Naturaleza del matrimonio
¿Ha de salvarse aún el matrimonio? ¿Se trata de una institución anacrónica y pasada de moda? Estos y otros interrogantes similares plantearon algunos asistentes a la vigésima semana de Psicoterapia de Lindau (Alemania), hace escasamente tres años; y aún se llegó a más: calificar de mundo neurotizante el matrimonio y la familia. Es sólo un pequeño botón de muestra, revelador de los ataques que se siguen haciendo, desde diversos frentes, contra la dignidad de la vida conyugal.
Cuando se sienta en el banquillo de los acusados a la institución del matrimonio para dictar, como en este caso, una sentencia condenatoria mundo neurotizante, el veredicto trasciende el estrecho recinto de la sala judicial; aunque se realice a puerta cerrada, el hombre de la calle se ve siempre afectado a favor o en contra, cuando la piqueta de una crítica negativa asesta un golpe a una institución que toca en lo más vivo a millones de personas. La gente corriente se considera parte interesada, «con derecho» a voz y voto; sin llegar a juicios tan extremos como en Lindau, no faltan quienes dictarían sentencias más benignas pero sin conceder la absolución total: poniendo en entredicho algunas de las propiedades esenciales del matrimonio, o haciendo pesar en el platillo de la balanza, con especial fuerza, situaciones dolorosas de matrimonios infelices sin posibilidad de reconstrucción. El tema ha saltado frecuentemente a las páginas de los grandes diarios y revistas gráficas, con entrevistas y encuestas hechas al hombre de la calle para conocer su opinión al respecto. Basta una simple ojeada para comprobar que la polémica se enciende y las respuestas se dividen recogiendo aspectos parciales, fragmentarios, de la institución matrimonial que, si bien puede presentar situaciones difíciles en la vida real, descansa sobre unos principios firmes e inmutables; a ellos hay que recurrir para enjuiciar serena y objetivamente los eventuales conflictos y malentendidos en esta materia.
Por encima de las razones más o menos acertadas en apoyo de puntos de vista particulares, en el fondo, la divergencia en las conclusiones depende exclusivamente del concepto diverso que se tenga del hombre y de su vida en la tierra. Este es, en efecto, el punto crucial que hace que el matrimonio y el divorcio puedan constituir un tema polémico donde las opiniones se encuentren divididas; cambiando los términos del viejo refrán dime con quién andas y te diré quién eres, se podría afirmar: dime qué concepto tienes de lo que es el hombre y te diré lo que piensas del matrimonio y de la familia. Las encuestas y sondeos de opinión no resuelven el problema porque la naturaleza del hombre, su verdadero ser, no depende de puntos de vista propios ni de suma de opiniones, aun en el supuesto de que fuesen acertados. La visión unitaria y total de este ser complejo que somos cada uno de nosotros, sólo se alcanza desde una perspectiva cristiana, que cuente con unos datos que escapan a la mera reflexión racional.
Contemplar el matrimonio con un enfoque puramente humano llevará, en el mejor de los casos, a soluciones correctas pero expuestas siempre al peligro del revisionismo, a la tentación de diluir sus principios esenciales, cuando se tropieza con la situación difícil en que la vida parece imponerse a la firmeza de los principios. Es entonces cuando el problema humano concreto amenaza los fundamentos de la institución matrimonial: la balanza tiende a inclinarse bajo el peso de las razones humanas sin la plenitud de sentido que da la fe, porque la fuerza y realidad de los principios cede terreno ante la compleja situación del momento; es entonces, también, cuando los motivos de la más variada índole sociológicos, derechos de la persona, interés social, etc., encienden la polémica y las ramas impiden ver el bosque.
Por eso, el tratamiento adecuado de la naturaleza del matrimonio y de sus consecuencias requiere una perspectiva más amplia que no olvide en ningún momento lo que es el hombre y, por lo mismo, que no renuncie nunca a verlo en su condición de criatura totalmente dependiente de Dios; en otras palabras: escuchemos lo que nos dice el Autor del hombre para disipar las dudas que podrían encontrarse ante cuestiones que, como el matrimonio, están estrechamente ligadas con su propia naturaleza. La historia es testigo1 del ofuscamiento humano ante las normas más claras del derecho natural, cuando se renuncia, por los motivos que sean, a la dependencia divina: se acaba perdiendo el sentido mismo de la ley natural.
Desconfiemos en este tipo de cuestiones, de los sondeos públicos de opinión porque la verdad no se abre paso por mayoría de votos; atraen, sí, al gran público pero rara vez contribuyen a que las personas se formen un juicio claro de lo que es el matrimonio.
El matrimonio como institución natural
Son múltiples las sociedades que hoy están presentes en la vida del hombre, pero sólo una de ellas podría justamente vanagloriarse de haber nacido con la creación de la primera pareja humana: el matrimonio. Esto le confiere un carácter tan peculiar que lleva a reconocer en él, la íntima conexión que guarda con los principios más radicales de la naturaleza humana; en lo que tiene de más sustancial, el matrimonio difiere de otras realidades asociativas porque, nacido con la primera pareja y en función de ella, entra de lleno en el campo del derecho natural.
El matrimonio es una sociedad que se constituye por la unión marital del hombre y la mujer, contraída entre personas legítimas, que lleva a mantener una íntima comunidad de vida, permanente y monógama.2
El carácter de sociedad propio del matrimonio, es uno de sus rasgos esenciales y, como toda sociedad, está dotado de características y fines propios que lo configuran y
Cfr. Catecismo Romano, P. II, cap. VIII, n. 3
y especifican de tal manera que, si éstos faltasen, dejaría de tener sentido hablar de semejante sociedad.
Esas características esenciales son: la unión permanente entre un hombre y una mujer, ordenada a unos fines comunes: procreación y educación de los hijos en primer lugar y, secundariamente, a la ayuda mutua y remedio de la concupiscencia. Todo ello es consecuencia de un libre pacto por el que ambos cónyuges hacen mutua donación del derecho sobre el propio cuerpo en orden a los actos requeridos para procrear; donde falten esos elementos esenciales no podrá hablarse de verdadero matrimonio. 3
Es posible distinguir así en el matrimonio, como institución natural, las relaciones específicas que surgen entre el hombre y la mujer (sociedad o comunidad conyugal), y el pacto que da lugar al nacimiento de esas relaciones.
El pacto o contrato es propiamente causa del vínculo, de la unión, y recibe el nombre de matrimonio in fieri, reservándose para el vínculo la denominación de matrimonio in facto esse. La esencia del matrimonio reside, por tanto, en el vínculo que nace cuando el hombre y la mujer se prestan mutua y libremente el consentimiento. Este ha de realizarse con unas características propias de tal forma que, sólo así, los actos a los que se ordenan serán moralmente lícitos.
El matrimonio implica por tanto, un convenio natural y específico, entre un hombre y una mujer, que «lo hace totalmente diverso, no sólo de los ayuntamientos animales realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni voluntad deliberada alguna, sino también de aquellas inconstantes uniones de los hombres, que carecen de todo vínculo verdadero y honesto de las voluntades y están destituidos de todo derecho a la convivencia doméstica»4 . El matrimonio se especifica pues, por la absoluta unidad del vínculo, contraído por libre voluntad, de modo indisoluble, y ordenado a la procreación.
