  
                                    En la Odisea se nos narra el relato del  retorno de los héroes de Troya, no menos peligroso que la guerra. Ahora la casa  cobra un papel especial, pues aparece como meta de mil peregrinaciones y  peligros. Como si el hogar, además de ser algo donde empieza el camino de la  vida, fuera también horizonte, tarea, lucha conquistadora. Pues bien, las  amenazas del camino no son nada comparadas con las que esperan a Ulises al  final de la ruta, en su misma casa. Penélope ha engañado a sus pretendientes  pidiéndoles que esperen a que termine su famoso vestido: lo que tejía de día lo  destejía de noche, prolongando así los años. Por eso Ulises puede llegar a  tiempo, antes de que nadie haya desposado a su mujer. Como sospecha peligros  ocultos, el astuto héroe arriba sin ser reconocido. Sus enemigos le toman por  un extranjero mendigo y luego, cuando lo reconocen, ya no tienen tiempo de  reaccionar. Queda solo que le acepte Penélope. Y la mujer, al principio, no se  fía. ¿Será este otro engaño de sus pretendientes malvados? Decide, para  despejar toda duda, ponerle a prueba. Y le anuncia que, esa noche, no dormirá  con él, pues no está segura de que sea su marido: le ha puesto su lecho nupcial  en otra cámara para que esté cómodo. 
                                     
                                      Se desata entonces la ira de Ulises. Y  no tanto porque le moleste la desconfianza de su mujer, comprensible al fin y  al cabo, y reveladora de una singular virtud, sino porque sabe que este lecho  es singular. Moverlo equivale a destruirlo, pues lo labró el mismo Ulises  excavando el tronco de una gran encina, cuyas raíces siguieron hundidas en el  suelo; y en torno suyo edificó la habitación. El enfado de Ulises es la prueba  que Penélope buscaba: es su marido, pues sabe del origen de su tálamo. La  imagen tiene un sentido profundo: la unión de hombre y mujer, unión en una  carne para toda la vida, hasta hacerse un solo espíritu, hunde sus raíces en el  suelo: al unirse se unen al mundo, se unen a la ciudad que les acoge1. 
                                    La encina de Ulises nos invita a  preguntarnos por la fortaleza de la familia, en el contexto de la solidez de  toda la sociedad. Pues, por un lado, el árbol necesita buena tierra para  arraigarse; y, por otro, plantar árboles es un modo de sostener el terreno, de  que no se vaya con las aguas ni se deslice por la erosión. Esto es, la familia,  sostenida por el tejido social, también lo sostiene. No hay familia si no hay  una sociedad en que se arraigue, unas tradiciones que acompañen su curso en el  tiempo; a su vez, la familia da a la sociedad el código genético de la persona,  necesario para que esta se constituya como tal, se desarrolle y crezca. 
                                      Esta imagen nos servirá de inspiración  para lo que sigue. Tras describir la crisis que ha llevado a la separación  actual entre familia y sociedad (1), exploraremos si hay otra síntesis posible  (2) y la presentaremos en dos pasos: como propuesta nueva acerca del bien común  (3) y según la capacidad de la familia para construir sociedad (4). 
                                    Restos  de un naufragio 
                                      Se ha usado la imagen del naufragio para  describir los tiempos modernos. Tenemos en nuestro poder innumerables  fragmentos de la nave, pero somos incapaces de reconstruir el todo. Y en  realidad los problemas con que brega el hombre en la Modernidad pueden resumirse  en esta frase: se ha separado lo que estaba unido. Es decir, se ha olvidado la  cohesión originaria que vinculaba a los seres en armonía, permitiéndoles construir,  a partir de ese cimiento inicial, relaciones sólidas. Y dado que el hombre no  había creado esa armonía, le es imposible reproducirla por sí mismo. 
