Lo ocurrido al historiador británico David Irving en Austria, contrasta con algunas apologías de la libertad de expresión, que se han escuchado en el fragor de la “guerra de las viñetas”.
El pasado 20 de febrero, un jurado austriaco condenó a tres años de prisión al historiador británico David Irving por dos conferencias pronunciadas en 1989, en las que negaba la existencia del Holocausto perpetrado por los nazis. En aquellas conferencias, el escritor británico había negado la existencia de cámaras de gas en Auschwitz y había puesto en duda el Holocausto. Esta posición, denominada negacionismo, en Austria está castigada penalmente, en virtud de la Ley de Prohibición, recogida en la Constitución redactada tras la II Guerra Mundial. Dicha ley condena con penas de hasta 20 años de cárcel la apología del nazismo, la negación de los crímenes contra la humanidad cometidos en el III Reich y todo intento de rehabilitar ideologías racistas. En Francia, Alemania y Bélgica, el negacionismo es un delito; y en España y Suiza constituye delito la negación de cualquier crimen contra la humanidad.
La condena de Irving ha tenido lugar, precisamente, en el momento en que la desmesurada reacción musulmana a unas tiras ofensivas para con Mahoma ha tenido como reacción en Occidente una generalizada defensa de la libertad de expresión, como seña de su identidad y como uno de los valores incuestionables de la democracia.
Lo ocurrido al historiador británico en Austria, contrasta, sin embargo, con algunas apologías poco matizadas de la libertad de expresión, que se han escuchado en el fragor de la “guerra de las viñetas”. Contrasta también con el motivo que llevó al diario danés a plantearse la publicación de viñetas satíricas que tuvieran a Mahoma como objeto. Tal motivo no era otro que el de indagar hasta dónde se puede llegar en la libertad de expresión y, en concreto, averiguar si la figura de Mahoma era susceptible o no de crítica y de broma.
Efectivamente, a una sociedad democrática y pluralista le resulta consustancial una decidida afirmación de la libertad de expresión, pero, el “caso Irving” pone de manifiesto que tampoco las sociedades democráticas admiten una ilimitada libertad de expresión pues, de hecho, todos los ordenamientos jurídicos de las sociedades democráticas la limitan de alguna manera.
Puede ayudar a modular adecuadamente el sentido de la libertad de expresión distinguir tres tipos de límites a su ejercicio. En mi opinión, es preciso diferenciar entre límites políticos, límites sociales y límites morales.
Los límites políticos son aquellos que establecen las restricciones mínimas para que determinadas expresiones no representen una amenaza grave para la convivencia pacífica. Estos límites custodian los valores fundamentales de una comunidad política y se expresan legalmente a través del código penal. En los países que han sufrido en sus carnes la barbarie del nazismo no se tolera la mínima concesión a aquello que, aún de lejos, pueda significar una legitimación del régimen nazi o del racismo. En estos países, todo lo que tiene que ver con el Holocausto o el antisemitismo no admite bromas; y no es que no se admita mediante el repudio social –que tampoco- sino que no se admite mediante lo que custodia y articula la convivencia política, esto es, las leyes. El límite impuesto en estas materias no puede salvarse mediante apelaciones a la creatividad artística o a la libertad de pensamiento propia de la investigación científica. Es la misma razón por la que en España está castigada severamente la apología del terrorismo. En todas las democracias, por otra parte, está castigada la difamación. La jurisprudencia puede ser más o menos laxa al respecto, pero se entiende que la convivencia social exige que no resulte impune la denigración de sus miembros.
Otro tipo de límites a la libertad de expresión es lo que cabría denominar “límites sociales”. Quien infringe el “código social” no va a la cárcel ni es penalmente sancionado, pero se expone al ostracismo, por haber traspasado las fronteras de lo que en una sociedad resulta tolerable escuchar. Un ejemplo no muy lejano fueron las declaraciones de junio pasado en la Comisión de Justicia del Senado del doctor Polaino acerca de la homosexualidad. La reacción social que suscitó su intervención puso de manifiesto que el orden social vigente no permite que una persona exprese un juicio médico en el que se cuestione la normalidad psíquica de la tendencia homosexual.
Los límites sociales a la libertad de expresión no resultan tan punitivos como los límites políticos o legales, pero son mucho más numerosos y, aunque no imponen penas legales, imponen severas restricciones a lo que se puede decir, sin sufrir el rechazo social. La vida social está cargada de censuras y las personas nos auto-limitamos en nuestras manifestaciones exteriores. De todos modos, debido al pluralismo de las sociedades abiertas, la censura social no suele ser unánime y monolítica, sino fragmentaria, de modo que el rechazo social de ciertas manifestaciones o expresiones no es compartido normalmente por todo el cuerpo social.
Finalmente, están los límites morales a la libertad de expresión. Son los que cada persona se impone desde su conciencia. La fuerza de este límite resulta proporcional a la calidad ética de la persona. Cuanto más desarrollada se encuentra la sensibilidad moral de una persona, más se retrae de ofender a los demás, con independencia del juicio que le merezcan sus ideas, valores y actuaciones. En este sentido, el límite moral puede llegar a ser –depende de personas- tanto el más amplio cuanto el más férreo; es decir, el límite que ejerce una censura más fuerte y sobre mayor número de cuestiones en el individuo. Esto no significa que el sentido moral nos deba llevar a callar o a cohonestar el mal, sino simplemente a evitar la burla, la ofensa objetiva y el descrédito de las personas, instituciones o grupos sociales.
La calidad de la convivencia social depende, en definitiva, de la calidad moral de sus ciudadanos, de manera que cuanto mayor es la capacidad de autolimitarse de las personas mediante su conciencia, menos necesarias son las trabas sociales y legales a la libertad de expresión. Por el contrario, en la medida en la que se pierde calidad ética, se precisa un aumento de la censura social y de las prohibiciones legales. Lo ideal es que los límites legales de la libertad de expresión sean mínimos, pues una sociedad abierta exige amplio espacio para la crítica; pero, lógicamente, la regulación y penalización se intensifica en la medida en que los ciudadanos transgredimos los límites éticos en nuestras expresiones y en la medida en que el odio y las fobias tienden a exteriorizarse.
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