Como institución natural puede hablarse por tanto, de verdadero matrimonio si concurren las características mencionadas y de ahí que se considere legítimo y verdadero matrimonio el contraído también entre infieles, siempre que se salven las propiedades esenciales del mismo5 . Pero hablar del matrimonio como institución natural supone necesariamente referirse a su génesis.
Origen del matrimonio
Analizando la naturaleza propia del hombre, se encuentra en ella una dimensión esencial: su sociabilidad. Este aspecto, en lo que tiene de más radical, ha de entenderse «como apertura esencialmente Inherente de la persona humana hacia los otros, y que existe por tanto en virtud de la misma naturaleza»6 .
Las exigencias que siguen a la naturaleza de las cosas manifiestan su íntimo ser, y el fundamento último de esa constitución y finalidad hay que buscarlo en Dios, autor de todo el orden creado. El mismo carácter de sociedad que el matrimonio tiene, es un reflejo más de esa apertura de la persona humana hacia los otros. En las fuentes de la revelación encontramos una enseñanza clara a este respecto: «Dios dijo entonces: No está bien que el hombre esté solo, hagámosle una compañera semejante a él» 7. Ese orden inherente a la naturaleza creada sociabilidad, libertad, etcétera, no es algo que en ella misma se agote, sino que presupone una relación necesaria a Dios, pues toda la creación está ordenada por El y hacia El.
Las normas constitutivas propias del matrimonio y, por tanto, su origen como el de todo el orden natural, sólo puede encontrarse en Dios. Toda concepción positivista a este respecto, es arena movediza, por carecer del fundamento apropiado: sería un contrasentido establecer unos principios primeros (origen del matrimonio en usos sociales, consecuencia del evolucionismo, etc.) haciendo violencia a la realidad previa de la condición de criatura propia del hombre (exigencias naturales diamantes de su estructura ontológica y, por tanto, del orden querido por Dios). Incluso desde un punto de vista histórico, primero es el hombre y, en función de él, la familia y la sociedad.
La revelación nos enseña de nuevo que «Dios creó al hombre a imagen suya, los creó varón y mujer; y los bendijo diciéndoles: Procread y multiplicaos y llenad la tierra»8 . Esta misma verdad es la que Cristo recuerda a sus oyentes: «¿No habéis leído cómo el que creó al hombre en el principio los hizo varón y mujer? Y dijo: por ello el hombre dejará al padre y a la madre, y se unirá a su mujer; y serán dos en una sola carne. » 9 el Magisterio de la Iglesia confirma esta verdad perenne: «Quede asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e inviolable que el matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios. » 10
Pero el origen divino y la naturaleza de la institución respetan la libertad del ser humano. El contrato matrimonial surge en cuanto se da un encuentro de dos libres voluntades la de los cónyuges que pueden acceder o no al contrato, hasta el punto de que su libre consentimiento por nada ni nadie cabe suplirlo. Y, a la inversa, la libertad humana debe respetar la naturaleza propia de la institución, sus normas constitutivas que provienen de Dios; los elementos esenciales del pacto, aunque asumidos libremente por el hombre, quedan sustraídos a su arbitrio, como igualmente lo están cualesquiera normas fundadas en el derecho natural. «Aun cuando el matrimonio sea por naturaleza de Institución divina, también la voluntad humana tiene en él su parte y por cierto nobilísima. Porque cada matrimonio particular no se realiza sin el libre consentimiento de uno y de otro esposo. Esta libertad sin embargo, sólo tiene por fin que conste si los contrayentes quieran o no contraer matrimonio y con esta persona precisamente; pero la naturaleza del matrimonio está totalmente sustraída a la libertad del hombre, de suerte que, una vez se ha contraído, está el hombre sujeto a sus leyes divinas y a sus propiedades esenciales.».11
Pío XI, Ene. Casti Connubi
Cfr. Inocencio III, Carta Quanto te magis
Alvaro del Portillo, Morale e Diritto, "Seminarium' n. 3
Propiedades esenciales de todo matrimonio
Se trata de aquellos elementos indispensables que han de acompañar a todo verdadero matrimonio; su ausencia hace que éste pierda su íntima razón de ser. Sustancialmente se reducen a dos:
a) Unidad: Claramente expresada en las palabras del Génesis «serán dos en una sola carne» 12 hace referencia a la diversidad de sexos: la sociedad conyugal ha de constituirse entre un solo hombre y una sola mujer; esto viene exigido por la misma naturaleza y finalidad de la unión, que se vería destruida si se extendiera a otras personas, contemporáneamente, o bien de modo sucesivo, pero permaneciendo aún la primera unión. Toda forma poligámica afecta a la unidad, aunque de modo diverso. Así, la poliandria (unión de una mujer con varios hombres) torna incierta la paternidad y, con razón fue considerada, aun en el mundo pagano, como una profunda perversión moral. La poliginia (varias mujeres unidas a un solo hombre) impide la plena reciprocidad de la entrega, y resultan lesionadas la dignidad e igualdad esencial de la mujer respecto al varón.
b) Indisolubilidad del vínculo: Atendiendo al consentimiento de los contrayentes se habla de la indisolubilidad intrínseca, que comporta la absoluta inmutabilidad del consentimiento y, por tanto, del vínculo matrimonial: sólo la muerte de uno de los esposos desliga de esa vinculación 13. La indisolubilidad intrínseca, que tiene sus raíces en el derecho divino‑natural, se manifestó también por ley divino‑positiva cuando Dios creó a nuestros primeros padres: «el hombre abandonará al padre y a la madre, se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne»14 . Esta ordenación divina se ve confirmada por las palabras de Cristo, cuando corrige la desviación en que habían incurrido los fariseos: «Lo que Dios unió no lo separe el hombre» 15 pues «por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Y yo os digo que quien repudia a su mujer salvo caso de fornicación y se casa con otra, adultera»16 . Los exegetas católicos nunca han visto en las palabras que el Señor intercala salvo caso de fornicación, una especie de cláusula restrictiva de] principio de indisolubilidad. La interpretación más corriente es que se refiere a casos de concubinato y es obvio que, entonces, hombre y mujer deben separarse puesto que no están unidos en legítimo matrimonio.
Por lo demás, así lo entendieron también los oyentes del Señor, pues sus propios discípulos exclaman asombrados: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse» 17, porque comprenden que la indisolubilidad es absoluta y no admite libres acomodaciones. El punto final con que se cierra el diálogo es igualmente tajante: «el que pueda entender que entienda»18 ; viene a ser una especie de lo tome o lo deja, pero que así es y así debe permanecer por exigencia Indeclinable del derecho divino‑natural y divino‑positivo.
Tal Indisolubilidad afecta a todo matrimonio válidamente contraído, también al de los infieles; el Magisterio de la Iglesia, intérprete auténtico de la Revelación y de la ley natural, ha declarado que las palabras de Cristo «todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio» 19, miran a cualquier matrimonio, aun el sólo natural y legítimo; pues a todo matrimonio le conviene aquella indisolubilidad por la que queda totalmente sustraído, en lo que se refiere a la indisolubilidad del vínculo, al capricho de las partes y a toda potestad secular»20 .
