Nadie pondrá en duda que la violencia se ha incrementado en la sociedad actual, hasta el punto de constituir un hecho lacerante que convulsiona de dolor la vida ciudadana. Las páginas de los diarios constituyen, a este respecto, un buen indicador.
El problema parece ser endémico en las grandes ciudades y, por lo general, con tendencia al alza en la mayoría de los países. Baste considerar, por ejemplo, que la tercera parte de la población norteamericana comprendida entre los 20 y 30 años de edad, se encuentra hoy en un proceso “subjudice” a causa de la violencia.
Contrariamente a la imagen que se da, sin duda alguna el siglo XX pasará a la historia como uno de los más violentos. ¿Por qué se ha multiplicado tanto la violencia en el mundo?
Hay, desde luego, muchas razones. Entre ellas no debiera olvidarse el tiempo de exposición de jóvenes y menos jóvenes a ciertos modelos de comportamientos violentos especialmente diseminados por el cine y la televisión, en aras del sexo, la ambición (de lo que no necesito ni tengo), y la envidia (de lo que el otro tiene y tal vez yo no tenga demasiada necesidad). He aquí el fenómeno absurdo de la violencia gratuita y estúpida.
Los mass media transmiten cualquier “noticia”, con tal que dé continuidad a su futuro, es decir, que venda y haga incrementar sus audiencias y ediciones. Y algo tiene que ver todo esto con las causas de la violencia, como también con sus consecuencias.
Pero, ¿qué es lo que hace feliz a la persona? ¿Darse al otro o imponerse y violentar injustamente su persona e intimidad? Recuerde el lector la historia de Caín. ¿Acaso le hace al hombre más digno abandonarse a sus impulsos caínitas? ¿Es éste tal vez el mejor modo de crecer?
Un concepto que necesita perfilarse
No es fácil acertar al explicar cuáles son las causas de la violencia. Ni siquiera su concepto está suficientemente explicitado. A fin de comprender mejor lo que se afirma con este término, conviene distinguir entre excitabilidad, impulsividad, agresividad, irritabilidad y violencia.
La excitabilidad es una propiedad natural de los seres vivos que traduce la condición fisiológica de nuestra naturaleza, por cuya virtud no somos indiferentes frente a los estímulos, sino que una vez que éstos modifican nuestros umbrales sensoriales, son capaces de suscitar en nosotros las respuestas oportunas, a través de las cuales nos adaptamos al medio.
En principio, decir que una persona es excitable, es no decir nada. Afirmar que alguien es excitable es reconocer que está vivo, que es susceptible de ser modificado por los estímulos del medio y capaz de responder ante ellos. El uso coloquial del lenguaje, no obstante, suele introducir otro sesgo en el significado de este concepto. Y así, cuando se califica a una persona como “muy excitable”, lo que el hablante quiere significar es que su comportamiento, el modo en que responde a los estímulos del medio, es excesivo y desproporcionado. En este caso, excitabilidad e irritabilidad pueden llegar a ser coincidentes.
La impulsividad es también una condición biológica que puede llegar o no a alterarse. Está en la base del espíritu de iniciativa, de los programas de acción, de cualquier proyecto biográfico libremente elegido. Sin ella, el mismo ejercicio de la libertad personal estaría imposibilitado.
Sin embargo, si la impulsividad se intensifica más de la cuenta, la conducta personal puede desajustarse. Una persona muy impulsiva, por ejemplo, toma decisiones y actúa demasiado aprisa, irracionalmente, sin que la reflexión atempere como debiera la pertinencia o no de las acciones que acomete. Por eso mismo, la impulsividad puede devenir en irritabilidad y generar ciertos conflictos que acaben en forma de un comportamiento violento.
La irritabilidad manifiesta una propiedad del sistema nervioso central que, justamente, se muestra en el modo de afrontar la realidad, del cual, en buena parte, es responsable nuestro temperamento. En ocasiones, la irritabilidad deviene también en violencia, condicionada de alguna manera por la excesiva intensidad de las variables del medio y/o por algunas disfunciones cerebrales.
La agresividad, en cambio, expresa formas de comportamiento gestual o verbal que hunden sus raíces, simultáneamente, en factores biológicos y socioculturales. Acaso por eso, la agresividad se entiende hoy apelando al ámbito de cierta dimensión psicobiológica, cada vez mejor conocida.
