Resumen: En los últimos años los gobiernos de las ciudades han elevado los asuntos de la seguridad al primer puesto de sus prioridades. El eco social y mediático que tienen algunas de las tipologías delictivas propias de las urbes condicionan ese interés de los ayuntamientos, y, debido a que parte de esa delincuencia tiene una naturaleza violenta y predatoria, los ciudadanos exigen a sus municipios actuaciones concretas para combatirla. Para ofrecer respuestas satisfactorias las ciudades utilizan alternativamente los cuerpos locales de policía bajo su mando junto con otros servicios sociales propios, lo cual termina produciendo, cada vez con más frecuencia, una peligrosa confusión entre lo penal y lo administrativo, entre lo criminal y lo incívico, entre las penas y las sanciones administrativas. Los riesgos derivados de este proceder, entre otros, para la correcta vigencia de los principios de legalidad y de proporcionalidad, requieren una reflexión sobre el sentido actual de la participación de los entes locales en la gestión de los problemas político-criminales.
Palabras clave: Seguridad urbana, Policía, prevención, política criminal.
1-. La relevancia del factor territorial del delito
La participación de las entidades municipales en la gestión de los asuntos de la seguridad pública está en permanente revisión y son abundantes las voces (1) que observan y apoyan una decidida apuesta de estos entes públicos por incluir entre sus objetivos directos la mejora de las condiciones de seguridad pública de sus ciudadanos. Cada vez son más las grandes ciudades a lo largo del planeta que han puesto en marcha diferentes programas gestados en el entorno local y dirigidos a la prevención de la delincuencia, iniciativas que, partiendo desde diversas posiciones ideológicas o técnicas, buscan mejorar las condiciones de vida en los espacios urbanos que ocupan sus habitantes.
En este intensificado empeño de las entidades locales, se está optando, de forma preferente, por incorporar a los programas municipales de prevención de la delincuencia aquellos elementos y principios que más se relacionan con políticas puramente sancionadoras características de las agencias estatales de lucha contra la delincuencia. Lo cual, está llevando a que las políticas disciplinarias que surgen en la Administración ordinaria incorporen cada vez más contenidos (2) y se rijan por principios y objetivos más propios de la justicia penal que de la estricta actividad administrativa sancionadora o de intervención social.
Hasta principios de este siglo XXI las cosas estaban más claras:
- distribución competencial de la seguridad en los artículos 149 y 104 de la Constitución
- papel preferente de la gestión policial de la seguridad
- reserva de Ley Orgánica para la regulación de los temas centrales relativos a la delincuencia
- objetivo resocializador del sistema de sanción penal (artículo 25 Const.) esto es, reglas y presupuestos básicos que servían para separar aquellas estructuras del Estado que abordaban la delincuencia frente al resto de organismos públicos que tenían, en todo caso, una función colaboradora.
En cambio, en estos momentos podemos observar entre los entes municipales numerosas actuaciones que, deudoras de diferentes teorías preventivas de la delincuencia, les colocan como gestores directos de la política criminal en su territorio y no como simples colaboradores de las instituciones puramente penales. Prueba de ello es el desarrollo de programas y actuaciones que, relacionadas con la criminalidad a nivel local, surgen como una necesidad para resolver problemas concretos que alcanzan cierta notoriedad, real o mediática.
En la búsqueda de la mejora de la seguridad en la ciudad, los ayuntamientos utilizan medios propios que van desde los servicios sociales de protección hasta las policías locales, actuando éstas como verdaderas policías de intervención frente al delito. Con el problema añadido de que todo ello se desarrolla, en muchas ocasiones, al margen de líneas político criminales complejas y coordinadas con las entidades y agencias gubernamentales y sin que se extraigan consecuencias o explicaciones asociadas a las que desde la Criminología se ofrecen desde hace décadas.
Si se analiza la relación entre la actividad preventiva de los municipios y las grandes líneas explicativas y de lucha contra la delincuencia que se han ofrecido desde la Criminología, se podrá detectar en cuales de ellas se han situado de forma preferente los entes locales y regionales, especialmente las grandes ciudades, que son las que han desarrollado los programas más ambiciosos en esta materia al tener mayores medios materiales para llevarlos a cabo y ser los espacios donde la visibilidad y gravedad de la criminalidad se ha manifestado con mayor virulencia.
Así mismo, se podrá observar cómo el desarrollo de muchas de estas líneas de actuación viene condicionado por la fenomenología delictiva que presentan los espacios urbanos. Las tipologías criminales de los núcleos urbanos se encuentran muy delimitadas por una delincuencia tradicional de corte violento y predatorio, a la que se han sumado elementos modernos asociados a la existencia de redes de delincuencia organizada (3). Este perfil delictivo de los espacios públicos urbanos ha llevado a los municipios a visualizar la delincuencia que les afecta con una carga más próxima a la prevención situacional y ambiental que a la prevención de naturaleza social, si bien esto ha dependido mucho de las posiciones ideológicas y científicas que sobre la prevención se han desarrollado en los ámbitos gubernamentales y científicos de determinados entornos culturales. La respuesta preventiva contra la seguridad urbana en los países anglosajones difiere de forma importante de la llevada en otros países continentales europeos, si bien se puede observar cada vez más la convivencia en el tiempo y en el espacio de programas municipales que rinden tributo tanto a un modelo preventivo como a los otros, en un intento ecléctico por extraer lo que de positivo y eficaz puedan tener cada uno de ellos. Así, no es difícil encontrar en la gestión de la seguridad de las grandes ciudades ambiciosos programas de protección de las víctimas, más próximos a la prevención situacional, con programas de actuación educativa con jóvenes en riesgo de delinquir, derivados de las teorías de la prevención social.
En este contexto, la actuación de los gobiernos locales se complejiza al disponer de instrumentos que son propios de la represión de la delincuencia –el mandato sobre policía de ámbito municipal-, junto con estructuras administrativas cuyas funciones se encuentran mucho más próximas a la colaboración comunitaria y a la puesta en marcha o seguimiento de actuaciones en el seno de las estructuras sociales informales (4).
Es especialmente importante el papel que las policías urbanas llevan a cabo en el contexto de la prevención del delito, debido a las características especiales que tienen en España desde un punto de vista competencial, y que permite un doble análisis: la de la policía local respecto del resto de policías gubernamentales y, por otro lado, la de aquella con el conjunto de ciudadanos. Los problemas principales que se observan en este caso derivan del proceso de acercamiento funcional de las policías de los ayuntamientos a las policías estatales que, o bien separan a aquellas de la ciudadanía para convertirse en policías de persecución del delito o bien, y esto es más difícil, intentan mantener una doble naturaleza de policía de prevención del delito y de policía gubernativa más próxima al conflicto administrativo que al estrictamente penal. Probablemente, la premisa con la que se comenzaba este trabajo según la cual el Derecho administrativo sancionador está en un proceso de creciente confusión con el Derecho penal, tenga una gran influencia sobre esta hibridación de papeles que las policías locales vienen asumiendo de forma progresiva. Siguiendo en parte el esquema expositivo de Sozzo (5) que esquematiza las contribuciones teóricas sobre prevención urbana del delito en tres grandes líneas, la táctica situacional, la táctica social y la táctica comunitaria, se va a proceder al análisis de las políticas criminales generales y las de las entidades locales en España a partir del marco normativo general y de las actuaciones que los mismos realizan desde sus estructuras policiales y sociales.
2.- El marco normativo de la seguridad y los municipios
El Convenio marco de cooperación y coordinación entre el Ministerio del Interior y la Federación Española de Municipios y Provincias, en materia de seguridad ciudadana y seguridad vial, firmado el 20 de febrero de 2007, constituye un punto de partida muy ilustrativo sobre la vía a través de la cual los municipios españoles desean tomar parte activa en la gestión de la seguridad pública. Surgido como una forma de reconocimiento del gobierno estatal de la imposibilidad de abordar los problemas que genera la delincuencia sólo con las estructuras policiales, con el mismo se busca implicar a las ciudades y sus gobiernos en la gestión de este sector de las políticas públicas.