Diversas razones en perfecta conformidad con la doctrina revelada, explican cómo la indisolubilidad es, precisamente, lo más apropiado a la naturaleza de esta institución. Los fines del matrimonio no podrían alcanzarse del modo requerido por la misma naturaleza, si la institución careciese de estabilidad permanente. La justicia quedaría malparada al impedirse esos fines para los que marido y mujer se dan el mutuo consentimiento y el mutuo derecho. Baste pensar en la lesión grave que reporta la disolución del vínculo, no sólo a los propios cónyuges, sino al cuidado y educación de los hijos.
Por lo que mira a los cónyuges no cabe, en efecto, un amor mutuo y pleno, si, de alguna manera, se pone en entredicho su estabilidad. El verdadero amor excluye todo carácter provisional, cualquier tipo de reserva, que vendrían a ser ya fermentos de corrupción y de infidelidad. Se harían igualmente imposibles la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia, dentro del orden querido por Dios. Observando este orden «será más fiel el amor de uno hacia el otro, al reconocerse unidos indisolublemente y también se quitan las ocasiones de adulterio que se darían si el varón pudiese repudiar a la mujer, o viceversa, pues se abriría el camino fácil de solicitar otras uniones matrimoniales.21 »
Por lo que al cuidado y educación de los hijos respecta, se precisa una acción conjunta de los padres para alcanzar lo que es un deber de justicia hacia la prole. «Por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole pertenece ante todo a quienes por la generación empezaron la obra de la naturaleza y absolutamente se les prohíbe que, después de empezada, la expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar. Por eso, en el matrimonio se proyectó del mejor modo posible a esta tan necesaria educación de los hijos, pues en él, por estar los padres unidos con vínculo indisoluble, siempre está a mano la cooperación y mutua ayuda de uno y otro» 22. No en balde, las legislaciones civiles donde se admite el divorcio, tropiezan en este punto con un obstáculo 1insalvable.
Finalmente, el mismo bien común no ya de familia sino de toda la sociedad, viene protegido con la permanencia del vínculo. Siendo la familia célula viva del cuerpo social, es evidente que si se introduce un principio de división en la unidad celular más simple, todo el organismo resultará necesariamente enfermo. Hay, pues, una lógica exigencia de indisolubilidad por parte del bien común, que las mismas leyes humanas no deberían olvidar porque, « constituyéndose la ley para el bien común, es menester que lo referente a la generación, más que otra cosa, sea regulado por leyes divinas y humanas. Las leyes vigentes, si son humanas, es obligado que procedan de principios naturales, lo mismo que toda invención humana en las ciencias demostrativas tiene su origen en los principios naturales conocidos. Si son divinas, no sólo explican el instinto de la naturaleza, sino que incluso suplen su falta. Habiendo, pues, natural instinto en la especie para que la unión del varón con la mujer sea indivisible y de uno con una, fue menester ordenarlo con ley humana»23 .
Esos tres aspectos, bien de los hijos, de los esposos y de la sociedad, en íntima conveniencia con el carácter Indisoluble del matrimonio se han recordado en el C. Vaticano II: el vínculo firme del matrimonio en atención al bien de los esposos, de los hijos y de la sociedad, no depende de la voluntad humana. Su importancia es muy grande para la continuación del género humano, para el bienestar personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana, por ser una donación mutua de dos personas, y por el bien de los hijos, esta íntima unión exige la plena fidelidad de los esposos e impone su indisoluble unidad» 24 .
La indisolubilidad intrínseca, pues, afecta por ley divino‑natural y divino‑positiva a cualquier matrimonio legítimo; y adquiere sin embargo un grado de intensidad mayor en el matrimonio cristiano, en razón del sacramento25 .
El matrimonio como Sacramento
¿Qué es, entonces, lo específico del matrimonio como sacramento? La institución natural a la que, hasta aquí, nos hemos referido, ha sido elevada por Cristo a esa dignidad, sin que sus elementos básicos se modifiquen; en el Antiguo Testamento no existían propiamente sacramentos: «Cristo Señor levantó el matrimonio a la dignidad de Sacramento, y juntamente hizo que los cónyuges, protegidos y defendidos por la gracia celestial que los méritos de El produjeron, alcanzasen la santidad en el mismo matrimonio 26». Permaneciendo intactos los principios esenciales que convienen al matrimonio como institución natural, el sacramento eleva, en virtud de la gracia, la misma institución confiriendo a los esposos esa ayuda sobrenatural ordenada a la santidad dentro de su nuevo estado. El sacramento del matrimonio «está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo»27 .
Todo cuanto integra el matrimonio natural, se encuentra como radicalmente potenciado por la gracia, que perfecciona el amor natural entre los esposos, confirma su indisoluble unidad y los santifica. Por voluntad de Cristo, el mismo consentimiento conyugal entre los fieles, ha sido constituido signo de la gracia, y de ahí que «la razón de sacramento se une tan íntimamente con el matrimonio cristiano, que no puede darse matrimonio verdadero alguno entre bautizados, sin que sea, por el mero hecho, sacramento» 28.
El matrimonio cristiano es «sacramentum magnum»29 , por los efectos y exigencias sobrenaturales que entraña, y por significar de modo particular la perfectísima e indisoluble unión entre Cristo y su Iglesia 30. Por eso, si un bautizado se casara excluyendo el sacramento, es decir, contrajese solamente el llamado matrimonio civil, tal unión no sería sino un concubinato. La Iglesia ha reprobado siempre, entre los bautizados, ese tipo de unión: «Ningún católico ignora o puede ignorar que el matrimonio es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica, instituido por Cristo Señor, y que, por tanto cualquier otra unión de hombre y mujer entre cristianos, fuera del sacramento, sea cualquiera la ley, aun la civil, en cuya virtud esté hecha, no es otra cosa que torpe y pernicioso concubinato y, por tanto, el sacramento no puede separarse nunca del contrato conyugal»31 .
Sin embargo, donde está vigente el matrimonio civil obligatorio, los bautizados pueden celebrarlo, sabiendo que no hacen otra cosa sino cumplir una ceremonia puramente legal, de orden civil. Deben recibir antes el sacramento, por el que contraen el matrimonio; si por imposibilidad de hacerlo de otro modo, celebran antes la ceremonia civil, no pueden cohabitar hasta que contraigan matrimonio por la Iglesia porque, evidentemente, hasta ese momento no son verdaderos cónyuges 32.
Como en todo sacramento, hay un ministro, una materia y una forma. En el del matrimonio, son ministros los propios contrayentes; la presencia del párroco, del Ordinario del lugar, u otro sacerdote con la debida delegación, es requisito para la validez del matrimonio fuera de casos muy excepcionales: peligro de muerte, etc...33 , pero nunca son ministros de este sacramento, sino testigos particularmente cualificados en orden a impartir la bendición nupcial que es sólo un sacramental y de ninguna manera confiere el sacramento. La materia afecta al objeto sobre el que recae el contrato: el derecho mutuo sobre los cuerpos de los contrayentes ordenado, precisamente, a la procreación. Por último, su forma es el mismo consentimiento por el que se expresa la aceptación de ese derecho mutuo; de ordinario el consentimiento debe manifestarse verbalmente y en presencia física, aunque puede hacerse de otro modo sí existiera alguna imposibilidad excusante.
