembre de 2001 y 2 de abril de 2003). Su  excesiva vaguedad y abstracción ha provocado un esfuerzo doctrinal centrado en  perfilar su contenido, dando lugar a diversas líneas exegéticas. Unos autores  estiman que es una parte integrante del concepto de integridad personal: el  derecho de la persona a no padecer sensaciones de dolor o sufrimientos físicas  o psíquicos vejatorios (De La Cuesta   Arzamendi, 1998: 86); otros estiman que se identifica con la  indemnidad o incolumidad personal, definiéndolo, desde la idea de la  inviolabilidad de la persona humana, como el derecho a ser tratado como un ser  humano (González Cussac, 1996: 102); una última línea de pensamiento entiende  que por integridad moral debe entenderse integridad física y salud en general (Portilla,  1996 : 279). Estos posicionamientos pivotan, en todo caso, sobre una idea  nuclear: el derecho de la persona a ser tratada conforme a su dignidad, sin ser  humillada o vejada, cualquiera que sean las circunstancias en las que se  encuentre y la relación que tenga con otras personas (Muñoz Conde, 2004: 185). 
                                                                  En el plano  jurisprudencial, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (por todas, SSTEDH  caso Irlanda contra el Reino Unido de 18 de enero de 1978, caso Campbell y Cosans  contra el Reino Unido de de 25 de febrero, caso Labzov contra Rusia de 16 de junio  de 2005) reseña que la tortura, los tratos inhumanos y los tratos degradantes  son graduaciones de una misma escala, especificando que la evaluación de la  intensidad de la humillación o degradación padecidas, necesaria para vulnerar  el artículo 3 CEDH, debe realizarse en cada caso, analizando la intensidad y  duración de la conducta vejatoria así como las circunstancias específicas de  las víctimas, tales como su edad y estado de salud. El Tribunal Constitucional  (por todas, SSTC 120/1990, 137/1990 y 57/1994) vincula la integridad moral con  la inviolabilidad de la persona, ubicando dentro de la esfera de la integridad  moral conductas idóneas para envilecer, humillar o vejar. Siguiendo esta línea  argumental, la jurisprudencia del Tribunal Supremo estima que la integridad  moral comprende todas las facetas de la personalidad: la identidad individual,  el equilibrio físico, la autoestima o el respeto ajeno que debe acompañar a todo  ser humano (SSTS de 8 de mayo de 2002, y 20 de julio de 2004). 
                                e esta manera, mantiene  que la integridad moral constituye un atributo de la persona por el mero hecho  de serlo, con la consiguiente proscripción de cualquier uso instrumental de un individuo  (STS de 3 de octubre de 2001), y estima que se trata de un bien jurídico que tutela  el derecho a ser tratado como uno mismo, como un ser humano libre y nunca como  un simple objeto (STS de 2 de noviembre de 2004). 
                                                                  Todas las  construcciones referidas tienen un denominador común: la integridad moral simboliza  el coto vedado a la disidencia en el que encuentran resguardo los derechos inherentes  a la dignidad humana (Garzon Valdes, 2004: 129). Su menoscabo acaece cuando la  persona es objeto de humillación, de vejación o de envilecimiento (Barquín,  2002: 276). 
                                III.3.2.2.  Conducta típica 
                                                                  El artículo 173 CP  define la conducta típica en los siguientes términos: infligir a otra persona  un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral.  
                                                                  La imprecisión de  acción (infligir un trato degradante) ha sido resaltada en el plano jurisprudencial  (SSTS de 14 de noviembre de 2001, 2 de abril de 2003), conviviendo en la  doctrina posiciones que estiman que este déficit de determinación contraría las  exigencias del principio de taxatividad de los tipos penales (Del Rosal Blasco,  2005: 218) con posturas que consideran que una interpretación sistemática y  teleológica del tipo permite un satisfactorio cumplimiento del principio de  legalidad (Barquín, 2002: 284). 
                                 Si bien alguna decisión ciñe el ámbito de  aplicación del artículo 173 CP a los hechos en los que la degradación tiene una  duración notoria y persistente (STS de 14 de noviembre de 2001), entendiendo  que sólo la permanencia permite hablar de trato, la línea jurisprudencial  mayoritaria entiende que también puede encontrar encaje en el tipo de injusto  la conducta única y puntual, siempre que en se trate de acto brutal, cruel o  humillante dotado de suficiente intensidad lesiva (SSTS 8 de mayo de 2002, 5 de  junio de 2003). Con carácter general, encuentra cabida en la expresión trato  degradante los comportamientos idóneos para producir en las víctimas sentimientos  de terror, de angustia y de inferioridad, susceptibles de humillarles, de envilecerles  y de quebrantar su resistencia física y moral (SSTS de 2 de abril de 2003, 14  de noviembre de 2003, 6 de abril de 2004). En definitiva: el trato degradante  alude a todas aquellas situaciones que produzcan un sentimiento de humillación  o sensación de envilecimiento, ante los demás o ante sí mismo (Muñoz Sánchez,  2004: 67). 
                                                                  En el acoso escolar  (tal y como ha sido caracterizado en este trabajo) la violencia persistente,  con el empleo combinado de medios físicos y psíquicos, constituye una dinámica  de dominación que busca la denigración y exclusión de la víctima, dotando de contenido,  por lo tanto, a un específico trato degradante. 
                                                                  Es preciso, en todo  caso, que la conducta descrita legalmente (infligir a una persona un trato  degradante) genere el resultado previsto en el tipo (menoscabo grave de su integridad  moral). Es, por tanto, un delito de lesión (STS de 22 de febrero de 2005), en el  que el resultado material, que debe ser objetivamente imputable a la acción  (STS de 26 de septiembre de 2005), debe ser causado a través de los medios  legalmente determinados. 
                                                                  En otras palabras:  infligir un trato degradante es la conducta típica y menoscabar gravemente la  integridad moral es el resultado lesivo (Díaz-Maroto, 1998: 1439). 
                                                                  El menoscabo a la  integridad moral se produce cuando se rebaja a la persona a la condición de  cosa, ubicándola en la categoría de medio, generando de este modo una vejación  u humillación (De La   Cuesta Arzamendi, 1998: 83). La afectación de la integridad  moral a través del trato degradante precisa su estimación como grave para alcanzar  la significación antijurídica precisa para ser conceptuada como delito. La gravedad  del menoscabo debe ser perfilado por los tribunales a la luz de las  circunstancias del caso concreto, precisando un desvalor que exceda del  predicable la falta de vejación injusta de carácter leve contenida en el  artículo 620.2 CP. 