El texto del convenio parte de la atribución competencial hacia el Ministerio del Interior de la seguridad ciudadana cuando, en la primera Manifestación, se realiza una declaración en estos términos: “El Ministerio del Interior, de acuerdo con las disposiciones contempladas en la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y en el Real Decreto 991/2006, de 8 de septiembre, por el que se desarrolla la estructura orgánica básica del Ministerio del Interior, es el órgano a quien corresponde la preparación y ejecución de la política del Gobierno en relación con la administración general de la seguridad ciudadana”.
Pero, a reglón seguido, en las siguientes manifestaciones del convenio, se declara la necesidad de que los municipios participen de una forma más activa en la gestión de la seguridad pública, declarándose que “el Ministerio del Interior y la FEMP expresan su opinión favorable a que se establezca un nuevo marco de cooperación que refuerce el sistema público de seguridad; clarifique y potencie las competencias municipales en materia de seguridad; establezca nuevas funciones que pueden ser asumidas o en las que pueden colaborar las Policías Locales, en aquellos aspectos más relacionados con la lucha contra la delincuencia en el territorio próximo y el mantenimiento de la convivencia ciudadana, en la dirección ya establecida por la Disposición Adicional Décima de la Ley 57/2003, de 16 de Diciembre, de Medidas para la Modernización del Gobierno Local; y que potencie las Juntas Locales de Seguridad”.
En realidad, la finalidad central del convenio es crear un espacio de colaboración entre las policías estatales y las policías locales para conseguir una mayor eficacia en la labor puramente policial de conocimiento e investigación del delito, intentando cubrir, de camino, algunas aspiraciones profesionales de los integrantes de la policía local, que esperaban reconocimiento legal para muchas funciones de cooperación con otras policías y tribunales que venían haciendo sin cobertura normativa expresa desde hace tiempo (6). No se trata de un convenio en el que se dé una cobertura más amplia a las políticas locales de seguridad, o un reconocimiento de que los municipios puedan aportar soluciones distintas a la delincuencia urbana de la meramente policial, sino un proyecto de colaboración policial que intenta aportar mayor racionalidad a la existencia de distintos cuerpos de policía en un mismo territorio geográfico o funcional.
La única referencia no estrictamente policial del convenio se efectúa en la Estipulación Decimoctava en la que se aborda la participación ciudadana en la gestión de la seguridad mediante la creación de los Consejos Locales de Seguridad: “para facilitar a los ciudadanos, a través de sus organizaciones, asociaciones y colectivos representativos, su participación en la elaboración y seguimiento de las políticas de seguridad ciudadana, el Ministerio del Interior y la F.E.M.P. promoverán la constitución de los Consejos Locales de Seguridad en todos aquellos municipios donde se haya constituido una Junta Local de Seguridad. Dichos Consejos se constituirán y funcionarán de acuerdo con la normativa dictada al efecto por la Secretaría de Estado de Seguridad”. Estos Consejos realmente responden más a una propuesta de prevención comunitaria, en la que se busca la colaboración ciudadana con las policías, que a la idea de crear un verdadero espacio competencial de los entes locales para diseñar sus propias estrategias de prevención del delito.
Este proyecto de convenio pretendía ser una respuesta a la escasa y lacónica regulación que sobre las competencias municipales sobre seguridad pública ofrecen la Ley de Régimen de Bases del Régimen Local y la Ley Orgánica de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (LOFCS). La existencia de las policías locales, reconocida constitucionalmente por el art. 148.1.22, se aborda legalmente sin atender a la realidad que pretende regular dando por sentado que el ámbito real en el que se va a aplicar es homogéneo tanto desde el punto de vista formal como material. El apartado IV del Preámbulo de la LOFCS atribuye a las policías locales “las funciones naturales y constitutivas de toda policía; recogiéndose como específica la ya citada de ordenación, señalización y dirección del tráfico urbano; añadiendo la de vigilancia y protección de personalidades y bienes de carácter local, en concordancia con los cometidos similares de los demás Cuerpos policiales, y atribuyéndoles también las funciones de colaboración con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, en materia de policía judicial y de seguridad ciudadana”. De este modo, el preámbulo homologa a todas las policías respecto de las funciones naturales y constitutivas de toda policía, y en la concreción de las funciones de las policías locales que realiza el artículo 53.1 de la Ley, estas se reducen a:
a) Proteger a las autoridades de las Corporaciones locales, y vigilancia o custodia de sus edificios e instalaciones.
b) Ordenar, señalizar y dirigir el tráfico en el casco urbano, de acuerdo con lo establecido en las normas de circulación.
c) Instruir atestados por accidentes de circulación dentro del casco urbano.
d) Policía Administrativa, en lo relativo a las Ordenanzas, Bandos y demás disposiciones municipales dentro del ámbito de su competencia.
e) Participar en las funciones de Policía Judicial, en la forma establecida en el art. 29,2 de esta ley.
f) La prestación de auxilio, en los casos de accidente, catástrofe o calamidad pública, participando, en la forma prevista en las leyes, en la ejecución de los planes de Protección Civil.
g) Efectuar diligencias de prevención y cuantas actuaciones tiendan a evitar la comisión de actos delictivos en el marco de colaboración establecido en las Juntas de Seguridad.
h) Vigilar los espacios públicos y colaborar con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y con la Policía de las Comunidades Autónomas en la protección de las manifestaciones y el mantenimiento del orden en grandes concentraciones humanas, cuando sean requeridos para ello.
i) Cooperar en la resolución de los conflictos privados cuando sean requeridos para ello.
Lo cierto es que las policías locales han dirigido la mayor parte de su actuación a funcionar como una verdadera policía realizando funciones tradicionales de la policía de reacción del Estado y dando cada vez menos valor al papel de elemento integrador de la ciudadanía mediante un modelo de policía más cercano al conflicto social que a la reacción derivada de la tensión social en forma de delito (7).
En todo caso existe un problema práctico aún más importante en la gestión de la seguridad por las policías locales que es la enorme diferencia territorial, de habitantes y de recursos entre las diferentes ciudades españolas y el sometimiento a un sistema legal y competencial común (8). Es evidente que una ciudad de 10.000 habitantes no puede asumir las funciones de policía local que tiene propiamente una capital de provincia o algunas de las grandes ciudades que superan el medio millón de habitantes. El resultado es una adaptación de los municipios a los medios y recursos elaborando una política de seguridad municipal propia según las posibilidades que las mismas pueden desarrollar. Encontraremos así ciudades que exceden en su actividad real el ámbito competencial que tienen atribuidas y otras que no pueden cumplir con los mínimos que la ley exige y que deben recurrir a formulas de colaboración incluso con entidades privadas que asumen funciones de seguridad pública que en ningún caso les compete.
Competencias y funciones que se asignan de forma principal a las policías locales que se mueven en esa dualidad de papeles y objetivos que exigen una clarificación de cara a conseguir que los municipios a través de sus policías locales puedan generar un espacio de seguridad propio en la ciudad.
Aunque en términos de abstracción el modelo de actuación policial y de sometimiento al cumplimiento de objetivos constitucionales es común para todos los cuerpos policiales, los de ámbito municipal presentan características especiales que, más allá de las cuestiones competenciales, merecen ser resaltadas por la dependencia que los mismos tienen de unos órganos administrativos, los ayuntamientos, cuyo papel no se define por la lucha contra la delincuencia, sino por la creación de condiciones de convivencia positivas que reduzcan las tensiones sociales que puedan derivar, entre otras consecuencias, en el delito. En este sentido se pronuncia el Informe de la Subcomisión Parlamentaria del Congreso de los Diputados encargada de evaluar la aplicación de la LOCFS, que en sus conclusiones de 1999 ya advertía que “las policías locales no estaban llamadas a ejercer principalmente tareas de policía de seguridad propiamente dicha relacionadas con la prevención y persecución del delito y con el mantenimiento de orden público”.
