El tema que deberíamos tratar es la relación que existe entre el amor conyugal y el matrimonio. Pero me temo que el tiempo no dé para tanto, pues para desarrollar este tema, evitando el riesgo de errar el punto de partida, lo primero y fundamental es recordar qué cosa sea el matrimonio. Todo cuanto podamos decir sobre el amor conyugal y el matrimonio depende de esa pregunta básica: qué es el matrimonio. Por eso es posible que, tratando de responderla, se nos pase el tiempo previsto; si esto ocurre, no debe importarnos -me parece- porque habremos puesto el fundamento, que es lo importante.
No creo que sea en manera alguna inútil, en nuestra época, que nos hagamos esa pregunta e intentemos responderla, porque cuando se tratan temas no poco debatidos como pueden ser la fecundidad del matrimonio, su indisolubilidad, u otros no menos relacionados con lo que es esencialmente esta institución, puede observarse, a través de los argumentos que se van dando en favor del divorcio o de la limitación de la fecundidad, que -sin decirlo abiertamente- se está trastocando la noción de matrimonio; de lo contrario tales argumentos carecerían de ese mínimo de consistencia que se precisa para que quien los enuncie pueda exponerlos con cierta dosis de convencimiento. Sería ingenuo ignorar, por ejemplo, que entre el divorcista y quien mantiene la indisolubilidad hay algo más que una simple diferencia de opinión sobre una solución política; la diferencia está en la noción misma de matrimonio.
Ambos no pueden tener -si son coherentes-la misma idea sobre el matrimonio, porque se dice que la indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio, o sea, algo que dimana de su misma esencia, de aquello por lo que el matrimonio se distingue de otras uniones entre varón y mujer; por consiguiente el divorcista, o parte de otra noción de matrimonio, o cae en una contradicción. Defender la indisolubilidad o defender el divorcio supone partir de dos concepciones distintas acerca de lo que es el matrimonio.
1. La identidad del matrimonio
El matrimonio nos aparece como una unión de varón y mujer. Pero el hombre, que está dotado de inventiva, ha creado otras formas de unión entre varón y mujer. Dado este hecho, lo importante es que, entre ese conjunto de formas de unión entre varón y mujer, que existen en la realidad, sepamos detectar donde hay matrimonio y donde no hay matrimonio: qué unión de varón y mujer es verdadero matrimonio y qué otras uniones no lo son. Y que no es poco importante este asunto, lo muestra el hecho de que, en nuestra civilización actual, no son escasas las legislaciones que ofrecen, bajo el nombre de matrimonio, formas de unión entre varón y mujer que no se ajustan a lo que es verdaderamente el matrimonio.
a) La primera idea que me parece fundamental tener sobre el matrimonio es que éste no consiste solamente en una legalidad ni en una legalización de las relaciones varón y mujer. ¿Qué quiero decir con que el matrimonio no es sólo una legalidad? Sencillamente que el matrimonio no consiste simplemente en una unión de varón y mujer que se acomoda a lo que nos ofrecen el Código Civil o las leyes que regulan el régimen matrimonial, ni consiste en esas prescripciones legales.
Tampoco el matrimonio se diferencia de otras uniones entre varón y mujer por el hecho de que los unidos hayan inscrito su unión en el Registro Civil o en el juzgado correspondiente (legalización); muchos sistemas jurídicos actuales legalizan relaciones entre varón y mujer que no son verdaderos matrimonios y puede ocurrir que un verdadero matrimonio no esté registrado o legalizado en la oficina estatal correspondiente, o incluso que haya verdaderos patrimonios que el Estado considera ilegales. Quizás con un ejemplo me explicaré mejor.
Como saben Vds., hay países que, teniendo el régimen matrimonial llamado «sistema de matrimonio civil obligatorio», no reconocen el matrimonio celebrado ante la Iglesia; y saben Vds. bien que, para un cristiano y una cristiana, su único y verdadero matrimonio es el que celebran por la Iglesia. Pues bien, si los cristianos que en estos países quieren contraer matrimonio van al juzgado sin haber ido antes a la iglesia, habrán quedado legalizados para vivir maritalmente, pero esa unión no es verdadero matrimonio; el matrimonio lo contraerán cuando lo celebren ante la Iglesia. Si, por el contrario, van a la iglesia antes que al juzgado, se habrán casado realmente, pero su unión matrimonial no será legal ni estará legalizada hasta que hayan pasado por el juzgado. Incluso hay Estados en los que casarse antes por la Iglesia que pasar por el juzgado se considera una acción merecedora de castigo. Dicho de otra manera: la diferencia que hay entre un matrimonio y eso que llaman ahora «la pareja», no es simplemente el trámite administrativo de la inscripción en el Registro Civil, ni el hecho de que los dos hayan ido ante el juez para legalizar su situación.
Recuerdo a este respecto una noticia que leí en el periódico, representativa de la mentalidad, que confunde el matrimonio con un trámite administrativo.
Después de las elecciones presidenciales celebradas en cierto país, el Presidente elegido se preocupó de que su familia apareciese en una situación respetable; y se encontró con que un hijo suyo, bailarín de profesión, estaba «unido» con una compañera de profesión desde hacía algunos años y, por tanto, en una situación que no parecía excesivamente respetable, ni siquiera en una sociedad tan permisiva ni tan liberal como la del país en cuestión. Parece ser que el Presidente le pidió a su hijo que contrajese matrimonio, a lo que el hijo no se negó, manifestando: «Total, la diferencia son unas monedas». Lo que valía la licencia de matrimonio.
Estoy seguro de que esa persona conoce muy bien el arte de bailar, pero de lo que estoy más seguro todavía es que no sabe qué es el matrimonio. Esto no es el matrimonio. El matrimonio no es la unión entre el varón y la mujer legalizada. Afortunadamente la diferencia entre una esposa y una amante no es tener o no en regla unos papeles con el sello del Estado. Ni los timbres ni las inscripciones en el Registro Civil señalan la diferencia entre lo honesto y lo inmoral, entre la virtud y el vicio.
b) Otra cosa que no es el matrimonio: no es un contrato civil. y conste que al decir esto no me refiero a que el matrimonio cristiano no es un contrato civil al ser un sacramento (que indudablemente lo es), porque no estoy hablando del matrimonio con algún adjetivo; no estoy hablando del matrimonio civil ni del matrimonio canónico. Estoy hablando del matrimonio sin más, esto es, de aquello que es común a todos los hombres. Con otras palabras, me estoy refiriendo al matrimonio desde el punto de vista del derecho natural.
Pues bien, el matrimonio --cualquier matrimonio-- no es un contrato civil. ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que el matrimonio es un contrato civil? Lo que se quiere decir es que las leyes civiles ofrecen una posibilidad de contratar, de ponerse de acuerdo un varón y una mujer para vivir según esas leyes; y a eso se le llamaría matrimonio. Según esto, el matrimonio consistiría en que el varón y la mujer se pondrían de acuerdo --contratarían- vivir juntos según la ley del Estado. Pues bien, el matrimonio tampoco es eso.
El matrimonio no es un contrato civil. Entonces, ¿qué es un matrimonio?
c) En breve síntesis, podemos decir que lo que llamamos matrimonio es aquella unión de varón y mujer, cuyo origen está en la naturaleza humana y que se forma de acuerdo con ella.
Dicho de otra manera. El matrimonio es preexistente a cualquier legalidad y anterior a cualquier legalización. Ni la legalidad ni la legalización crean o constituyen el matrimonio; su función consiste en regular, dar publicidad y otorgar seguridad jurídica a lo que ya existe antes que ellas por naturaleza es decir, el matrimonio. Y vamos a explicar esta idea por pasos y con la necesaria brevedad:
- Primero: el matrimonio, hay que partir de esa base, es una institución que encontramos en la naturaleza humana. Es claro que varón y mujer no son varón y mujer por la cultura. Simone de Beauvoir, en un slogan que se ha hecho famoso en los movimientos feministas, dijo que «la mujer es un producto cultural». No sé exactamente qué es lo que quería decir Simone de Beauvoir con eso de que la mujer es un producto cultural. En todo caso la mujer, como tal mujer, y el varón, como tal varón, no son un producto cultural sino un producto natural. La diferencia entre uno y otra proviene de la naturaleza humana. ¿Qué les parecería si dijéramos que hubo una época de la humanidad en la que existieron unos seres humanos sin sexo, que, puestos a pensar, llegaron a la conclusión de que la sociedad estaría mejor organizada si la especie humana se dividiese en dos sexos?; a partir de entonces, mediante unos procesos culturales que desconocemos, habrían aparecido el varón y la mujer. ¿Ridículo, verdad? Es claro que el hecho de que existan el varón y la mujer es un hecho natural.
