  
                                Naturaleza del matrimonio 
                                  ¿Ha de salvarse aún el matrimonio? ¿Se trata de una  institución anacrónica y pasada de moda? Estos y otros interrogantes similares  plantearon algunos asistentes a la vigésima semana de Psicoterapia de Lindau  (Alemania), hace escasamente tres años; y aún se llegó a más: calificar de  mundo neurotizante el matrimonio y la familia. Es sólo un pequeño botón de  muestra, revelador de los ataques que se siguen haciendo, desde diversos  frentes, contra la dignidad de la vida conyugal. 
                                 
                                  Cuando se sienta en el banquillo de los acusados a  la institución del matrimonio para dictar, como en este caso, una sentencia  condenatoria mundo neurotizante, el veredicto trasciende el estrecho recinto de  la sala judicial; aunque se realice a puerta cerrada, el hombre de la calle se  ve siempre afectado a favor o en contra, cuando la piqueta de una crítica  negativa asesta un golpe a una institución que toca en lo más vivo a millones  de personas. La gente corriente se considera parte interesada, «con derecho» a  voz y voto; sin llegar a juicios tan extremos como en Lindau, no faltan quienes  dictarían sentencias más benignas pero sin conceder la absolución total:  poniendo en entredicho algunas de las propiedades esenciales del matrimonio, o  haciendo pesar en el platillo de la balanza, con especial fuerza, situaciones  dolorosas de matrimonios infelices sin posibilidad de reconstrucción. El tema  ha saltado frecuentemente a las páginas de los grandes diarios y revistas  gráficas, con entrevistas y encuestas hechas al hombre de la calle para conocer  su opinión al respecto. Basta una simple ojeada para comprobar que la polémica  se enciende y las respuestas se dividen recogiendo aspectos parciales,  fragmentarios, de la institución matrimonial que, si bien puede presentar  situaciones difíciles en la vida real, descansa sobre unos principios firmes e  inmutables; a ellos hay que recurrir para enjuiciar serena y objetivamente los  eventuales conflictos y malentendidos en esta materia. 
                                Por encima de las razones más o menos acertadas en  apoyo de puntos de vista particulares, en el fondo, la divergencia en las  conclusiones depende exclusivamente del concepto diverso que se tenga del hombre y de su vida en la tierra.  Este es, en efecto, el punto crucial que hace que el matrimonio y el divorcio  puedan constituir un tema polémico donde las opiniones se encuentren divididas;  cambiando los términos del viejo refrán dime con quién andas y te diré quién  eres, se podría afirmar: dime qué concepto tienes de lo que es el hombre y te  diré lo que piensas del matrimonio y de la familia. Las encuestas y sondeos de  opinión no resuelven el problema porque la naturaleza del hombre, su verdadero  ser, no depende de puntos de vista propios ni de suma de opiniones, aun en el  supuesto de que fuesen acertados. La visión unitaria y total de este ser  complejo que somos cada uno de nosotros, sólo se alcanza desde una perspectiva  cristiana, que cuente con unos datos que escapan a la mera reflexión racional. 
                                 
                                  Contemplar el matrimonio con un enfoque puramente  humano llevará, en el mejor de los casos, a soluciones correctas pero expuestas  siempre al peligro del revisionismo, a la tentación de diluir sus principios  esenciales, cuando se tropieza con la situación difícil en que la vida parece  imponerse a la firmeza de los principios. Es entonces cuando el problema humano  concreto amenaza los fundamentos de la institución matrimonial: la balanza  tiende a inclinarse bajo el peso de las razones humanas sin la plenitud de  sentido que da la fe, porque la fuerza y realidad de los principios cede  terreno ante la compleja situación del momento; es entonces, también, cuando  los motivos de la más variada índole sociológicos, derechos de la persona,  interés social, etc., encienden la polémica y las ramas impiden ver el bosque. 
                                 
                                  Por eso, el tratamiento adecuado de la naturaleza  del matrimonio y de sus consecuencias requiere una perspectiva más amplia que  no olvide en ningún momento lo que es el hombre y, por lo mismo, que no  renuncie nunca a verlo en su condición de criatura totalmente dependiente de  Dios; en otras palabras: escuchemos lo que nos dice el Autor del hombre para  disipar las dudas que podrían encontrarse ante cuestiones que, como el  matrimonio, están estrechamente ligadas con su propia naturaleza. La historia  es testigo1  del ofuscamiento humano ante las normas más claras del derecho natural, cuando  se renuncia, por los motivos que sean, a la dependencia divina: se acaba  perdiendo el sentido mismo de la ley natural. 
                                  Desconfiemos en este tipo de cuestiones, de los  sondeos públicos de opinión porque la verdad no se abre paso por mayoría de  votos; atraen, sí, al gran público pero rara vez contribuyen a que las personas  se formen un juicio claro de lo que es el matrimonio. 
                                El matrimonio como  institución natural 
                                  Son múltiples las sociedades que hoy están presentes  en la vida del hombre, pero sólo una de ellas podría justamente vanagloriarse  de haber nacido con la creación de la primera pareja humana: el matrimonio.  Esto le confiere un carácter tan peculiar que lleva a reconocer en él, la  íntima conexión que guarda con los principios más radicales de la naturaleza  humana; en lo que tiene de más sustancial, el matrimonio difiere de otras  realidades asociativas porque, nacido con la primera pareja y en función de  ella, entra de lleno en el campo del derecho natural. 
                                  El matrimonio es una sociedad que se constituye por  la unión marital del hombre y la mujer, contraída entre personas legítimas, que  lleva a mantener una íntima comunidad de vida, permanente y monógama.2  
                                El carácter de sociedad propio del matrimonio, es  uno de sus rasgos esenciales y, como toda sociedad, está dotado de  características y fines propios que lo configuran y  
                                
                                  
                                  
                                      Cfr. Catecismo Romano, P. II, cap. VIII, n. 3  
                                   
                                                                     
                                y especifican de tal manera que, si éstos faltasen,  dejaría de tener sentido hablar de semejante sociedad. 
                                  Esas características esenciales son: la unión  permanente entre un hombre y una mujer, ordenada a unos fines comunes:  procreación y educación de los hijos en primer lugar y, secundariamente, a la  ayuda mutua y remedio de la concupiscencia. Todo ello es consecuencia de un  libre pacto por el que ambos cónyuges hacen mutua donación del derecho sobre el  propio cuerpo en orden a los actos requeridos para procrear; donde falten esos  elementos esenciales no podrá hablarse de verdadero matrimonio. 3 
                                 
                                  Es posible distinguir así en el matrimonio, como  institución natural, las relaciones específicas que surgen entre el hombre y la  mujer (sociedad o comunidad conyugal), y el pacto que da lugar al nacimiento de  esas relaciones. 
                                  El pacto o contrato es propiamente causa del  vínculo, de la unión, y recibe el nombre de matrimonio in fieri, reservándose  para el vínculo la denominación de matrimonio in facto esse. La esencia del  matrimonio reside, por tanto, en el vínculo que nace cuando el hombre y la  mujer se prestan mutua y libremente el consentimiento. Este ha de realizarse  con unas características propias de tal forma que, sólo así, los actos a los  que se ordenan serán moralmente lícitos. 
                                  El matrimonio implica por tanto, un convenio natural  y específico, entre un hombre y una mujer, que «lo hace totalmente diverso, no  sólo de los ayuntamientos animales realizados por el solo instinto ciego de la  naturaleza, sin razón ni voluntad deliberada alguna, sino también de aquellas  inconstantes uniones de los hombres, que carecen de todo vínculo verdadero y  honesto de las voluntades y están destituidos de todo derecho a la convivencia  doméstica»4 .  El matrimonio se especifica pues, por la absoluta unidad del vínculo, contraído por libre voluntad, de modo indisoluble, y ordenado a la procreación. 
                                 