Así, mientras que las condiciones de respeto a los procesos democráticos, la promoción de los derechos humanos, el respeto a la diversidad y la discrepancia, la aplicación igualitaria de la ley y la vocación de servicio público, son notas comunes a la acción policial en todas las estructuras administrativas del Estado, otros elementos se convierten en los definidores de la actuación de la policía de los municipios mientras juegan ese doble papel represor e integrador que se les asigna.
Las mayores dificultades surgen con el entorno físico en el que desarrollar esta actividad policial y las expectativas mutuas que se generan entre ciudadanos y policía local a partir de un dato fundamental, la uniformidad policial y la diversidad ciudadana. Mientras el cuerpo policial se presenta como un ente único con fines generales asumidos por todos sus integrantes, la ciudadanía en el siglo XXI presenta, probablemente, el mayor grado de diversidad en un mismo territorio físico a lo largo de la Historia.
La mayor dificultad que esta realidad conlleva es abordar la convicción de cada colectivo de ser un demandante legítimo de la seguridad, sobre todo, cuando esa demanda se realiza en confrontación con otros colectivos a los que se identifica como fuente de riesgos –delictivos o inciviles-. Señalar a integrantes de la ciudadanía como fuente de peligros –inmigrantes, jóvenes, ocupas, tribus urbanas, mendigos- coloca a los responsables de la seguridad en el municipio en la contradicción de tener que reconocer, incluso promocionar, lo que aporta cada colectivo a la cohesión de la ciudad, por un lado, y asumir las exigencias de control de quienes se colocan en posición de únicos demandantes legitimados de seguridad frente a aquellos colectivos.
Colocarse del lado de la “legalidad”, esto es, de una de las formas posible de su interpretación –normalmente la mayoritaria- produce consecuencias tan negativas que, en ocasiones, los territorios terminan por buscar su propia seguridad, incluso la seguridad de los que “actúan” contra la legalidad mediante la aparición de verdaderas gestoras de actividades ilegales. Así, es frecuente encontrar en las grandes ciudades territorios concretos en los que los servicios públicos básicos –correos, asistencia médica- se terminan gestionando por residentes de esos espacios tras materializarse la quiebra de la legitimidad entre las mayorías y las minorías marginales.
Se invierte, de este modo, el proceso lógico del Estado social que obliga a la mayor protección de los peor situados, de tal modo que la seguridad pública se termina por convertir en una demanda principal de los colectivos mejor posicionados en la ciudad contra los peor situados. Cualquier análisis victimológico señala que los colectivos más victimizados por los delitos violentos y predatorios se ubican entre los propios residentes de las zonas conflictivas que, si bien, también trasladan demandas de seguridad, se terminan visibilizando más las de colectivos menos victimizados pero más asustados por la eventual posibilidad de sufrir una agresión (9) y con mayor capacidad para generar una respuesta política de ámbito municipal.
Todo ello termina produciendo una serie de consecuencias que dificultan la convivencia ciudadana mediante la promoción en la ciudad de áreas protegidas y áreas excluidas, la privatización y reducción de espacios públicos y de servicios (10), la exclusión de los más débiles y el desarrollo de un nefasto urbanismo militar de aislamiento en polígonos.
Más allá de las políticas urbanísticas, cuya capacidad de influencia sobre la delincuencia no está demostrada y resulta limitada, los municipios tienen la obligación de crear condiciones políticas para generar seguridad en las ciudades, condiciones que entren en la raíz de la diferencia y la discrepancia no utilizando a las policías locales para interponerse entre ellas a favor de unos u otros, sino para favorecer esa integración a partir de cuatro medidas, al menos, que Borja (11) identifica con las siguientes:
a) Combatir la xenofobia en las administraciones públicas (incluye la posibilidad de reclutar policías y jueces procedentes de los colectivos de riesgo).
b) Crear estructuras de participación que incluyan a los colectivos marginales o peligrosos.
c) Reducción de guetos mediante políticas públicas de inserción sociocultural.
d) Reconocimiento de plenos derechos a nivel urbano de las personas individualmente excluidas por el modelo legal estatal.
La participación activa de las policías locales en estas políticas globales de los ayuntamientos es una de las claves fundamentales para encontrar un espacio de compromiso entre los ciudadanos y las autoridades municipales. Mientras que se mantengan los modelos de fuerte aislamiento funcional de los responsables municipales de la seguridad del resto de servicios públicos locales, la eficacia de aquellas medidas seguirá siendo muy limitada.
3-. La puesta en practica de las teorías de la prevención de la delincuencia en el contexto urbano
Las grandes ciudades han acogido desde los años cuarenta del siglo XX una parte considerable de las propuestas de mejora de la seguridad teorizadas desde la criminología anglosajona, de forma preferente. El tipo de delincuencia que ha preocupado a los responsables municipales no es la que, aun afectando al conjunto de los ciudadanos de forma directa o indirecta, se origina o se manifiesta en los espacios privados (criminalidad económica) o cuya presencia en la ciudad es puntual y no es identificada como un factor de riesgo para una urbe concreta (delitos ambientales, contrabando, o algunas manifestaciones del crimen organizado como el tráfico de personas o de obras de arte). Los municipios, y sus equipos rectores, observan como comportamientos de riesgo aquellos cuyos informantes y demandantes de seguridad son los ciudadanos concretos que se sienten víctimas o potenciales receptores de una agresión (delictiva o no) que les produce miedo o sensación de inseguridad. Los ciudadanos trasladan su preocupación a los responsables locales por hechos delictivos producidos en su entorno, por aquellas agresiones que creen que pueden sufrir y por aquellas conductas que según el imaginario cultural están asociadas en un futuro inmediato a la comisión de delitos o son interpretados como tales aunque no quepan en la tipicidad que recogen las leyes penales.
No puede extrañar, por lo tanto, que la delincuencia violenta y predatoria, sin ser siempre la más grave en su valoración abstracta y en sus consecuencias, sin embargo, constituya el eje de las políticas de seguridad que dirigen las actuaciones de los entes locales (12). De hecho, las actuaciones más frecuentes de estas estructuras administrativas tienen por objeto de acción esa criminalidad y las conductas antisociales más próximas, autoexcluyéndose del análisis o de la actuación sobre otros comportamientos delictivos igual de graves, o más, que no generan una demanda por el ciudadano ante la corporación local. A la ciudad se le reclaman políticas de mejora de las condiciones de vida o habitabilidad de la ciudad o de la situación socioeconómica de sus habitantes y, por ello, las políticas de seguridad que implementan tienen que ver con esas demandas sociales.
Otra cuestión es que los municipios opten, para dar satisfacción a esas demandas, por vías más o menos securitarias o de promoción socio-económica, pero los ayuntamientos no viven como de competencia propia la lucha contra el terrorismo, el blanqueo de capitales, el narcotráfico a gran escala, el tráfico de personas u otras formas delictivas consideradas de interés estatal. Incluso, sobre otras formas de delincuencia como la corrupción o los delitos urbanísticos, aun siendo de claro interés municipal, los ayuntamientos observan una actitud muy distante, seguramente porque en las mismas están implicados los propios organismos administrativos y siguen sin ser objeto, por ejemplo, en España, de una clara demanda de persecución por los colectivos sociales urbanos. A pesar de ello, se puede observar cómo cada vez es más frecuente que modernos fenómenos visibles, como la violencia de género, que generan un fuerte impacto en la convivencia ciudadana, entren de lleno en el terreno de las políticas municipales tanto de estricta seguridad como de prevención social o comunitaria del delito.