                                                                  En el tipo  subjetivo se requiere el dolo que debe abarcar el conocimiento y voluntad de  producir a través de la conducta desarrollada un sentimiento de humillación o envilecimiento.  Se ha defendido la corrección técnica y la justificación político criminal de  las imputaciones subjetivas a título de dolo eventual (Del Rosal Blasco, 2005 :  220). 
                                                                  Las víctimas que  padecen un acoso escolar (conceptuando como tal el comportamiento violento que  contiene las notas descritas en este trabajo) son humilladas, vejadas y  envilecidas por ser quienes son. Su individualidad es sofocada mediante un trato  violento que priva de toda significación autónoma a su existencia, cercenando  el potencial de libre desarrollo de su personalidad. Se produce, por lo tanto,  un menoscabo de la integridad moral de las víctimas, al lesionar su derecho a  ser tratadas como seres humanos. Esta lesión de la inviolabilidad personal cabe  tildarla de grave, teniendo en cuenta el grado de afectación que produce en la  dignidad de las víctimas: devaluación significativa de la autoestima e  invisibilidad e indiferencia grupal que conducen al vaciamiento de la identidad  subjetiva. 
                                II.3.2.3.  Concursos delictivos 
                                                                  El marco concursal  de los delitos contra la integridad moral y los delitos contra bienes personales  de la víctima viene definido en el artículo 177 CP. Reseña este precepto lo  siguiente: "Si en los delitos descritos en los artículos precedentes,  además del atentado a la integridad moral, se produjere lesión o daño a la vida,  integridad física, salud, libertad sexual o bienes de la víctima o de un  tercero, se castigarán los hechos separadamente con la pena que les  correspondiere por los delitos o faltas cometidos, excepto cuando aquél ya se  halle especialmente castigado por la   Ley". 
                                                                  Frente a opiniones  que entienden que el precepto trata de garantizar que exista una valoración  autónoma de los injustos realizados por el sujeto activo, excluyendo, por tanto,  las reglas del concurso aparente de normas disciplinadas en el artículo 8 CP (Del  Rosal Blasco, 2005: 235), un sector doctrinal significativo estima que la disposición  del artículo 177 CP constituye una ley específica para determinados concursos  delictivos (Barquín, 2002: 424). Su aplicación queda circunscrita a los supuestos  en los que el hecho cometido contenga el desvalor de dos delitos (el delito contra  la integridad moral y otro de los delitos identificado en el artículo 177 CP). 
                                                                  En el plano  jurisprudencial se mantiene que el precepto garantiza la autonomía y valoración  independiente de la lesión de la integridad moral frente a los otros atentados a  bienes penales, justificando el concurso delictivo cuando la conducta  enjuiciada menoscaba el derecho a ser que asiste a toda persona y, además,  lesiona de forma significativa otro bien jurídico personal (SSTS de 5 de junio  de 2003, 2 de noviembre de 2004 y 22 de febrero y 30 de junio de 2005). 
                                                                  Por lo tanto, en  las conductas de acoso escolar será preciso verificar si, además de un daño a  la inviolabilidad de la persona, se produce la lesión de bienes jurídicos personales  de la víctima, supuesto en el que, al convivir injustos penales de  significación autónoma, se producirá un concurso de delitos. 
                                II.4. La reacción  jurídico-penal 
                                II.4.1 Planteamiento 
                                                                  La exégesis  judicial de los preceptos reguladores de las medidas aplicables a los menores  que ejecutan hechos típicos abarcados por la figura del acoso escolar debe ser acorde  con los objetivos sociales perseguidos con la decisión legislativa penal (Díez  Ripollés, 2003: 94). De esta forma, el juez se desenvuelve dentro del marco  fijado por los órganos dotados de legitimación representativa (Guarnieri/Pederzoli,  1999: 69) y persigue resolver el acontecimiento problemático cuya composición  se postula de manera que se satisfagan las finalidades pretendidas por la ley  en la medida que las circunstancias lo permitan (Zagrebelsky, 2002: 147). 
                                                                  Se ha indicado que la Justicia de Menores, fiel  reflejo de la dicotomía social, avanza con paso dubitativo porque no define si  ha de ser sancionadora, rehabilitadora o protectora (Urra, 2005: 230).  Considero que todas las notas referidas deben estar presentes en la actuación  del sistema institucional de justicia ante los protagonistas de un acoso  escolar. Entiendo que la intervención pública diseñada en la LORPM (con las modificaciones  legales introducidas, incluidas las de próxima entrada en vigor) pretende alcanzar  tres objetivos en materia de acoso escolar: la resocialización de los  infractores, la protección de las víctimas y la adecuación de la respuesta a la  significación antijurídica del hecho. Tales objetivos pretenden obtenerse  mediante el cumplimiento de determinados requisitos materiales (principio de  idoneidad, necesidad y proporcionalidad) y la satisfacción de específicas  exigencias formales (principio acusatorio y de legalidad). 
                                II.4.2. Los objetivos 
                                                                  La resocialización  del infractor dota a la sanción de un contenido educativo fértil para asentar  un proceso de inserción positiva en el entramado comunitario. Básico en tal  tarea es que el agresor comprenda la significación del sufrimiento infligido a  la víctima, tildándose de escasamente educativo un sistema reactivo que aliente  la desresponsabilización (Tamarit, 2002: 19). La obtención de este objetivo  precisa que el que empleó la violencia como lenguaje se ponga en el lugar de la  víctima, entienda lo destructiva que es la vía de hecho, intente reparar el  daño y desarrolle alternativas constructivas para resolver los conflictos  interpersonales de forma no violenta. La resocialización de los menores  infractores, por lo tanto, no puede construirse orillando a las víctimas; su  reinserción sólo es factible cuando se respeta el paradigma de responsabilidad victimológica,  responsabilizando a los menores del daño que han causado a las víctimas (Beristain,  1997: 734). La víctima constituye, de esta forma, un punto de referencia  fundamental en el proceso de responsabilización del agresor (Pérez Sanzberro,  2002: 483), en la medida que a través de la comprensión de la significación de  la mirada de las víctimas (Reyes Mate, 2003: 256) se justifica la reparación como  un acto de justicia a las mismas (Hóffe, 2000: 95) que trata de recrear la situación  preexistente al delito (Kemelmajer, 2005: 273). 