                                      Entre esas separaciones destaca una, la  que rompe la unidad de lo privado y lo público. Se deslinda con nitidez el  mundo de la casa, que es la esfera subjetiva de los afectos; y la plaza pública,  en que impera una razón que huye de lo afectivo y tiene un ideal minimalista de  la vida común: evitar los choques entre individuos. Esta ruptura influye de  modo singular en la familia, pues en ella precisamente la persona se abre a la  comunidad; la tensión entre lo privado y lo público acaba por desmembrar la  unidad familiar, como si dos fuerzas la extendiesen en direcciones opuestas. Y  a la vez, la familia, lugar de unidad de lo personal y lo social, puede aportar  el antídoto exacto contra este mal que aqueja a nuestra sociedad moderna. 
                                     
  ¿Qué ha llevado a separar estos dos  ámbitos, el de la intimidad y el de la vida común? El origen hay que buscarlo  en la visión autónoma del iluminismo, que veía al sujeto abstraído de sus  relaciones. Se privilegiaba lo intelectual, olvidando la esfera afectiva, que  no ofrecía ninguna luz ni ninguna verdad: bastaba someterla a la razón y que  pudiera así ser controlada. 
                                      Por su parte la reacción romántica, que  se rebelaba ante el olvido de los afectos, dio a luz al sujeto emotivista, que  busca su verdad en los sentimientos, pero los priva de una racionalidad más  alta. 
                                    Esta separación de lo racional y lo  afectivo engendra la sima entre lo privado y lo público de que hemos hablado.  En efecto, nos hemos acostumbrado a pensar en el afecto como extraño al  vínculo, pues decimos que no se puede encorsetar el sentimiento; y hemos  descrito el vínculo como ajeno al afecto, pues pensamos que el mundo del  sentimiento lo haría débil e inestable, improponible en sociedad. Lo afectivo,  “privado” de verdad, queda limitado a la esfera individual; el vínculo estable,  eliminada toda relación con lo personal, reina en la esfera pública. Tal neta  división suprime un contraste fructuoso, y de este modo torna la vida estática,  sin abrirla a un camino con horizonte. 
                                    Señalemos otro efecto de esta  separación: la división moderna entre amor y trabajo. Hoy se piensa en un  trabajo ajeno al amor; y en un amor que no requiere trabajo, porque se lo  supone dado, espontáneo, puro estado sentimental. Es necesario más que nunca  recordar lo que dice Erich Fromm: “la esencia del amor es ‘trabajar’ por algo y  ‘hacer crecer’ […] el amor y el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo  que se trabaja y se trabaja por lo que se ama”2. Si nos comparamos  con el mundo antiguo, ya sea griego, romano, medieval, nos damos cuenta de una  paradoja. Y es que hoy, aquello que debía pertenecer al ámbito del hogar, es  decir, la economía como ley (nomos) de la casa (oikos), la preocupación por el  sustento cotidiano, se ha hecho el único verdadero tema de interés público;  mientras que, por el contrario, los temas que antes eran públicos, como la  discusión sobre la verdad y la justicia, quedan relegados a lo privado y  subjetivo3. 
                                     
                                      Notemos una consecuencia para la misión  de la Iglesia en el mundo. Cuando lo privado se separa de lo público, entonces  la fe también se separa de la vida. Pues entonces se relega la fe al ámbito  privado, considerándola mero sentimiento subjetivo. Y, puesto que la vida verdadera  ocurre en la relación, privatizar la fe es separarla de la experiencia  concreta, que es siempre comunitaria, abierta, vinculada a otros. 
                                    Como hemos mostrado, la familia sufrió  singularmente de esta división entre afecto y vínculo, pues es en ella donde  los dos se unen, donde el afecto no puede ser separado del vínculo estable, que  no depende solo del querer autónomo del sujeto: no se puede dejar de ser hijo,  ni esposo, ni padre. De ahí que sea necesario recuperar hoy el valor social de  la familia, como antídoto contra esta división que lacera la existencia humana. 
                                      No podemos ya pensar, por ejemplo, que  separar la familia de la sociedad ayudaría a estimarla más, a reforzar su ser  más propio, apartadas otras realidades distractivas. He aquí lo que escribía  hace años el teólogo E. Schillebeeckx, y que hoy no nos es posible suscribir:  La crisis de la situación objetiva que hemos descrito ofrece mayor libertad de  acción respecto al aspecto personal subjetivo de la vida conyugal. 