1.Las políticas municipales de prevención ambiental
Comenzando por las técnicas de prevención ambiental del delito, estas han tenido durante las últimas cuatro décadas una fuerte acogida en los ayuntamientos porque resulta muy visible y muy práctica la concreción de las medidas que estas administraciones pueden poner en marcha, además de que, en su ejecución, son más fáciles de abordar que las correcciones de las disfunciones sociales (13). Basadas en la idea de la reducción de oportunidades para delinquir (14) mediante:
1. El incremento del esfuerzo para delinquir
2. El aumento de los riesgos de detención
3. La reducción de la recompensa por el delitocentran su acción en un desarrollo del diseño de las ciudades que permita poner en marcha procesos de interacción comunitaria para la prevención del delito, ya que la actual estructura de las urbes facilita el delito al poner en relación permanente a los sujetos con voluntad de delinquir con las potenciales víctimas en situaciones que son de constante riesgo y que de un modo u otro finalizan en algún momento con el delito. Sería bueno recordar el ejemplo de la ciudad de Marbella durante los mandatos del Gil en los que como fórmula de reducción de la marginación y la criminalidad se “expulsaba” del término municipal a aquellos sujetos considerados generadores de riesgo por su modo de vida, a veces previas conductas abusivas realizadas por la propia policía local que aseguraba la falta de retorno mediante el uso de determinadas formas de violencia (15). La tentación del aseguramiento de los espacios mediante excesos policiales es frecuente en este modelo dado el marcado carácter policial que llevan implícitos. Técnicas como la expansión del uso de las videocámaras en las vías públicas, la utilización de barreras arquitectónicas que dificulten la prostitución en las calles del centro de la ciudad o la colaboración con víctimas de delitos para mejorar su autoprotección futura, son algunas de las técnicas de la prevención situacional que tienen como principal consecuencia el desplazamiento de las infracciones a otros territorios y la necesidad de volver a desarrollar las mismas en nuevos espacios en una carrera interminable por el control y la dificultad de vivir la ciudad por iniciativa de los propios ayuntamientos. En realidad se trata de fórmulas que tienen como principal objeto de atención formas muy concretas de delincuencia asociadas a la marginalidad.
El problema más grave que presentan las fórmulas y técnicas que ofrecen la prevención situacional y, sobre todo, la prevención comunitaria, es que no ayudan a desvincular las conductas de mera incivilidad de las estrictamente delictivas sino que, por el contrario, contribuyen a crear una estrecha asociación entre ellas. Estas conductas de vagabundeo, grafitismo, prostitución, botellón, etc., son observadas como un paso previo a la criminalidad, o como el entorno en el que la delincuencia surge de manera espontánea e inevitable. Esta asociación entre lo delictivo y lo criminógeno, aunque no exista la prueba empírica de la permanente vinculación, viene justificando para los responsables policiales de los ayuntamientos la necesidad de adoptar mecanismos de naturaleza policial por encima de otras medidas que aborden el conflicto social que subyace bajo aquellas conductas, más propias de la marginalidad y la disgregación social que de la delincuencia. No puede extrañar, por lo tanto, que en la actualidad estemos asistiendo a un proceso de reafirmación de la naturaleza penal de las conductas de bagatela –especialmente las infracciones del Libro III del Código penal- y a un refuerzo de su represión, como se acaba de poner de manifiesto con la reforma del Código penal efectuada por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, que impone privación de libertad para algunas faltas patrimoniales, especialmente los hurtos reiterados (16).
Como consecuencia de la expansión, en cierto modo, fomentada, del miedo al delito y de la asociación entre diferencia y delincuencia, las propuestas descriminalizadoras de la pequeña delincuencia mediante su reenvío al Derecho administrativo o a fórmulas de justicia negociada (17) van a volver a quedar aparcadas mientras que las políticas securitarias sigan marcando la agenda político criminal del Estado.
En todo caso, como en muchos otros ámbitos de la Criminología, la ausencia de una evaluación suficiente de estos mecanismos de prevención situacional del delito constituye un fuerte obstáculo para conocer el verdadero nivel de eficacia de los mismos (18).
2. Prevención social
La prevención social, en términos muy amplios, desarrollada en el ámbito anglosajón de forma preferente mediante las teorías del “control social”, busca poner el acento de la intervención pública sobre el ofensor o el potencial ofensor, reconociendo la existencia de un conflicto social que abordar desde el análisis del conflicto y la evaluación de la realidad coordinándola con unos referentes morales o éticos determinados. Este es uno de los errores más señalados de estas teorías en tanto buscan reconducir al ofensor o potencial ofensor hacia unos valores comunes válidos para todos. La pluralidad y la multiculturalidad dificultan estas técnicas de intervención al ser mayoritariamente formuladas mediante la idea de la aceptación de unos valores considerados, en teoría, universales pero de dudosa aplicación en las urbes modernas donde los espacios, incluso los barrios, se consideran referentes de valores propios no siempre compartidos. De algún modo se reproducen los peores augurios de las teorías del etiquetamiento en un modo de afrontar el delito en el que los factores de riesgo, especialmente en los jóvenes y en los inmigrantes, están predefinidos por criterios no demostrados pero válidos para poner en marcha políticas de control sobre colectivos concretos.
Dentro de esta línea de trabajo el informe Bonnemaison (19) toma un impulso distinto planteando un cambio en el enfoque del problema, especialmente en el terreno de las competencias para poner en marcha los programas de prevención social, derivando la responsabilidad de los mismos desde las tradicionales estructuras estatales propias del sistema penal hacia otras estructuras administrativas del entorno local. El formato planteado sería horizontal y cooperativo, donde la sociedad civil y las estructuras administrativas y penales pudieran cooperar en el desarrollo de soluciones (20). Los problemas principales que han generado han tenido que ver con la excesiva generalización de los mecanismos preventivos, dirigidos a las ciudades en general y no a los territorios urbanos donde más se manifiesta el conflicto (21).
Estas críticas son propias del modelo anglosajón del control social que, lógicamente, lleva implícita una valoración a la baja de las faltas respecto de su necesidad de formar parte de la justicia penal, tiende a señalar los espacios de conflicto con ciertos prejuicios que impiden en otros sectores urbanos trabajar con formas de delincuencia no tradicionales pero igualmente relevantes, por ejemplo, los delitos relacionados con la seguridad e higiene en el trabajo, de gran importancia y repercusión en la ciudad pero que no se generan en ámbitos urbanos predefinidos como de elevado riesgo social.
3. Prevención comunitaria
Esta corriente teórica se dirige al ciudadano como responsable directo de la gestión de sus propias demandas de seguridad, buscando reconstruir el control social del territorio por parte de quien lo habita. De sesgo liberal y tendente a reducir la capacidad de decisión de los poderes políticos, busca dinamizar la actuación ciudadana mediante la autoresponsabilidad frente al delito. Se trata de una orientación que se asienta en la pérdida del control social informal (22) de la comunidad sobre el individuo y en la necesidad de recuperarla a partir de la recuperación de los espacios públicos y el control comunitario no sólo del delito sino, además, de otras formas de conducta consideradas inciviles que se identifican como de riesgo potencial.
Surgen en este contexto formulaciones como la de los broken Windows o del neighbourhood watch, que en realidad ocultan que se trata de propuestas sólo válidas para los espacios urbanos ocupados por las clases medias que buscan la identificación permanente del extraño y que lejos de buscar soluciones comunitarias lo que hacen es intensificar la actuación policial, esta vez, con una fuerte cooperación de la comunidad (23). En las formas más extremas de esta corriente se han desarrollado las prácticas de patrullas ciudadanas que producen el ensanchamiento del control social o ha surgido la teorización de la tolerancia cero. Por otro lado, han generado positivamente fenómenos de mediación social, si bien la implicación de la colectividad ha sido muy escasa beneficiando sólo a aquellos que se encontraban muy implicados en estos movimientos colectivos.