                                                                  La protección de  las víctimas (Subijana, 2006: 128) se asienta en el cumplimiento de tres  exigencias: asistencia, atención y reparación. La asistencia precisa el diseño de  un marco de contención del riesgo de nueva victimación, prohibiendo, si ello es  necesario, interacciones que conlleven riesgos significativos de padecer  conductas violentas. La atención exige una evaluación y un alivio, a través de  las estrategias precisas, del impacto traumático que haya podido tener la  experiencia violenta (Rojas Marcos, 2005: 4). La reparación patentiza el  esfuerzo personal del agresor para reconocer y asumir la injusticia cometida,  simboliza una aceptación pública de la vigencia de las normas (Giménez-Salinas,  1996: 201) y facilita una reconstrucción integradora de las relaciones  destruidas por el acto ilícito. La interacción sinérgica de la asistencia, la  atención y la reparación permite una integración del valor del cuidado en la  aplicación de la ley, evitando, con ello, que el sistema de justicia se descontextualice  de lo humano, ubicándose en la más pura abstracción (Camps, 2005: 157). 
                                                                  La adecuación de la  respuesta a la significación antijurídica del hecho exige que el contenido de  la reacción estatal transmita un mensaje explícito de reprobación del comportamiento  violento, ratificando con ello la importancia de la tutela a la indemnidad personal  de todos los menores que confluyen en el medio escolar. La sanción debe simbolizar  (Garapon, 1997: 214) la diferencia entre agresores y víctimas, superando distorsiones.  Es preciso, también, que evite sensaciones justificadas de impunidad (Garapon,  2006: 160) que puedan ser la antesala de futuras victimaciones, al asentar en  los menores acosadores la convicción de la utilidad de concebir las  interacciones personales como espacios dúctiles al dominio. 
                                II.4.3. Las exigencias materiales y formales 
                                                                  La consecución de  los objetivos referidos (resocialización del menor infractor, protección de las  víctimas y adecuación de la respuesta a la significación antijurídica del hecho)  requiere una estrategia reactiva permeable al cumplimiento de determinadas exigencias  materiales (idoneidad, necesidad y proporcionalidad) y la satisfacción de precisos  requisitos formales (acusación y legalidad). 
                                                                  La medida idónea es  aquella que permite satisfacer los objetivos pretendidos: resocialización, protección  y adecuación. La medida necesaria es aquella que posibilita la consecución de  los objetivos perfilados con el menor nivel de afección jurídica de los intereses  vitales de los infractores. De esta forma, siempre que se alcancen los  objetivos pergeñados, las medidas no privativas de libertad serán preferibles a  las privativas de libertad y, dentro de estas últimas, serán preferentes las  que conlleven un menor nivel de afectación de la libertad de movimientos y de  interferencia familiar y comunitaria del infractor (el régimen abierto es  preferible al régimen semi-abierto y éste al régimen cerrado). La medida  proporcionada es la que, siendo idónea y necesaria, preserva el adecuado  equilibrio entre la entidad e intensidad de los intereses del menor infractor  sacrificados y la importancia que, en atención a la significación atribuible a  la conducta antijurídica protagonizada, tiene la consecución de los objetivos  pretendidos con la intervención pública articulada. La conjunción de las notas  de idoneidad, necesidad y proporcionalidad dota de contenido al principio de  mínima intervención penal en su vertiente sancionadora (González Cussac-Cuerda  Arnatu, 2002: 102), paradigma del que se hace eco el artículo 37 de la Convención de los  Derecho del Niño de 1989. 
                                                                  La existencia de  una medida idónea, necesaria y proporcionada para cumplir los objetivos  pretendidos con la previsión e imposición de la respuesta penal al menor infractor  no justifica, sin más, su aplicación por el Juez de Menores. Es preciso además que  se satisfagan las exigencias introducidas por el principio acusatorio y el  principio de legalidad. 
                                                                  El principio  acusatorio estipula que el órgano jurisdiccional sentenciador no pueda imponer  una medida que suponga una mayor restricción de derechos ni por un tiempo superior  a la medida solicitada por el Ministerio Fiscal o por el acusador particular (artículo  8.1 LORPM). La individualización del contenido del principio acusatorio en el  plano sancionador no presenta dificultades. Las pretensiones articuladas por  las partes acusadoras dibujan el marco en el que necesariamente se tiene que  desenvolver la prestación jurisdiccional del órgano enjuiciador. La  imparcialidad judicial, que avala su neutralidad institucional, y la  congruencia de las decisiones jurisdiccionales, que evita respuestas  sorpresivas que conduzcan a la indefensión, justifica el imperativo de adecuación  de lo resuelto a lo solicitado por quienes piden que se resuelva (SSTC40/2004 y  123/2005). 
                                                                  El principio de  legalidad exige que el juez o tribunal enjuiciador imponga la clase y duración  de las medidas que la ley prevea para el tipo de infracción penal cometida por el  menor, tomando como criterio rector los criterios introducidos en la propia ley  a cuyo imperio están sometidos los jueces y magistrados (artículos 117.1 CE y 1  LOPJ). 