- Segundo: el varón y mujer están hechos -por naturaleza- el uno para el otro; y eso se manifiesta en la tendencia natural –que por natural es buena y honesta- a unirse en matrimonio. La unión entre varón y mujer no es un invento cultural del hombre aprovechando la distinción de sexos; por naturaleza, se es varón en relación a la mujer y se es mujer en relación al varón.
De ahí que exista la tendencia natural a la unión, que refleja ese ser el varón para la mujer y la mujer para el varón.
- Tercero: esta tendencia comporta una forma específica y concreta de unirse, que responde tanto al hecho de que varón y mujer son personas humanas --con unas exigencias de justicia- como al hecho de que son diferentes -varón uno, mujer la otra- y se unen precisamente como varón y mujer. Siendo la diferenciación entre varón y mujer un hecho natural, y existiendo una tendencia natural a la unión, es obvio que la diferenciación y la tendencia responden a un tipo de unión en el que el varón y la mujer realizan aquello en función de lo cual existen tanto la diferenciación como la tendencia. Ese tipo de unión que responde a la naturaleza humana, que en ella tiene su origen y en la cual, por ser natural, el varón se realiza -de un modo específico y peculiar- como persona humana masculina y la mujer se realiza -también de un modo específico y peculiar- como persona humana femenina, es lo que conocemos como matrimonio.
En otras palabras, aquella forma de unión de varón y mujer que responde a la condición de persona del hombre, a lo que son el varón y la mujer por naturaleza, a eso, precisamente a eso, es a lo que llamamos matrimonio. Si quieren que lo diga con otras palabras, el matrimonio es la unión de varón y mujer que corresponde a la ley natural, siendo la ley natural aquella ley que Dios, autor de la naturaleza, ha impreso en el ser del hombre.
Por tanto, la primera idea es ésta: el matrimonio es una institución natural que viene determinada por la naturaleza humana. Y al decir que viene determinada por la naturaleza humana, se está diciendo que no es admisible pensar que, sobre la base de un hecho natural (la diferenciación de sexos), e! hombre pueda conformar una serie de diferentes uniones entre varón y mujer.
Por el contrario, se está afirmando que la propia naturaleza prevé un tipo específico de unión, y que esa unión que responde a la naturaleza humana es lo que llamamos matrimonio. Fíjense Vds. que esto tiene una clarísima consecuencia: si el matrimonio es aquella unión de varón y mujer que responde a la condición de persona y a la propia naturaleza humana, y eso es bueno) no solamente es bueno sino que es lo bueno. Porque si hay una unión de varón y mujer que responde a la naturaleza humana (lo que quiere decir que es la adecuada a la dignidad de la persona humana), es evidente que lo que se salga del matrimonio (es decir, las relaciones extraconyugales) no puede responder a la naturaleza del hombre, o sea a la condición de persona que es propia del varón y de la mujer; por lo tanto, nos encontramos ante situaciones degradadas, frente a una degradación de la conducta humana.
Nos encontramos ante una inmoralidad.
Llegados a este punto, es el momento de adentrarnos más en la pregunta sobre qué es el matrimonio. Hayal respecto una idea que me parece clave. La idea es ésta: el matrimonio no consiste en un hecho, no es el hecho de que varón y mujer vivan y se comporten de un modo determinado. El hecho de que varón y mujer vivan como marido y mujer, el hecho de la comunidad conyugal y de que hagan vida marital, no es el matrimonio, sino -en todo caso-- la consecuencia del matrimonio. O si quieren ustedes, la realización del matrimonio. Por eso cabe que un varón y una mujer convivan al igual que los casados y no formen matrimonio; es esto tan conocido que desde hace muchos siglos tal tipo de unión de hecho ha recibido un nombre propio: concubinato u otra denominación.
Dicho de otra manera, el matrimonio, antes que en obrar consiste en ser. Por eso se dice que varón y mujer son marido y mujer. Y ese ser marido y mujer no consiste en un hecho, sino en lo que vamos a decir a continuación.
2. El vínculo matrimonial
a) ¿Qué es lo que hace que un varón y una mujer, que antes eran novios, se transformen en marido y mujer? Sencillamente el compromiso, la entrega y la aceptación mutuas, por las cuales cada uno se da al otro y lo acepta como esposo en el momento de contraer matrimonio, de casarse según la forma que en cada caso sea legítimamente obligatoria; en otras palabras, e! matrimonio consiste en el varón y la mujer unidos por un vínculo jurídico, mediante el cual cada uno está unido al .otro por una serie de derechos y deberes nacidos de la entrega de cada uno al otro y su correspondiente aceptación.
En eso consiste el matrimonio, mientras que la vida matrimonial -vivir con casados- es la realización de ese compromiso, es decir, consiste en que marido y mujer se comportan y obran como lo que son; O dicho de otro modo, marido y mujer no son matrimonio porque viven como casados, sino que viven así porque son matrimonio. Por eso, la vida matrimonial es una manifestación de la autenticidad de la persona. Hoy en día que hablamos tanto de autenticidad, ahí tenemos un ejemplo claro de ella. ¿Qué es la autenticidad sino vivir y manifestarse como lo que se es? Pues bien, cuando los esposos se comportan como tales, se comportan como personas auténticas, porque obran como lo que son; antes de obrar como marido y mujer, lo son. Por eso las relaciones extra o paramatrimoniales suponen, no solamente una degradación, como decíamos antes, sino una inautenticidad, pues varón y mujer se comportan como aquello que no son.
No es el momento ahora de entrar en la cuestión de la celebración del matrimonio. Recuerdo sólo que esa entrega y aceptación mutuas deben hacerse en cada caso de acuerdo con la forma necesaria para su validez: los católicos ante la Iglesia, los demás de acuerdo con las leyes que les obliguen.
Pero sigamos haciéndonos preguntas: ¿en qué consiste ese vínculo jurídico? ¿en qué están vinculados varón y mujer por el matrimonio?
La belleza del matrimonio reside en que la unión matrimonial de varón y mujer representa la unión más profunda de que sea capaz el ser humano en el plano de la naturaleza.
Tan profunda es, que consiste en una unión en sus personas, las cuales siendo dos, forman como una sola. «Serán dos en una sola carne», como dice el Génesis. Varón y mujer forman una unidad en las naturalezas por medio del vínculo jurídico; y como la naturaleza humana se compone de alma y cuerpo, varón y mujer forman una profunda unión de cuerpos y almas.
La unión matrimonial consiste en un vínculo jurídico (derechos y deberes) de co-participación y co-posesión mutuas en la naturaleza, es decir, en los principios naturales que componen la feminidad y la virilidad. Dicho de otra manera, el varón hace suya a la mujer en lo que respecta a los principios operativos del sexo (tiene derecho) y la mujer hace suyo al varón en esos principios operativos (tiene derecho). De esta manera, cada uno de los esposos se hace como parte y prolongación del otro. No puede pensarse, en el plano natural, una unión más íntima ni de mayor belleza.
Tiene esto tanta trascendencia, que si el matrimonio no fuese una realidad natural sería absolutamente imposible que fuese tal como es. Es una razón más por la que hay que decir que el matrimonio es una institución natural. Para darnos cuenta de esto, recordemos brevemente uno de los rasgos fundamentales de la persona humana. Ser persona comporta -entre otras cosas- ser dueña de sí misma, tener el dominio sobre su propio ser. ¿En qué sentido la persona es dueña de su propio ser? Lo es en dos sentidos: es dueña de su propio ser en cuanto a través de la inteligencia es capaz de dominar sus propios actos y, por lo tanto, dominar -aunque con límites- el curso de su propia vida; pero al mismo tiempo también lo es en el sentido de que su propio ser le pertenece, es derecho suyo.
Este ser dueño de sí distingue el mundo de la persona del mundo meramente animal.
El mundo animal tiene como rasgo suyo, el que, por ser pura materia, no se domina a sí mismo y, por lo tanto, no domina nada. A veces podemos encontrar en los animales fenómenos similares a los de las personas. Por ejemplo, decimos que el animal tiene su guarida, su nido, sus crías; el macho tiene su hembra, etc. Sin embargo, nada de esto es suyo, precisamente porque no se pertenece ni siquiera a sí mismo. El animal no es más que una parte de la Naturaleza a cuyo servicio está. ¿Diríamos acaso que es una ladrona el águila que le arrebata la caza a un jabalí? Cuando el tigre mata a una cebra para alimentarse, ¿decimos que es un asesino? ¿Tiene acaso algún derecho la cebra frente al tigre? ¿Somos los hombres unos asesinos porque tenemos granjas para la cría de aves o estamos cometiendo un crimen cuando sacrificamos el ganado? Evidentemente no. El mundo de los animales es una parte del cosmos, en el que unos animales están al servicio de otros y del hombre por ley de la naturaleza. Por lo tanto, como los animales no poseen su propio ser, no poseen nada.
La persona se distingue precisamente en esto: en que la persona es un ser que se posee a sí mismo y porque se posee a sí mismo puede poseer a los seres no personales de su entorno.