                                     
                                      Teniendo que contar, no solo con los  propios recursos, el matrimonio y la familia han sido obligados a reflexionar  sobre su naturaleza esencial. Se podría casi decir que al matrimonio y a la  familia se les ha dejado casi solo una función… la de ser familia y matrimonio,  la de cultivar el lado personal y subjetivo, la vida íntima, secreta, porque  todos los demás aspectos funcionales de la vida conyugal y familiar han quedado  absorbidos por los diferentes sectores especializados de la sociedad moderna.  En un contexto social cada vez más funcional y técnico, que hace sin duda  difícil la vida familiar, el matrimonio y la vida conyugal se han convertido en  un oasis, un refugio, una zona de seguridad. La sociedad moderna ha situado al  matrimonio en esta situación. Hoy las parejas jóvenes entienden que deben  edificar su matrimonio como una fortaleza. Dado que con la boda no se da a los  esposos ninguna seguridad, deben crearlas por sí mismos, con tanta mayor  urgencia en cuanto ya la casa no es lugar de trabajo4 que ya no sirve  para expresar la verdad. Babel demuestra que una mera unidad en la habilidad  técnica no puede edificar la ciudad; que sin unión profunda de los ánimos la  estabilidad es imposible. La fe cristiana, sin embargo, consiste en la  esperanza de que la Babel bíblica de las lenguas confusas se convierta en la  Pentecostés de las lenguas de fuego en que cada uno oía hablar a los otros en  su propio idioma. Las lenguas, sin confundirse en uno (seguían siendo  distintas) se entendían por todos. ¿Es posible este cambio? ¿Puede ocurrir que  la plaza pública sea inspirada con aquello que parece, entre todas las cosas,  la más privada, el amor? La tarea consiste en desprivatizar el amor, mostrar su  fuerza centrífuga, que lo mueve a salir de sí. 
                                     
                                      Pues bien, esta relación entre la  caridad que gobierna las microrrelaciones y la sociedad de las macrorrelaciones  muestra que no son realidades ajenas entre sí. Es lo que afirma precisamente la  encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate, en donde el amor aparece como principio  de vida social: La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la  Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina  provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de  toda la Ley (cf. Mt 22, 36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación  personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones,  como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones,  como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia –aleccionada  por el Evangelio–, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16)  y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad»: todo  proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende  todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su  promesa y nuestra esperanza (CIV 2)8. 
                                     
                                      La caridad puede explicar, entonces,  también las grandes relaciones sociales, desde la economía a la justicia.  Esencial para mostrar esto es hacer ver que el amor tiene una verdad  que lo abre a la comunicación y, por tanto, a  la vida en sociedad. Y que tal verdad del amor, su orden y su estructura,  acontece precisamente en la familia. 
                                      Para ilustrar este hecho nos sirve el  ejemplo bíblico de Tobías y Sara. Juan Pablo II comparaba su historia con el  Cantar de los Cantares. Mientras el Cantar revela el sentido personal del amor,  la unión de los esposos, la expresión de su afectividad íntima, la historia de Tobías  nos habla del lado objetivo del amor: continuación de la propia familia,  entrada en una tradición, referencia al Dios trascendente que bendice; es el  amor como liturgia de la vida cotidiana de que hablaba Juan Pablo II. 
                                    En realidad, también Jesús planteó en  estos términos la pregunta sobre el divorcio, con que le insidiaban los  fariseos (cf. Mt 19, 3-9). El amor tiene un lado objetivo, una verdad, y por  eso puede aspirar a una permanencia. Dios lo ha unido, viene a decir Jesús,  cosa que los fariseos parecen haber olvidado y por eso desconfían de la  posibilidad de un amor firme y sólido, capaz de hacerse vínculo estable. 