                                                                  La lectura de las  disposiciones contenidas en la   LORPM (en concreto, artículos 7.3, 9 y disposición adicional  cuarta) (4) permite describir el marco jurídico regulador en los términos que a  continuación se estipulan. Con carácter general, la selección de la medida y la  fijación del plazo de duración de la misma se efectuará atendiendo a la valoración  jurídica de los hechos así como, de forma especial, al interés del menor sancionado,  tomando como referente su edad, personalidad y circunstancias familiares y  sociales, tal y como se consignan en los informes del equipo técnico y, en su  caso, de las entidades públicas de protección y reforma de menores (artículo  7.3 LOPRM). La duración de las medidas no podrá exceder de dos años, de cien horas,  si se trata de prestaciones en beneficio de la comunidad y ocho fines de  semana, si se trata de permanencia de fin de semana (artículo 9.3ª LOPRM). Si  el delito es cometido por un menor que cuente con la edad de dieciséis años en  el momento de la ejecución del hecho y el delito haya sido cometido con  violencia o intimidación en las personas o grave riesgo para la vida o la  integridad física de las mismas, el plazo de duración de la medida podrá  ampliarse hasta un máximo de cinco años, siempre y cuando el equipo técnico lo  aconseje en su informe, atendiendo, única y exclusivamente, al interés del menor  sancionado (artículo 9.4ª LORPM). De forma específica, cuando el menor cometa  los delitos descritos en el plano legal (homicidio doloso, asesinato, agresiones  sexuales con acceso carnal, terrorismo y aquellos que tengan asignada en el  Código Penal una pena igual o superior a los quince años de prisión) o cuando,  contando con la edad de dieciséis años en el momento de la comisión de los  hechos, ejecute un delito con violencia o intimidación en las personas o con  grave riesgo para su vida o integridad física, y los mismos son valorados  jurisdiccionalmente de extrema gravedad (significación ineludible cuando se  aprecie la reincidencia), el juez impondrá necesariamente la medida de  internamiento en régimen cerrado dentro de los márgenes de duración fijados  legalmente, siendo preciso el cumplimiento efectivo de una parte de la medida  de internamiento para evaluar, en su caso, la procedencia de su modificación (artículo  9.5º y disposición adicional cuarta de la LORPM). 
                                III. El proceso de menores: la integración de las  víctimas 
                                III.1. El juicio  justo 
                                                                  El denominado  proceso debido es, en su concepción originaria, la formulación específica en el  orden penal de las garantías y derechos individuales del imputado (Bustos/Hormazábal,  2004: 29). 
                                                                  De forma paulatina,  se alienta una reformulación del modelo jurídico de juicio que abarque los  derechos de las víctimas (Sampedro, 2003: 69), se propugna un diseño del  proceso penal que extienda las garantías a las víctimas (Sole Riera, 1997:  9-19) y se defiende una praxis legal y jurisprudencial que favorezca espacios  institucionales acogedores para las víctimas (Beristain, 2001:21). La idea de  equilibrio debe impregnar el proceso penal: la defensa de los derechos del  inculpado y la protección efectiva del libre desarrollo de la personalidad de  las víctimas, especialmente si son vulnerables, constituyen sus líneas maestras  (Hernández/Miranda, 2005: 1). La noción de juicio justo precisa una comprensión  integradora de los dos ordinales del artículo 24 CE, dotados de idéntica  ponderación jurídica en el plano constitucional (STS de 15 de febrero de 2005),  de tal forma que la preterición de cualquiera de las prestaciones y garantías  contenidas en ellos genera un juicio injusto (De Urbano, 2005: 9). La labor  judicial debe estar presidida por la prudencia y la mesura en la búsqueda de la  armonía estructural entre la protección de las víctimas, de especial intensidad  cuando son vulnerables, y el derecho de defensa (Pantoja, 2005: 2).  
                                                                  La máxima expresión  normativa del modelo de integración de los derechos de las víctimas en el  diseño del juicio justo se contiene en la Decisión Marco, de  15 de marzo de 2001, del Consejo de la Unión Europea, relativa al estatuto jurídico de  las víctimas en el proceso penal. La Decisión Marco obliga a los Estados miembros de la Unión Europea a integrar sus  estipulaciones en sus ordenamientos (a través de las disposiciones legales,  reglamentarias o administrativas necesarias), antes del 22 de marzo de 2002, a excepción de las  disposiciones referidas a las garantías de comunicación y asistencia específica  a las víctimas (cuyo plazo de transposición expiró el día 22 de marzo de 2004),  y la mediación penal (cuyo plazo de incorporación finalizó el día 22 de marzo  de 2006). La Decisión   Marco, por lo tanto, crea las condiciones precisas para implementar,  en el seno de los Estados miembros de la Unión Europea, un  marco jurídico uniforme sobre el estatus de la víctima en el proceso penal (López  Barja De Quiroga, 2004: 790). 
                                                                  La progresiva  incorporación a los órdenes jurídicos estatales de las disposiciones de la Decisión Marco  exige una reevaluación de la idea de juicio justo o proceso equitativo, al  implementar una exigencia de reubicación de las víctimas permeable a los postulados  de la justicia restaurativa (Beristain, 2005: 277). Esta recomposición del proceso  penal, de clara orientación victimológica, se atisba en las siguientes  exigencias: 
                                                                  - preservar a las  víctimas un papel efectivo y adecuado en el sistema judicial penal, con  específica mención a la necesidad de que las víctimas sean tratadas durante las  actuaciones con el debido respeto a su dignidad personal, con pleno  reconocimiento de sus derechos e intereses legítimos (artículo 2.1), dotando a  las dependencias judiciales, comisarías de policía, servicios públicos y  organizaciones de apoyo a las víctimas de las condiciones necesarias para  tratar de prevenir la victimación secundaria o evitar que las víctimas se vean  sometidas a tensiones innecesarias, y velando para que se de una acogida  correcta a las víctimas en un primer momento (artículo 15). 
                                                                  - velar por que se  brinde a las víctimas especialmente vulnerables un trato específico que  responda de la mejor manera posible a su situación (artículo 2.2); 
                                                                  - tomar las medidas  necesarias para que las autoridades sólo interroguen a las víctimas en la  medida necesaria para el proceso penal (artículo 3); 
                                                                  - garantizar un  nivel adecuado de protección a las víctimas en el plano de la seguridad, intimidad  e imagen (artículos 8.1 y 8.2); 
                                                                  - evitar el  contacto entre víctima y procesado en las dependencias judiciales, salvo que el  proceso penal lo requiera, disponiendo lo necesario para que las dependencias judiciales  estén provistas de espacios de espera reservados a las víctimas (artículo 8.3). 
                                                                  - garantizar,  cuando sea necesario proteger a las víctimas, sobre todo a las más vulnerables,  de las consecuencias de prestar declaración en audiencia pública, que las mismas  puedan, por resolución judicial, testificar en condiciones que permitan  alcanzar ese objetivo, por cualquier medio adecuado compatible con los  principios fundamentales de su Derecho (artículo 8.4). 