Pues bien, cuando varón y mujer se entregan libremente como esposos en el acto del consentimiento (al casarse) se hacen partícipes en ese dominio que la persona tiene sobre su propio ser. Fíjense bien en esto y se darán cuenta de que tal cosa sería imposible si por naturaleza la mujer no estuviera destinada al varón y el varón no estuviese destinado a la mujer: precisamente porque son personas, no podrían dar al otro una verdadera participación en ese dominio si por naturaleza no estuviesen destinados a esa participación; sería contra natura, pues si el dominio es natural, es inalienable, porque el hombre no puede disponer de él, si no es por acto contra naturaleza. El hombre es dueño de sus miembros, pero si se corta un brazo sin una razón terapéutica -prevista en la naturaleza, pues el miembro está al servicio de todo el cuerpo- comete una inmoralidad, actúa contra la ley natural.
Frente a lo que es natural el hombre no tiene capacidad de libre disposición.
Por el matrimonio varón y mujer hacen al otro partícipe del dominio sobre su propio ser; y por virtud de esto ocurre un fenómeno que da un rasgo peculiar al matrimonio: cada uno de ellos se hace como parte del otro. Ciertamente, ambos siguen siendo dos, pero ese varón y esa mujer que siguen siendo dos, de cierta manera y en cierto sentido, se han hecho uno. De suerte que la mujer, si bien es otra con respecto al varón, ya no es enteramente otra; y el marido, si bien es otro con respecto a la mujer, ya no es enteramente otro, porque al estar unidos jurídicamente, cada uno ha pasado a ser como parte del otro. De esta forma, el amor conyugal ya no es el amor al enteramente otro, sino que tiene un componente de amor a sí mismo, porque para la esposa el marido no es solamente «el otro» sino que es también como parte suya; y para el marido, la esposa no es «la enteramente otra», sino que es cuerpo de su cuerpo, carne de su carne, hueso de sus huesos. Varón y mujer constituyen así la más profunda unión en sus personas y forman una unidad en las naturalezas mediante un vínculo jurídico.
Veamos ahora otro aspecto de esa unión. ¿Quién la ha hecho, cuál es su causa?
b) Sin duda podemos responder que la causa del vínculo matrimonial es el consentimiento; ambos contrayentes se han dicho mutuamente sí, se han dado y aceptado como esposos. Pero fácilmente se puede comprender, por lo que antes hemos comentado, que, siendo el hombre persona, el consentimiento no puede causar el vínculo conyugal, si no es sobre la base de un supuesto natural, de algo previsto por la naturaleza.
El consentimiento es la causa eficiente del matrimonio. Cuando varón y mujer dan su consentimiento, entonces se produce el vínculo matrimonial.
Y no puede ser de otra manera, si el matrimonio consiste en ser partícipe del dominio de la persona en su propio ser; dado que la persona es por naturaleza dueña del propio ser, solamente el propio consentimiento puede hacer que alguien entre a participar en ese dominio de cada uno sobre su propio ser. Pero a la vez no es menos claro que la persona, siendo dueña de su propio ser por naturaleza, sólo por una disposición y aptitud de la misma naturaleza, puede hacer a otro partícipe de ese dominio. Únicamente si por naturaleza el varón está destinado a unirse de esa manera con la mujer y la mujer lo está a unirse con el varón, puede el consentimiento producir el vínculo; sin este fundamento natural el solo consentimiento no produciría ese vínculo de coparticipación. El mutuo consentimiento es verdadera causa eficiente del vínculo, pero lo causa, no creando radicalmente ese vínculo, sino haciendo nacer lo que está en la naturaleza en potencia, para que la misma naturaleza actualice lo que la naturaleza contiene en potencia. Quizás con un ejemplo me explicaré mejor; quien pulsa un timbre es el responsable de que el timbre suene; es el causante del sonido producido. Sin embargo, es cierto que lo único que ha hecho ha sido establecer el contacto necesario para que llegue la electricidad al timbre y el sonido se produzca. Algo similar ocurre con el consentimiento. Dado que el varón y la mujer están destinados el uno para el otro, lo único que hace el consentimiento de los contrayentes es -valga la redundancia- consentir en que se produzca en ellos lo que la naturaleza ha previsto para ellos.
c) Esto significa que el vínculo jurídico que los une a ellos, no es una creación original del consentimiento, sino que es un vínculo de derecho natural.
El vínculo es causado por el consentimiento en el sentido de originar el nacimiento de un vínculo natural, que previsto por la naturaleza, por la naturaleza se anuda. Por eso el argumento en favor del divorcio que a veces dieron los ilustrados del siglo XVIII, y que hoy todavía desempolvan algunos liberales, «lo que hizo el consentimiento, lo puede deshacer también el consentimiento», carece de consistencia. Ese argumento solamente sería válido, si el matrimonio fuese un contrato civil, esto es, si consistiese en una creación original del consentimiento, basada exclusivamente en la mutua voluntad.
Desde el momento en que comprendemos que ese vínculo lo ha producido, sí el consentimiento, pero a través de desencadenar la fuerza misma del derecho natural, se nos revela como • evidente que lo que ha formado la naturaleza, sólo la naturaleza lo puede disolver. Y eso nos lleva a un conocido pasaje evangélico que dice, con otras palabras, lo mismo que acabo de exponer. Cuando nosotros hablamos de naturaleza, de derecho natural, ¿qué es lo que hay detrás? Unos juristas medievales llamados glosadores acuñaron una frase que viene como anillo al dedo; al glosar la definición de derecho natural que escribió el jurista romano Ulpiano («el derecho natural es lo que la naturaleza enseñó a todos los vivientes»), decían: «la naturaleza, esto es, Dios».
¿Quién está detrás de la naturaleza?, ¿lo que ha unido la naturaleza, quién lo ha unido? Quien por esencia es la Causa Primera de todo cuanto acontece en la naturaleza y el Supremo Legislador del que emana el derecho natural: Dios. Lo que la naturaleza ha unido, lo ha unido Dios. «Quod Deus coniunxit, homo non separet» (lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre) es la famosa frase evangélica con la que Jesucristo zanjó la cuestión del divorcio. El vínculo conyugal, mediante el consentimiento, lo anuda la naturaleza, esto es, Dios.
3. Los rasgos esenciales del matrimonio Esa unión tan íntima de varón y mujer en virtud de la cual cada uno de ellos es como parte del otro, como una prolongación del otro, en la que ambos son carne de su propia carne y hueso de sus propios huesos, ¿cómo la podemos identificar?, ¿cuáles son los rasgos que la definen?
Los rasgos que la definen, dicho muy rápidamente porque el tiempo se está pasando, son tres. Son los llamados tres bienes del matrimonio: la unidad, la indisolubilidad y la fecundidad.
Estos tres bienes nos aparecen como tres rasgos esenciales o necesarios de esa unidad jurídica en las naturalezas, en la que consiste el matrimonio.
No son algo sobreañadido, sino una propiedad esencial derivada de formar el varón y la mujer una unidad en las naturalezas o su finalidad específica y peculiar.
a) En primer lugar, la unidad. Si el matrimonio consiste en esa íntima fusión de los dos seres, en cuanto que son varón y mujer, haciéndose co-partícipes entre sí de la virilidad y la feminidad, es claro que el matrimonio exige la monogamia. No creo que haga falta resaltar la razón de que esto sea así. Por ello me parece suficiente señalar que, siendo varón y mujer iguales en cuanto personas humanas y valiendo lo mismo el varón como varón y la mujer como mujer, lo justo –lo debido en justicia- es que a un varón corresponda una mujer. Cuando el varón, por el consentimiento, se entrega a la mujer, ésta recibe un bien (el varón) que -en el plano de la naturaleza, que es el que cuenta por ser el matrimonio una unidad en las naturalezas, no en el de las cualidades- es igual a ella. Y al entregarse la mujer al varón, éste recibe asimismo un bien igual al que recibe. La poligamia es injusta, de modo que para que fuese justa, tanto habría de valer más el varón que la mujer, cuantas mujeres tuviese (y viceversa), lo que es manifiesta aberración.
Por otra parte, ¿cómo formar una unidad en las naturalezas en un régimen poligámico? Tal unidad exige la entrega plena y total, lo que sólo es posible entre un solo varón y una sola mujer; por eso, la monogamia exige la fidelidad conyugal. La infidelidad conyugal atenta contra esa entrega plena y total y constituye una clara injusticia.
b) El segundo rasgo es la indisolubilidad. Basta simplemente pensar en esto: si el vínculo lo ha hecho la naturaleza, ¿quién lo puede romper? La naturaleza, la muerte.