                                      Aquí se percibe que el problema del  aislamiento entre el amor y la vida pública es el mismo que el de la separación  entre afecto subjetivo y vínculo estable, de que ya hemos hablado. He aquí la  pregunta que nos planteamos: ¿puede verse la sociedad desde el punto de vista  del amor? ¿Puede la caridad (no en el sentido de charity, como ayuda a los  necesitados, sino como vínculo interpersonal, unión afectiva y real de los  ánimos) plantearse como principio de vida en sociedad? Nuestra tesis es que,  para que esto sea posible, es necesario que el amor recobre su verdad, y que  esta verdad está contenida y custodiada en la familia. La familia es el lugar  donde afecto y vínculo se compenetran, y desde donde el amor puede presentarse  a la sociedad. La familia es como 
                                      el gozne que hace girar lo privado y lo  público, que abre lo uno hacia lo otro. Esto nos obligará a olvidar la visión  de una familia afectiva y nos conducirá a contemplar la misión que la familia  tiene, por el mismo hecho de ser familia, en la sociedad9. 
                                    Esta imagen del amor en conexión con la  ciudad aparece en otros textos de la Escritura. Así, en el Apocalipsis,  Jerusalén se compara con una esposa (Ap 21, 1-3): “Luego vi un cielo nuevo y  una tierra nueva - porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y  el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del  cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí  una fuerte voz que decía desde el trono: “Esta es la morada de Dios con los  hombres. Pondrá su morada entre ello y ellos serán su pueblo y él “Dios –con–  ellos”, será su Dios”. Y será también, en Isaías, como una madre que engendra a  sus hijos: “Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis,  alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus  pechos, y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres  abundantes” (Is 66,10-14a). En este caso se ve que el amor que construye la ciudad  es precisamente un amor familiar. 
                                      Lo dicho nos sitúa en una nueva  perspectiva. En vez de ver la familia como problema que resolver, perspectiva  que conduce casi siempre a una actitud derrotista (cuando no se oye que “todo  va mal”, se escucha: “las cosas todavía van bien”), se podría proponer su  riqueza para la sociedad, su capacidad para suscitar riqueza relacional,  vínculos más estables, economías más robustas y duraderas, capacidad para  construir una historia con sentido y ritmo. Se permite así una propuesta  positiva, que muestre que ciertos bienes deben ser protegidos más que otros  porque generan un capital social que no se encuentra en otros lugares (igual  que una empresa minera, por ejemplo, excava en los lugares donde se encuentran  minerales preciosos, y no puede dedicar los mismos recursos a una mina de oro  que a otra de carbón). 
                                      De hecho, establecer una relación entre  la familia y la sociedad, es imprescindible para avanzar en el anuncio  cristiano de la nueva evangelización; pues esta debe realizarse en sociedades  donde, al tiempo que declina la cultura cristiana, se ha ensombrecido también  su concepción de familia, como si ambas estuvieran estrechamente unidas. Se  puede mostrar así, en efecto, que la familia no es solo un problema que  resolver, cuyas propiedades deben defenderse frente a una sociedad que, al no  poder destruirla por aniquilación, pretende hacerlo por disolución en un mar de  realidades que, sin ser familia, reciben su mismo nombre. 
                                     
                                      La familia, fragua del bien común Veamos  cómo es posible que la familia contribuya a la riqueza social. Ya en el  Vaticano II (Gaudium et spes, 48-52) la familia aparece como primer ámbito de  diálogo entre Iglesia y mundo moderno, al par que se recupera el tema del amor como  explicación última de la dinámica familiar. Esta es la fuerza con la que Dios  ha unido todo; el hombre pretende afirmar distintos aspectos del amor, pero ha  perdido la capacidad de conservar su potencia unitiva. 
                                      El Vaticano II presentó los elementos de  una síntesis, pero no desarrolló (no era esta su tarea) una teología del amor  que compusiese los elementos en unidad. La tarea correspondió al pontificado de  Juan Pablo II, a quien ha seguido Benedicto XVI. A la luz de una recuperación de  valores fundamentales del amor, que lo colocan en relación con la sociedad, la  naturaleza y la historia, es posible ver la bondad que tiene la familia y su  fuerza para generar riqueza social. 
                                      Se perfila en primer lugar una  definición nueva de “bien común”. Se verá así que la familia no solo genera  distintos bienes sociales, sino que es la célula que contiene el código  genético de la vida social. No proporciona distintos bienes comunes, sino que  se encuentra en la raíz de una noción estable y fuerte de bien común10. 