                                                                  - permitir a las  víctimas el derecho a obtener en un plazo razonable una resolución relativa a  la indemnización por parte del autor de la infracción; esta resolución se obtendrá  en el marco del proceso penal, salvo que la legislación nacional disponga que,  para determinados casos, la indemnización se efectúe por otra vía (artículo 9.1). 
                                                                  La implementación  de las reglas contenidas en la Decisión Marco de 15 de marzo de 2001 obliga a  perfilar la noción de juicio justo desde una óptica integradora que pretenda,  con una perspectiva equilibrada, la obtención de dos objetivos básicos: la satisfacción  de la función garantista –cuyo referente subjetivo es el acusado- y el cumplimiento  de la función protectora –cuyo referente subjetivo es la víctima-. Ambas tareas  deben ser abarcadas por papel institucional que en el proceso compete al juez (Toharia,  2005: 43). Por ello, resulta plausible la nueva redacción que al artículo 4 pretende  conferir el PLORPM: el Ministerio Fiscal y el Juez de Menores velarán en todo  momento por la protección de los derechos de las víctimas y de los perjudicados  por las infracciones cometidas por los menores. 
                                III.2. La  protección de las víctimas 
                                III.2.1. A modo de introducción 
                                                                  LORPM estipula que  al menor a quien se imputa la comisión de una infracción penal le asisten los  derechos reconocidos en la   Constitución y en el ordenamiento jurídico, con mención  específica a la Ley   Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del  Menor, la Convención  sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1989 y todas aquellas normas  sobre protección de menores contenidas en los Tratados válidamente celebrados  por España (artículo 1.3 LORPM). El cumplimiento de estas exigencias permite la  satisfacción de la función garantista, evitando una injerencia injustificada  del poder punitivo del Estado en la esfera jurídica del destinatario de la pretensión  penal (Ferrajoli, 2000: 859). No se agota aquí, sin embargo, el discurso normativo  que la LORPM  dedica a la caracterización del proceso. Existen disposiciones específicas  (entre otras, artículos 19, 25, 37.3, 61, 62 y 63) destinadas al cumplimiento de  la función protectora, exigiendo que el proceso sea para las víctimas un espacio  de acogida, participación, tutela y reparación. 
                                                                  En la presente  reflexión vamos a limitar nuestro análisis a la tarea de tutela (extramuros de  nuestro estudio se encuentra el examen de las funciones de acogida,  participación y reparación) respecto a la declaración de las víctimas y  testigos del acoso escolar en el proceso penal de menores, tanto en la fase de  instrucción como en la de audiencia. 
                                III.2.2. En la instrucción 
                                                                  Como novedad, y en  un intento de implementar el sistema acusatorio (Tamarit, 2002: 43) y  salvaguardar la imparcialidad judicial (Gómez Colomer, 2002: 169), dispone el  artículo 16 LORPM que corresponde al Ministerio Fiscal la instrucción de los  procedimientos por los hechos constitutivos de infracción penal atribuibles a menores  cuya edad exceda de catorce años y no alcance los dieciocho años. Esta actuación  instructora tendrá como objeto, tanto valorar la participación del menor en los  hechos para expresarle el reproche que merece su conducta, como proponer las concretas  medidas de contenido educativo y sancionador adecuadas a las circunstancias del  hecho y de su autor y, sobre todo, al interés del propio menor valorado en la  causa (artículo 23.1 LORPM). 
                                  La atribución al  Ministerio Fiscal de la instrucción de los procedimientos en los que se  dilucida la responsabilidad penal de los menores de edad, no excluye, sin  embargo, una eventual participación del Juzgado de Menores en esta fase del  procedimiento, ceñida a su condición de juez de garantías (ORNOSA, 2001: 1999).  El legislador disciplina de forma taxativa los supuestos en los que el Juez de  Menores, como juez de garantías, debe intervenir en la fase instructora. Será  precisa su intervención en tal papel jurisdiccional cuando deba: 
                                                                  - practicarse una  diligencia restrictiva de derechos fundamentales (artículo 23.3 LRPM); 
                                                                  - acordarse el  secreto del expediente (artículo 24 LORPM); 
                                                                  - adoptarse alguna  medida cautelar para la custodia y defensa del menor expedientado o para la  debida protección de la víctima, cuando exista el riesgo de eludir u obstruir  la acción de la justicia o atentar contra los bienes jurídicos de la víctima (artículo  28 LORPM); 
                                                                  - ejecutarse una  prueba anticipada (artículo 448 LECrim). 
                                  La intervención del  Juez de Menores en todos estos supuestos se justifica en el papel institucional  del juez como garante de los derechos fundamentales en el proceso (artículos  24.1 y 117.4, ambos de la CE).  En los casos mencionados, se preservan los siguientes derechos: 
                                                                  - el derecho a la  inviolabilidad del domicilio (artículo 18.2 CE), la intimidad (artículo 18.1  CE) y el secreto de las comunicaciones (artículo 18.3 CE) en la obtención de  fuentes de prueba de la comisión de un ilícito penal (caso de la práctica de  diligencias restrictivas de derechos fundamentales); 
                                                                  - el derecho de  defensa (artículo 24.2 CE), supuesto de implementación del secreto del  expediente; 
                                                                  - el derecho a la  libertad personal (artículo 17.1 CE), caso de adopción de medidas cautelares  que conlleva una restricción de la libertad deambulatoria; 
                                                                  - el derecho a la  prueba y la presunción de inocencia (artículo 24.2 CE), cuando se trata obtener  un conocimiento que ofrece al juez enjuiciador para fundamentar un juicio de  certeza sobre un hecho discutido. 
                                                                  El resto de actos  de investigación pueden ser llevados a cabo por el Ministerio Fiscal. 
                                                                  En los casos de  acoso escolar, el Ministerio Fiscal puede adoptar, para las víctimas y  testigos, las medidas de protección de testigos y peritos contenidas en la Ley Orgánica 19/1994,  de 23 de diciembre (en adelante, LO 19/1994), asumiendo las funciones que, en  el proceso penal de adultos, competen al Juez de Instrucción (artículo 1.2 y 2 LO  19/1994). Cuando se adoptan, en la fase de instrucción, medidas de protección  de víctimas y testigos, acudiendo como marco normativo a las estipulaciones  contenidas en la LO  19/1994, no se restringen derechos cuya tutela competa a un órgano  jurisdiccional; se estipula un espacio institucional de protección de las víctimas  y testigos que no menoscaba el estatuto jurídico del imputado, vertebrado en  torno al derecho de defensa, dado que permanecen intangibles las facultades de  interrogar y hacer interrogar a la víctima o testigo de cargo así como las de  ofrecer las pruebas de descargo. Por ello, la mención que el artículo 2 LO  19/1994 realiza al juez de instrucción debe ser extendida al Ministerio Fiscal  en aquellos procesos en los que legalmente tenga atribuida la función  instructora. 