Lo que hizo el derecho natural, el hombre no lo puede romper. En otras palabras y yendo al fundamento último, el vínculo que Dios unió el hombre no lo puede disolver. Aparte de esta razón tan simple y sencilla, podemos ver este punto desde otra perspectiva. Si el varón y la mujer participan del dominio que la persona humana tiene sobre su propio ser -al formar una unidad en las naturalezas- cada uno de ellos es -decíamos- como parte del otro; o lo que es lo mismo, el otro cónyuge es como una prolongación de uno mismo; ésta es la idea fundamental. La mujer ya no es enteramente otra con respecto al varón, sino que es parte del varón; es -jurídicamente- ser del varón; y al varón le ocurre lo mismo con respecto a la mujer; no es enteramente otro sino como parte de la mujer.
Esto supuesto, basta hacerse una pregunta: ¿puede alguien desprenderse de su propio ser? ¿hay alguna causa por la cual sea lícito odiarse a sí mismo?
Por eso suelo decir que hay una cosa muy parecida al divorcio, y a veces cuando lo digo hay quien se extraña, pero a mí me parece de una lógica aplastante: lo más similar al divorcio es el suicidio.
El suicidio consiste en el odio de sí, en el repudio del propio ser; el divorcio consiste en el odio de sí; en el repudio del otro, que es parte de uno mismo. Cuando se pueda decir que repudiarse a sí mismo es natural, entonces podremos afirmar que el divorcio es natural.
c) Y, por último, la fecundidad. ¿Por qué la fecundidad es un rasgo del matrimonio?, ¿por qué el matrimonio está abierto a los hijos? Hemos dicho que el matrimonio es unión de varón y mujer, no sólo como personas humanas sino como varón y como mujer, esto es, según un modo específico. Lo distintivo del matrimonio es que varón y mujer se unen precisamente como varón y como mujer. Es cierto que un varón y una mujer se pueden unir como personas sin el carácter específico de varón y mujer; por ejemplo, para poner un comercio, para constituir una sociedad anónima industrial; o simplemente pueden ser amigos; en cualquiera de estos casos se unen sólo como personas. Pero ninguna de estas cosas es el matrimonio. Lo específico del matrimonio es que se unen precisamente en cuanto que son varones y en cuanto que son mujeres. Pues bien, una observación elemental de la naturaleza nos lleva a darnos cuenta de que un rasgo definitorio de ser varón o de ser mujer es la ordenación a la fecundidad: ambos se distinguen -como varón y como mujer- por el aparato reproductor (aunque no sólo por eso) y ambos tienden a unirse en el acto que naturalmente se ordena a la fecundidad. Por tanto, si el varón y la mujer se unen como varón y como mujer, es evidente que el matrimonio está ordenado a la fecundidad.
En suma, los tres rasgos que caracterizan al matrimonio, a la vida matrimonial correcta y al genuino amor conyugal son la unidad, la indisolubilidad y la fecundidad: los tres bienes del matrimonio.
Tal como me temía he de terminar a la mitad del tema. Pero como les decía al principio no tiene esto demasiado importancia, si ha quedado claro qué sea el matrimonio. Pasemos, pues, al coloquio. Vds. Tienen la palabra.
Preguntas y respuestas
P. - Vd. dijo que los tres bienes del matrimonio son la unidad, la indisolubilidad y la fecundidad. Entonces, ¿qué ocurre cuando no existe la fecundidad, o sea, cuando no hay hijos?
R. - . Me imagino que la pregunta se refiere a la esterilidad. Pues bien, respecto del matrimonio en sí mismo considerado, no ocurre nada en caso de esterilidad de uno o de los dos cónyuges, porque la fecundidad en la que consiste el bien del matrimonio es la misma en el matrimonio de las personas estériles que en el matrimonio de quienes han recibido la bendición de tener muchos hijos. No se sorprendan; ya les decía que la idea clave para entender el matrimonio es que no consiste en un hecho -en la vida y sus eventos- sino en una unidad de los dos en sus naturalezas.
El matrimonio lo constituyen el varón y la mujer unidos por el vínculo jurídico, y en consecuencia, los tres bienes citados pertenecen al matrimonio en cuanto referidos a esa unión de varón y mujer; o dicho de otro modo, donde están presentes esos tres bienes, cuando se refieren al matrimonio, es en el vínculo jurídico, que contiene un conjunto de derechos y deberes. No se trata, pues, del hecho de la fecundidad, sino de derechos y deberes en relación con la fecundidad. Estos derechos y deberes pueden resumirse en que varón y mujer vivan su intimidad conyugal según el orden natural -cumpliendo la ley natural- abriéndose, en lo que dependa de su voluntad, a los hijos. Aquello que, en relación a la fecundidad, no depende de su voluntad y, por consiguiente, no constituye deber o derecho mutuo, no afecta al bien de la fecundidad como bien esencial del matrimonio. Esta «fecundidad» que es rasgo esencial del vínculo jurídico se refiere a derechos y deberes y es exactamente igual en todo matrimonio, lo mismo si marido y mujer reciben la bendición de los hijos como si la naturaleza les ha negado ese gozo. Por eso me parece incorrecto hablar de «matrimonio estériles» y «matrimonios fecundos»; no hay matrimonio estéril, sino, en todo caso, varones o mujeres estériles.
Quizás podríamos preguntarnos por qué la esterilidad no lleva consigo la nulidad del matrimonio, cómo es posible que, siendo la generación de los hijos uno de sus tres bienes esenciales, el matrimonio esté constituido de tal manera que sólo se pide a los cónyuges que vivan su intimidad abriéndose a los hijos y no se les pide que sean realmente capaces de tenerlos. Hay una primera respuesta muy clara. El matrimonio está formado por un vínculo jurídico que contiene una serie de derechos y deberes; ahora bien, no puede existir ningún deber -y por lo tanto, no puede existir el correlativo derecho- a aquello que no está al alcance de la voluntad de los esposos. Nadie está obligado a hacer lo que escapa de su voluntad y nadie tiene derecho a exigir de otro lo que no depende de él. En la generación de los hijos, depende de la voluntad de los esposos unirse en el don recíproco y no alterar el proceso natural que su acto desencadena, no más.
La esterilidad es un defecto de ese proceso natural que está más allá del acto conyugal y de la conducta que se pide a los esposos; por lo tanto, la esterilidad no afecta a los derechos y deberes matrimoniales. La fecundidad propia del matrimonio se refiere al objeto de los derechos y deberes conyugales y es igual en las personas estériles que en las fecundas. Lógicamente, la esterilidad no puede afectar a la validez del matrimonio.
Pero cabe todavía ir más a la raíz y buscar la respuesta más profunda a la cuestión planteada. Esta respuesta es que el hombre es persona y, como tal, no puede ser considerado ni tratado como un simple medio o instrumento. El esposo no puede querer a la esposa como simple instrumento de procreación, ni la esposa puede querer al esposo como tal instrumento. El amor a los hijos pasa necesariamente por el amor al esposo o a la esposa en sí mismos. Se ha de amar al posible hijo como fruto del amor al otro; no es, en cambio, correcto amar al otro sólo en cuanto medio para tener hijos. El genuino amor conyugal desea ver plasmada la unión con el otro en los hijos y se abre generosamente a ellos; pero ese deseo de tener hijos pasa por el amor al otro. Por eso, el matrimonio con un estéril es perfectamente válido. Quien rechaza a su esposo o a su esposa por ser estéril comete una grave injusticia y muestra palpablemente que ni trata ni ama al otro como corresponde a su condición de persona; lo trata como instrumento, como cosa; su conducta es profundamente injusta. De ahí la honda injusticia de las leyes que amparan tal conducta, acogiendo como causa de divorcio la esterilidad del otro cónyuge.
P. - ¿Por qué se dice que no es aceptable que, cuando el esposo es estéril, la esposa sea fecundada artificialmente y, en cambio, se acepta la adopción de un hijo que también es, en ese caso, artificial?
R. - Sinceramente no veo que sean dos casos comparables. El sentido de la adopción es ofrecer un hogar a un niño que se halla en circunstancias de desamparo familiar, dándole acogida como si fuese un hijo; y esto es una acción laudable y deseable. No veo aquí ninguna artificiosidad, sino amor y entrega, que es el modo más excelente de relacionarse los hombres entre sí.
La fecundación artificial es cosa muy distinta. Aquí se trata de engendrar, de dar vida a un nuevo ser y la cuestión reside en cuál sea el medio éticamente correcto para transmitir la vida. El punto clave está, una vez más, en comprender la dignidad de la persona humana, tanto de quienes engendran como de quienes son engendrados. Engendrar es transmitir la naturaleza humana, cooperando en la generación de una persona humana, mediante la fecundación de la esposa por el esposo. Esta fecundación es un acto de dos personas, no es una unión material como en los vegetales o en los animales.
Cuando se trata de una unión material no hay inconveniente en sustituir la naturaleza por el arte humano, porque el sentido del acto no cambia: la acción de fecundar es material en uno y otro caso y como lo engendrado es pura materia, hay correspondencia entre el acto de fecundar y lo engendrado. ¿Qué más da que el semen del buey llegue a la vaca por fecundación natural o por inseminación artificial?