La estructura nerviosa de la que depende la agresividad radica principalmente en la amígdala cerebral una estructura asentada en el centro del mismo, aunque su manifestación comportamental esté mediada y modulada por la personalidad.
En personas normales el comportamiento agresivo está subordinado, hasta cierto punto, a la libertad del sujeto, de manera que puede autorregularse ejerciendo la persona, sobre él, un cierto autocontrol.
Muchas manifestaciones agresivas no debieran entenderse como comportamientos violentos. Por contra, en todo comportamiento violento está siempre presente, de alguna manera, la agresividad.
La violencia, en cambio, es dependiente no sólo del estilo de vida de la persona, sino también de numerosas variables socioculturales como desempleo, pobreza, educación, valores, alienación, manipulación, etcétera.
No toda violencia es patológica, aunque toda manifestación violenta constituya un flaco servicio al respeto que es debido a la condición humana de quienes así se comportan y de quienes la padecen. La violencia depende también ¡y mucho! de factores comportamentales y cognitivos, sobre los que la educación recibida y algunas manifestaciones culturales ejercen una relevante función configuradora, por otra parte muy significativa.
Personalidades desajustadas
Los efectos psicológicos de la violencia son numerosos y de diversa significación, tanto en quienes la causan como en quienes la sufren. La persona violenta, a causa de este comportamiento, suele desajustarse. Para que el comportamiento violento se ponga en marcha es indispensable que acontezcan ciertas modificaciones profundas en el sistema endocrino y muy especialmente en las cápsulas suprarrenales.
En situaciones violentas, la adrenalina y noradrenalina se excretan en forma cuantiosa, activando el ritmo cardiaco y respiratorio, la sudoración, etcétera, y disminuyendo la vascularización del aparato digestivo, el control de las emociones… Como consecuencia de ello, se modifica la dinámica del funcionamiento cerebral, bloqueándose las funciones superiores de las que dependen el pensamiento, reflexión, memoria, control de los impulsos, lenguaje, etcétera y siendo sustituidas por otras funciones mucho más primitivas e instintivas.
Desde el punto de vista psicológico, la atención se dirige únicamente al contexto que ha originado el conflicto, mientras que la percepción queda cautiva en esa situación. De este modo, se constriñe y restringe la libertad, mientras que la persona resulta incapacitada para poner la suficiente y necesaria distancia entre el hecho que la suscitó y su propio comportamiento.
Al surgir la llama de la violencia, la persona sufre una pérdida de libertad y una primitivización de toda su conducta. En un primer momento, se pone fuera de sí, deja de ser dueña de sus actos, dimite de sus convicciones, queda abolida su voluntad y renuncia a sus más dignas capacidades cognitivas. En este primer estadio, la violencia supone una grave abolición de la persona (en tanto que ser racional), experimentando una eventual y rápida animalización.
Quien a causa de la violencia pierde el respeto al otro, simultáneamente, se pierde el respeto y, en cierto modo, se ataca a sí misma. Atentar contra la dignidad de los demás, es destruir lo que hay de humanidad en ellos y, en consecuencia, también en nosotros.
Tensión: antítesis de la ternura
Desde esta perspectiva, el comportamiento violento supone abdicar de uno de los rasgos más característicos y preciosos de la condición humana: la capacidad de compasión y ternura. La violencia es su contrario.
Por la compasión, la persona se hace una con los otros, sintoniza con ellos, se “(com)padece” de ellos. La compasión pone de manifiesto que somos capaces de hacer nuestro el dolor ajeno (así se trasluce, espontáneamente, en el rostro de cuantos esporádicamente observan a cualquier persona que sufre).
Este rasgo común y propio de nuestra condición humana por otra parte, universal e incondicionada respecto de factores culturales, étnicos, políticos, económicos y religiosos queda pulverizado y extinguido, como consecuencia de la violencia.
Algo parecido acontece respecto de la ternura. Toda violencia comporta tensión, y la tensión es la antítesis de la ternura. Una vez que comienza el comportamiento violento y que en la hondura de la persona arde el fogonazo de la crispación, se cierra herméticamente su capacidad de recepción y acogida. Por ello, habría de figurársela icónicamente con una figura convexa, mientras que la acogida, la ternura y el perdón se representarían a través de una figura cóncava. En la violencia el yo afila, magnifica, autoafirma y se hace prepotente, pero sólo en sus aspectos instintivos e irracionales.