                                                                  Esta construcción  jurídica es respetuosa con la naturaleza institucional del Ministerio Fiscal,  órgano integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial (artículo 2.1 del  Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal), que ejerce sus funciones, conforme al  artículo 124.2 CE, con sujeción a los principios de legalidad e imparcialidad,  al que sólo le están vedado el ejercicio de la potestad de juzgar y hacer  ejecutar lo juzgado y la realización de las funciones que la ley atribuye a los  jueces y magistrados en garantía de un derecho, espacios sujetos, por mandato  constitucional, al principio de exclusividad jurisdiccional (artículo 117.3 y 4  CE y STC 206/2003). Sólo en aquellos casos en los que la declaración de la  víctima o testigo del acoso escolar transciende del campo propio de la  instrucción (obtener información para fundamentar una acusación) para presentar  notas jurídicas propias de la prueba anticipada (declaración de la víctima o testigo  radicado en el extranjero o que padece una enfermedad que genera un riesgo de fallecimiento  o incapacidad antes de la audiencia, tal y como se establece en el artículo 448  LECrim), la declaración deberá realizarse ante el Juez de Menores (Gómez  Colomer, 2002: 175), competiendo a la mentada autoridad judicial garantizar la vigencia  del principio de contradicción y estipular el marco de protección de la víctima  o testigo. 
                                III.2.3. En la audiencia 
                                                                  Cuando proceda  celebrar el juicio oral (audiencia en terminología legal), corresponderá al  Juez de Menores pronunciarse motivadamente sobre la procedencia de mantener,  modificar o suprimir todas o algunas de las medidas de protección de las  víctimas y testigos del acoso escolar adoptadas en la fase de instrucción,  acordando, si es necesario, la adopción de otras nuevas, previa ponderación de  los bienes jurídicos constitucionalmente protegidos, de los derechos  fundamentales en conflicto y de las circunstancias concurrentes en la víctima o  testigo (articulo 4.1 LO 19/1994). Cuando, como medida protectora, se haya  atribuido a la víctima o testigo del acoso escolar un número o cualquier otra  clave para su identificación, estipula el artículo 4.3 LO 19/1994 que  "(...) si cualquiera de las partes solicitase motivadamente en su escrito  de calificación provisional, acusación o defensa, el conocimiento de la  identidad de los testigos o peritos propuestos, cuya declaración o informe sea  estimado pertinente, el Juez o Tribunal que haya de entender de la causa, en el  mismo auto en el que declare la pertinencia de la prueba propuesta, deberá  facilitar el nombre y los apellidos de los testigos y peritos, respetando las  restantes garantías reconocidas a los mismos en esta Ley". 
                                                                  El efecto jurídico  previsto en la norma (desvelamiento del nombre y apellidos de la víctima o  testigo protegido) precisa una petición de parte (acusación y defensa), producida  en un momento procesal determinado (escrito de acusación o defensa provisional)  y provista de una línea de argumentación suficiente (solicitud motivada). 
                                                                  La suficiencia  argumental del escrito instando el desvelamiento de la identidad personal de la  víctima o testigo del acoso escolar se valora a la luz del criterio dispuesto  en el párrafo último del artículo 4.3 LO 19/1994: poner de manifiesto alguna  circunstancia que pueda influir en el valor probatorio del testimonio a ofrecer  por la víctima o testigo protegido. Es decir: poner en tela de juicio la razón  de ciencia que fundamenta el testimonio. Lo que se intenta prohibir, en  definitiva, es un testimonio evacuado en condiciones que impidan o limiten de  forma significativa una contradicción efectiva (Sstedh de 20 de noviembre de  1989 -caso Kostovski-, 27 de septiembre de 1990 - caso Windisch- y 15 de junio  de 1992 -caso Ludi-, y STC 64/1994, de 28 de febrero).  
                                                                  De ahí que la  jurisprudencia del Tribunal Supremo haya anudado la vulneración del derecho a  un proceso con todas las garantías en la emisión del testimonio de la víctima o  testigo protegido a la existencia de un espacio judicial generador de  indefensión, exigiendo, en línea con la concepción de la indefensión material  plasmada en la jurisprudencia constitucional (por todas, SSTC 146/2003 y  19/2004), que se precise en qué aspecto concreto la protección conferida al  testigo o perito perjudica el derecho de defensa o se individualice en qué  extremo específico se ha impedido una defensa idónea (STS de 8 de octubre de  2001), sin que baste una alegación genérica de indefensión (STS de 28 de enero  de 2002). Es necesario, en definitiva, una privación o limitación del derecho  de defensa; es decir, una afectación de la igualdad de armas, principio según  el cual la acusación y la defensa deben contar con iguales facultades en el  plano alegatorio y en debate probatorio. Es incuestionable que compete a los  órganos judiciales velar porque en las distintas fases del proceso se dé la  necesaria contradicción entre las partes, exigencia de garantía efectiva de la  contradicción que se agudiza en el proceso penal, dada la trascendencia de los  intereses en juego (por todas, STC 91/2000). En este sentido, constituye una  manifestación significativa del derecho de defensa la facultad de interrogar o  hacer interrogar a los testigos de cargo y de descargo (artículos 6.3 d) del  Convenio Europeo de Derechos Humanos y 14.3 e) del Pacto Internacional de  Derechos Civiles y Políticos), cuya enervación convierte la idea de juicio  justo en un arquetipo huero de contenido (STC 93/2005). 
                                                                  A la luz de un  marco legislativo que ha sido tildado de inespecífico (Hernández/Miranda, 2005:  4), el testimonio de los menores víctimas o testigos del acoso escolar en la  audiencia debe estar presidido, para ser definido como prueba idónea para  enervar el derecho a la presunción de inocencia del inculpado, por la presencia  cumulativa de cuatro espacios o ámbitos: terapeútico, jurisdiccional, protección  y de defensa. 