En el hombre, la acción de engendrar no es un acto simplemente material; la intimidad conyugal es don recíproco de dos personas que expresan, mediante su unión engendradora, la unidad en las naturalezas.
Quizás valga la pena detenerse un tanto en este punto. Hemos dicho que el matrimonio es una unidad en las naturalezas, un vínculo jurídico que une a los dos esposos en los principios operativos del sexo, constituyéndolos en una profunda e íntima unión de cuerpos y almas. Recordando esto, es oportuno que intentemos llegar a la finalidad de esta unión; es decir, ¿por qué el matrimonio es una unidad en las naturalezas? ¿por qué la naturaleza, esto es, Dios, ha hecho que el matrimonio sea así? Si nuestra mirada se dirige a la amistad o amor conyugal, observamos que no nos da la respuesta; el amor o amistad entre dos seres humanos, por honda e íntima que sea, no requiere unidad en las naturalezas, pues basta la unión de almas y además un vínculo jurídico no es necesario para el amor y la amistad. ¿Y el hogar y la mutua ayuda? Tampoco aquí encontramos contestación adecuada; ni el hogar común ni la mutua ayuda precisan la unidad en las naturalezas, unidad que no existe entre padres e hijos ni entre hermanos ni entre los demás familiares.
Quizás podría pensarse que, vistas las obligaciones mutuas que un hogar o núcleo familiar de vida privada encierra, no estaría de más un contrato entre marido y mujer; es cierto, pero bastaría un contrato civil sin la fuerza, la intensidad e indisolubilidad del matrimonio.
Ninguna de estas cosas nos explica por qué la especie humana está dividida en varón y mujer, ni por qué ambos se unen en una unidad en las naturalezas. En cambio, nos lo explicamos perfectamente si fijamos nuestra atención en la generación de los hijos. La distinción sexual existe, en todos los seres así conformados, en función de la reproducción; por eso la tendencia al matrimonio incluye la tendencia al acto fecundativo -el acto conyugal- y el amor conyugal tiende a expresarse en ese acto. Por otra parte, es preciso tener en cuenta que el acto de engendrar consiste en transmitir la naturaleza específica al ser engendrado. El ser engendrado es fruto de la fusión del principio generativo del padre con el principio generativo de la madre; lo cual implica que la transmisión de la naturaleza humana al hijo se realiza por una fusión biológica o unidad del principio natural del padre con el principio natural de la madre; esto es, el hijo es la unidad en las naturalezas de marido y mujer, realizada, no ya en el plano jurídico como en el matrimonio, sino en una persona humana nueva. Ahora, me parece, se puede comprender mejor el matrimonio y que uno de los tres rasgos esenciales sea la ordenación a la fecundidad.
El matrimonio ha sido constituido como una unidad en las naturalezas, porque marido y mujer se constituyen en principio unitario de la generación del hijo. De este modo, el acto conyugal es la expresión de que varón y mujer son matrimonio, forman una unidad en las naturalezas, cuya más alta realización es el hijo.
Pueden observarse así como tres maneras de ser de la· unidad en las naturalezas. Marido y mujer se constituyen en esa unidad de modo jurídico por el matrimonio; se manifiestan y se expresan como tales en el acto conyugal; y esa unidad se plasma ontológicamente por la fusión de los principios naturales de ambos, en el hijo.
El hijo es, si se me permite la expresión (hablo en sentido figurado), la imagen sustancial del matrimonio, esto es, el fruto ontológico de marido y mujer en cuanto son una unidad en las naturalezas. El hijo así engendrado entra a formar parte de la comunidad familiar de los esposos y en ella es alimentado y educado hasta que alcanza su madurez. El matrimonio es, pues, el medio propio de la persona humana para ser engendrado, protegido y educado. Se comprende bien, me parece, cuánto alteran el orden natural humano las relaciones íntimas extraconyugales y la generación fuera del matrimonio.
Pero sigamos avanzando en nuestras reflexiones. El hombre, por ser persona, no engendra por un acto simplemente material. El acto conyugal es un acto personal, un don mutuo y recíproco de los esposos, en el que éstos ponen en juego su amor mutuo y el esposo realiza el acto de suyo tendente a la fecundación de la esposa. Es un acto en el que marido y mujer se unen en cuerpo y, por el amor, en alma.
Es un acto enteramente personal. Aunque los principios generativos del padre y de la madre se refieren al cuerpo -el alma es creada inmediatamente por Dios-, ese cuerpo es un cuerpo humano, un cuerpo que por naturaleza pide un alma, en otras palabras, el acto generativo tiende hacia la entera persona; ellos, engendrando el cuerpo, engendran a la persona del hijo. Por eso son padres de la entera persona. Así, pues, la entera persona es engendrada por medio de un acto –el acto conyugal-, que es también enteramente personal: cuerpo y alma, acto físico transido de amor personal. Hay, pues, una adecuación entre el acto que tiende a generar y lo engendrado. El acto conyugal es digno del hijo engendrado, hay una correlación entre la dignidad de la persona humana engendrada y la dignidad del acto por el que los padres tienden a engendrarla. Un acto personal, como lo es en el hombre la transmisión de la naturaleza humana, no puede sustituirse por manipulaciones de laboratorio. De ninguna clase. Quien advierta la dignidad de la persona humana, comprenderá con luminosa claridad por qué la inseminación artificial no es propia de los hombres. ¿Por qué no es admisible la fecundación artificial en el hombre? Simplemente porque la mujer es persona humana y el hijo lo es también.
Por lo demás, el hijo fruto de la inseminación artificial nunca es fruto del matrimonio, aunque se fecunde a la mujer con el semen del marido; es un hijo extramatrimonial. Lo veíamos antes; la expresión de la unidad en las naturalezas -el matrimonio--- es el acto conyugal; este acto constituye la realización propia y específica de la dimensión generativa del matrimonio y no hay otra. Desde luego no son expresión de esa dimensión del matrimonio las manipulaciones de laboratorio. Por eso el hijo engendrado por inseminación artificial es fruto de ambos, pero no de su matrimonio, no es hijo matrimonial según la naturaleza, aunque sea legítimo según la ley estatal.
Si a esto añadimos que la pregunta se refiere al caso del marido estéril y, por lo tanto, a un caso en el que la fecundación artificial debería hacerse con el semen de un tercero, la solución es todavía más clara. El hijo engendrado no es hijo del marido, sino de la esposa y un tercero; por lo tanto, el hijo no es fruto del matrimonio. Es un ataque frontal -no por consentido menos inmoral ni menos brutal- a la unidad en las naturalezas que por el matrimonio forman marido y mujer. El matrimonio exige la unidad y la fidelidad, porque, al constituirse varón y mujer en una unidad en las naturalezas, los principios operativos del sexo -entre los que se incluyen (y de modo fundamental) cuantos se refieren a la generación de los hijos- se unen jurídicamente entre sí por la relación de coparticipación y coposesión antes indicada; y esta relación, por su naturaleza, es exclusiva, no admite tercerías. Dicho de otro modo, por el matrimonio la capacidad engendradora del esposo queda referida de modo exclusivo a la capacidad engendradora de la esposa y viceversa; la unión de cuerpos y almas o unidad en las naturalezas implica la unión una e indisoluble de esas capacidades. Con razón ha dicho un autor que la inseminación artificial con intervención de tercero es un «adulterio casto».
Si me permiten unas reflexiones en voz alta, diré que estas técnicas de laboratorio y muchas otras me evocan irremediablemente las contradicciones de nuestra época. Nunca se ha hablado tanto de dignidad del hombre y sería difícil -me parece- encontrar épocas donde esa dignidad haya sido más desconocida y más atacada. ¿Qué idea de la dignidad humana tendrán quienes no ven inconveniente en que se puedan tener hijos por fecundación artificial? ¿Qué idea tendrán de lo que es engendrar? Se ha reducido al hombre a sus dimensiones materiales y, lógicamente, se le trata como materia, como a un animal más. El primer paso es la trivialización del sexo: de un don mutuo en el que ambos, expresando su amor personal, expresan su unidad en las naturalezas haciéndose un principio común de generación, se pasa a una unión física en la que se busca la satisfacción incondicionada del placer excluyendo los hijos. Reducido el sexo a pura satisfacción, si se desea el hijo, se desea como satisfacción de un anhelo personal, que se busca tan incondicionadamente como el placer, sin parar mientes en la aberración que es querer tener un hijo por mediación de un tercero (eso sí, con un laboratorio por medio), etc. Pero los pasos siguientes son más graves: siendo el acto conyugal principio de vida, su trivalización lleva lógicamente a la trivalización de la vida humana; de los anticonceptivos se llega al aborto y del aborto a la eutanasia.
Como de la fecundación artificial se llega a los hombres «clónicos», a la manipulación genética, etc. ¿Qué queda de la dignidad del hombre? Nada.