                                  Como institución natural puede hablarse por tanto,  de verdadero matrimonio si concurren las características mencionadas y de ahí  que se considere legítimo y verdadero matrimonio el contraído también entre  infieles, siempre que se salven las propiedades esenciales del mismo5 .  Pero hablar del matrimonio como institución natural supone necesariamente  referirse a su génesis. 
                                Origen del matrimonio 
                                  Analizando la naturaleza propia del hombre, se  encuentra en ella una dimensión esencial: su sociabilidad. Este aspecto, en lo  que tiene de más radical, ha de entenderse «como apertura esencialmente Inherente  de la persona humana hacia los otros, y que existe por tanto en virtud de la  misma naturaleza»6 . 
                                  Las exigencias que siguen a la naturaleza de las  cosas manifiestan su íntimo ser, y el fundamento último de esa constitución y  finalidad hay que buscarlo en Dios, autor de todo el orden creado. El mismo  carácter de sociedad que el matrimonio tiene, es un reflejo más de esa apertura  de la persona humana hacia los otros. En las fuentes de la revelación  encontramos una enseñanza clara a este respecto: «Dios dijo entonces: No está  bien que el hombre esté solo, hagámosle una compañera semejante a él» 7.  Ese orden inherente a la naturaleza creada sociabilidad, libertad, etcétera, no  es algo que en ella misma se agote, sino que presupone una relación necesaria a  Dios, pues toda la creación está ordenada por El y hacia El. 
                                 
                                  Las normas constitutivas propias del matrimonio y,  por tanto, su origen como el de todo el orden natural, sólo puede encontrarse  en Dios. Toda concepción positivista a este respecto, es arena movediza, por  carecer del fundamento apropiado: sería un contrasentido establecer unos  principios primeros (origen del matrimonio en usos sociales, consecuencia del  evolucionismo, etc.) haciendo violencia a la realidad previa de la condición de  criatura propia del hombre (exigencias naturales diamantes de su estructura  ontológica y, por tanto, del orden querido por Dios). Incluso desde un punto de  vista histórico, primero es el hombre y, en función de él, la familia y la  sociedad. 
                                  La revelación nos enseña de nuevo que «Dios creó al  hombre a imagen suya, los creó varón y mujer; y los bendijo diciéndoles:  Procread y multiplicaos y llenad la tierra»8 .  Esta misma verdad es la que Cristo recuerda a sus oyentes: «¿No habéis leído  cómo el que creó al hombre en el principio los hizo varón y mujer? Y dijo: por  ello el hombre dejará al padre y a la madre, y se unirá a su mujer; y serán dos  en una sola carne. » 9 el Magisterio de la Iglesia confirma esta verdad perenne: «Quede asentado, ante  todo, como fundamento inconmovible e inviolable que el matrimonio no fue  instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios. » 10 
                                 
                                  Pero el origen divino y la naturaleza de la  institución respetan la libertad del ser humano. El contrato matrimonial surge  en cuanto se da un encuentro de dos libres voluntades la de los cónyuges que  pueden acceder o no al contrato, hasta el punto de que su libre consentimiento  por nada ni nadie cabe suplirlo. Y, a la inversa, la libertad humana debe  respetar la naturaleza propia de la institución, sus normas constitutivas que  provienen de Dios; los elementos esenciales del pacto, aunque asumidos  libremente por el hombre, quedan sustraídos a su arbitrio, como igualmente lo  están cualesquiera normas fundadas en el derecho natural. «Aun cuando el  matrimonio sea por naturaleza de Institución divina, también la voluntad humana  tiene en él su parte y por cierto nobilísima. Porque cada matrimonio particular  no se realiza sin el libre consentimiento de uno y de otro esposo. Esta  libertad sin embargo, sólo tiene por fin que conste si los contrayentes quieran  o no contraer matrimonio y con esta persona precisamente; pero la naturaleza  del matrimonio está totalmente sustraída a la libertad del hombre, de suerte  que, una vez se ha contraído, está el hombre sujeto a sus leyes divinas y a sus  propiedades esenciales.».11  
                                
                                  
                                  
                                      Pío XI, Ene.  Casti Connubi  
                                   
                                  
                                      Cfr.  Inocencio III, Carta Quanto te magis  
                                   
                                  
                                      Alvaro del  Portillo, Morale e Diritto, "Seminarium' n. 3  
                                   
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                                                 
                                Propiedades esenciales de  todo matrimonio 
                                  Se trata de aquellos elementos indispensables que  han de acompañar a todo verdadero matrimonio; su ausencia hace que éste pierda  su íntima razón de ser. Sustancialmente se reducen a dos: 
                                 
                                  a) Unidad: Claramente  expresada en las palabras del Génesis «serán dos en una sola carne»  12 hace referencia a la diversidad de sexos: la sociedad conyugal ha de  constituirse entre un solo hombre y una sola mujer; esto viene exigido por la  misma naturaleza y finalidad de la unión, que se vería destruida si se  extendiera a otras personas, contemporáneamente, o bien de modo sucesivo, pero  permaneciendo aún la primera unión. Toda forma poligámica afecta a la unidad,  aunque de modo diverso. Así, la poliandria (unión de una mujer con varios hombres) torna incierta la paternidad y, con  razón fue considerada, aun en el mundo pagano, como una profunda perversión  moral. La poliginia (varias mujeres  unidas a un solo hombre) impide la plena reciprocidad de la entrega, y resultan  lesionadas la dignidad e igualdad esencial de la mujer respecto al varón. 
                                  b) Indisolubilidad  del vínculo: Atendiendo al consentimiento de los contrayentes se habla de  la indisolubilidad intrínseca, que  comporta la absoluta inmutabilidad del consentimiento y, por tanto, del vínculo  matrimonial: sólo la muerte de uno de los esposos desliga de esa vinculación 13.  La indisolubilidad intrínseca, que tiene sus raíces en el derecho divino‑natural,  se manifestó también por ley divino‑positiva cuando Dios creó a nuestros  primeros padres: «el hombre abandonará al padre y a la madre, se unirá a su  mujer, y serán dos en una sola carne»14 .  Esta ordenación divina se ve confirmada por las palabras de Cristo, cuando  corrige la desviación en que habían incurrido los fariseos: «Lo que Dios unió  no lo separe el hombre» 15  pues «por la dureza de vuestro  corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no  fue así. Y yo os digo que quien repudia a su mujer salvo caso de fornicación y  se casa con otra, adultera»16 .  Los exegetas católicos nunca han visto en las palabras que el Señor intercala  salvo caso de fornicación, una especie de cláusula restrictiva de] principio de  indisolubilidad. La interpretación más corriente es que se refiere a casos de  concubinato y es obvio que, entonces, hombre y mujer deben separarse puesto que  no están unidos en legítimo matrimonio. 
                                  Por lo demás, así lo entendieron también los oyentes  del Señor, pues sus propios discípulos exclaman asombrados: «Si tal es la  condición del hombre con la mujer, no conviene casarse» 17,  porque comprenden que la indisolubilidad es absoluta y no admite libres  acomodaciones. El punto final con que se cierra el diálogo es igualmente  tajante: «el que pueda entender que entienda»18 ; viene a ser una especie de lo tome o lo deja, pero que así es y así debe permanecer por  exigencia Indeclinable del derecho divino‑natural y divino‑positivo. 
                                 
                                  Tal Indisolubilidad afecta a todo matrimonio válidamente contraído, también al de los infieles;  el Magisterio de la Iglesia, intérprete auténtico de la Revelación y de la ley  natural, ha declarado que las palabras de Cristo «todo el que repudia a su  mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada  por su marido, comete adulterio» 19, miran a cualquier matrimonio, aun el sólo natural y legítimo; pues a todo  matrimonio le conviene aquella indisolubilidad por la que queda totalmente  sustraído, en lo que se refiere a la indisolubilidad del vínculo, al capricho  de las partes y a toda potestad secular»20 . 
                                 