El Plan Alerta del Barrio Saavedra de Buenos Aires (24) es un claro ejemplo de desarrollo de un plan de seguridad comunitaria en el que los vecinos interactúan con los cuerpos de seguridad policial para mejorar las condiciones de seguridad del barrio. Es ilustrativo que en el origen del Plan los colectivos vecinales decidieran abiertamente dirigirse a colaborar con la Dirección de Política Criminal del Ministerio de Justicia por considerarlo más efectivo que hacerlo con los responsables de las políticas generales municipales o de la nación. Se convierte así en un claro ejemplo de modelo de intervención policial con apoyo social en el que las razones del conflicto quedan desplazadas por la idea de mantener cohesionado al grupo, aun a costa de establecer barreras con otros integrantes de la comunidad a los que se considera responsables de la violencia.
Si bien este Plan Alerta ha evolucionado intentando incorporar aspectos más propios de la prevención social, la esencia del mismo sigue siendo la interconexión de vecinos vigilantes de la seguridad que intercambian información sobre riesgos frente al delito. Como se reconoce en su propia página web, el objetivo principal se ha conseguido, siendo este disminuir la sensación de inseguridad –que no la inseguridad objetiva- al ser el ciudadano partícipe directo de la gestión de la seguridad de su barrio. En realidad se trata de una versión más sofisticada de las patrullas vecinales que se desarrolla a través de las TICs y que representan una variante del neighbourhood watch. No existe una evaluación real de la evolución de la delincuencia en el barrio, pero sí una mejora de la percepción del riesgo de padecer un delito, esto es, la creencia en la existencia de mecanismos más eficaces que los que ofrece la seguridad pública oficial (25).
La política criminal de las ciudades
En este contexto resulta muy controvertida la posición policial, especialmente la de los municipios, debido a que finalmente casi todas las vías teóricas de prevención de la delincuencia se apoyan en una fuerte presencia o colaboración policial en su ejecución. Con algunas salvedades propias de la prevención social –la mediación, por ejemplo- en la que otras agencias o servicios municipales ocupan el papel central, lo cierto es que la seguridad urbana gestionada desde los municipios sigue apoyando sus decisiones en la fuerza policial como elemento asegurador de, si no la eficacia, si del mantenimiento de los elementos más visibles del concepto de orden público. Como afirma Sansfaçon (26), la demanda del servicio policial sedebe a tres grandes factores:
1. La inflación penal y la juridificación de las relaciones sociales
2. El individualismo y la disminución de los controles sociales informales
3. Y, por último, el éxito de las organizaciones policiales para convertirse en indispensables para responder a la desviación y la delincuencia
Frente a la creciente demanda de seguridad resulta un mecanismo de interés político que los ayuntamientos respondan con aquellas políticas que son las más rentables para los organismos estatales y que, para los municipios, resultan difíciles de resistir. Todo esto trae al primer plano del interés político criminal cual es el grado de participación de los ayuntamientos en esas políticas, con qué instrumentos intervienen en la prevención del delito y cuáles son los objetivos buscados.
Si se toma como ejemplo de referencia la utilización cada vez más frecuente de los trabajos en beneficio de la comunidad como instrumento sancionador en manos de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos para reforzar sus competencias sancionadoras, se observa cómo la aproximación entre los sistemas sancionadores penal y administrativo avanza aún más en un continuo proceso de acercamiento que, durante los últimos veinte años, se ha observado especialmente en el terreno de las garantías, con el permanente reconocimiento legal y jurisprudencial, estatal e internacional, de la necesidad de incorporar los tradicionales límites al poder penal al ejercicio del Derecho administrativo sancionador.
Pero este acercamiento, como observa Rando Casarmeiro (27), está desembocando en los últimos tiempos en el contagio hacia el Derecho administrativo de las políticas penales securitarias que se vienen desarrollando en la última década y que vuelven a ponerse de manifiesto en la última reforma importante del Código penal que entrará en vigor el 23 de diciembre de 2010.
Este autor identifica, entre otros, una serie de elementos que caracterizan a este Derecho penal:
· Predominio de la delincuencia clásica (predatoria y violenta)
· Atención al sentimiento subjetivo de inseguridad
· Protagonismo de las víctimas
· Populismo y politización
· Revalorización del componente aflictivo de la pena
· Retorno a la prisión
· Falta de recelo ciudadano al poder de castigar
· Participación ciudadana en la lucha contra el delito
Criminología centrada en los síntomas y no en las causas que considera se reproducen cada vez más en el Derecho administrativo sancionador.
Cada vez es más frecuente asistir a justificaciones de reformas penales y administrativas en base a la necesidad de recuperar niveles de orden público que se consideran insuficientes. Se vuelve a una vieja terminología denostada al inicio del periodo democrático por sus connotaciones autoritarias reduciéndose su reconocimiento constitucional como límite a los derechos de libertad religiosa y de reunión y manifestación, pero desubicado respecto de la regulación general dedicada a la seguridad pública. La propia Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 5/2010 de reforma del CP acude, en esta línea, al concepto de orden público para justificar un aspecto concreto de la reforma relacionado con las organizaciones criminales, y lo hace en los siguientes términos: “la seguridad jurídica, la estabilidad económica, la vigencia efectiva del principio de legalidad, los derechos y las libertades de los ciudadanos, en fin, la calidad de la democracia, constituyen de este modo objetivos directos de la
acción destructiva de estas organizaciones, y por tanto la reacción penal frente a su existencia se sitúa en el núcleo mismo del concepto de orden público, entendido éste en la acepción que corresponde a un Estado de Derecho, es decir, como núcleo esencial de preservación de los referidos principios, derechos y libertades constitucionales”.
Se retorna, por lo tanto, a la idea de orden público como “núcleo esencial del principio de legalidad y de los derechos y libertades constitucionales” (28). Y claro, para los municipios el orden público es un referente de clara asociación con la seguridad urbana y en el que los entes locales se encuentran muy cómodos en su reivindicación. De este modo se asocian dos ideas de difícil conjunción: impedir desordenes públicos y ser proactivos con las conductas de los ciudadanos que puedan generarles perjuicios incluso cuando son ellos los que participan voluntariamente en ellas. Me refiero al supuesto del botellón, fenómeno social en el que, en su intento de regulación, los ayuntamientos mantienen un doble discurso: por un lado, exhiben los daños que generan a la colectividad si no están regulados, pero, por otro, se trata como un problema de salud pública en el que lo más importante es la salud de los integrantes de esos actos, justificando la prohibición no en el daño que se produce sino en la prevención de males para los “infractores”. No está claro que el botellón constituya un problema de orden público, pero la regulación-prohibición del mismo está claro que incide tanto sobre conductas lesivas –en el orden penal o en el administrativo- como sobre aquellas cuya relevancia no se ha podido demostrar, pero, que quedan en el mismo saco de la prohibición genérica en aras de la mejora de la seguridad. Las recientes ordenanzas de numerosos ayuntamientos que por imitación del Ayuntamiento de Barcelona, se han lanzado a la prohibición indirecta de la prostitución mediante la sanciones de las relaciones sexuales en el espacio público bajo precio son un claro ejemplo de persecución administrativa de conductas cuya lesividad material o moral no termina de estar clara (29).