Defender el matrimonio resulta así defender la dignidad de la persona humana. Y sobre todo es afirmar la verdad sobre el hombre, una verdad que siempre acaba por imponerse. La regla suprema del obrar humano es la ética -porque es persona-, no la técnica (porque no es un animal). La técnica ha de estar subordinada al hombre, tiene su límite en la ética, que es tanto como decir que tiene su límite en la dignidad de la persona humana.
P. - Todos los seres humanos tenemos defectos y virtudes. La prolongación de uno mismo que implica el matrimonio, ¿puede entenderse como el equilibrio entre las virtudes y defectos contrapuestos de los cónyuges? Las virtudes que le faltan a un cónyuge las puede tener el otro, ¿se puede entender esto como prolongación de uno mismo?
R. - Hay que distinguir. Una cosa es el matrimonio y otra cosa es la vida o convivencia matrimonial, aunque la vida matrimonial es realización del matrimonio. El matrimonio, lo repito una vez más, es unidad en las naturalezas; por lo tanto, lo que une jurídicamente son potencias naturales, no virtudes. En otras palabras, no hay derechos y deberes sobre las virtudes del otro. En este sentido, la prolongación de uno mismo se refiere de modo directo al otro respecto de sus potencias naturales y no respecto de sus virtudes.
Ahora bien, esa unidad en las naturalezas comporta un amor pleno y total, un amor que se extiende a la totalidad de la persona del otro cónyuge. Como el otro es carne de la carne de uno mismo y hueso de sus huesos, hay que amarlo como uno se ama a sí mismo, con sus virtudes y con sus defectos. Por otra parte, esa unidad en las naturalezas comporta la comunidad conyugal, la comunidad de vida, y ahí sí que el matrimonio, al comportar esta comunidad, lleva consigo un equilibrio afectivo y una complementariedad de virtudes... y defectos. Los cónyuges se complementan en sus temperamentos, en sus caracteres y en sus virtudes. Y sobre todo se compenetran por su amor.
P. - Yo no veo que en principio sea muy natural que la única manera de acabar con el matrimonio sea la muerte. Si un matrimonio va mal, creo que va más contra naturaleza que uno pretenda vivir con ese matrimonio y vea que realmente está haciéndose daño. Yo no veo claro eso de que sea muy natural la disolución sólo por la muerte.
R. - Supongo que habrán notado desde el principio que he intentado, por todos los medios posibles en el tiempo disponible, aclarar el lenguaje y los modos de decir. Esta actitud es fruto del convencimiento de que la imprecisión del lenguaje es a la vez causa y fruto de malentendidos.
Mi amable interlocutor me disculpará si digo que, para hablar de la indisolubilidad, no es buen camino hablar de que «un matrimonio va mal» o que la indisolubilidad es o no es «muy natural». Ningún matrimonio va mal y la indisolubilidad no es ni muy ni poco natural, es simplemente «natural». Y me explico.
Advertí en su momento que, para entender el matrimonio, hay que distinguir entre matrimonio y vida matrimonial. Quizás con un ejemplo conseguiré explicarme mejor: una cosa es tener el título de médico dado por la Facultad y otra distinta es el ejercicio de la profesión médica. Una vez egresado de la Facultad, el médico puede decir que le «va bien» o le «va mal» el ejercicio de la profesión, pero no tendría sentido decir que le «va bien» o le «va mal» el título de médico. El título ni va ni viene, simplemente se tiene; no es otra cosa que un conjunto de derechos y deberes que los sigue teniendo igualmente, cualesquiera que sean los eventos de su vida profesional. Sin extrapolar los ejemplos, que sólo son válidos en unos concretos aspectos, de modo similar al ejemplo propuesto no se debe confundir el matrimonio –que está formado por un vínculo jurídico, que contiene unos derechos y deberes- con la vida o convivencia matrimonial. Lo que «va bien» o «va mal» es la convivencia matrimonial. Y en este punto tiene razón quien me ha hecho la pregunta: si una convivencia matrimonial va mal y se dan cuenta los cónyuges que esa convivencia les está realmente haciendo daño, no es contrario a la razón natural que –ponderados los pro y los contra- rompan esa vida matrimonial si no hay otro remedio. Sí, de acuerdo, pero esto no se llama divorcio, sino separación de cuerpos.
Una de las cosas que más me ha llamado la atención de los divorcistas es su pertinaz confusión de argumentos, no sé si de modo intencionado o no, escamoteando el tema de la separación y atribuyendo a la indisolubilidad consecuencias que de ninguna manera le son propias. Por mi parte, intentaré clarificar la cuestión, en lo que me sea posible dentro de la obligada brevedad.
Me parece de elemental honestidad distinguir dos grupos de argumentos en favor del divorcio. El primero está formado por todos aquellos argumentos que se refieren a la persistencia de la vida matrimonial: el daño que supone vivir con quien -por las razones que sean ya no se ama o resulta inaguantable. Este tipo de argumentos está recogido en certera síntesis por la pregunta que se me ha hecho. Como otro aspecto de esta clase de razones, se habla también del daño que la vida matrimonial no pacífica ocasiona a los hijos: sufrimiento, alteraciones psicológicas, etc. Una vez enunciados los argumentos de esta serie, se concluye que la indisolubilidad es inhumana y que el bien de los cónyuges y de los hijos postula el divorcio. Pues no, esto es falsificar la indisolubilidad del matrimonio y ofrecer una conclusión que no se deduce de las premisas; es sencillamente un conjunto de argumentos falsos.
Y la conclusión es falsa, porque la indisolubilidad del matrimonio no impide la ruptura de la convivencia matrimonial en estos casos. Si, como decía mi interlocutor, un «matrimonio va mal» y es dañoso seguir conviviendo para los casados y, en su caso, para los hijos, los cónyuges pueden separase y romper su convivencia, en los mismos términos que la rompería el divorcio. Si la separación está -como debe estar- bien regulada por la ley, el remedio ofrecido por el divorcio es igual al ofrecido por la separación. Más aún, hay algo en lo que ofrece mejor solución la separación que el divorcio; con la separación queda siempre abierta la posibilidad de reconstruir el hogar que pasó por situaciones críticas.
En otras palabras, esos pretendidos argumentos divorcistas se fundan en atribuir a la indisolubilidad -por ignorancia o por malicia una consecuencia que nadie ha dicho que le sea propia: la irremediabilidad de la convivencia perturbada. El argumento del divorcio como remedio es falso de todo punto, porque el mismo remedio –propiamente hablando mejor remedio- ofrece la separación.
¿Cuál es el otro grupo de argumentos en favor del divorcio? Todos aquellos que se resumen en lo que llaman «reconstruir la vida»; en otras palabras, la posibilidad de contraer nuevo matrimonio. Este es el único argumento propiamente divorcista, al que no ha hecho referencia la pregunta y por ello debería dar aquí por terminada la respuesta.
No quiero, sin .embargo, dejar de añadir algunas palabras al respecto, porque enlazan con la expresión «muy natural» usada en la pregunta.
Cuando decimos que la indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio, que le es «natural», queremos decir que es una propiedad que dimana de la esencia de la unidad en las naturalezas. No cabe aquí decir «muy natural» ni «poco natural», porque «muy» o «poco» indican una gradación que es inaplicable al sentido de la palabra «natural» atribuida a la indisolubilidad. Que el fuego queme o que el sol dé luz no es ni muy natural ni poco natural; quemar o lucir es un efecto natural a secas. De parecida manera, cuando calificamos a la indisolubilidad de natural al matrimonio, no queremos decir que sea una consecuencia «lógica», «adecuada», «la que mejor defiende los valores del matrimonio», o cosas por el estilo. Si «natural» tuviese ese sentido, cabría efectivamente decir que es o no es «muy natural» la indisolubilidad. Pero no tiene ese sentido, sino el que manifiestan los ejemplos puestos. La naturaleza del fuego produce quemaduras, como la naturaleza del medicamento produce la salud; este es el modo según el cual la naturaleza del matrimonio comporta la indisolubilidad. Las razones de que así sea las he apuntado en la conferencia –bien es verdad que muy someramente, pero es «muy natural» que así lo haya hecho ya que no es ese el tema que he venido a desarrollar y no es del caso repetirlas ahora.
Sólo quiero añadir una cosa relacionada con la expresión «muy natural». En la polémica divorcista se observa que los argumentos que se dan en favor del divorcio son de utilidad y conveniencia, es decir, se dan las razones que, a juicio del que habla, deberían llevar a implantar el divorcio o a mantener la legislación divorcista vigente, y ahí está, a mi juicio, el error central. Porque antes que discutir sobre si debe o no debe haber divorcio, lo que ha de quedar claro es si el Poder legislativo y el Poder judicial de un Estado pueden disolver el matrimonio. Porque, ¿qué diríamos de un Parlamento que se pusiese a discutir una ley para regular el curso de las nubes y cuándo debe llover o no? ¿Acaso las nubes iban a obedecer esa ley y convertirse en la ansiada lluvia cuando el legislador lo hubiese establecido? Si el hombre no puede disolver el matrimonio, ¿qué es una ley divorcista sino una sangrante comedia? Y ¿qué hace el juez dictando solemnemente el divorcio si, en virtud de su naturaleza, el matrimonio es indisoluble? Como no sea el ridículo... Por no referirnos a los cónyuges divorciados que se vuelven -según dicen- a «casar»; ¿no introducen acaso una grave falsedad en su vida?