                                    La doctrina social de la Iglesia se ha  centrado en el concepto de bien común para explicar la vida en sociedad. Se  definía el bien común como conjunto de condiciones sociales que hacen posible  que cada persona se desarrolle; es algo así como un ambiente adecuado donde  cada uno puede florecer. De esta manera se afirma implícitamente que no hay  conflicto entre persona y comunidad, aunque no se propone en modo articulado para  combinar ambos. El Magisterio ha profundizado en esta afirmación, especialmente  a partir de Juan Pablo II y su visión de la persona (cf. su Carta a las  familias). El paso adelante consiste en afirmar que ese ambiente de la sociedad  a partir de la generación de los hijos en la familia. Se aporta así en la  familia un vínculo insustituible, no funcional; de ella nadie puede despedir a  la persona; en ella nadie puede ser reemplazado por otro que cumpla su misma función. 
                                    La familia, pues, es la generadora del  bien común, puesto que en ella se aprende ese bien común fundamental que es el  bien de la comunión. 
                                      Esta visión sobre el bien común contiene  gran fuerza creativa. Pues, como hemos dicho, no se centra ya en el contraste  entre individuo y comunidad, sino en su encuentro fructuoso. La clave está en  atender a las relaciones mismas, como generadores de riqueza social. Desde este  punto de vista compete al estado fortalecer estas relaciones básicas, pues son  ellas los surtidores de riqueza social. 
                                      Notemos cómo esta nueva visión del bien  común ilumina los valores fundamentales de la vida social según la doctrina de  la Iglesia: verdad, libertad y justicia. Desde este punto de vista la verdad  aparece como verdad que no oprime; al ser verdad de una comunión, no reduce al individuo,  no da lugar a totalitarismos omniabarcantes, sino que sigue el método personal  del uno por uno, pues es la verdad de la misma relación de amor, de su sentido,  de su integridad, del horizonte de su caminar. La libertad, por su parte, resulta  una libertad que no queda limitada ante el otro, sino que nace en el otro y  junto a la libertad del otro. Ya no se trata de una libertad que termina donde  empieza la tuya, sino de la libertad que nace cuando me encuentro contigo, que  empieza precisamente allí donde empieza tu libertad. 
                                      La justicia, por último, es posible a  partir de la familia: la fraternidad es la primera escuela para aprender la  destinación universal de los bienes, junto con la percepción grata de su origen  común en el amor que ha engendrado a los hermanos. 
                                    La  familia y la construcción de la sociedad 
                                      La familia tiene un dinamismo que, desde  sí mismo, se abre a lo social. De este modo se puede proponer una lectura de la  relación entre familia y sociedad que permita responder a muchos de los  problemas actuales. Se trata de una propuesta constructiva, que defiende una visión  de la familia haciendo ver su contribución específica y única en la sociedad. La  defensa es necesaria, ante las propuestas que quieren dañar la familia; pero  hay que mostrar también a una luz positiva la capacidad de la familia para  generar riqueza social. Vamos a describir esta riqueza según la capacidad de la  familia para edificar, en el tiempo, la sociedad. Pues uno de los grandes  problemas es la incapacidad común para plantear proyectos sostenibles, que  orienten el tiempo de nuestras ciudades y países. Sin esta orientación que  reciba la tradición pasada y prevea un camino hacia el futuro, es imposible plantear  una noción justa de desarrollo, que no sea una loca huida hacia delante sin  dirección ni rumbo. Vamos a mostrar que la familia edifica sociedad en cuanto  le da los puntos fijos de su camino, consintiéndole integrar el pasado y  caminar hacia el futuro con esperanza. 
                                    Descubrimiento  del origen 
                                      Según el filósofo Charles Taylor, uno de  los problemas de nuestra sociedad secular ha sido la falta de un relato sobre  los orígenes del mundo que comunique sentido a la vida11. En realidad,  esta es también causa de la pérdida de identidad del hombre contemporáneo, que  se rebeló contra un Origen percibido como supraestructura que competía con el  hombre, impidiéndole ser feliz. Ahora bien, cuando uno no sabe de dónde viene,  cuando desprecia el pasado como caduco y preterido, se queda sin ruta que  seguir. La naturaleza, venida del caos y del azar, no puede albergar ningún  lenguaje. Pues bien, puede decirse que precisamente la familia fundada sobre la  unión de hombre y mujer ayuda a plantear de nuevo la pregunta por el origen en  términos positivos. 