Bajo las máscaras de la fuerza que conforma tal actitud, se desvela al fin la impotencia menesterosa, el desvalimiento de quien ha perdido su capacidad de control. La violencia hace patente, en última instancia, la transformación del yo, ahora mudado en un yo-fuerza, que es tanto como decir de un yo-débil, un yo-sin-yo. Pues lo propio del yo humano es la racionalidad. Fuerza y racionalidad, a qué dudarlo, constituyen modulaciones contrapuestas del yo, siéndole la primera propia y connatural, y la segunda un mero artefacto desnaturalizador.
La debilidad implícita de las personas violentas emerge así como la antítesis de la fortaleza de las personas amables y aceptadoras.
En quienes la sufren, constituye también una relevante prueba que pone de manifiesto los valores que llevan dentro.
En todo caso, es mejor padecer la injusticia que causarla. En efecto, sufrirla no empequeñece la dignidad de la persona. Más aún, se puede sufrir esta injusticia y, no obstante, crecer en dignidad, en aquella que optimiza el perdón, el mayor de todos los dones.
Por contra, quienes ceden a estos impulsos, arrojándose en brazos de la conducta violenta, frecuentemente son arrastrados por ella. Lo que demuestra, en cierto sentido, que la violencia es más fuerte que ellos, que su libertad ha sido neutralizada por el cambio de circunstancias que aquélla suscita.
¿Cómo reaccionar ante la violencia?
Una persona es tanto más fuerte, más ella misma, cuanto más libre ¾ mejor y eficazmente¾ dirige su conducta hacia la meta que había concebido con independencia de cuáles sean las circunstancias, violentas o no, que acontezcan en su entorno.
Cuando quien padece o sufre la injusticia de la violencia responde a su vez con un comportamiento violento, renuncia a su libertad, pues previamente a sufrirla, no había decidido en modo alguna comportarse de esta suerte.
Esto significa que las circunstancias, y no su libertad, son las que dirigen su comportamiento o, si se prefiere, que aquéllas han sustituido a ésta y, en consecuencia, el comportamiento que de aquí resulta es circunstanciado pero no personalizado.
Por contra, quienes no responden a ella, quienes sujetan su potencial conducta violenta, subordinándola a lo que la razón prudencialmente en ese caso les aconseja, crecen en libertad, adensan su humanidad y mejoran su control personal. Y lo que es más importante, contribuyen al bien del otro.
Devolver un mal por otro mal, no deja de ser un mal en sí mismo considerado. En cambio, devolver un bien por un mal injustamente recibido, necesariamente comporta un bien. Tanta es la bondad de esta última forma de comportarse que, en ocasiones, el propio bien de la conducta de quienes así responden, logra desarmar y extinguir la violencia impotente de quienes injustamente lo atacaron.
Hay otras muchas consecuencias psicológicas de la violencia, en las que aquí no puedo penetrar como debiera. Por citar sólo algunas, piense el lector en el desprecio, temor, culpabilidad, celos, aislamiento, soledad, resentimiento e insatisfacción consigo mismo.
A ello hay que añadir la frustración, estrés, ansiedad y toda la amplia constelación de enfermedades psicosomáticas y de las mal llamadas “enfermedades de la civilización” que le acompañan: cefáleas, úlcera gástrica, infarto de miocardio, hipertensión arterial, insomnio… Muchas enfermedades crónicas como cáncer, diabetes, asma, epilepsia o esclerosis lateral amiotrófica, por señalar algunas, empeoran con la violencia.
Por último, la totalidad de los trastornos psiquiátricos son, obviamente, los que más intensamente sufren el impacto de la violencia, agravándose su evolución o malignizándose, hasta el punto de hacerse crónicos e irreversibles y, por tanto, sin posibilidades de recuperación.
En cualquier caso, la violencia sostenida está en la génesis de muchos trastornos de la personalidad. Una vez que ésta es modalizada por las conductas violentas, acaba por configurarse según un patrón psicopatológico casi imposible de modificar.
Claro que hay también otras muchas dimensiones implicadas en el hecho de la violencia. Éste es el caso, por ejemplo, del instinto de supervivencia, del impulso por conservar la vida, la honra y la fama, o la tendencia a no claudicar ante un abuso injustificado que, además, resulta atentatorio contra la dignidad personal.
Pero no debiera apelarse con excesiva facilidad a tal instancia para legitimar el propio comportamiento violento. En este punto conviene no engañarse. Cuando las personas lo hacen, casi nunca suelen quedar tranquilas. Al contrario, en el fondo de su ser nacen las dudas, lo que unido al deterioro sufrido en su dignidad a causa de su conducta violenta, constituye un mentis rotundo de que tal comportamiento jamás debiera realizarse.