                                                                  El espacio  terapeútico garantiza que la elección del momento adecuado para obtener la  declaración del menor y el modo y manera de plasmar la misma en el proceso responda  a las necesidades de tutela del equilibrio emocional del menor. Para ello, es preciso  acompasar, en la medida de lo posible, los tiempos terapéuticos con los  procesales, en aquellos casos en los que el menor esté siguiendo una estrategia  facultativa para integrar en su biografía vital el suceso que se pretende  reconstruya, y es necesario que sea un psicólogo forense experimental (Fábrega,  2005: 3) quien transmita el menor el contenido del interrogatorio pergeñado por  las partes y declarado pertinente por el juez. A modo de ejemplo, el THDH (caso  S.N. contra Suecia, de 2 de julio de 2002) ha tenido ocasión de mentar que el  artículo 6.3 d) CEDH (5) no puede ser interpretado, en el marco de los  procedimientos penales relativos a delitos sexuales contra menores, como una  exigencia de que, en todos los casos, las preguntas sean planteadas directamente  por el acusado o su abogado, mediante repreguntas u otros medios. 
                                                                  El espacio  jurisdiccional precisa de la existencia de una dirección judicial en la  obtención y en la materialización de la información transmisible por el menor.  En la fase de obtención del testimonio, el juez o tribunal debe convocar a las  partes y al perito para fijar el objeto del interrogatorio, tomando como  referente la proposición de hechos sustentada por cada una de las partes  procesales. En la fase de práctica del testimonio, el juez o tribunal debe  percibir sensorialmente el conocimiento transmitido por el menor, de forma  directa, si el testimonio se vierte en el juicio oral (6), o mediante la reproducción  en el plenario de la grabación de la imagen y sonido de la declaración, si el  testimonio se ofreció en una fase pretérita del proceso judicial. 
                                                                  El espacio de  protección exige que la declaración del menor se realice en un contexto que  tenga en cuenta su situación así como su desarrollo evolutivo, preservando, en  todo caso, su privacidad y evitando todas aquellas situaciones que pueda  perjudicar su desarrollo personal. Será preciso cuidar al máximo el espacio  físico en el que tiene lugar la declaración, la ubicación de cada uno de los  intervinentes en el mentado espacio así como los términos en que tiene lugar la  transmisión de información dentro del proceso de comunicación (Gimeno Jubero,  2000: 174). 
                                                                  El espacio de  defensa permite que el menor acusado tenga un momento procesal idóneo para  interrogar al menor víctima o testigo. El TEDH (por todas, caso Lüdi contra  Suiz, de 15 de junio de 1992, Van Mechelen y otros contra Países Bajos de 23 de  abril de 1997, A.M  contra Italia, de 14 de diciembre de 1999 y P.S contra Alemania, de 20 de  diciembre de 2001), al interpretar el derecho de todo acusado a interrogar o hacer  interrogar a los testigos que declaren contra él (artículo 6.3 d) del Convenio Europeo  de Derechos Humanos y Libertades Públicas), ha explicitado que lo decisivo es  constatar si el acusado ha tenido en el proceso una ocasión adecuada y  suficiente de confrontación con el testigo de cargo en el momento de emitir su  declaración o un momento posterior. Se pretende, por lo tanto, que el acusado  tenga una ocasión adecuada y suficiente para impugnar el testimonio de cargo y  de interrogar a su autor en el momento de la declaración o más tarde, de forma  que ningún pronunciamiento factual pueda hacerse en el proceso penal si no ha  venido precedido de la posibilidad de contradicción sobre su contenido (SSTC  143/2001 y 13/2006), en el momento de su emisión o en una fase procesal  ulterior (SSTC 155/2002, 206/2003 y 1/2006). La contradicción conlleva  garantizar la posibilidad real de cuestionar las afirmaciones probatorias de  otra persona mediante la interlocución directa por la defensa en el momento en  el que la víctima o el testigo es interrogado (STS de 17 de noviembre de 2005). 
                                                                  La ocasión adecuada  y suficiente de intervenir en el interrogatorio del menor víctima o testigo  exige garantizar la intervención del menor acusado y su defensa técnica en la  elaboración del objeto del interrogatorio. También precisa la presencia de  ambos en la práctica de la prueba en el juicio oral, ora mediante el  interrogatorio del menor en un contexto de máxima protección de su bienestar  físico y psíquico, ora a través de la reproducción, con su asistencia, de la  grabación de la imagen y sonido de la declaración obtenida en una fase procesal  previa. Este último caso es preciso que el testimonio haya sido prestado ante  una autoridad judicial (Juez de Menores) en cualquiera de las fases del procedimiento,  (la tildada pericialmente como idónea para minimizar el impacto psíquico en el  menor), y garantizando la potencial intervención de las partes. 
                                                                  La identificación  del juicio justo con la concurrencia de los mentados cuatro espacios permite  identificar el proceso penal equitativo en materia de acoso escolar con un marco  institucional de equilibrio entre las necesidades de protección de las víctimas  menores de edad y las exigencias de respeto a las garantías del menor acusado. 
                                IV. A modo de conclusión 
                                                                  I. El acoso escolar  es un tipo de victimación violenta, de contenido heterogéneo y presencia  estable, en el que se integran: unas víctimas vulnerables por factores  individuales y/o colectivos; unos agresores cuya conducta está regida por la  idea de dominio y poder; una interacción de víctimas y victimarios regida por  la asimetría de fuerzas entre quien agrede y quien es agredido y presidida por  la conciencia recíproca de quien es el vulnerable y quién el dominante; un  elenco de espectadores que hacen del silencio su aportación específica y un  contexto definido por la función educativa asignada al espacio en el que se  produce la violencia. 
                                                                  II. La política  pública en materia de acoso escolar no puede descansar en una estrategia punitiva.  La vigencia del principio de última ratio, de inexcusable exigencia en un  Estado Social y Democrático de Derecho, ubica el discurso penal en la línea de cierre  del sistema diseñado por el Estado para evitar las conductas violentas en el contexto  educativo. 
                                                                  III. El acoso escolar  está integrado por una pluralidad de hechos que encuentran acomodo en los tipos  penales que protegen los intereses personalísimos de las personas. El delito  contra la integridad moral es la infracción penal que, de forma más cumplida,  contiene las notas que definen las conductas incardinables en la figura del acoso. 