                                      Aquí es esencial considerar la  importancia del nacimiento de un niño del amor de sus padres. 
                                     
                                      Es necesario insistir en que los modos  técnicos de producir un embrión no están de acuerdo con la dignidad de la  persona, pues la hacen depender directamente de quien ha decidido su nacimiento.  El niño, en este caso, no nace como fruto de un amor de dos personas, sino que  es el producto directo del querer de alguien. ¿Cómo no pensar que tiene un  dueño? ¿No estará tentado este niño de cortocircuitar la gran pregunta que  resuena en la vida de todo hombre, la pregunta por el origen? 
                                     
                                      Por el contrario, cuando el niño nace de  la unión de hombre y mujer, ambos se abren a un misterio que actúa en ellos; su  acción no se dirige directamente al deseo de un hijo, sino al amor mutuo que,  en su riqueza, da a luz un fruto sobreabundante. El niño descubrirá en su origen,  no una voluntad que ha decidido su venida al mundo, sino la sobreabundancia del  amor. Podrá reconocer el origen trascendente no como dueño contra quien  rebelarse, sino como amor que lo ha engendrado gratuitamente en la  sobreabundancia de un mutuo don. 
                                    Surtidor  de promesa 
                                      Por otro lado, la unión familiar de  hombre y mujer, en cuanto entrega completa a la otra persona, incluye también  la fidelidad12. 
                                      Podemos entonces decir que el matrimonio  genera promesa en el tejido social, cuando los dos esposos no solo prometen  cosas, sino que “se prometen”. Ocurre entonces que, a partir de la promesa  estable que lo ha engendrado y recibido en el mundo, el niño aprenderá a  prometer. Nos referimos a una singular pedagogía de la promesa. Al principio,  el niño busca la satisfacción inmediata del deseo: si se le ofrece un caramelo  ahora o dos si espera media hora, preferirá el pájaro en mano. 
                                      Cuando crece, sin embargo, es capaz de  renunciar por un tiempo, y esperar media hora para tener dos caramelos. Si esto  es así, es porque entiende el valor de la palabra dada y la capacidad que otros  tienen de sostener la promesa. Pues bien, esta confianza en el valor de la promesa  la aprende el niño porque vive en una promesa, la que une a sus padres. Su  capacidad para prometer nace de la misma fuente que lo ha engendrado; la familia  genera riqueza social, en cuanto escuela de la promesa. 
                                     
                                      Esta capacidad de generar promesa lleva  consigo una singular habilidad de enlazar los tiempos, según lo que Juan Pablo  II llamaba “alianza de las generaciones” (Carta a las familias, 10).  Se ilumina así el tema de la sostenibilidad, esencial recurso social en nuestro  tiempo de crisis. Además, la familia es también lugar del perdón, del que la  vida social necesita reserva abundante. En efecto, el perdón es la renovación  de la fe en la promesa; la certeza de que, a pesar de todo, la amenaza que  parecía cernirse sobre la promesa no tiene tanta fuerza para anularla. 
                                    Fuente  de porvenir y desarrollo 
                                      Añadamos la capacidad de la familia para  generar novedad, en cuanto capaz de traer al mundo un nuevo ser humano. El  niño, hemos dicho, no nace como producto, que sería solo manipulación de  elementos, y eliminaría la capacidad del futuro para dar de sí algo nuevo. Sino  que surge como fruto insospechado del amor de los esposos. 
                                      La diferencia sexual, en cuanto abre un  camino que lleva al hombre más allá de sí mismo, que le obliga a caminar en  éxodo más allá de su horizonte narcisista, introduce un elemento de gran valor  en la sociedad: el verdadero deseo de progreso, el deseo de no avanzar en  círculos, caminando más allá. Para los griegos el eros era la fuerza alada que  movía al hombre a buscar fronteras nuevas. El Ulises de Dante animaba así a sus  compañeros: “no nacisteis para vivir como brutos, sino para buscar virtud y  conocimiento” (Inferno, Canto XXVI). Cuando desaparece este eros, que se  custodia precisamente en la diferencia sexual, nos invade el deseo de la  muerte. Goethe también lo dijo en su Fausto: “lo eterno femenino nos eleva…”. 