                                  Diversas razones en perfecta conformidad con la  doctrina revelada, explican cómo la indisolubilidad es, precisamente, lo más  apropiado a la naturaleza de esta institución. Los fines del matrimonio no  podrían alcanzarse del modo requerido por la misma naturaleza, si la  institución careciese de estabilidad permanente. La justicia quedaría malparada  al impedirse esos fines para los que marido y mujer se dan el mutuo  consentimiento y el mutuo derecho. Baste pensar en la lesión grave que reporta  la disolución del vínculo, no sólo a los propios cónyuges, sino al cuidado y  educación de los hijos. 
                                  Por lo que mira a los cónyuges no cabe, en efecto,  un amor mutuo y pleno, si, de alguna manera, se pone en entredicho su  estabilidad. El verdadero amor excluye todo carácter provisional, cualquier  tipo de reserva, que vendrían a ser ya fermentos de corrupción y de  infidelidad. Se harían igualmente imposibles la ayuda mutua y el remedio de la  concupiscencia, dentro del orden querido por Dios. Observando este orden «será  más fiel el amor de uno hacia el otro, al reconocerse unidos indisolublemente y  también se quitan las ocasiones de adulterio que se darían si el varón pudiese  repudiar a la mujer, o viceversa, pues se abriría el camino fácil de solicitar  otras uniones matrimoniales.21 » 
                                  Por lo que al cuidado y educación de los hijos  respecta, se precisa una acción conjunta de los padres para alcanzar lo que es  un deber de justicia hacia la prole. «Por mandato de la naturaleza y de Dios,  este derecho y deber de educar a la prole pertenece ante todo a quienes por la  generación empezaron la obra de la naturaleza y absolutamente se les prohíbe  que, después de empezada, la expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar. Por eso, en el matrimonio se proyectó  del mejor modo posible a esta tan  necesaria educación de los hijos, pues en él, por estar los padres unidos con  vínculo indisoluble, siempre está a mano la cooperación y mutua ayuda de uno y  otro» 22.  No en balde, las legislaciones civiles donde se admite el divorcio, tropiezan  en este punto con un obstáculo 1insalvable. 
                                 
                                  Finalmente, el mismo bien común no ya de familia  sino de toda la sociedad, viene protegido con la permanencia del vínculo.  Siendo la familia célula viva del cuerpo social, es evidente que si se  introduce un principio de división en la unidad celular más simple, todo el  organismo resultará necesariamente enfermo. Hay, pues, una lógica exigencia de  indisolubilidad por parte del bien común, que las mismas leyes humanas no  deberían olvidar porque, « constituyéndose la ley para el bien común, es  menester que lo referente a la generación, más que otra cosa, sea regulado por  leyes divinas y humanas. Las leyes vigentes, si son humanas, es obligado que  procedan de principios naturales, lo mismo que toda invención humana en las  ciencias demostrativas tiene su origen en los principios naturales conocidos.  Si son divinas, no sólo explican el instinto de la naturaleza, sino que incluso  suplen su falta. Habiendo, pues, natural instinto en la especie para que la  unión del varón con la mujer sea indivisible y de uno con una, fue menester  ordenarlo con ley humana»23 . 
                                  Esos tres aspectos, bien de los hijos, de los  esposos y de la sociedad, en íntima conveniencia con el carácter Indisoluble  del matrimonio se han recordado en el C. Vaticano II: el vínculo firme del  matrimonio en atención al bien de los esposos, de los hijos y de la sociedad,  no depende de la voluntad humana. Su importancia es muy grande para la  continuación del género humano, para el bienestar personal de cada miembro de  la familia y su suerte eterna, para la dignidad, paz y prosperidad de la misma  familia y de toda la sociedad humana, por ser una donación mutua de dos  personas, y por el bien de los hijos, esta íntima unión exige la plena fidelidad  de los esposos e impone su indisoluble unidad» 24 . 
                                 
                                  La indisolubilidad intrínseca, pues, afecta por ley  divino‑natural y divino‑positiva a cualquier matrimonio legítimo; y adquiere  sin embargo un grado de intensidad mayor en el matrimonio cristiano, en razón  del sacramento25 . 
                                El matrimonio como  Sacramento 
                                  ¿Qué es, entonces, lo específico del matrimonio como  sacramento? La institución natural a la que, hasta aquí, nos hemos referido, ha  sido elevada por Cristo a esa dignidad, sin que sus elementos básicos se  modifiquen; en el Antiguo Testamento no existían propiamente sacramentos:  «Cristo Señor levantó el matrimonio a la dignidad de Sacramento, y juntamente  hizo que los cónyuges, protegidos y defendidos por la gracia celestial que los  méritos de El produjeron, alcanzasen la santidad en el mismo matrimonio 26».  Permaneciendo intactos los principios esenciales que convienen al matrimonio  como institución natural, el sacramento eleva, en virtud de la gracia, la misma  institución confiriendo a los esposos esa ayuda sobrenatural ordenada a la  santidad dentro de su nuevo estado. El sacramento del matrimonio «está hecho  para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de  él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el  sacramento instituido por Jesucristo»27 . 
                                  Todo cuanto integra el matrimonio natural, se  encuentra como radicalmente potenciado por la gracia, que perfecciona el amor  natural entre los esposos, confirma su indisoluble unidad y los santifica. Por  voluntad de Cristo, el mismo consentimiento conyugal entre los fieles, ha sido  constituido signo de la gracia, y de ahí que «la razón de sacramento se une tan  íntimamente con el matrimonio cristiano, que no puede darse matrimonio  verdadero alguno entre bautizados, sin que sea, por el mero hecho, sacramento» 28. 
                                  El matrimonio cristiano es «sacramentum magnum»29 ,  por los efectos y exigencias sobrenaturales que entraña, y por significar de  modo particular la perfectísima e indisoluble unión entre Cristo y su Iglesia 30.  Por eso, si un bautizado se casara excluyendo el sacramento, es decir,  contrajese solamente el llamado matrimonio civil, tal unión no sería sino un  concubinato. La Iglesia ha reprobado siempre, entre los bautizados, ese tipo de  unión: «Ningún católico ignora o puede ignorar que el matrimonio es verdadera y  propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica, instituido por  Cristo Señor, y que, por tanto cualquier otra unión de hombre y mujer entre  cristianos, fuera del sacramento, sea cualquiera la ley, aun la civil, en cuya  virtud esté hecha, no es otra cosa que torpe y pernicioso concubinato y, por  tanto, el sacramento no puede separarse nunca del contrato conyugal»31 . 
                                 
                                  Sin embargo, donde está vigente el matrimonio civil  obligatorio, los bautizados pueden celebrarlo, sabiendo que no hacen otra cosa  sino cumplir una ceremonia puramente legal, de orden civil. Deben recibir antes  el sacramento, por el que contraen el matrimonio; si por imposibilidad de  hacerlo de otro modo, celebran antes la ceremonia civil, no pueden cohabitar  hasta que contraigan matrimonio por la Iglesia porque, evidentemente, hasta ese  momento no son verdaderos cónyuges 32. 
                                  Como en todo sacramento, hay un ministro, una  materia y una forma. En el del matrimonio, son ministros los propios contrayentes;  la presencia del párroco, del Ordinario del lugar, u otro sacerdote con la  debida delegación, es requisito para la validez del matrimonio fuera de casos  muy excepcionales: peligro de muerte, etc...33 ,  pero nunca son ministros de este sacramento, sino testigos particularmente  cualificados en orden a impartir la bendición nupcial que es sólo un  sacramental y de ninguna manera confiere el sacramento. La materia afecta al  objeto sobre el que recae el contrato: el derecho mutuo sobre los cuerpos de los  contrayentes ordenado, precisamente, a la procreación. Por último, su forma es  el mismo consentimiento por el que se expresa la aceptación de ese derecho  mutuo; de ordinario el consentimiento debe manifestarse verbalmente y en  presencia física, aunque puede hacerse de otro modo sí existiera alguna  imposibilidad excusante. 
                                 