El matrimonio entre infieles se rige por lo que establezcan las leyes civiles del Estado, siempre que no se opongan, como es lógico, a las normas morales de derecho divino‑natural, y divino‑positivo por las que todo matrimonio, según se vio, ha de regularse. Dejando, pues, a salvo esas normas divinas, la potestad civil puede disponer para esos casos lo que juzgue necesario y útil en orden al bien común temporal de sus súbditos.
S. Tomás, C. G., L. III, e. 123
Pío XI, Enc. Casti Connubi, Denz. 2230
S. Tomás, C.G., L. III, c. 123
C. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 48
Conversaciones con Mons. Escrívá de Balaguer, n. 91
Pío XI, Ene. Casti Connubi; cfr. C.I.C., c. 1012
Cfr. C. de Florencia, Decr. Pro Armenis; Pío XI, Ene. Casti Connubi
Pío IX, Aloe. Acerbissirnuni
Cfr. Instrucción de la S. Penitenciaría, 15‑1‑1866
Cfr. C.I.C. cc. 1094 y 1098
Competencia de la Iglesia en materia matrimonial
¿A qué tipos de matrimonio alcanza esa competencia y cuál es su objeto concreto? De modo esquemático podrían resumirse así:
En cuanto que sólo a la autoridad de la Iglesia compete la interpretación auténtica del derecho divino‑natural y divino‑positivo, el matrimonio entre infieles queda, en alguna medida, vinculado a ella: es decir, respecto a aquellos principios morales fundamentales que a todo matrimonio afectan, y que la Iglesia, siguiendo a Cristo, declara y enseña. De modo más directo aún, tiene competencia sobre los matrimonios entre bautizado e infiel. El bautizo de uno de los cónyuges da motivo, más que suficiente, para que la competencia eclesiástica, sea también jurídica. Finalmente, y por más motivos, se extiende su jurisdicción a todo matrimonio entre bautizados.
¿Y cuál es decíamos el objeto de tal competencia? ¿Se extiende también a la indisolubilidad del vínculo? Por radicar aquí la manzana de la discordia, conviene precisar bien la doctrina sobre el particular. A veces, el hombre de la calle se deja llevar por un lenguaje superficial y habla de que alguien se ha divorciado por la Iglesia. Esto es erróneo puesto que, en ningún caso, le es dado a la Iglesia atribuirse otra potestad que la que Dios le ha conferido; no está en sus manos cambiar nada de la ley divina «que no puede debilitarse por decreto alguno de los hombres, ni acuerdo de los pueblos, ni por voluntad alguna de los legisladores.» 34; la indisolubilidad no es mera ley positiva eclesiástica que la autoridad de la Iglesia pudiera, en un momento determinado, abolir.
Un matrimonio válido rato y consumado no es posible disolverlo por ninguna potestad humana ni por ninguna causa fuera de la muerte 35. Matrimonio válido es todo verdadero matrimonio entre cristianos (recibe el nombre de legítimo, si es entre infieles); por rato se entiende el matrimonio válido si todavía no ha sido consumado, rato y consumado, si entre los esposos ha tenido lugar el acto conyugal.
En virtud del poder conferido a la Iglesia por Jesucristo, ésta puede, en algunos casos taxativamente determinados36 , disolver el matrimonio no consumado entre dos bautizados, o entre una persona bautizada y otra que no ha recibido este sacramento. Estos casos son: a) la profesión religiosa con votos solemnes de uno de los cónyuges, por la que se disuelve ipso iure el matrimonio. En este supuesto, que se realizará muy pocas veces, la disolución del matrimonio tiene lugar en el momento en que se emiten los votos solemnes; b) también puede disolverse el matrimonio rato y no-consumado mediante dispensa de la Santa Sede, concedida por una causa justa, a petición de ambos cónyuges o de uno solo de ellos. Para obtener la dispensa, será necesario probar que, efectivamente, el matrimonio no ha sido consumado y no ha de perderse de vista que la consumación se presume si, después de celebrado el matrimonio, los cónyuges han vivido juntos37 ; en cualquier caso, la dispensa concedida no tendría ninguna validez si de hecho se hubiera realizado la unión conyugal.
Por el llamado privilegio paulino, promulgado en la primera Epístola a los Corintios38 , se disuelve en favor de la fe el matrimonio válido entre no bautizados aunque esté consumado, si uno de los cónyuges recibe el bautismo, y el otro permaneciendo en la infidelidad se niega a convivir pacíficamente sin ofensa del Creador39 . Y siempre la posible disolución del vínculo, para los casos expresos en que puede darse, «no depende de la voluntad de los hombres ni de potestad cualquiera meramente humana, sino del derecho divino, del que la Iglesia de Cristo es sola custodia e intérprete. Nunca, sin embargo, ni por ninguna causa, podría esta excepción extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado, puesto que en él, así como llega a su pleno acabamiento el pacto marital, así también, por voluntad de Dios, brilla la máxima, firmeza e Indisolubilidad, que por ninguna autoridad de hombres puede ser desatada»40 .
Dejando a un lado los casos de separación de los cónyuges por graves razones: adulterio, etc, en los que no hay disolución del vínculo y, por tanto, no pueden contraer nuevo matrimonio, interesa decir unas palabras sobre aquellos otros casos en los que se da la llamada declaración de nulidad. Esta afecta, como es sabido, a un matrimonio que, por impedimento dirimente o por un defecto sustancial, ha sido inválido desde su mismo comienzo; y, comprobado el hecho por los jueces eclesiásticos competentes, se declara que del examen de los datos, no consta que haya habido verdadero matrimonio; no se trata, pues, de una disolución del vínculo, sino de un matrimonio que realmente no ha existido. Es obvio que si los cónyuges hubieran falsificado pruebas, datos, etc., la sentencia eclesiástica no les desligaría, en conciencia, de su vínculo matrimonial y no quedarían libres para contraer nuevo matrimonio con tercera persona.
Nada más ajeno, por tanto, a la verdad, que hablar de divorcio por la Iglesia; la autoridad eclesiástica no puede cambiar un ápice de las normas divinas y, siempre se ha opuesto a todo intento de socavar la firmeza del vínculo matrimonial. En el derecho de la Iglesia están precisados con claridad los impedimentos que invalidan un matrimonio en el momento de realizarse, y las causas que pueden dar lugar a un defecto sustancial; y rechaza cualquier tipo de razones acomodaticias, que impliquen un subterfugio al que acogerse, para declarar nulo un matrimonio.