                                     
                                      Eliminar la diferencia sexual entre  hombre y mujer es encerrar la acción humana en un círculo cerrado que hace  imposible el verdadero desarrollo. No se olvide cómo Benedicto XVI ha unido, en  su encíclica social Caritas in veritate, la noción de desarrollo a la noción  devocación, de la llamada originaria y su respuesta responsable, cuya dinámica  se conserva precisamente en la familia. 
                                      Se genera así en la familia un crédito  singular hacia la persona, en el hecho de tener un hijo y aceptarlo como venga,  sin importar lo que haya de invertir en él, pues esto se desconoce de antemano.  Las familias con hijos minusválidos son ejemplo en este sentido, pues afirman  que la persona merece crédito infinito y que la sociedad está dispuesta a  preservar su dignidad en el porvenir, suceda lo que suceda. 
                                    Generadora  de símbolos  
                                      Todo esto puede resumirse diciendo que  la familia consigue resimbolizar la sociedad13. Esto es importante,  pues hemos perdido el sentido de los signos, la unidad de los seres, su mutua referencia  y unidad, que hacía de ellos un cosmos. El tiempo, por ejemplo, es ahora  uniforme, cada momento vale como los anteriores, no existe referencia a un  origen, ni ilación de pasado, presente y futuro, ni anticipación del porvenir.  La familia es capaz de resimbolizar el tiempo, de darle textura y permitir así  que nos orientemos en él. 
                                     
                                      Sin esta riqueza simbólica, la sociedad  acaba en esquemas rígidos, en minimalismos que consienten sólo un objetivo: no  destruirnos mutuamente. Entonces no se construye nada en común, sino que se  busca solo un sistema que permita que no choquemos, como si en una gran plaza  de mucho tráfico los coches solo quisieran evitar colisiones, pero hubieran  perdido toda noción del viaje que realizan. Al cabo del tiempo sería inevitable  que acabara todo en violento encontronazo, precisamente porque no hay meta que  perseguir. 
                                      Se entiende entonces cómo la familia  genera riqueza social (capital social). Es una riqueza que no puede medirse con  los indicadores económicos tradicionales, pero no por ello deja de ser muy  tangible. 
                                     
                                      La fecundidad aparece, precisamente, en  los vínculos que asocian a las personas. 
                                      Entendemos asimismo la importancia de  una política para la familia que se centre, no en los individuos, sino en las  relaciones, porque son ellas las que son fecundas. Fomentando estas relaciones  se sostiene la subsidiariedad de la familia, es decir, se fomenta la propia  capacidad de estos vínculos para generar capital social. Una política familiar  que fomentase sólo la subsistencia del individuo (haciéndose cargo, por  ejemplo, de los ancianos que necesitan especial asistencia), en vez de fomentar  el mismo vínculo familiar para hacerle capaz, por sí mismo, de sostener a sus  enfermos, sería incompleta. 
                                    Nótese que todo lo que hemos dicho vale  también para la relación entre la familia y la Iglesia. 
                                      Desde esta visión se trataría también,  en la pastoral familiar, de hacer de la familia el sujeto primero de la  pastoral de la familia, en cuanto llamada a vivir su propia vocación y a ayudar  a otras familias. La pastoral no consiste en sustituir los vínculos familiares,  sino en promocionarlos, para que se conviertan en fuente de gracia, algo así  como en el sacramento del matrimonio el consentimiento de los cónyuges, por su carácter  bautismal, es canal de gracia. 