Esta es la cuestión; antes de ver si el divorcio es conveniente, hay que ver si es posible. Pues bien, cuando decimos que la indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio, no hablamos de conveniencia, sino de una realidad natural, contra la que nada puede el hombre, salvo equivocarse o hacer el hipócrita. No pudiendo extenderme más, me limitaré a recordar lo que antes he dicho: el vínculo matrimonial es un vínculo natural, causado por la misma naturaleza humana puesta en acción por el consentimiento de los contrayentes. ¿Hará falta repetir, como si no fuese evidente y experiencia común, que el hombre no puede alterar a su voluntad las leyes de la naturaleza? ¿Será necesario recordar que ya los juristas romanos -paganos ellos, que no cristianos- dijeron que las leyes de los hombres no pueden destruir ni corromper el derecho natural? Y si de los paganos pasamos al Evangelio, ¿podrá el hombre disolver lo que Dios unió?
Luego si el hombre no puede disolver el matrimonio y las leyes del Estado y las decisiones de los jueces dejan intacto el vínculo matrimonial, a pesar de todos los pesares, ¿para qué sirven las «razones» en favor del divorcio?
Los divorcistas se saltan demasiadas cosas, porque antes de hablar de las razones del divorcio, tendrían que demostrar que el matrimonio no es natural ni una unidad en las naturalezas. En otras palabras, llegamos a lo que dije al poco de comenzar a hablar: el divorcista ha de comenzar por dislocar la noción de matrimonio, convirtiéndolo en un «contrato civil» o en una «institución cultural». No puede ser de otra manera, porque quien entiende qué sea la unidad en las naturalezas en la que consiste el matrimonio, no tiene la más mínima duda de que es indisoluble.
P. - El caso es que el divorcio se extiende; cada vez más sucede que los casados se divorcian. Cada vez más sucede, luego no se puede decir que no sea natural.
R. - Está visto que ya que no se me da torear con toros de verdad, hoy me toca lidiar con las palabras. Veremos si consigo que el toro lingüístico no me dé una cornada y logro torearlo con una larga cambiada.
¿ Acaso porque una cosa suceda cada vez más es natural? Porque sucede cada vez más que se usan las drogas, hasta constituir una de las peores lacras de nuestro tiempo; sucede cada vez más -en mi país y en muchos otros, no sé en México-- que aumenta la delincuencia juvenil; sucede cada vez más que los asaltos callejeros y los desvalijamientos de viviendas aumentan prodigiosamente; sucede cada vez más que hombres y mujeres se suicidan; suceden cada vez más... ¿para qué seguir con la lista?
Hemos tropezado con el sociologismo, que es una forma de pensar que viene a decir: si se da cada vez con más frecuencia un tipo de conducta, hay que legalizarla. ¿Hay cada vez más vidas matrimoniales desunidas? Introduzcamos el divorcio. ¿Las mujeres son cada vez más proclives al aborto? Legalicémoslo. ¿Las drogas se extienden cada vez más? Despenalicemos su uso. ¿Hasta dónde se puede llegar con este razonamiento? Con el sociologismo como guía, el final es un abismo sin fondo.
Pero vamos a ver, ¿qué es lo natural? Porque hay una manera de decir que una conducta es natural y hay otra manera de decir lo mismo. El hombre tiene una naturaleza con inclinaciones a lo correcto y con tendencias hacia lo que sabemos que está mal. Los cristianos llamamos concupiscencia a ·las inclinaciones hacia el mal y sabemos que esto es consecuencia del pecado original. En otras palabras, la naturaleza del hombre es una naturaleza herida, con desajustes. Pues bien, propiamente hablando llamamos natural a aquello que corresponde a la naturaleza humana según su propia manera de ser correcta; este es el sentido normal de la palabra natural y aquel que se usa cuando hablamos de propiedades naturales, derecho natural, moral natural, etc. Según este sentido, lo natural -repito- es lo que corresponde a la naturaleza del hombre, no a sus desviaciones y fallos, que son antinaturales.
Ocurre, sin embargo, que en el lenguaje coloquial, el que usamos los hombres corrientemente, llamamos naturales también a los defectos del hombre, a todo lo que hace el hombre según su modo de ser, correcto o desajustado. Y así nos parece muy natural que un varón pierda la cabeza ante una mujer atractiva que no es la suya. Me viene ahora a la memoria una noticia que leí en la prensa hará cosa de un año. Una benemérita dama francesa acababa de organizar una campaña contra la inmoralidad de sus paisanos, pretendiendo una regeneración de costumbres; los hombres y mujeres -decía- deben llegar vírgenes al matrimonio. Pero añadía una coletilla: pedía a los hombres que llegasen vírgenes al matrimonio... hasta los treinta años, porque no le parecía «natural» que un varón pudiese vivir la abstinencia casta más allá de esa edad.
Pongámonos de acuerdo a qué llamamos natural. Según el segundo sentido de natural, es desde luego natural que quien sólo busca el placer sensible, cambie de esposa cuando encuentra otra mujer más joven y más atractiva; es natural que quien ha perdido el sentido de la vida busque evadirse de la realidad por el alcohol o por las drogas; es natural que el desempleado con graves dificultades económicas atraque un banco; es natural... ¿Habrá que aclarar que cuando hablamos de la indisolubilidad del matrimonio no decimos que sea natural en este sentido? En este sentido, lo natural es el divorcio.
«Cada vez más sucede», sí, pero lo decisivo no es que suceda cada vez más, sino por qué sucede cada vez más. ¿La gente se divorcia cada vez más, porque cada vez es más virtuosa, porque cada vez es más honesta, porque cada vez intenta más superar sus defectos, porque estamos ante una sociedad cada vez más consciente? O, por el contrario, ¿estamos ante una sociedad cada vez más permisiva, más materializada, más insensible hacia los valores humanos? Si es verdad lo segundo, es natural que la gente se divorcie cada vez más, pero ese natural es, en realidad, antinatural según el primer sentido de la palabra natural.
Cuando por natural entendemos lo que corresponde a la naturaleza humana -no según sus desviaciones, sino según lo que a ella le pertenece en sí misma- nada dice lo que suceda cada vez más o cada vez menos; lo importante es el motivo de que así suceda: ¿se están regenerando los hombres? ¿se están degenerando?
Lo natural no es lo que sucede, sino lo que, permaneciendo, es regla y norma para enjuiciar eso que sucede.
El hombre es naturaleza y es historia. Es núcleo permanente y cambio; «lo que sucede» es historia, no naturaleza; es tiempo, no propiedad natural. Por eso, «lo que sucede» no indica lo que es natural.
¿Que hoy sucede que los hombres se divorcian cada vez más? Bueno, también hubo épocas en las que los hombres se divorciaron cada vez menos (por ejemplo, en Europa entre los siglos IV y VIII; Y del IX al XVI no se divorció nadie). En uno y otro caso, lo que sucedió o lo que sucede no señala otra cosa que un dato histórico, y los datos históricos son hechos) no normas de derecho natural ni propiedad esencial del matrimonio.
Por la naturaleza enjuiciamos la historia y advertimos si la evolución que sigue la sociedad es regenerativa o degenerativa. Y la naturaleza del matrimonio y la del hombre nos dicen que el hecho de que suceda que hoy aumenta el número de divorcios es un hecho degenerativo. ¿Conocen Vds. a alguien que haya dicho lo contrario? Yo no, y los datos que tengo proceden de informes de personas y organismos de la más dispar ideología. Seamos sinceros, ¿puede alguien pensar que es natural, esto es, bueno y acorde con el bien del hombre y la sociedad, que aumenten los divorcios? ¡Si no lo piensan ni los divorcistas más apasionados!
La moraleja de cuanto he dicho me parece clara: no pasemos del hecho a la norma, de lo que es a lo que debe ser. Esta trasposición es una falacia; y conste que quienes más insisten en que no debe caerse en tal falacia son esos pertinaces negadores del derecho natural que son los seguidores de la filosofía analítica.
P. - ¿Podría hablar un poco sobre los derechos y deberes de la pareja?
R. - Hoy se tiende -y conste que no me refiero a mi amigo interlocutor- a hablar de la «pareja» en lugar de matrimonio y no por un uso inocente. Quieren asimilar a los casados con los amancebados. ¿Saben Vds. que algunos organismos, al subvencionar a Universidades humanísticas, les ponen como condición que no usen la palabra matrimonio, sino el término «pareja»? Como ven, el cambio no tiene nada de inocente. Hablaré, pues, de los derechos y deberes que entraña el matrimonio; de los derechos y deberes que, por el matrimonio, tienen marido y mujer. Las demás parejas no tienen más que un derecho y un deber: separarse cuanto antes, o cuanto antes casarse.