El divorcio
Entraña la ruptura del vínculo matrimonial (divorcio perfecto), con la libertad reconocida a los cónyuges de contraer nuevas nupcias con tercera persona; se opone, pues, a la indisolubilidad. Aunque escapa al poder civil decidir sobre la disolución del vínculo sea cual fuere el tipo de matrimonio, en no pocos países se admite el divorcio. Son diversos los motivos que han llevado a reconocerlo y numerosos los argumentos de carácter «teológico», social, psicológico, etc. que tratan de justificarlo; por razones de espacio, nos limitamos a los más importantes.
Un argumento de orden «teológico» es el que se acoge a la necesidad que todo hombre tiene de obrar en conciencia; en síntesis, el argumento viene a decir: el hombre goza de esa libertad que nadie ni Iglesia ni Estado le pueden quitar; la conciencia que está en la base de su obrar, puede someter a su propio juicio unas leyes que considere inadecuadas; y, en este supuesto, se le ha de reconocer la posibilidad del divorcio.
Es cierto, en efecto, que todo hombre está obligado a obrar en conciencia y las leyes humanas no deben coartar esas decisiones íntimas de la persona; pero no hay que sacar de ahí conclusiones erróneas. Así, por ej., aunque las leyes humanas puedan someterse al juicio personal de la conciencia, existen casos en que esas leyes recogen directamente normas de ley divino‑natural: baste pensar en el derecho a la propiedad privada, el respeto a la vida y, como en el tema que nos ocupa, la indisolubilidad del matrimonio. En estos casos el posible juicio de conciencia no recaería ya sobre una simple norma jurídico‑positiva sin mayor relieve, sino sobre una norma de derecho natural, en las que aquella otra se fundamenta directamente. Aunque no hay que confundir los planos jurídico y moral, en el caso concreto que ahora se toca, resultaría inadecuado enjuiciar moralmente el contenido de la norma jurídica indisolubilidad del vínculo, porque tal contenido no te compete, en su raíz, por disposición del legislador humano, sino por ordenación divina. Lo cual no significa que alguien no pueda, de hecho, obrar al margen del orden establecido por Dios: haría entonces un mal uso de su libertad, cometería un pecado.
Pero no está en nuestras manos convertir la conciencia en la instancia última y absoluta que decida y dictamine por encima de Dios, fuente primera y radical de la moralidad. Si no está en poder del hombre hacer que las circunferencias sean cuadradas o que el fuego, por naturaleza, no dé calor, tampoco lo está el modificar las normas morales impresas en la naturaleza humana; en función de ellas y no de criterios personales, debe el hombre acomodar su vida moral. Por eso resulta chocante el argumento aparecido en una revista gráfica para combatir la unidad y estabilidad del matrimonio; se planteaba literalmente así: «Afirma Santo Tomás de Aquino, es decir, el mayor teólogo de la Iglesia, que 'la conciencia obliga aunque sea errónea'. En pocas palabras: un musulmán que crea firmemente que su deber es tener tres mujeres, ha de poder comportarse do un modo consecuente con tal creencia, aunque se equivoque». Y, en el contexto del artículo, el «poder comportarse de un modo consecuente» a una conciencia errónea, era la base para concluir después que la autoridad civil debe reconocer tal poder y respaldarlo, legitimando así el divorcio; y esto, evidentemente, es ya concluir demasiado.
En efecto: supondría una ingerencia extraña y gratuita del poder civil en un campo en el que carece de fuerza moral para hacerlo. Pero sobre todo, el argumento llega a unas conclusiones falsas basándose en una instrumentalización de la conciencia errónea que la convertiría en libertad que todo lo justifica. Porque, ciertamente, la conciencia errónea «obliga en tanto que alguien, de no seguir su conciencia, peca; no en el sentido de que alguien, siguiéndola, convierta en bien cuanto obra»41 . En otras palabras: la fuerza obligatoria no dimana, sin más, de la conciencia, sino de ésta en cuanto dicta algo como preceptuado por Dios: «pues si, subsistiendo una conciencia errónea, alguien obra lo contrario, muestra que, en cuanto está de su pa 42rte, carece de voluntad de observar lo mandado por Dios».
En el caso concreto que aquí se plantea, difícilmente puede darse una conciencia errónea; pero, aun en tal supuesto, es claro que los actos que siguen a esa conciencia no se convierten en algo bueno. Aunque eximan al hombre de pecado si se trata de una conciencia invenciblemente errónea, sería gratuito deducir de ahí que ese poder obrar erróneamente haya de ser reconocido y aprobado por unas leyes de divorcio, en este caso, que carecerían de toda fuerza al establecer unos derechos contrarios al orden moral querido por Dios.
Otro argumento muy similar, que da por supuesto el derecho al divorcio, basándose en la llamada libertad laica que, en la práctica no sería sino libertad de conciencia, es el que algunos presentan del siguiente modo: «El divorcio siendo un derecho y no un deber deja plena libertad a los católicos de comportarse según las normas de la propia conciencia religiosa; mientras que una legislación civil que sólo reconozca la indisolubilidad proponiendo un deber y no un derecho no consiente libertad de elección religiosa y laica diversas»; y se concluye con una tesis sorprendente: «Una legislación divorcista es más respetuosa de la libertad de todos: católicos o no».
Las leyes civiles, decíamos, no deben coartar la libertad de las conciencias: a nadie se le puede obligar a abrazar la fe o a seguir una determinada creencia religiosa. Pero, por idéntica razón, tampoco esas leyes deben proteger u otorgar derechos que sean contrarios al orden natural, ya que las normas morales de derecho divino‑natural afectan a todo hombre, por el mero hecho de serlo, y no cabe autoridad que se levante por encima de la autoridad divina «pues no hay potestad sino bajo Dios y las que hay, por Dios han sido ordenadas» 43. Es difícil descubrir en virtud de qué autoridad o principio le sería dado al poder civil erigirse en protector y defensor de una «libertad» que va contra una norma de derecho divino natural.
La libertad humana es radicalmente una como uno es el hombre respecto a los derechos y obligaciones insertos en su naturaleza. «En la medida en que la estructura ontológica de la persona humana es idéntica en todos los hombres por lo que a su núcleo esencial se refiere, es posible deducir abstracción y formular unas constantes universales, es decir, aquellas constantes que llamamos normas de moral»44 . Aquí no caben distinciones entre la libertad de creyentes y no creyentes, entre normas morales válidas para aquellos y para éstos no se sabría por qué inexistentes, entre leyes distintas para unos y otros, ya que cualquier persona está obligada «a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla»45 .
En el plano de la actividad moral, por tanto, no cabe otorgar al hombre una libertad mayor sin etiquetas de ninguna especie, que la conferida por Dios mismo, que no lo coacciona, porque lo creó «dejándolo en manos de su libre albedrío»46 , pero que, al mismo tiempo, tampoco le da el poder de legalizar algo que sea contrario a su misma naturaleza. Los apellidos que se pongan después a la libertad religiosa, política, etc., especificarán a ésta en los diversos campos en que haya de ejercitarse, pero han de respetar siempre su fuente originaria: nada ni nadie puede fundar una libertad anterior y por encima de la que Dios nos otorga, sean cuales fueren las etiquetas que se le cuelguen. El hombre podrá pecar, podrá equivocarse en el juicio de su conciencia, unirse a una mujer distinta de su legítima esposa, etc., pero no acogerse a una libertad que le desligue de su error o de su pecado: «como libres, mas no cubriendo la malicia con capa de libertad» 47.