                                     
                                      Sin familia, a la Iglesia le falta el  suelo sobre el que edificarse; la gramática para articular su palabra. Otras  religiones necesitan de un templo concreto en un lugar concreto, como el de Jerusalén  los judíos. No así el cristianismo, que proclama un nuevo templo, el cuerpo  mismo de Cristo y el cuerpo de los cristianos. Pues bien, la familia es el  lugar que nos permite descubrir que el cuerpo es un templo, en cuanto que en la  familia descubrimos el valor sagrado del cuerpo, su capacidad de simbolizar la  transcendencia. Y así, el nacimiento de un hijo descubre a la mujer que su  cuerpo es santo, que Dios obra en Él. Y la unión de hombre y mujer en una sola  carne les revela a ambos que en su cuerpo hay una capacidad singular de unirse,  de que se cree un nuevo ser, un nosotros común. La familia surge así, en cuanto  iglesia doméstica, como primer santuario que sirve a la edificación eclesial. 
                                    Conclusión:  la familia, minoría creativa 
                                      Hoy en día, ante la situación  devastadora en que se encuentra la familia, puede sobrevenir el pesimismo.  Entonces hay que repetir que la categoría adecuada con que el cristiano se enfrenta  al futuro no es el optimismo, sino la esperanza, es decir, la confianza en otro  que nos sostiene. Este “Otro” actúa precisamente en las relaciones, donde la  vida se abre hacia Él. La mirada relacional es, por eso, la mirada de las  minorías creativas de que ha hablado Benedicto XVI, y que determinan el cambio  de una sociedad a otra14. La familia es la minoría creativa por  excelencia; minoría, aunque sea vocación universal de todo hombre, porque vive  siempre en la ley del encuentro personal, y esquiva las grandes estadísticas.  Creativa porque en ella se genera continuamente capital social, según las relaciones  que constituyen a las personas. Por su misma estructura relacional, la familia  es entre nosotros mortales, como cantó Dante de la Virgen María, “fontana di speranza vivace” (Paradiso,  Canto XXXIII), fuente de esperanza vivaz. 
                                    1 Cf. W. Berry, “The Body and the Earth” 
                                      in The Art of the Commonplace, Counterpoint, 
                                      Berkeley 2002, 93-134. 
                                    2 Cf. E. Fromm, El arte de amar, Paidós, 
                                      Barcelona 2003, 44. 
                                    3 Cf. H. Arendt, The Human Condition, 
                                      The University of Chicago Press, 
                                      Chicago 1958, 22-78. 
                                    4 Cf. E. Schillebeeckx, Le mariage, 
                                      réalité terrestre et mystère de salut, 
                                      Paris 1966. 
                                    5 Cf. J. Granados, Signos en la carne: 
                                      el matrimonio y los otros sacramentos, 
                                      Didáskalos Minor 1, Monte 
                                      Carmelo, Burgos 2011. 
                                    6 Cf. J. Guitton, L’amour humain, 
                                      Aubier, Paris 1955. 
                                      7 Cf. L. Carroll, Alice Adventures in 
                                      Wonderland, Cricket House 2010, 95. 
                                    8 Benedicto XVI, Carta encíclica Caritas 
                                      in veritate, 2 
                                    9 Cf. J.J. Pérez Soba (ed.), Actas del 
                                      congreso de Teología Moral “Caritas 
                                      Aedificat”, Noviembre 2010, 
                                      Pontificio Istituto Giovanni Paolo II 
                                      per studi su matrimonio e famiglia, 
                                      Roma (de próxima aparición). 
                                    10 Cf. C. Anderson – J. Granados,  Llamados 
                                      al amor: teología del pueblo 
                                      en Juan Pablo II, Didáskalos 8, Monte 
                                      Carmelo, Burgos 2011. 
                                    11 Cf. Ch. Taylor, A Secular Age, Harvard 
                                      University Press, Cambridge, MS - 
                                      London 2007. 
                                    12 J. Granados, “El sacramento de la 
                                      promesa”, Anthropotes 27 (2011) 
                                      383-417. 
                                    13 Cf. J. Granados, Signos en la carne: 
                                      el matrimonio y los otros sacramentos, 
                                      Didáskalos Minor 1, Monte 
                                      Carmelo, Burgos 2011. 
                                    14 Cf. L. Granados – I. de Ribera,  Minorías 
                                      creativas: el cristianismo como 
                                      fermento de la sociedad, Burgos, 
                                      Monte Carmelo 2011. 
                                    Humanitas 65                                      |