                                  El matrimonio entre infieles se rige por lo que  establezcan las leyes civiles del Estado, siempre que no se opongan, como es  lógico, a las normas morales de derecho divino‑natural, y divino‑positivo por  las que todo matrimonio, según se vio, ha de regularse. Dejando, pues, a salvo  esas normas divinas, la potestad civil puede disponer para esos casos lo que  juzgue necesario y útil en orden al bien común temporal de sus súbditos. 
                                
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                      S. Tomás, C.  G., L. III, e. 123 
                                   
                                  
                                      Pío XI, Enc.  Casti Connubi, Denz. 2230  
                                   
                                  
                                      S. Tomás,  C.G.,  L. III, c. 123  
                                   
                                  
                                       C. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 48 
                                   
                                  
                                  
                                  
                                      Conversaciones con Mons. Escrívá de Balaguer, n. 91  
                                   
                                  
                                      Pío XI, Ene. Casti Connubi; cfr. C.I.C., c. 1012 
                                   
                                  
                                  
                                      Cfr. C. de  Florencia, Decr. Pro Armenis; Pío XI, Ene. Casti Connubi 
                                   
                                  
                                      Pío IX, Aloe. Acerbissirnuni  
                                   
                                  
                                      Cfr.  Instrucción de la S. Penitenciaría, 15‑1‑1866 
                                   
                                  
                                      Cfr. C.I.C.  cc. 1094 y 1098  
                                   
                                                                 
                                Competencia de la Iglesia en  materia matrimonial 
                                  ¿A qué tipos de matrimonio alcanza esa competencia y  cuál es su objeto concreto? De modo esquemático podrían resumirse así: 
                                  En cuanto que sólo a la autoridad de la Iglesia  compete la interpretación auténtica del derecho divino‑natural y divino‑positivo,  el matrimonio entre infieles queda, en alguna medida, vinculado a ella: es  decir, respecto a aquellos principios morales fundamentales que a todo  matrimonio afectan, y que la Iglesia, siguiendo a Cristo, declara y enseña. De  modo más directo aún, tiene competencia sobre los matrimonios entre bautizado e  infiel. El bautizo de uno de los cónyuges da motivo, más que suficiente, para  que la competencia eclesiástica, sea también jurídica. Finalmente, y por más  motivos, se extiende su jurisdicción a todo matrimonio entre bautizados. 
                                 
  ¿Y cuál es decíamos el objeto de tal competencia?  ¿Se extiende también a la indisolubilidad del vínculo? Por radicar aquí la  manzana de la discordia, conviene precisar bien la doctrina sobre el particular.  A veces, el hombre de la calle se deja llevar por un lenguaje superficial y  habla de que alguien se ha divorciado por  la Iglesia. Esto es erróneo puesto que, en ningún caso, le es dado a la  Iglesia atribuirse otra potestad que la que Dios le ha conferido; no está en  sus manos cambiar nada de la ley divina «que no puede debilitarse por decreto  alguno de los hombres, ni acuerdo de los pueblos, ni por voluntad alguna de los  legisladores.» 34; la  indisolubilidad no es mera ley positiva eclesiástica que la autoridad de la  Iglesia pudiera, en un momento determinado, abolir. 
                                  Un matrimonio válido rato y consumado no es posible  disolverlo por ninguna potestad humana ni por ninguna causa fuera de la muerte 35. Matrimonio  válido es todo verdadero matrimonio entre cristianos (recibe el nombre de  legítimo, si es entre infieles); por rato se entiende el matrimonio válido si  todavía no ha sido consumado, rato y consumado, si entre los esposos ha tenido  lugar el acto conyugal. 
                                 
                                  En virtud del poder conferido a la Iglesia por  Jesucristo, ésta puede, en algunos casos taxativamente determinados36 , disolver el  matrimonio no consumado entre dos bautizados, o entre una persona bautizada y  otra que no ha recibido este sacramento. Estos casos son: a) la profesión  religiosa con votos solemnes de uno de los cónyuges, por la que se disuelve ipso iure el matrimonio. En este supuesto, que  se realizará muy pocas veces, la  disolución del matrimonio tiene lugar en el momento en que se emiten los votos  solemnes; b) también puede disolverse el matrimonio rato y no-consumado  mediante dispensa de la Santa Sede, concedida por una causa justa, a petición  de ambos cónyuges o de uno solo de ellos. Para obtener la dispensa, será  necesario probar que, efectivamente, el matrimonio no ha sido consumado y no ha  de perderse de vista que la consumación se presume si, después de celebrado el  matrimonio, los cónyuges han vivido juntos37 ; en cualquier  caso, la dispensa concedida no tendría ninguna validez si de hecho se hubiera  realizado la unión conyugal. 
                                 
                                  Por el llamado privilegio paulino, promulgado en la  primera Epístola a los Corintios38 , se disuelve  en favor de la fe el matrimonio  válido entre no bautizados aunque esté consumado, si uno de los cónyuges recibe el bautismo, y el otro permaneciendo  en la infidelidad se niega a convivir pacíficamente sin ofensa del Creador39 . Y siempre la  posible disolución del vínculo, para los casos expresos en que puede darse, «no  depende de la voluntad de los hombres ni de potestad cualquiera meramente  humana, sino del derecho divino, del que la Iglesia de Cristo es sola custodia  e intérprete. Nunca, sin embargo, ni por ninguna causa, podría esta excepción  extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado, puesto que en él, así como  llega a su pleno acabamiento el pacto marital, así también, por voluntad de  Dios, brilla la máxima, firmeza e Indisolubilidad, que por ninguna autoridad de  hombres puede ser desatada»40 . 
                                  Dejando a un lado los casos de separación de los  cónyuges por graves razones: adulterio, etc, en los que no hay disolución del  vínculo y, por tanto, no pueden contraer nuevo matrimonio, interesa decir unas  palabras sobre aquellos otros casos en los que se da la llamada declaración de  nulidad. Esta afecta, como es sabido, a un matrimonio que, por impedimento  dirimente o por un defecto sustancial, ha sido inválido desde su mismo comienzo; y, comprobado el hecho por los  jueces eclesiásticos competentes, se declara que del examen de los datos, no  consta que haya habido verdadero matrimonio; no se trata, pues, de una disolución  del vínculo, sino de un matrimonio que realmente no ha existido. Es obvio que  si los cónyuges hubieran falsificado pruebas, datos, etc., la sentencia  eclesiástica no les desligaría, en conciencia, de su vínculo matrimonial y no  quedarían libres para contraer nuevo matrimonio con tercera persona. 
                                 
                                  Nada más ajeno, por tanto, a la verdad, que hablar  de divorcio por la Iglesia; la  autoridad eclesiástica no puede cambiar un ápice de las normas divinas y,  siempre se ha opuesto a todo intento de socavar la firmeza del vínculo  matrimonial. En el derecho de la Iglesia están precisados con claridad los  impedimentos que invalidan un matrimonio en el momento de realizarse, y las  causas que pueden dar lugar a un defecto sustancial; y rechaza cualquier tipo  de razones acomodaticias, que impliquen un subterfugio al que acogerse, para  declarar nulo un matrimonio. 
                                El divorcio
                                Entraña la ruptura del vínculo matrimonial (divorcio  perfecto), con la libertad reconocida a los cónyuges de contraer nuevas nupcias  con tercera persona; se opone, pues, a la indisolubilidad. Aunque escapa al  poder civil decidir sobre la disolución del vínculo sea cual fuere el tipo de  matrimonio, en no pocos países se admite el divorcio. Son diversos los motivos  que han llevado a reconocerlo y numerosos los argumentos de carácter  «teológico», social, psicológico, etc. que tratan de justificarlo; por razones  de espacio, nos limitamos a los más importantes. 
                                 