Por último, son destacables las aportaciones de las ciudades al terreno de las sanciones en una dicotomía clara entre la voluntad pura de sancionar y la nueva asunción del objetivo rehabilitador desde los ayuntamientos y la administración ordinaria: los registros de antecedentes en materia de tráfico y la posibilidad de privar de libertad a los extranjeros sin residencia legal durante 60 días mientras se tramita su expulsión del país, son claros ejemplo de lo primero, siendo la utilización de los trabajos en beneficios de la comunidad por parte de CCAA o municipios, ejemplo de lo segundo.
El supuesto de la sustitución de las sanciones administrativas pecuniarias por trabajos en beneficio de la comunidad no deja de llamar la atención en el terreno de la fundamentación, ya que, a falta de apoyo legal expreso en una norma de carácter general, las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos hacen gala de una imaginación que, de no tratarse de limitación de derechos reconocidos constitucionalmente, no sería preocupante. Ejemplo de lo anterior es la Ordenanza Municipal sobre Ejecución Alternativa de Sanciones Económicas del Ayuntamiento de Conil de la Frontera (Cádiz), de 26 de marzo de 1999, que resuelve la traslación automática de la normativa penal sobre la materia a través de dos vías:
1. La vigencia del Principio General del Derecho que permite la aplicación analógica de normas in bonam partem
2. “La Jurisprudencia, de la cual debemos resaltar la Sentencia del Tribunal Constitucional de 8 de junio de 1981 que dice: los principios inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos matices, al Derecho Administrativo Sancionador, dado que ambas son manifestaciones del ordenamiento jurídico punitivo del Estado tal y como refleja la propia Constitución (art. 25) y una muy reiterada jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo (Sentencias de 29 de septiembre y 4 y 10 de noviembre de 1980) hasta el punto que un mismo bien jurídico puede ser protegido con técnicas administrativas o penales”
Los problemas que plantea esta Ordenanza, y otras que han copiado el modelo (30), son importantes, primero porque considerar que una sanción, cuando es alternativa a otra, lo es, en cualquier caso, en beneficio del sancionado no se corresponde con el principio de proporcionalidad ya que la respuesta sancionadora alternativa debe tener el mismo carácter aflictivo que la pena directa y principal, aunque su naturaleza nos pueda parecer menos gravosa por las consecuencias adicionales que produce en el sancionado (31). Por lo tanto, nunca estaría justificada esa alternativa mediante la aplicación analógica de las sanciones in bonam partem porque lo que se hace es ocultar la falta expresa de previsión legal de esa solución en la normativa sancionadora administrativa general que no conoce dicha sanción. La Ley de Bases de Régimen Local y la Ley de Procedimiento Administrativo no han incorporado los trabajos en beneficio de la comunidad al catálogo de sanciones que pueden imponer las administraciones, en general, y los ayuntamientos, en particular, por lo que su previsión se está haciendo en algunas administraciones mediante una interpretación flexible del principio de legalidad que en materia sancionadora no es admisible. Así, la Comunidad de Madrid, en su Protocolo de sustitución de sanciones pecuniarias por trabajos en beneficio de la comunidad de 1 de junio de 2009, fundamenta en el art. 139 de la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 la legalidad de estas sustituciones. Dicho artículo, introducido mediante una reforma de la ley en 2003 con la finalidad de dar cobertura a las ordenanzas municipales sancionadoras, permite establecer tipos de infracciones y sus correspondientes sanciones cuando no exista sobre la materia normativa sectorial específica. Es este último límite el que crea la duda más importante porque en materia de seguridad pública y de seguridad del tráfico, sí existe normativa sectorial y los ayuntamientos y comunidades autónomas están regulando de forma general la sustitución de las multas por trabajos en beneficio de la comunidad sin tener en cuenta si en la materia concreta existe normativa sectorial que impida a estos entes administrativos “innovar” los tipos sancionadores y las sanciones a imponer.
El Ayuntamiento de Conil, en su segunda justificación de la capacidad de regular esta materia, al considerar aplicables las reglas del Derecho penal al Derecho administrativo sancionador de forma global y considerar traspasables las sanciones penales (con exclusión de la privación de libertad) al catálogo de sanciones administrativas, ofrece un claro ejemplo del camino paralelo que ambos ordenamientos sancionadores vienen siguiendo en el terreno de las garantías y en el de la potestad sancionadora.
Por último, no se puede olvidar que en la justificación informal de estas ordenanzas subyace, junto a la voluntad resocializadora que exhiben, un cierto deseo de compensar la falta de pago de las multas por insolvencia, especialmente en el caso de los jóvenes, por una actividad que es propia de los entes municipales –limpieza de jardines, adecentamiento de espacios públicos- y cuyo coste pueden derivar parcialmente al cumplimiento de estos trabajos comunitario-municipales.
En definitiva, al fenómeno que estamos asistiendo es el de la progresiva unificación del Derecho penal y del Derecho administrativo sancionador a varios niveles:
- A nivel institucional se buscan modelos cooperativos en el diseño político criminal de prevención de la delincuencia, donde policía, ayuntamientos, comunidades de vecinos y el sistema penal en esencia (juzgados y prisiones) transmiten sus mensajes al legislador para que éste asuma sus responsabilidades, pero sin renunciar las otras instituciones a poner en marcha cuantas iniciativas en su ámbito de competencias puedan mejorar la lucha contra el delitos.
- A nivel de víctima, las mismas lo son de los delitos y de las infracciones administrativas en un estado reivindicativo parejo y la denuncia en sede policial se convierte en el método de comunicación preferente con el sistema (32).
- En el terreno de los principios y de la teorización de las acciones contra los ilícitos, se comparten progresivamente tanto los principios garantistas como los argumentos justificativos del aumento de la represión estatal.
- En el campo de los agresores la confusión entre delito, infracción administrativa e incivilidad favorece negativamente, tanto en el sistema administrativo como en el penal, una aproximación peligrosa a un Derecho penal y a un Derecho administrativo sancionador de autor (33).
En esta realidad los municipios tienden a afrontar con sus mecanismos normativos limitados y sus escasos recursos materiales fenómenos delictivos complejos tomando opciones político criminales contradictorias en su propio territorio con las políticas generales del Estado en esta materia. De este modo, la casualidad en la producción de resultados tanto positivos como negativos será la tónica dominante al carecerse de un plan concreto de actuación contra la delincuencia porque la filosofía instalada es que todos los planes son válidos si muestran un mínimo de eficacia, ya sea esta objetiva o subjetiva.
La simplista visión de una gestión de la seguridad pública fundamentalmente policial –local en las ciudades- oculta, sin embargo, la realidad de que son numerosos y diferentes los actores públicos que asumen responsabilidades directas en el control y la represión de la delincuencia, incluida la policía. Pero, esta última no constituye más que un segmento o un instrumento de la Administración que en este, como en otros ámbitos, debe actuar como un conjunto dirigido por una sola política criminal, racional y coherente.
No es aceptable, por ejemplo, confundir las diferencias esenciales de las funciones que tienen asignadas la organización policial y la organización judicial, con discrepancias profundas en la gestión de los resortes de la seguridad. El reparto de funciones no puede conducir a la identificación de un elemento del Estado como represor y garantizador de la seguridad y el otro como defensor de las garantías y de las libertades del delincuente, como se acusa de forma apresurada desde numerosas tribunas, incluso algunas profesionales de la justicia.