El argumento erróneo que se plantea, basándose en la libertad laica, da por supuesto en el fondo, que existen como natural dos pesos o medidas distintas para el hombre según que éste sea o no cristiano. En otras palabras: se hace una gratuita separación por lo que a la indisolubilidad se refiere, entre el matrimonio sacramento y el matrimonio civil; la permanencia del vínculo dicen algunos afectaría sólo al matrimonio cristiano en virtud del sacramento, pero no al matrimonio como simple institución natural. Tal hipótesis desconoce que la fe y la gracia no destruyen la naturaleza y no cambian sus íntimas normas morales que continúan permaneciendo en todo hombre, esté o no regenerado por la gracia. Es cierto que la vocación cristiana implica nuevas exigencias; pero no tendría sentido afirmar que destruye las obligaciones morales que, por naturaleza, afectan a todo hombre; si así fuera, el cristiano dejase de ser hombre. La gracia regenera la naturaleza y construye sobre ella, pero no la suplanta; las exigencias de la fe y de la gracia se mueven en un plano sobrenatural, pero no llega al absurdo de cambiar la conciencia, en el sentido de que lo que antes era blanco después empiece a ser negro. Lo que sí permite la gracia es ver con mayor claridad lo blanco como blanco, porque no hay dos pesas o medidas para calibrar las obligaciones que, de modo inmediato, dimanan de la ley natural y que afectan a todo hombre, sea cual fuere su creencia religiosa, sus dotes de inteligencia o el color de su piel.
En resumen: no hay arbitrariedad en las normas morales de derecho divino‑natural de tal modo que obliguen a unos y a otros no. Y de ahí que «si la razón de sacramento puede separarse del matrimonio, como acontece entre infieles, sin embargo, aun en ese matrimonio, debe persistir y absolutamente persiste aquel perpetuo lazo que por derecho divino se une al matrimonio, que no está sujeto a ninguna potestad civil; y así, todo matrimonio, o se contrae de modo que sea verdadero matrimonio, y en este caso llevará consigo aquel perpetuo nexo que por derecho divino va anejo a todo matrimonio, o se presume contraído sin aquel perpetuo nexo, y entonces no es matrimonio, sino una unión ilegítima, que por su objeto repugna a la ley divina; unión por tanto, que ni puede contraerse ni mantenerse. »48
¿Optar por una fórmula de equilibrio?
¿Cabría la Posición «conciliadora» siguiente: reconocer la indisolubilidad del vínculo negando al poder civil toda fuerza para abolirlo, pero, a la vez, estimar aconsejable a título de mal menor, la aceptación de leyes divorcistas? Es decir: dado que existen situaciones matrimoniales irregulares ¿no sería conveniente sancionarlas civilmente confiriendo a la persona una especie de status «en regla», meramente externo, ante la convivencia social?
Los que optan por esa posición añaden que, siendo incuestionable el principio de indisolubilidad, todo el mundo daría por supuesto que la unión nacida después del divorcio no es un verdadero matrimonio, pero tendría la ventaja de poner cierto orden en un estado irregular de cosas.
Estimo que la fórmula de equilibrio no es aceptable, porque llevaría a inconvenientes más graves de los que trata de solucionar y, sobre todo, porque supondría una negación, al menos implícita, de la indisolubilidad. Esa difícil alternativa haría que, en la práctica, innumerables personas confundiesen la posibilidad legal del divorcio con su licitud moral; tanto más, sí el país donde se admitiera el divorcio, contase con una mayoría de ciudadanos católicos. Al margen de los motivos religiosos, cualquier católico como miembro de la sociedad civil tiene el derecho y el deber de intervenir defendiendo, en la práctica, la indisolubilidad de una institución cuyas exigencias naturales son de importancia decisiva para el bien de la sociedad. «Es pueril afirmar se decía a propósito del divorcio, reconocido ya en un país de mayoría católica que las únicas batallas dignas y civiles son aquellas que tienen como único fin defender el frigorífico o el precio de la gasolina. Cuanto más altos son los bienes religiosos, morales o cívicos puestos en juego, tanto más digno y necesario sería combatir por ellos».
La fórmula de equilibrio presenta cierto paralelismo con un problema planteado hoy en algunos países: la conveniencia de abolir la prohibición del aborto. Las razones son análogas: dado que existen muchos casos de aborto, lo mejor sería abrogar las leyes que lo prohíben con la ventaja de regular «legalmente» un estado de desorden, evitando prácticas clandestinas, peligros para la madre, etc. La comparación resulta fuerte pero el paralelismo es evidente: tanto en un caso como en otro, se trataría de que el derecho humano regulara situaciones difíciles. saltando por encima de unas normas de derecho divino‑natural y divino‑positivo: indisolubilidad del matrimonio por un lado y respeto a la vida por otro. Pedir la aprobación legal del aborto supone, en la opinión del profesor Cotta, de la Universidad de Roma, «un escaso conocimiento de la naturaleza del derecho, en el que no hay solamente una pena, sino por encima de todo una directiva y, por eso mismo, se hace lícito cualquier comportamiento, incluso el más arbitrario. Por tanto, abolir la prohibición del aborto significa reconocer al individuo la titularidad del poder de asesinar».
Análogamente, admitir unas leyes de divorcio con todos los condicionamientos que se quieran, supone de facto, reconocer a la persona la potestad de deshacer una unión que por derecho divino no le compete: «lo que Dios unió, no lo separe el hombre»49 . El ordenamiento jurídico civil mal podría mantenerse como directivo del comportamiento social dando entrada a unas leyes contrarias al orden divino-natural y divino‑positivo; en rigor, no tendrían carácter alguno de ley puesto que «toda ley humana tiene ese carácter en la medida en que se derive de la ley natural; y si se aparta en algún punto de ella, ya no será ley, sino corrupción de la ley».50 Las dificultades que surjan como consecuencia de un estado irregular de cosas hijos ilegítimos, cuestiones patrimoniales, etc., habría que regularlas conforme al derecho, pero, por un cauce que no lesione lo que está claro en el mismo derecho natural querido por Dios: respetando siempre, en la teoría y en la práctica, la Indisolubilidad matrimonial.
Respecto a las consecuencias negativas que el divorcio lleva consigo, basten algunas conclusiones recogidas por un grupo de juristas, en un Congreso celebrado en Roma, en 1972, sobre experiencias de legislaciones divorcistas de algunos países europeos. «Es lógico preguntarse decía J. Rutsaert, presidente de la Corte de Casación belga si el divorcio no será, en definitiva, un remedio peor que el mal que se trata de corregir. Y de pensar con el profesor Savatier, en la oportunidad de abolir por completo una institución cuyo dinamismo te lleva mientras se siga admitiendo a reforzarse siempre más y más y a derribar toda barrera legal». Otras voces se alzaron también en son de queja, así Frangois Chabas, profesor de Derecho Civil en la Universidad de París, que disertó sobre el divorcio en el derecho francés, añadía: «Todos reconocen ya esta verdad lo negativo del divorcio, pero son pocos los que tienen la valentía de decirlo, porque, para muchos, estar a favor del divorcio significa ser modernos, avanzados».