                                  Un argumento de orden «teológico» es el que se acoge  a la necesidad que todo hombre tiene de obrar en conciencia; en síntesis, el  argumento viene a decir: el hombre goza de esa libertad que nadie ni Iglesia ni  Estado le pueden quitar; la conciencia que está en la base de su obrar, puede  someter a su propio juicio unas leyes que considere inadecuadas; y, en este  supuesto, se le ha de reconocer la posibilidad del divorcio. 
                                  Es cierto, en efecto, que todo hombre está obligado  a obrar en conciencia y las leyes humanas no deben coartar esas decisiones  íntimas de la persona; pero no hay que sacar de ahí conclusiones erróneas. Así,  por ej., aunque las leyes humanas  puedan someterse al juicio personal de la conciencia, existen casos en que esas  leyes recogen directamente normas de ley divino‑natural: baste pensar en el  derecho a la propiedad privada, el respeto a la vida y, como en el tema que nos  ocupa, la indisolubilidad del matrimonio. En estos casos el posible juicio de  conciencia no recaería ya sobre una simple norma jurídico‑positiva sin mayor  relieve, sino sobre una norma de derecho natural, en las que aquella otra se  fundamenta directamente. Aunque no hay que confundir los planos jurídico y  moral, en el caso concreto que ahora se toca, resultaría inadecuado enjuiciar  moralmente el contenido de la norma jurídica indisolubilidad del vínculo,  porque tal contenido no te compete, en su raíz, por disposición del legislador  humano, sino por ordenación divina. Lo cual no significa que alguien no pueda,  de hecho, obrar al margen del orden establecido por Dios: haría entonces un mal  uso de su libertad, cometería un pecado. 
                                 
                                  Pero no está en nuestras manos convertir la  conciencia en la instancia última y absoluta que decida y dictamine por encima  de Dios, fuente primera y radical de la moralidad. Si no está en poder del  hombre hacer que las circunferencias sean cuadradas o que el fuego, por  naturaleza, no dé calor, tampoco lo está el modificar las normas morales  impresas en la naturaleza humana; en función de ellas y no de criterios  personales, debe el hombre acomodar su vida moral. Por eso resulta chocante el  argumento aparecido en una revista gráfica para combatir la unidad y  estabilidad del matrimonio; se planteaba literalmente así: «Afirma Santo Tomás  de Aquino, es decir, el mayor teólogo de la Iglesia, que 'la conciencia obliga  aunque sea errónea'. En pocas palabras: un musulmán que crea firmemente que su  deber es tener tres mujeres, ha de poder comportarse do un modo consecuente con  tal creencia, aunque se equivoque». Y, en el contexto del artículo, el «poder  comportarse de un modo consecuente» a una conciencia errónea, era la base para  concluir después que la autoridad civil debe reconocer tal poder y respaldarlo,  legitimando así el divorcio; y esto, evidentemente, es ya concluir demasiado. 
                                 
                                  En efecto: supondría una ingerencia extraña y  gratuita del poder civil en un campo en el que carece de fuerza moral para  hacerlo. Pero sobre todo, el argumento llega a unas conclusiones falsas  basándose en una instrumentalización de la conciencia errónea que la  convertiría en libertad que todo lo justifica. Porque, ciertamente, la  conciencia errónea «obliga en tanto que alguien, de no seguir su conciencia,  peca; no en el sentido de que alguien, siguiéndola, convierta en bien cuanto  obra»41 . En otras  palabras: la fuerza obligatoria no dimana, sin más, de la conciencia, sino de  ésta en cuanto dicta algo como preceptuado por Dios: «pues si, subsistiendo una  conciencia errónea, alguien obra lo contrario, muestra que, en cuanto está de  su pa 42rte, carece de voluntad de observar lo mandado por Dios». 
                                 
                                  En el caso concreto que aquí se plantea,  difícilmente puede darse una conciencia errónea; pero, aun en tal supuesto, es  claro que los actos que siguen a esa conciencia no se convierten en algo bueno.  Aunque eximan al hombre de pecado si se trata de una conciencia invenciblemente  errónea, sería gratuito deducir de ahí que ese poder obrar erróneamente haya de  ser reconocido y aprobado por unas leyes de divorcio, en este caso, que  carecerían de toda fuerza al establecer unos derechos contrarios al orden moral  querido por Dios. 
                                  Otro argumento muy similar, que da por supuesto el derecho al divorcio,  basándose en la llamada libertad laica que, en la práctica no sería sino  libertad de conciencia, es el que algunos presentan del siguiente modo: «El  divorcio siendo un derecho y no un deber deja plena libertad a los católicos de  comportarse según las normas de la propia conciencia religiosa; mientras que  una legislación civil que sólo reconozca la indisolubilidad proponiendo un  deber y no un derecho no consiente libertad de elección religiosa y laica diversas»;  y se concluye con una tesis sorprendente: «Una legislación divorcista es más  respetuosa de la libertad de todos: católicos o no». 
                                  Las leyes civiles, decíamos, no deben coartar la  libertad de las conciencias: a nadie se le puede obligar a abrazar la fe o a  seguir una determinada creencia religiosa. Pero, por idéntica razón, tampoco  esas leyes deben proteger u otorgar derechos que sean contrarios al orden  natural, ya que las normas morales de derecho divino‑natural afectan a todo  hombre, por el mero hecho de serlo, y  no cabe autoridad que se levante por encima de la autoridad divina «pues no hay  potestad sino bajo Dios y las que hay, por Dios han sido ordenadas» 43. Es difícil  descubrir en virtud de qué autoridad o principio le sería dado al poder civil  erigirse en protector y defensor de una «libertad» que va contra una norma de  derecho divino natural. 
                                 
                                  La libertad humana es radicalmente una como uno es el hombre respecto a los derechos y obligaciones insertos en  su naturaleza. «En la medida en que la estructura ontológica de la persona  humana es idéntica en todos los hombres por lo que a su núcleo esencial se  refiere, es posible deducir abstracción y formular unas constantes universales, es decir, aquellas  constantes que llamamos normas de moral»44 . Aquí no caben  distinciones entre la libertad de creyentes y no creyentes, entre normas  morales válidas para aquellos y para éstos no se sabría por qué inexistentes,  entre leyes distintas para unos y otros, ya que cualquier persona está obligada  «a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia y,  una vez conocida, a abrazarla y practicarla»45 . 
                                  En el plano de la actividad moral, por tanto, no  cabe otorgar al hombre una libertad mayor sin etiquetas de ninguna especie, que  la conferida por Dios mismo, que no lo coacciona, porque lo creó «dejándolo en  manos de su libre albedrío»46 , pero que, al  mismo tiempo, tampoco le da el poder de legalizar algo que sea contrario a su  misma naturaleza. Los apellidos que se pongan después a la libertad religiosa,  política, etc., especificarán a ésta en los diversos campos en que haya de  ejercitarse, pero han de respetar siempre su fuente originaria: nada ni nadie  puede fundar una libertad anterior y por encima de la que Dios nos otorga, sean  cuales fueren las etiquetas que se le cuelguen. El hombre podrá pecar, podrá  equivocarse en el juicio de su conciencia, unirse a una mujer distinta de su  legítima esposa, etc., pero no acogerse a una libertad que le desligue de su  error o de su pecado: «como libres, mas no cubriendo la malicia con capa de  libertad»  47. 
                                 