                                                                  IV. La intervención  penal diseñada en la LORPM  pretende alcanzar tres objetivos en el tratamiento del acoso escolar: la  resocialización de los infractores, la protección de las víctimas y la  adecuación de la respuesta a la significación antijurídica del hecho. La  satisfacción de estos objetivos debe obtenerse respetando los requisitos  materiales de idoneidad, necesidad y proporcionalidad de la respuesta y  cumpliendo las exigencias formales impuestas por los principios de rogación  acusatoria y legalidad.  
                                                                  V. El proceso penal  de menores debe cumplir las exigencias del juicio justo, mediante la  satisfacción de la función garantista –que preserva la esfera jurídica del  menor acusado de una injerencia injustificada del poder punitivo del Estado- y  la función protectora –que garantiza para las víctimas un espacio de acogida,  asistencia y atención-. 
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                                1. El proyecto de  Ley Orgánica por la que se modifica la   LO 5/2000 (en adelante PLORPM), tramitándose en el Senado  cuando se redactan estas líneas, estipula que el juez impondrá una medida de  internamiento en régimen cerrado de uno a seis años (complementada  sucesivamente con otra medida de libertad vigilada con asistencia educativa  hasta un máximo de cinco años) cuando el menor de 16 o 17 años cometa un hecho  tipificado como delito grave por el Código Penal o las leyes penales  especiales, o como delito menos grave, cuando en su ejecución se haya empleado  violencia o intimidación en las personas o se haya generado grave riesgo para  la vida o integridad física de los mismos o se trate de un delito cometido en  grupo o el menor perteneciere o actuare al servicio de una banda, organización  o asociación, incluso de carácter transitorio, que se dedicase a la realización  de tales actividades, siempre que el hecho cometido revista extrema gravedad,  caracterización que siempre concurrirá cuando se aprecie reincidencia. 
                                                                  2. El PLORPM limita  a ocho años la duración máxima de la medida de internamiento en régimen  cerrado.  
                                                                  3. El PLORPM  contempla la introducción de un nuevo artículo –el cuarto- referido a los  derechos de las víctimas y los perjudicados. Implementa una disciplina de  información a las víctimas que se extiende a diversas materias: medidas de  asistencia previstas en la legislación vigente; facultades de personación en el  proceso; funciones del Ministerio Fiscal en el ejercicio de las acciones  civiles, comunicación de las resoluciones adoptadas por el Ministerio Fiscal o  el Juez de Menores que afecten a sus intereses, con específica mención al  acuerdo de desistimiento de la incoación del expediente y a la sentencia que se  pronuncie. 
                                                                  4. El PLORPM  estipula una regla general y dos reglas especiales. La regla general es que, en  el caso de delitos, la duración de las medidas no podrá exceder de dos años,  las prestaciones en beneficio de la comunidad no podrá superar las cien horas y  la permanencia de fin de semana no podrá exceder de ocho fines de semana. La  primera regla especial se refiere a delitos graves, delitos menos graves con  empleo de violencia o intimidación en las personas o con creación de grave  riesgo para la vida o integridad física de las personas o delitos que se  comentan en grupo o el menor perteneciere o actuare al servicio de una banda,  organización o asociación, incluso de carácter transitorio, que se dedicare a  la realización de tales actividades. En este caso, si el menor tuviere 14 o 15  años, la medida podrá alcanzar tres años de duración, las prestaciones en  beneficio de la comunidad un máximo de ciento cincuenta horas y la medida de  permanencia de fines de semana, doce fines de semana. Si el menor tuviera 16 o  17 años, la duración máxima de la medida será de seis años, doscientas horas de  prestaciones en beneficio de la comunidad o permanencia de dieciséis fines de  semana. En este último supuesto, si el hecho reviste extrema gravedad,  reputándose como tal en todo caso la reincidencia, el Juez impondrá una medida  de internamiento en régimen cerrado de uno a seis años, complementada  sucesivamente con otra medida de libertad vigilada con asistencia educativa  hasta un máximo de cinco años. En estos casos, sólo procederá el ejercicio de  las facultades judiciales de modificación, suspensión o sustitución de la  medida impuesta cuando haya transcurrido el primer año de cumplimiento efectivo  de la medida de internamiento. 
                                  La segunda regla  especial se aplica a los delitos de asesinato, homicidio doloso, agresión  sexual con acceso carnal, terrorismo o cualquier otro delito que tenga señalada  en el Código Penal o en las leyes penales especiales pena de prisión igual o  superior a quince años. Si el menor tuviera 14 o 15 años, el juez impondrá una  medida de internamiento en régimen cerrado de uno a cinco años de duración,  complementada en su caso por otra medida de libertad vigilada de hasta tres  años. Si el menor tuviera 16 o 17 años, el juez impondrá la medida de  internamiento en régimen cerrado de uno a ocho años de duración, complementada  en su caso por otra de libertad vigilada con asistencia facultativa de hasta  cinco años. En estos casos, sólo procederá el ejercicio de las facultades  judiciales de modificación, suspensión o sustitución de la medida impuesta cuando  haya transcurrido, al menos, la mitad de la duración de la medida de  internamiento impuesta. Además, en los delitos de terrorismo, se impondrá al  menor una medida de inhabilitación absoluta por un tiempo superior entre cuatro  y quince años al de la duración de la medida de internamiento en régimen  cerrado impuesta, atendiendo proporcionalmente a la gravedad del delito, al  número de los cometidos y a las circunstancias que concurran en el menor. 
                                                                  5. Este precepto  reconoce como derecho de todo a acusado el interrogar o hacer interrogar a los  testigos que declaren contra él y a obtener la citación y el interrogatorio de  los testigos que declaren en su favor en las mismas condiciones que los  testigos que lo hagan en su contra. 
                                                                  6. Esta percepción  puede obtenerse acudiendo a la videoconferencia u otro sistema similar que  permita la comunicación bidireccional y simultánea de la imagen y del sonido,  en los términos establecidos en el artículo 229.3 LOPJ, y en los artículos 306,  325 y 731 bis LECrim. 
                                Revista Electrónica  de Ciencia Penal y Criminología. 
                                  2007, núm. 09-03                               
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