Verdad y caridad
La firme defensa de los principios esenciales del matrimonio, sí que ha de conjugarse, en cambio, con una comprensión hacia las personas que se encuentran en ese tipo de situaciones difíciles. Es una actitud que siempre ha de vivir todo cristiano y, de modo particular, quienes por su oficio pastoral tienen la misión de guiar a otros en la verdadera doctrina. Pero, dentro ya del campo católico, serían falsas las actitudes comprensivas si rebajaran las exigencias de la indisolubilidad del matrimonio, porque irían en menoscabo de la verdad y de la unidad de la fe. Los criterios pastorales nunca pueden lesionar las verdades contenidas en la doctrina revelada, cuando tratan de salvar una situación difícil. ¿Quién juzgaría como buen criterio pastoral, por ejemplo, que el Señor después del discurso eucarístico en Cafarnaúm, aminorase la verdad del misterio para retener a su lado a los que, escandalizados, le daban la espalda, incapaces de aceptar la verdad de fe? Una actitud pastoral comprensiva hacia ellos, a expensas de la verdad, sólo hubiera servido para sumir a unos y otros a todos en la común desunión puesto que habría desaparecido el vínculo de la fe, al volatilizarse por completo su mismo objeto.
La actitud pastoral del Señor es siempre de inmensa comprensión con Zaqueo, con la Magdalena, con la mujer adúltera, a los que busca como a la oveja perdida para llevarles a la verdad, pero no para acomodar ésta a una conducta desviada. La misma solicitud se da en la Iglesia para salvar la situación difícil, para mirar el caso concreto de la persona; pero a veces contempla con dolor como Cristo en Cafarnaúm que sus esfuerzos son vanos y, antes de plegarse sin condiciones a la situación humana, ha de mantener intacta la verdad divina pues «es necesario obedecer a Dios, antes que a los hombres» 51.
La historia es testigo de hechos dolorosos suscitados por esta razón; el más conocido quizás, el de Enrique VIII por su divorcio de Catalina de Aragón; la fidelidad al mandato de «lo que Dios unió, no lo separe el hombre»52 , costó a la Iglesia el desgajamiento de todo un reino, hasta entonces católico.
Por eso, aquellos católicos que, permaneciendo firme el vínculo de su primer matrimonio, han contraído una nueva unión, se les considera ante la Iglesia como pecadores públicos y se les prohíbe recibir la Eucaristía están en situación de excomulgados, mientras no conste su penitencia y enmienda, y no reparen el escándalo público de su concubinato53 .
La exigencia de indisolubilidad que comporta el matrimonio, debe hacer que los futuros esposos consideren atentamente que no es camino fácil: requiere una preparación adecuada, sin dejarse llevar de entusiasmos pasajeros, porque el verdadero amor se prueba a lo largo de toda una vida. «Pobre concepto tiene del matrimonio que es un sacramento, un ideal y una vocación, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido» 54.
Con un lenguaje gráfico escribía Cervantes aquella advertencia para quienes se disponen a emprender el camino del matrimonio: «Quiere hacer uno un viaje largo, y si es prudente, antes de ponerse en camino, busca alguna compañía segura y apacible con quien acompañarse: pues por qué no hará lo mismo el que ha de caminar toda la vida hasta el paradero de la muerte, y más sí la compañía le ha de acompañar en todas partes, como es la de la mujer con su marido? La de la propia mujer no es mercaduría que una vez comprada se vuelve, o se trueca o cambia; porque es accidente inseparable, que dura lo que dura la vida; es un lazo que, si una vez le echáis al cuello, se vuelve en el nudo gordiano, que si no le corta la guadaña de la muerte, no, hay desatarle» 55.
Y, sobre todo, no hay que olvidar que la vocación matrimonial abre al cristiano un horizonte ilimitado porque, de la misma manera que «Cristo amó a su Iglesia y se entregó por Ella para santificarla»56 , así también el sacramento del matrimonio como signo de esa unión, ha de llevar a los esposos a la entrega mutua e Indisoluble, total, para buscar a través de ella, su propia santidad.
Fines del matrimonio
Procreación y educación de los hijos
La prole es fin natural de la unión entre los esposos cuando estos son aptos para la generación y no se impide el recto orden de la naturaleza. Cuando de una institución se sigue un fin como término propio y natural de ella misma, por fuerza debe estar en la intención primera y principal del autor de esa institución, pues «el fin de cada uno de los seres es el intentado por su primer autor»57 .
Es esto lo que manifiesta la Escritura: el «creced y multiplicaos expresa el fin Inmediato y principal querido por Dios al Instituir el matrimonio. Pensar en un fin primario diverso de ése, equivaldría a contradecir no sólo el dato revelado, sino lo que la misma lógica humana comprueba que es el término natural procreación, al que mira de modo directo el matrimonio.
La educación de la prole está en el mismo rango, formando una unidad con el fin generativo porque «insuficientemente, en verdad, hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y, consiguientemente, a todo el género humano, sí a quienes dio potestad y derecho de engendrar, no los hubiera también atribuido el derecho y deber de educar»58 .
Y donde existe un fin principal, es necesario que todas aquellas cosas que miran a ese fin, vengan medidas y determinadas por él. Por eso, siendo la procreación y educación de los hijos fin primario, es lógico que sea éste el que dé coherencia y unidad a la sociedad conyugal; su consecuencia inmediata es que toda la vida conyugal debe estar íntegramente ordenada al fin primario. No sólo el ius in corpus, es decir, el derecho a verificar los actos necesarios para la generación, sino también la misma comunidad de vida entre los esposos, la ayuda mutua que en ella encuentran, y el remedio de la concupiscencia.
Esa clara primacía de la procreación y educación de los hijos sobre los fines secundarios, ha sido recordada diversas veces por el Magisterio. Así, por ejemplo, en el Motu proprio Qua cura se dice que: «el matrimonio cristiano tiende no sólo a la unidad espiritual y al bien material, sino sobre todo está por Dios ordenado a la procreación, para que el género humano crezca y llene la tierra según el mandato divino» (Pío XI). Con ello, los fines secundarios no quedan rebajados, porque subordinar algo a lo que es su fin principal, no sólo no supone rebajarlo sino todo lo contrario, pues la bondad y perfección de un fin que no se agota, por naturaleza en sí mismo, sólo puede darse cuando se tiende a él no como término, sino como medio respecto al fin principal; lo contrario sería un desorden.
Por lo demás, la doctrina de la Iglesia siempre ha dado una gran relevancia a los fines secundarios. Pío XIl, insistía en la necesidad de no actuar «como si el fin secundario no existiera, o por lo menos como si no fuera un finis operis establecido por el mismo Ordenador de la naturaleza»; pero no se puede considerar el «fin secundario como igualmente principal, desvinculándolo, de su esencial subordinación al fin primario, lo que por necesidad lógica llevaría a funestas consecuencias » 59.