                                  El argumento erróneo que se  plantea, basándose en la libertad laica, da por supuesto en el fondo, que  existen como natural dos pesos o  medidas distintas para el hombre según que éste sea o no cristiano. En otras palabras:  se hace una gratuita separación por lo que a la indisolubilidad se refiere,  entre el matrimonio sacramento y el matrimonio civil; la permanencia del  vínculo dicen algunos afectaría sólo al matrimonio cristiano en virtud del  sacramento, pero no al matrimonio como simple institución natural. Tal  hipótesis desconoce que la fe y la gracia no destruyen la naturaleza y no  cambian sus íntimas normas morales que continúan permaneciendo en todo hombre,  esté o no regenerado por la gracia. Es cierto que la vocación cristiana implica  nuevas exigencias; pero no tendría sentido afirmar que destruye las  obligaciones morales que, por naturaleza, afectan a todo hombre; si así fuera,  el cristiano dejase de ser hombre. La gracia regenera la naturaleza y construye  sobre ella, pero no la suplanta; las exigencias de la fe y de la gracia se  mueven en un plano sobrenatural, pero no llega al absurdo de cambiar la  conciencia, en el sentido de que lo que antes era blanco después empiece a ser  negro. Lo que sí permite la gracia es ver con mayor claridad lo blanco como  blanco, porque no hay dos pesas o medidas para calibrar las obligaciones que,  de modo inmediato, dimanan de la ley natural y que afectan a todo hombre, sea  cual fuere su creencia religiosa, sus dotes de inteligencia o el color de su  piel. 
                                  En resumen: no hay arbitrariedad en las normas  morales de derecho divino‑natural de tal modo que obliguen a unos y a otros no.  Y de ahí que «si la razón de sacramento puede separarse del matrimonio, como  acontece entre infieles, sin embargo, aun en ese matrimonio, debe persistir y  absolutamente persiste aquel perpetuo lazo que por derecho divino se une al  matrimonio, que no está sujeto a ninguna potestad civil; y así, todo  matrimonio, o se contrae de modo que sea verdadero  matrimonio, y en este caso llevará consigo aquel perpetuo nexo que por  derecho divino va anejo a todo matrimonio, o se presume contraído sin aquel  perpetuo nexo, y entonces no es matrimonio, sino una unión ilegítima, que por  su objeto repugna a la ley divina; unión por tanto, que ni puede contraerse ni  mantenerse. »48   
                                ¿Optar por una fórmula de equilibrio? 
                                  ¿Cabría la Posición «conciliadora» siguiente:  reconocer la indisolubilidad del vínculo negando al poder civil toda fuerza  para abolirlo, pero, a la vez, estimar aconsejable a título de mal menor, la  aceptación de leyes divorcistas? Es decir: dado que existen situaciones  matrimoniales irregulares ¿no sería conveniente sancionarlas civilmente  confiriendo a la persona una especie de status «en regla», meramente externo, ante la convivencia social? 
                                  Los que optan por esa posición añaden que, siendo  incuestionable el principio de indisolubilidad, todo el mundo daría por  supuesto que la unión nacida después del divorcio no es un verdadero  matrimonio, pero tendría la ventaja de poner cierto orden en un estado  irregular de cosas. 
                                  Estimo que la fórmula de equilibrio no es aceptable,  porque llevaría a inconvenientes más graves de los que trata de solucionar y,  sobre todo, porque supondría una negación, al menos implícita, de la indisolubilidad.  Esa difícil alternativa haría que, en la práctica, innumerables personas  confundiesen la posibilidad legal del divorcio con su licitud moral; tanto más,  sí el país donde se admitiera el divorcio, contase con una mayoría de  ciudadanos católicos. Al margen de los motivos religiosos, cualquier católico  como miembro de la sociedad civil tiene el derecho y el deber de intervenir  defendiendo, en la práctica, la indisolubilidad de una institución cuyas  exigencias naturales son de importancia decisiva para el bien de la sociedad.  «Es pueril afirmar se decía a propósito del divorcio, reconocido ya en un país  de mayoría católica que las únicas batallas dignas y civiles son aquellas que  tienen como único fin defender el frigorífico o el precio de la gasolina.  Cuanto más altos son los bienes religiosos, morales o cívicos puestos en juego,  tanto más digno y necesario sería combatir por ellos». 
                                  La fórmula de equilibrio presenta cierto paralelismo con un problema  planteado hoy en algunos países: la conveniencia de abolir la prohibición del  aborto. Las razones son análogas: dado que existen muchos casos de aborto, lo  mejor sería abrogar las leyes que lo prohíben con la ventaja de regular  «legalmente» un estado de desorden, evitando prácticas clandestinas, peligros  para la madre, etc. La comparación resulta fuerte pero el paralelismo es  evidente: tanto en un caso como en otro, se trataría de que el derecho humano  regulara situaciones difíciles. saltando por encima de unas normas de derecho  divino‑natural y divino‑positivo: indisolubilidad del matrimonio por un lado y  respeto a la vida por otro. Pedir la aprobación legal del aborto supone, en la  opinión del profesor Cotta, de la Universidad de Roma, «un escaso conocimiento  de la naturaleza del derecho, en el que no hay solamente una pena, sino por  encima de todo una directiva y, por eso mismo, se hace lícito cualquier  comportamiento, incluso el más arbitrario. Por tanto, abolir la prohibición del  aborto significa reconocer al individuo la titularidad del poder de asesinar». 
                                 