Es probable que ésta extendida visión del papel parcelador de las instituciones públicas haya contribuido a crear una imagen de la policía, los tribunales, las cárceles, los abogados, los fiscales, etc., más preocupada por sus intereses de clase dentro de la Administración pública, por la reivindicación y mantenimiento de sus funciones y competencias, que por una gestión coordinada del sistema penal que responda a un modelo político criminal democrático en el que la protección de bienes jurídicos mediante la amenaza de la pena impuesta con todas las garantías formales y materiales sea el objetivo de todos los que intervienen en el sistema penal
La gestión de la seguridad y la protección de las libertades corresponden por igual a todas las instituciones públicas, incluidas las penales, y los ciudadanos en su conjunto son los receptores de tales funciones, lo cual nos coloca en otro de los dilemas clásicos del problema penal directamente relacionado con el papel de la policía ante los ciudadanos: o bien la policía es sólo un instrumento del conjunto social colocado frente al delincuente, con funciones meramente instrumentales y que actúa dentro de la legalidad, o, por el contrario, se trata de un servicio de la administración pública penal de todos los ciudadanos, los que no comenten delitos y los que sí lo hacen, que no se identifica con ningún colectivo social y que asume funciones preventivas que van más allá de la mera investigación o intimidación por el ejercicio legítimo de la violencia que representa. A este respecto, algunas ideas preestablecidas contribuyen a la confusión sobre los papeles que las instituciones públicas juegan en este terreno:
1.- La Policía es el aparato del Estado que representa la gestión de la seguridad.
Este constituye el error más importante al que todos nos hemos adaptado tanto en términos lingüísticos, legales o simbólicos. La seguridad es un concepto que trasciende las estrictas funciones de policía, que depende de múltiples factores y que no puede, por lo general, hacerse oscilar por razones de organización policial. De lo contrario, tendríamos que alcanzar la conclusión de que un incremento de la percepción de inseguridad es un síntoma de fracaso en la gestión policial. El clásico ejemplo del narcotráfico resulta evidente: ningún incremento en la dotación material de los cuerpos policiales, ninguna reforma penal de carácter intimidatorio, y han sido muchas en los últimos años, han tenido efecto real sobre la existencia del fenómeno. Este se ha regido por las leyes del mercado, de modo que, por ejemplo, la reducción del consumo de heroína a su mínima expresión es producto de un descenso de la demanda antes que de una dificultad en la oferta, dirigida entonces a otros productos demandados.
2.- La seguridad es una percepción subjetiva.
Esta, en segundo lugar, se ha convertido en una afirmación común, según la cual la seguridad es un sentimiento individual relacionado con la previsión que cada sujeto tiene de ser objeto de un peligro o un daño presente o futuro. Aun siendo un punto de partida correcto, con esta explicación se suele dejar de lado el hecho de que la seguridad se refiere a peligros, riesgos o daños reales, y que la sensación de seguridad tanto como la de inseguridad pueden llegar a ser tan ficticias como manipulada sea la causa de las mismas. Es posible sentirse seguro a pesar de la existencia de riesgos reales o sentirse inseguro ante la inexistencia o muy elevada improbabilidad de los riesgos, pero lo que no puede afirmarse es que una actividad o un espacio son más o menos seguros simplemente porque los ciudadanos que las realizan o los ocupan se sienten de uno u otro modo.
En un exclusivo club deportivo, y exclusivo quiere decir excluyente de quienes no aportan seguridad, u otros beneficios compartidos, preguntados sus usuarios sobre si se sienten seguros en su interior, probablemente responderán de manera afirmativa, pero ello no impedirá que las taquillas de los vestuarios del club tengan candados u otros elementos de seguridad y en otros espacios existan cámaras u otros elementos atenuadores del riesgo. Los instrumentos de control, de policía, aportan seguridad, pero los elementos relacionales son los que definen el espacio como verdaderamente seguro. Por lo tanto la seguridad no es sólo una percepción, también es un elemento objetivable.
3.- En materia de seguridad hay que regirse por el principio de tolerancia cero con los riesgos.
Los ufanos expositores de esta doctrina, preconizadores de la absoluta intolerancia, son los principales causantes de las profundas quiebras sociales entre los amigos y los enemigos, los buenos y los malos, en la ingenua convicción de que resulta sencillo identificar a unos y a otros. Los inmigrantes, los ciudadanos residentes en barrios marginales, los toxicómanos, los jóvenes, los que disienten de forma visual de un modelo social uniformado en el centro comercial, etc., se han convertido en el mayor exponente de la inseguridad con tres consecuencias a considerar:
- hay una parte de la sociedad que puede calificar a otra parte como generadora de su propia inseguridad. Como afirma Chambliss, el mito de “el delito fuera de control” a lo que lleva de forma inevitable es al arresto y encarcelamiento de los pobres (34).
- aquella parte exige que la policía se posicione entre ambos colectivos y en contra de los que hacen sentirse inseguros a los demás.
- aquella parte de la sociedad que genera inseguridad no puede reclamar seguridad frente a nadie.
De cara a evitar la expansión de ese modelo resulta urgente reclamar a los gobiernos locales que no cedan a la tentación de pretender afrontar la inseguridad en sus ciudades creando en su territorio una imitación paralela del sistema penal del Estado soberano, duplicando estructuras administrativas y sustituyendo los fines de la administración, que es la más próxima y participativa del ciudadano, por aquellos que son los propios de la justicia penal. Sin duda son muchos los instrumentos a compartir y numerosos los objetivos que son comunes para todas las administraciones, pero la realidad está mostrando que en esa aproximación se está imponiendo el modelo y el método penal que se constituye finalmente en prima ratio de la seguridad.
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1. Por todos Lahosa, J.M., “Seguridad y ciudad inclusiva”, en AERYC. 2. Rando Casarmeiro, P., “El modelo penal de la seguridad ciudadana en el derecho administrativo sancionador”, en InDret, núm. 1, 2010, pp. 1-27.
3. Sansfaçon, D., “Policía y prevención: ¿resurge una idea fuerte?”, en Notas del Centro Internacional para la prevención de la delincuencia, en http://www.crime-preventionintl.org/uploads/media/pub_180_1.pdf
4. Al respecto, Bernal Del Castillo, J. y Gozalez Tascon, M.M., “Medidas de prevención situacional en la nueva cultura del ocio juvenil: especial referencia a las experiencias desarrolladas en Asturias”, en Revista de Derecho penal y Criminología, 3ª época, núm. 1, 2009, p. 260.
5. Sozzo, M., “Seguridad urbana y tácticas de prevención del delito”, en Cuadernos de Jurisprudencia y Doctrina penal, núm. 10, 2000, pp. 103 y ss.
6.. Esta finalidad del Convenio se ha materializado recientemente mediante la firma del primer acuerdo entre el Ministerio del Interior y siete ayuntamientos de Madrid, Castilla-León, Extremadura y Valencia que permite que la policía local pueda desempeñar funciones de policía judicial.
7. El Protocolo de colaboración y coordinación entre las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y los Cuerpos de Policía local para abordar los problemas de seguridad ciudadana relacionados con la juventud, firmado entre el Ministerio del Interior y la Federación Española de Municipios y Provincias el 27 de febrero de 2007 es otro ejemplo de cómo los intentos de mejorar la colaboración policial entre policías lleva a abordar conflictos sociales relacionados con la seguridad desde perspectivas estrictamente policiales. Así, la mejora de la convivencia y la recuperación de los espacios públicos que se marca el Protocolo como Séptimo Objetivo se pretende conseguir con el incremento de la presencia policial y el consiguiente aumento de seguridad que, en teoría, produce.
8. Barcelona Llop, J., “La administración de la seguridad ciudadana: selección de problemas a comienzos del Siglo XXI” en: Portal.uned.
9. Resulta ilustrativo el trabajo de Vozmediano Sanz y San Juan Guillen sobre la percepción del miedo en San Sebastián, confirmando el extremo relativo a los desiguales niveles de miedo al delito por causas no relacionadas con la residencia en espacios conflictivos (“Empleo de sistemas de información geográfica en el estudio del miedo al delito”, en Revista Española de Investigación Criminológica, núm. 4, 2006, p. 6).