Por eso, un Decreto del Santo Oficio, en abril de 1944, rechazaba la tesis de algunos autores que «niegan que el fin primario del matrimonio sea la generación y educación de la prole, o enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al primario, sino que son igualmente principales e independientes».
Años más tarde, se declaraba que el perfeccionamiento de los cónyuges no es el fin primero y principal: «El matrimonio como institución natural, en virtud de la voluntad del Creador, no tiene como fin primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y la educación de la nueva vida. Los demás fines, aun cuando estén comprendidos en la naturaleza, no se encuentran en el mismo grado que el primero, ni mucho menos le son superiores, sino que le quedan esencialmente subordinados. Esto es válido para todo matrimonio, aunque sea estéril; como en la vista, todo ojo está destinado a ver y formado para lo mismo, aunque en casos anormales, por especiales condiciones internas y externas, no sea capaz de llegar a la perfección visual». 60
La ayuda mutua
Fundamentalmente se refiere a compartir los cuidados, afanes y trabajos de sacar adelante una familia y un hogar, según lo específico de cada uno de los esposos. En la vida real el contenido de esa ayuda, aparte de las obligaciones precisadas en el derecho de la Iglesia (comunidad de lecho, mesa y habitación)61 ; comprende también innumerables aspectos que no pueden encasillarse en una estricta enumeración de derechos y obligaciones subjetivos y que han de ser, más bien, fruto del verdadero amor entre marido y mujer.
Por eso conviene tener un concepto claro de lo que es y supone el verdadero amor conyugal, que no se reduce a «instinto o sentimiento, sino que es principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y acrecentarse a través de las alegrías y sufrimientos de la vida cotidiana, de modo que los esposos se hagan un solo corazón y una sola alma» 62. El amor humano en el matrimonio exige como vimos entrega y sacrificio para imitar así el ejemplo de Cristo que «amó a su Iglesia y se entregó por ella para santificarla» 63 . El amor de los esposos no puede entenderse ni ejercitarse en toda su profundidad y plenitud, si falta la dimensión sobrenatural porque «no es el amor pasional y sensible, sino la caridad que viene de Dios, lo que hace firmes las buenas relaciones entre los esposos.» 64
La ayuda mutua presenta un campo inmenso donde se pone a prueba el amor verdadero que, por ser tal, contribuye eficazmente a la felicidad y perfección de los cónyuges. Se hace imposible, por falta de espacio, descender a infinitud de detalles prácticos que revelan la verdadera ayuda y amor recíprocos; basten, al menos, estas palabras dirigidas a los esposos: «No olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad»65 .
Hoy día existe una tendencia desviada que lleva a restringir la ayuda mutua a la exclusiva perfección de los esposos y así, en lugar de ayuda recíproca, se habla de mutuo complemento y se pone como fin principal, pretendiendo erróneamente que la sexualidad sea una Inclinación entre personas de distinto sexo, para completarse recíprocamente en el acto generativo. Con ello se olvida la ordenación objetiva entre el fin principal del matrimonio y los otros fines; además es manifiesto que, por naturaleza, el acto conyugal tiende como fin primero a la procreación, no a lo que se ha llamado mutuo complemento, pues el efecto directo de la unión conyugal mira a poner los requisitos necesarios para que pueda tener lugar la generación: y por tanto, la sexualidad en el orden establecido por Dios tiende de modo inmediato y principal a la unión de los esposos como principio de la prole, y no como mutuo complemento. Desplazar el campo de la ayuda mutua al de las relaciones sexuales, atribuyéndoles en la vida matrimonial un papel de perfección poco menos que absoluto, es no haber entendido ni lo que supone la verdadera ayuda ni lo que lleva consigo la auténtica perfección.
Si el acto matrimonial se realiza según el orden querido por Dios, contribuirá a la perfección de los esposos, pero interesa también recordar que la verdadera perfección personal no está vinculada a la unión sexual; de lo contrario, sólo en el matrimonio sería posible alcanzar aquella plenitud, lo que está en radical desacuerdo con las palabras del Señor cuando afirma la superioridad, sobre el matrimonio, de la virginidad propter regnum caelorum» 66
Remedio de la concupiscencia
Toda persona experimenta el principio de desorden en ella latente el fomes peccati, consecuencia del pecado original. Ese principio se manifiesta en la dificultad que el hombre tiene para conducirse en sus actos de acuerdo con el dictado de la recta razón, es decir, de dirigirse al bien verdadero no al que sólo lo es bajo un determinado aspecto, y que está ordenado, por tanto, a Dios como fin último.
La tendencia sexual, después del pecado original puede desviarse del recto fin que la razón señala y dirigirse a un bien que, en rigor, no cabe calificar como tal, en cuanto aparta al hombre de su ordenación a Dios. De ahí que el recto uso de la tendencia sexual deba encauzarse en función del fin que le es propio y en razón del cual Dios la ha puesto en la naturaleza humana. Antes del pecado original nuestros primeros padres hubiesen buscado la unión conyugal al margen del remedio de la concupiscencia, sólo en función del bien de la prole. Después de aquel pecado de origen, sin embargo, esa tendencia ordenada naturalmente a la procreación, puede desviarse de su verdadero fin y dirigirse exclusivamente a la consecución del placer sensible, por eso, Dios dispuso un cauce dentro del matrimonio para que la unión sexual pudiera ordenarse con rectitud y el acto conyugal se realizara honestamente en función de un bien superior: los hijos.
Para que el apetito sexual, pues, esté rectamente ordenado es preciso que «el acto al que exteriormente inclina, carezca de torpeza. Y esto se alcanza por los bienes del matrimonio que hacen honesta la concupiscencia de la carne» 67 . El acto que, por naturaleza, es principio de la generación, sólo será también verdadero remedio de la concupiscencia, y no excitante de ella, si se efectúa según el orden divino: es decir, dentro del matrimonio y sin impedir el fin último al que debe subordinarse.
Los principios doctrinales sobre la naturaleza y fines del matrimonio pueden parecer exigentes, pero pecaría de falta de objetividad quien olvidara que Dios, autor de la naturaleza, no la somete a leyes imposibles de cumplir y sobre todo, que el matrimonio no es un camino de segundo orden que dé mayores facilidades para la vida cristiana: «Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano que han sido elegidos desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su familia entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas» 68 .
Fuente: Folleto Mundo Cristiano N° 172
Cfr. C.I.C., ce. 1120 y 1121
S. Tomás, De Veritate, q. 17, a. 4
C. Vaticano II, DecI. Dignitatis humanae, n. 11
Cfr. C.I.C. cc. 855 y 2260
J. Escrivá de Balaguer, o.c. n. 91
El Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha, parte II, c. XIX
S. Tomás, C.G. 1. 1, c. 1
Pío XII, Alocución a los prelados Auditores
Idem, Discurso a las comadronas, 29‑X‑51
Pablo VI, Enc. Humanúe vitae, n. 9
J. Escrivá de Balaguer, ibídem
Cfr. Mt 19, 12; Pío XII, Enc. Sacra virginitas
S. Tomás, S. Th. Supl. q. 42
J. Escrivá. de Balaguer, o.c. n. 93
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