                                  Análogamente, admitir unas leyes de divorcio con  todos los condicionamientos que se quieran, supone de facto, reconocer a la persona la potestad de deshacer una unión  que por derecho divino no le compete: «lo que Dios unió, no lo separe el hombre»49 . El  ordenamiento jurídico civil mal podría mantenerse como directivo del  comportamiento social dando entrada a unas leyes contrarias al orden  divino-natural y divino‑positivo; en rigor, no tendrían carácter alguno de ley  puesto que «toda ley humana tiene ese carácter en la medida en que se derive de  la ley natural; y si se aparta en algún punto de ella, ya no será ley, sino  corrupción de la ley».50  Las  dificultades que surjan como consecuencia de un estado irregular de cosas hijos  ilegítimos, cuestiones patrimoniales, etc., habría que regularlas conforme al  derecho, pero, por un cauce que no lesione lo que está claro en el mismo  derecho natural querido por Dios: respetando siempre, en la teoría y en la  práctica, la Indisolubilidad matrimonial. 
                                  Respecto a las consecuencias negativas que el  divorcio lleva consigo, basten algunas conclusiones recogidas por un grupo de  juristas, en un Congreso celebrado en Roma, en 1972, sobre experiencias de  legislaciones divorcistas de algunos países europeos. «Es lógico preguntarse  decía J. Rutsaert, presidente de la Corte de Casación belga si el divorcio no  será, en definitiva, un remedio peor que el mal que se trata de corregir. Y de  pensar con el profesor Savatier, en la oportunidad de abolir por completo una  institución cuyo dinamismo te lleva mientras se siga admitiendo a reforzarse  siempre más y más y a derribar toda barrera legal». Otras voces se alzaron  también en son de queja, así Frangois Chabas, profesor de Derecho Civil en la  Universidad de París, que disertó sobre el divorcio en el derecho francés,  añadía: «Todos reconocen ya esta verdad lo negativo del divorcio, pero son  pocos los que tienen la valentía de decirlo, porque, para muchos, estar a favor  del divorcio significa ser modernos, avanzados». 
                                Verdad y caridad 
                                  La firme defensa de los principios esenciales del  matrimonio, sí que ha de conjugarse, en cambio, con una comprensión hacia las  personas que se encuentran en ese tipo de situaciones difíciles. Es una actitud  que siempre ha de vivir todo cristiano y, de modo particular, quienes por su  oficio pastoral tienen la misión de guiar a otros en la verdadera doctrina. Pero, dentro ya del campo  católico, serían falsas las actitudes comprensivas si rebajaran las exigencias  de la indisolubilidad del matrimonio, porque irían en menoscabo de la verdad y  de la unidad de la fe. Los criterios pastorales nunca pueden lesionar las  verdades contenidas en la doctrina revelada, cuando tratan de salvar una  situación difícil. ¿Quién juzgaría como buen criterio pastoral, por ejemplo,  que el Señor después del discurso eucarístico en Cafarnaúm, aminorase la verdad  del misterio para retener a su lado a los que, escandalizados, le daban la  espalda, incapaces de aceptar la verdad de fe? Una actitud pastoral comprensiva  hacia ellos, a expensas de la verdad, sólo hubiera servido para sumir a unos y  otros a todos en la común desunión puesto que habría desaparecido el vínculo de  la fe, al volatilizarse por completo su mismo objeto. 
                                  La actitud pastoral del Señor es siempre de inmensa  comprensión con Zaqueo, con la Magdalena, con la mujer adúltera, a los que  busca como a la oveja perdida para llevarles a la verdad, pero no para acomodar  ésta a una conducta desviada. La misma solicitud se da en la Iglesia para  salvar la situación difícil, para mirar el caso concreto de la persona; pero a  veces contempla con dolor como Cristo en Cafarnaúm que sus esfuerzos son vanos  y, antes de plegarse sin condiciones a la situación humana, ha de mantener  intacta la verdad divina pues «es necesario obedecer a Dios, antes que a los  hombres» 51.  
                                La historia  es testigo de hechos dolorosos suscitados por esta razón; el más conocido quizás, el de Enrique VIII  por su divorcio de Catalina de Aragón; la fidelidad al mandato de «lo que Dios  unió, no lo separe el hombre»52 , costó a la  Iglesia el desgajamiento de todo un reino, hasta entonces católico. 
                                  Por eso, aquellos católicos que, permaneciendo firme  el vínculo de su primer matrimonio, han contraído una nueva unión, se les  considera ante la Iglesia como pecadores públicos y se les prohíbe recibir la  Eucaristía están en situación de excomulgados, mientras no conste su penitencia  y enmienda, y no reparen el escándalo público de su concubinato53 . 
                                  La exigencia de indisolubilidad que comporta el  matrimonio, debe hacer que los futuros esposos consideren atentamente que no es  camino fácil: requiere una preparación adecuada, sin dejarse llevar de  entusiasmos pasajeros, porque el verdadero amor se prueba a lo largo de toda  una vida. «Pobre concepto tiene del matrimonio que es un sacramento, un ideal y  una vocación, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y  los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el  cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son  capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente  compartido» 54. 
                                 Con un  lenguaje gráfico escribía Cervantes aquella advertencia para quienes se  disponen a emprender el camino del matrimonio: «Quiere hacer uno un viaje  largo, y si es prudente, antes de ponerse en camino, busca alguna compañía  segura y apacible con quien acompañarse: pues por qué no hará lo mismo el que  ha de caminar toda la vida hasta el paradero de la muerte, y más sí la compañía  le ha de acompañar en todas partes, como es la de la mujer con su marido? La de  la propia mujer no es mercaduría que una vez comprada se vuelve, o se trueca o  cambia; porque es accidente inseparable, que dura lo que dura la vida; es un  lazo que, si una vez le echáis al cuello, se vuelve en el nudo gordiano, que si  no le corta la guadaña de la muerte, no, hay desatarle» 55. 
                                 
                                  Y, sobre todo, no hay que olvidar que la vocación  matrimonial abre al cristiano un horizonte ilimitado porque, de la misma manera  que «Cristo amó a su Iglesia y se entregó por Ella para santificarla»56 , así también  el sacramento del matrimonio como signo de esa unión, ha de llevar a los esposos a la entrega mutua e Indisoluble, total, para buscar a través de  ella, su propia santidad. 
                                Fines  del matrimonio
                                Procreación y educación de  los hijos 
                                  La prole es fin natural de la unión entre los esposos cuando estos son  aptos para la generación y no se impide el recto orden de la naturaleza. Cuando  de una institución se sigue un fin como término propio y natural de ella misma,  por fuerza debe estar en la intención primera y principal del autor de esa  institución, pues «el fin de cada uno de los seres es el intentado por su  primer autor»57 .  
                                Es esto lo  que manifiesta la Escritura: el «creced y multiplicaos expresa el fin Inmediato  y principal querido por Dios al  Instituir el matrimonio. Pensar en un fin primario diverso de ése, equivaldría  a contradecir no sólo el dato revelado, sino lo que la misma lógica humana  comprueba que es el término natural procreación, al que mira de modo directo el  matrimonio. 
                                  La educación de la prole está en el mismo rango,  formando una unidad con el fin generativo porque «insuficientemente, en verdad,  hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y, consiguientemente, a todo el  género humano, sí a quienes dio potestad y derecho de engendrar, no los hubiera también atribuido el derecho  y deber de educar»58 . 
                                 
                                  Y donde existe un fin principal, es necesario que  todas aquellas cosas que miran a ese fin, vengan medidas y determinadas por él.  Por eso, siendo la procreación y educación de los hijos fin primario, es lógico  que sea éste el que dé coherencia y unidad a la sociedad conyugal; su  consecuencia inmediata es que toda la vida conyugal debe estar íntegramente  ordenada al fin primario. No sólo el ius in corpus, es decir, el derecho a  verificar los actos necesarios para la generación, sino también la misma  comunidad de vida entre los esposos, la ayuda mutua que en ella encuentran, y  el remedio de la concupiscencia. 
                                 
                                  Esa clara primacía de la procreación y educación de  los hijos sobre los fines secundarios, ha sido recordada diversas veces por el  Magisterio. Así, por ejemplo, en el Motu proprio Qua cura se dice que: «el  matrimonio cristiano tiende no sólo a la unidad espiritual y al bien material,  sino sobre todo está por Dios ordenado a la  procreación, para que el género humano crezca y llene la tierra según el  mandato divino» (Pío XI). Con ello, los fines secundarios no quedan rebajados,  porque subordinar algo a lo que es su fin principal, no sólo no supone  rebajarlo sino todo lo contrario, pues la bondad y perfección de un fin que no  se agota, por naturaleza en sí  mismo, sólo puede darse cuando se tiende a él no como término, sino como medio  respecto al fin principal; lo contrario sería un desorden. 
                                  Por lo demás, la doctrina de la Iglesia siempre ha  dado una gran relevancia a los fines secundarios. Pío XIl, insistía en la  necesidad de no actuar «como si el fin secundario no existiera, o por lo menos  como si no fuera un finis operis establecido por el mismo Ordenador de la  naturaleza»; pero no se puede considerar el «fin secundario como igualmente  principal, desvinculándolo, de su esencial subordinación al fin primario, lo  que por necesidad lógica llevaría a funestas consecuencias » 59.  
                                Por eso, un  Decreto del Santo Oficio, en abril de 1944, rechazaba la tesis de algunos  autores que «niegan que el fin primario del matrimonio sea la generación y  educación de la prole, o enseñan que los fines secundarios no están  esencialmente subordinados al primario, sino que son igualmente principales e  independientes». 
                                  Años más tarde, se declaraba que el  perfeccionamiento de los cónyuges no es el fin primero y principal: «El  matrimonio como institución natural, en  virtud de la voluntad del Creador, no tiene como fin primario e íntimo el  perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y la educación  de la nueva vida. Los demás fines, aun cuando estén comprendidos en la  naturaleza, no se encuentran en el mismo grado que el primero, ni mucho menos  le son superiores, sino que le quedan esencialmente subordinados. Esto es  válido para todo matrimonio, aunque sea estéril; como en la vista, todo ojo  está destinado a ver y formado para lo mismo, aunque en casos anormales, por  especiales condiciones internas y  externas, no sea capaz de llegar a la perfección visual». 60  
                                La ayuda mutua 
                                  Fundamentalmente se refiere a compartir los  cuidados, afanes y trabajos de sacar adelante una familia y un hogar, según lo  específico de cada uno de los esposos. En la vida real el contenido de esa  ayuda, aparte de las obligaciones precisadas en el derecho de la Iglesia  (comunidad de lecho, mesa y habitación)61 ; comprende  también innumerables aspectos que no pueden encasillarse en una estricta  enumeración de derechos y obligaciones subjetivos y que han de ser, más bien,  fruto del verdadero amor entre marido y mujer. 
                                  Por eso conviene tener un concepto claro de lo que  es y supone el verdadero amor conyugal, que no se reduce a «instinto o  sentimiento, sino que es principalmente un acto de la voluntad libre, destinado  a mantenerse y acrecentarse a través de las alegrías y sufrimientos de la vida  cotidiana, de modo que los esposos se hagan un solo corazón y una sola alma» 62. El amor  humano en el matrimonio exige como vimos entrega y sacrificio para imitar así  el ejemplo de Cristo que «amó a su Iglesia y se entregó por ella para  santificarla» 63 . El amor de  los esposos no puede entenderse ni ejercitarse en toda su profundidad y  plenitud, si falta la dimensión sobrenatural porque «no es el amor pasional y  sensible, sino la caridad que viene de Dios, lo que hace firmes las buenas  relaciones entre los esposos.» 64  
                                 