10. Sina, F., “Políticas locales de seguridad urbana”, en Prevenció, núm. 14, 1998, p. 79.
11. Borja, J., “Ciudadanía y seguridad urbana”, en Prevenció, núm. 14, 1988, pp. 9-15.
12. Barberet, R., “La seguridad urbana: la experiencia europea y las consecuencias para América Latina”, en El desarrollo local en América Latina. Logros y desafíos para la cooperación europea, ed. Recal/CESPI/Nueva Sociedad, Caracas, 2004, pp. 164-165.
13. Una clara defensa de este modelo de prevención del delito, aunque no excluyente, en Felson, M. y Clarke, R.V., “La ocasión hace al ladrón. Teoría práctica para la prevención del delito”, en Convivencia ciudadana, seguridad pública y urbanismo. Diez textos fundamentales del panorama internacional, ed. Fundación Democracia y Gobierno Local, Barcelona, 2008, pp. 193 y ss.; Wikström, P.H., “Personas, entornos y actos delictivos: mecanismos situacionales y explicación del delito”, en Derecho penal y Criminología como fundamento de la Política criminal. Estudios en Homenaje al Profesor Alfonso Serrano Gómez, Dykinson, Madrid, 2006, p. 539.
14. Sozzo, M., op. cit., p. 107.
15. Stangeland, P., Pérez Coba, A., Chamorro, M.A., Blanco Rodríguez, S., Baro Domínguez, V., “La delincuencia en Marbella”, en Boletín Criminológico, núm. 22, 1996, pp. 1-4.
16. Esta reforma está diseñada para abordar de forma concreta la actividad delictiva de los denominados “carteristas”, “profesionales” del delito para los que la pena de arresto de fin de semana resulta la más incongruente posible, especialmente cuando las cifras de delincuencia en esa materia no han evolucionado negativamente en los diez últimos años, sino, al contrario, reduciéndose su volumen de forma significativa en los años 2008 y 2009 sin necesidad de reforma penal alguna (Vid. El País, 1 de mayo de 2010. P. 30).
17. Al respecto, resulta contradictorio este diseño político criminal con las propuestas del Consejo General del Poder Judicial que en abril de 2009, dentro del plan de modernización de la Justicia, proponía desviar un millón de causas penales leves a los juzgados de paz y a la justicia negociada como fórmula de agilización
18. Vanderschueren, F., Marcus, M., Lunecke, A., Buffat, JP., Políticas de seguridad ciudadana en Europa y América Latina. Lecciones y desafíos, ed. Proceso Editorial, Chile, 2004, p. 113.
20. Sanchez Bohorquez, C., “Participación y cultura ciudadana”, en Seguridad urbana, democracia y límites del sistema penal, coord. Ruiz Rodríguez, ed. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, Cádiz, 2003, pp. 97 y ss.
21. Sozzo, M., op. cit., p. 118; sobre la situación generada en Francia con las políticas de aislamiento de colectivos marginales vid. Cano Paños, M.A., “Algunas reflexiones criminológicas sobre el fenómeno de la violencia juvenil en Francia”, en Convivencia ciudadana, seguridad pública y urbanismo. Diez textos fundamentales del panorama internacional, ed. Fundación Democracia y Gobierno Local, Barcelona, 2008, pp. 89 y ss.; Alvarez, A.J., “Seguridad y ascenso de la extrema derecha en Europa”, en Seguridad urbana, democracia y límites del sistema penal, coord. Ruiz Rodríguez, ed. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, Cádiz, 2003, pp. 73-95.
22. Señala Medina Ariza la evolución de la prevención comunitaria desde postulados iniciales más propios de la prevención social a estos nuevos modelos securitarios, cambios directamente relacionados con las importantes transformaciones sociales surgidas en los años setenta con las diferentes crisis económicas y sociales que ayudaron a cambiar de forma sustancial los entornos urbanos (“Políticas de seguridad ciudadana en el contexto urbano y prevención comunitaria. La experiencia anglosajona”, en Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, 12-02, 2010, pp. 14-15).
23. Wilson y Kelling mantienen una propuesta de rechazo a la progresiva concentración de la actividad policial en la delincuencia más grave, partiendo de la necesidad de volver a la idea –a su criterio abandonada- de que la policía debe proteger tanto a los individuos como a las comunidades, proponen una vuelta del foco policial a las incivilidades en la consideración de que “la embriaguez pública, la prostitución callejera y la exhibición de pornografía pueden destruir una comunidad más rápido que cualquier equipo de ladrones profesionales” (“Ventanas rotas: la policía y la seguridad vecinal”, en Convivencia ciudadana, seguridad pública y urbanismo. Diez textos fundamentales del panorama internacional, ed. Fundación Democracia y Gobierno Local, Barcelona, 2008, pp. 324-325). La carga moral de estas posiciones dificultad establecer la verdadera fundamentación de la relación jurídica que se pretende establecer entre la acción policial y las conductas “anti comunitarias”.
24. Al respecto, ampliamente Finquilievich, S., Saguier, M.L., Vercelli, A.H., “Internet en la seguridad urbana: el plan Alerta del Barrio Saavedra” en EnREDando, núm. 172, pp. 1 y ss.
25. Este efecto subjetivo no siempre se produce al crear una ansiedad entre los participantes en estos programas para la detección de cualquier riesgo que debe comunicar al resto de miembros de la comunidad o a las autoridades policiales (Medina Ariza, J., op. cit., p. 17); en el mismo sentido, Weisburd, D. y Eck, J.E., “¿Qué puede hacer la policía para reducir la delincuencia, los disturbios y el miedo?, en Derecho penal y Criminología como fundamento de la Política criminal. Estudios en Homenaje al Profesor Alfonso Serrano Gómez, Dykinson, Madrid, 2006, pp. 1.339.
26. Sansfaçon, D., op. cit., p. 2.
27. Rando Casarmeiro, P., op. cit., pp. 3-6.
28. Sobre la necesidad de mantener una diferenciación sustancial entre seguridad pública y orden público, teniendo este último una dimensión limitada respecto de aquella más general, ampliamente Parejo Alfonso, L. y Dromi, R., Seguridad pública y Derecho administrativo, ed. Marcial Pons, Madrid, 2001, pp. 44-59.
29. Al respecto, vid. Medina Ariza sobre la denominada “policía de calidad de vida” (Op. cit., p. 28).
30. Entre muchas otras, Ordenanza Municipal del Ayuntamiento de Tomares (Sevilla) de 22 de enero de 2009 de cumplimiento alternativo de sanciones para menores mediante TBC; Ordenanza Municipal de Cabra (Córdoba) de 29 de junio de 2009; Ordenanza Municipal de Zaragoza de 27 de junio de 2008.
31. Sobre esta cuestión, Larrauri Pijoan, E., “Las paradojas de importar alternativas a la cárcel en la legislación española”, en Anuario de Derecho penal y Ciencias Penales, núm. 49, 1991, pp. 55 y ss.
32. En España, la evolución del acceso ciudadano a la institución policial ha sido creciente pese a que el nivel de confianza en su eficacia se sigue manteniendo en niveles altos (Torrente, D., “Políticas de seguridad ciudadana: condicionantes y modelos recientes”, en Serta. In Memorian Alexandri Baratta, ed. Pérez Álvarez, ed. Universidad de Salamanca, Salamanca, 2004, p. 1.495).
33. De nuevo, el Protocolo ya comentado de 27 de febrero de 2007 para la coordinación de las policías en materia de seguridad ciudadana y juventud, en su Objetivo Sexto asocia delincuencia e incivismo en un contexto general de inseguridad en el que la exigencia de acción policial coloca al mismo nivel infracciones penales y administrativas, buscando para todas ellas una única respuesta.
34 Chambliss, W.J., “La industria americana del control del delito: una burocracia que se autoperpetúa”, en Derecho penal y Criminología como fundamento de la Política criminal. Estudios en Homenaje al Profesor Alfonso Serrano Gómez, Dykinson, Madrid, 2006, p. 199.
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