Es de prudencia examinar en cada caso lo que resulta más conveniente hacer, valorar los bienes a cuyo logro se encaminan unos y otros comportamientos, ponderar el bien que de ellos puede derivarse para los demás, atenerse al bien implícito y fontal que entrevera en sí mismo cada comportamiento.
Proceder de este modo ayuda a crecer y robustece al propio yo, amplía y profundiza la libertad personal, dignifica a quienes así se comportan, hace madurar la personalidad y, como veremos, hace progresar la existencia de otros muchos valores en nuestra sociedad.
La violencia del autodominio
Nuestra conducta no acontece en el vacío. Nuestra libertad, sin dejar de pertenecernos, tiene indudablemente una dimensión social. La libertad humana y el uso que de ella hagamos, pone de manifiesto la insoslayable interdependencia entre las personas. Ninguna llega a ser quien es sin la ayuda de los demás.
Como escribe Lévinas (1951), “la comprensión del otro es inseparable de su invocación. Comprender a una persona es ya hablarle. Poner la existencia de otro, dejándole ser, es ya haber aceptado esta existencia, haberla tenido en cuenta”.
En la violencia sucede lo contrario. El otro, sin llegar a desaparecer, se encuentra sometido al poder de quien lo violenta, aunque sólo sea parcialmente. Esta negación parcial acontece cuando se niega su independencia a través de la posesión que lo reduce a un ser “para-mí”. Pero la posesión no se consigue sin su completa negación.
En uno u otro sentido, es necesario reconocer la insuficiencia de tal posesión o, si se prefiere, el reconocimiento de que el ámbito de dominación del poseedor, aun cuando logre esclavizarlo, jamás acaba de abarcarlo por completo.
De aquí que concluya Lévinas: “El otro es el único ente en el que la negación sólo puede tener un carácter total: un asesinato. El otro es al único al que puedo querer matar”.
De aquí podemos derivar las consecuencias sociales de la violencia. La violencia constituye la negación de las relaciones interpersonales; destruye el tejido social; engendra siempre violencia.
Poco importa que sus manifestaciones sean gestuales o físicas, emocionales o instintivamente actuadas. En cualquier caso, siempre que hay violencia se extingue el bien común de la sociedad (de todos), además del bien personal del violentador y del violentado.
Nada de particular tiene que allí donde la violencia se asienta, no pueda crecer la paz, el orden social y la seguridad ciudadana. ¿Cómo invitar en esas circunstancias a la solidaridad? ¿Tendría sentido hablar de justicia social, en una “sociedad” configurada como un conglomerado informe y contrahecho, en el que los más elementales derechos humanos han sido sistemáticamente conculcados y atropellados?
La violencia desune, niega cualquier vinculación y acaba por desintegrar la sociedad entera. Al impedir que las personas se comuniquen, las condena al solipsismo y al soliloquio, instaurando un autismo comportamental que empobrece, envilece y asfixia.
Las consecuencias sociales de la violencia acaban por amputar la dimensión social de la persona, que de “animal político” deviene entonces en un ser apátrida, en un “paria”, en una persona sin identidad.
Pero si la violencia es el cáncer de la socialización, ella misma sí que puede socializarse, incluso democratizarse. Acaso por eso mismo, hoy se ha abolido la compasión por el prójimo, reduciéndola a un prejuicio individualista e insolidario que, en tanto que resto atávico y obsoleto, dificulta la acción de la técnica, la objetividad, la ideología y el sistema.
La violencia socialmente magnificada despoja al hombre de su conciencia y de su razón, es decir, de su concreta humanidad, de su identidad personal, transformando el medio social en el espejismo de un escenario selvático, incompatible con la vida humana.
Para hacerle frente, sólo cabe invocar otro tipo de violencia: la violencia intropunitiva de los antiviolentos, la de aquellos que se hacen violencia a sí mismos, con tal de no ser violentos contra los demás, la violencia que supone someterse a los otros y colocarlos por delante de uno mismo.
Ésta es la violencia del asceta y del místico ‘violenti rapiunt’, de la que tan necesitada está nuestra sociedad. Pero no se olvide que ésta es, también, la violencia necesaria para autodominarse, poseerse y conducirse mejor a sí mismo, es decir, para alcanzar la felicidad.
Istmo 231 |