                                  La ayuda mutua presenta un campo inmenso donde se pone a prueba el amor  verdadero que, por ser tal, contribuye eficazmente a la felicidad y perfección  de los cónyuges. Se hace imposible, por falta de espacio, descender a infinitud  de detalles prácticos que revelan la verdadera ayuda y amor recíprocos; basten,  al menos, estas palabras dirigidas a los esposos: «No olviden que el secreto de  la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar  la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los  hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera;  en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad»65 . 
                                  Hoy día existe una tendencia desviada que lleva a  restringir la ayuda mutua a la exclusiva perfección de los esposos y así, en  lugar de ayuda recíproca, se habla de mutuo complemento y se pone como fin  principal, pretendiendo erróneamente que la sexualidad sea una Inclinación  entre personas de distinto sexo, para completarse recíprocamente en el acto  generativo. Con ello se olvida la ordenación objetiva entre el fin principal  del matrimonio y los otros fines; además es manifiesto que, por naturaleza, el  acto conyugal tiende como fin primero a la procreación, no a lo que se ha  llamado mutuo complemento, pues el efecto directo de la unión conyugal mira a  poner los requisitos necesarios para que pueda tener lugar la generación: y por  tanto, la sexualidad en el orden establecido por Dios tiende de modo inmediato  y principal a la unión de los esposos como principio de la prole, y no como  mutuo complemento. Desplazar el campo de la ayuda mutua al de las relaciones  sexuales, atribuyéndoles en la vida matrimonial un papel de perfección poco  menos que absoluto, es no haber entendido ni lo que supone la verdadera ayuda  ni lo que lleva consigo la auténtica perfección. 
                                 
                                  Si el acto matrimonial se realiza según el orden  querido por Dios, contribuirá a la perfección de los esposos, pero interesa  también recordar que la verdadera perfección personal no está vinculada a la  unión sexual; de lo contrario, sólo en el matrimonio sería posible alcanzar  aquella plenitud, lo que está en radical desacuerdo con las palabras del Señor  cuando afirma la superioridad, sobre el matrimonio, de la virginidad propter regnum caelorum»  66  
                                Remedio de la  concupiscencia
                                Toda persona experimenta el principio  de desorden en ella latente el fomes  peccati, consecuencia del pecado original. Ese principio se manifiesta en  la dificultad que el hombre tiene para conducirse en sus actos de acuerdo con  el dictado de la recta razón, es decir, de dirigirse al bien verdadero no al  que sólo lo es bajo un determinado aspecto, y que está ordenado, por tanto, a  Dios como fin último. 
                                 
                                  La tendencia sexual, después del pecado original  puede desviarse del recto fin que la razón señala y dirigirse a un bien que, en  rigor, no cabe calificar como tal, en cuanto aparta al hombre de su ordenación  a Dios. De ahí que el recto uso de la tendencia sexual deba encauzarse en  función del fin que le es propio y en razón del cual Dios la ha puesto en la  naturaleza humana. Antes del pecado original nuestros primeros padres hubiesen  buscado la unión conyugal al margen del remedio de la concupiscencia, sólo en  función del bien de la prole. Después de aquel pecado de origen, sin embargo,  esa tendencia ordenada naturalmente a la procreación, puede desviarse de su  verdadero fin y dirigirse exclusivamente a la consecución del placer sensible,  por eso, Dios dispuso un cauce dentro del matrimonio para que la unión sexual  pudiera ordenarse con rectitud y el acto conyugal se realizara honestamente en  función de un bien superior: los hijos. 
                                 
                                  Para que el apetito sexual, pues, esté rectamente  ordenado es preciso que «el acto al que exteriormente inclina, carezca de  torpeza. Y esto se alcanza por los bienes del matrimonio que hacen honesta la  concupiscencia de la carne» 67 . El acto que,  por naturaleza, es principio de la generación, sólo será también verdadero  remedio de la concupiscencia, y no excitante de ella, si se efectúa según el  orden divino: es decir, dentro del matrimonio y sin impedir el fin último al  que debe subordinarse. 
                                 
                                  Los principios doctrinales sobre la naturaleza y  fines del matrimonio pueden parecer exigentes, pero pecaría de falta de  objetividad quien olvidara que Dios, autor de la naturaleza, no la somete a  leyes imposibles de cumplir y sobre todo, que el matrimonio no es un camino de  segundo orden que dé mayores facilidades para la vida cristiana: «Es importante  que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que  sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través  del amor humano que han sido elegidos desde la eternidad, para cooperar con el  poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos;  que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su familia entera, un  testimonio de todas las virtudes cristianas» 68 . 
                                  
                                Fuente: Folleto Mundo Cristiano N° 172 
                                
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                      Cfr. C.I.C., ce. 1120 y 1121 
                                   
                                  
                                  
                                      S. Tomás, De Veritate, q. 17, a. 4 
                                   
                                  
                                  
                                  
                                  
                                      C. Vaticano II, DecI. Dignitatis  humanae, n. 11 
                                   
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                  
                                      Cfr. C.I.C.  cc. 855 y 2260 
                                   
                                  
                                      J. Escrivá de  Balaguer, o.c. n. 91 
                                   
                                  
                                      El Ingenioso  Hidalgo D. Quijote de la Mancha, parte II, c. XIX  
                                   
                                  
                                  
                                      S. Tomás,  C.G. 1. 1, c. 1  
                                   
                                  
                                  
                                      Pío XII, Alocución a los prelados Auditores  
                                   
                                  
                                      Idem, Discurso a las comadronas, 29‑X‑51  
                                   
                                  
                                  
                                      Pablo VI,  Enc. Humanúe  vitae, n. 9  
                                   
                                  
                                  
                                  
                                      J. Escrivá de Balaguer, ibídem  
                                   
                                  
                                      Cfr. Mt 19,  12; Pío XII, Enc. Sacra virginitas  
                                   
                                  
                                      S. Tomás, S.  Th. Supl. q. 42 
                                   
                                  
                                      J. Escrivá.  de Balaguer, o.c. n. 93 
                                      
                                   
                                                                                                  |