Todos los derechos y deberes conyugales se deducen de la esencia y de la finalidad del matrimonio, de la unidad en las naturalezas.
Quienes se hacen una sola carne -unidad en las naturalezas- unen sus vidas y sus destinos. Tienen, pues, el derecho y el deber de vivir en una unidad de vida común y mutua ayuda: la comunidad de vida, por la cual ambos comparten casa, alimentos y todo cuanto forma la vida familiar.
También por ser una unidad en las naturalezas -unión de cuerpos y almas- tienen el derecho al don mutuo, a expresarse como unidad en las naturalezas mediante el acto conyugal. Al respecto quiero insistir en que el acto conyugal es un derecho, y cada uno de los esposos tiene el deber de estricta justicia de otorgarlo. Y digo esto, porque se está perdiendo esta conciencia, hasta el punto de que en algún país no han faltado tribunales que han dado sentencias negando que exista el derecho al que me refiero. Esto representa no comprender el matrimonio y subvertir su naturaleza y finalidad. Hablo, claro está, de petición razonable del derecho, no de brutalidad ni intemperancia.
En relación al uso del matrimonio, me permitiría hacer una llamada a la sensatez, especialmente a las mujeres. La pérdida del sentido del acto conyugal y el nefasto miedo a los hijos -generalmente la falta de amor y de generosidad; y siempre la falta de prudencia- conduce muchas veces a una prolongada y pertinaz negación de esta deuda (deuda de justica y de amor), que es la antesala del adulterio y origen del retroceso en el amor mutuo. ¡Y luego se quejan! ¡Si supiesen cuánto daño hacen -además de ser injustos- los esposos que niegan al otro el uso del matrimonio! Ya lo advertía, hace veinte siglos, San Pablo: «No os defraudéis el derecho recíproco, a no ser por algún tiempo de común acuerdo, para dedicaros a la oración; y después volved a cohabitar, no sea que os tiente Satanás por vuestra incontinencia». Pocos siglos después lo repetía, movido por desgraciadas experiencias de sus fieles, San Juan Crisóstomo: «¿Y en qué caso –me dirás- puede tener tanta fuerza el diablo que hasta ese punto nos engañe? -Escucha y guárdate de sus embustes. Mandó Cristo por medio de Pablo que la mujer no ha de separarse de su marido y que no han de defraudarse el uno al otro, sino de común acuerdo; pero algunas, sin duda por amor de la continencia, se han apartado de ellos y, creyendo hacer un acto piadoso, se han precipitado a sí mismas al adulterio. Considerad cuán grande mal ha resultado; pues, tras haber sufrido tanto trabajo, han merecido los más duros reproches y la última pena -se refiere a la condenación eterna- y empujaron a sus maridos al abismo de la perdición». Y aún aquí se trata de motivos piadosos -falsos desde luego-; ¿qué decir cuando la negativa proviene simplemente de la imprudencia, de la desidia, de la falta de deseo o del miedo a los hijos? No crean que hablo así por haber leído los pasajes citados; por mi trabajo profesional he atendido a lo largo de los años muchas consultas de casados: si supiesen el destrozo que causan en su matrimonio y en la vida de su esposo, o su esposa, quienes reiteradamente se niegan a usar del matrimonio! Por eso, desde que leí unas palabras de Mons. Escrivá de Balaguer, me han parecido la regla de oro de la conducta de los cónyuges: «Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos». Desconozco si hay entre Vds. Quienes no son católicos e incluso cristianos. No importa, porque aunque el lenguaje utilizado por quienes acabo de citar es eminentemente cristiano, la regla que están enunciando es también de ley natural y vale para todos.
Pero dejemos ya este punto y retomemos el discurso donde lo dejamos. Junto a los dos derechos citados, hay otros que están en relación con la finalidad procreadora del matrimonio: el derecho –que es también un deber- de recibir a los hijos y alimentarlos (criarlos, decimos en España), así como el derecho-deber de educar a los hijos. Por último, hay otro derecho-deber que es como continuación del derecho al acto conyugal: el derecho-deber de respetar el proceso natural que el acto conyugal desencadena (abstenerse de hacer algo contra el proceso generativo). Entran aquí todo tipo de manipulaciones anticonceptivas y abortivas; estas prácticas desvirtuan la finalidad natural del acto conyugal y lo pervierten. Un acto conyugal así manipulado, está corrompido y pierde su dignidad y su honestidad. Y añado que cuando estas prácticas se realizan sin el conocimiento del otro cónyuge o contra su voluntad, además de inmorales -que lo son siempre-, son injustas, porque, por la unidad en las naturalezas, cada cónyuge tiene un verdadero derecho sobre la potencia generativa del otro. Cuando he leído sentencias de algunos tribunales afirmando que la mujer casada puede usar de esos métodos libremente, incluso contra la voluntad de su marido, no he podido menos que recordar -además de la pérdida del sentido ético- la figura del juez injusto. Vuelvo a repetir lo mismo -quizás canse a mis oyentes, pero yo no me canso de decirlo-, hoy se ha subvertido, en muchos ambientes, la noción de lo que es el matrimonio.
Junto a estos derechos y deberes que acabo de enunciar, la vida matrimonial tiene unos principios informadores, que pueden resumirse en tres: los esposos deben vivir juntos, deben tender al mutuo perfeccionamiento material y deben contribuir al mutuo perfeccionamiento espiritual.
Me parece que, aunque muy esquemáticamente, he contestado a la pregunta.
P. - Vd. ha dicho que el matrimonio no es una legalidad ni una legalización ni un contrato, sino la unión natural de varón y mujer, viviendo juntos mediante el consentimiento. Entonces, dos personas que están en amasiato, ¿son matrimonio?
R. - ¿Llaman Vds. amasiato a lo que en España llamamos concubinato o amancebamiento?
P. - Sí, varón y mujer viviendo juntos, sin firmar contratos, ni legalizar, en pleno consentimiento...
R. - Entiendo, entiendo. Veo que de nuevo embiste el toro lingüístico. Vayamos por partes. El matrimonio no es un contrato civil, pero sí es un verdadero contrato -en el sentido en el que Vd. Usa esta palabra-, un contrato de derecho natural. Por eso he usado el término compromiso y también celebración. Con ello quiere decirse que se trata de un pacto (el pacto conyugal), por el que los cónyuges, entregándose y aceptándose como esposos, dan origen a derechos y deberes mutuos. Se trata, pues de un pacto de naturaleza jurídica, un acto jurídico -lo que Vd. llama contrato-- del que nace un vínculo jurídico. Además, he distinguido repetidamente entre matrimonio -formado por un vínculojurídico-- y vida matrimonial.
Pues bien, el amasiato se constituye por la libre voluntad de los amancebados, porque consienten; pero, obsérvese bien, lo consentido es el hecho de vivir como marido y mujer y no el ser marido y mujer.
El consentimiento matrimonial -el pacto o contrato matrimonial- no tiene por objeto el vivir como marido y mujer, sino el ser marido y mujer, el hacerse -por el vínculo jurídico-- una unidad en las naturalezas. Esta unidad no es un modo de vivir, sino una coposesión y coparticipación jurídica -mediante derechos y deberes- en los principios operativos del sexo. Esto, precisamente esto, es lo que falta en el amasiato.
Los amancebados pueden imitar la vida de los casados, vivir como si estuviesen casados, pero no son unidad en las naturalezas, no forman esa unión de cuerpos y almas que, por el vínculo jurídico, constituye el matrimonio. El amasiato es una inautenticidad, es una falsificación.
Por otra parte, quiero aclarar lo que he dicho en la conferencia, por si ha quedado alguna duda. El matrimonio no es sólo una legalización, ni una legalidad. Pero esto no quiere decir que no sea correcto que el matrimonio esté legalizado o que no deba existir una legalidad sobre el matrimonio.
Lo justo -así lo exige su condición de estado socialmente público- es que el matrimonio esté legalizado; pero una cosa es la legalización y otra el matrimonio. Asimismo y por la misma razón apuntada -su repercusión social- debe existir una legislación sobre el matrimonio; lo que ocurre es que no debe confundirse la legislación con la institución sobre la que se legisla.
Una última precisión. Al decir que el matrimonio es una institución natural, queremos decir que es de derecho natural)· el vínculo jurídico es de derecho natural y los derechos y deberes que contiene son también de derecho natural. Nada más ajeno al matrimonio que decir que es natural como contrario a estado o condición jurídicos y sociales, algo así como el estado natural de Robinson Crusoe o del buen salvaje de los enciclopedistas del siglo XVIII. No, no es eso. El derecho natural no es derecho del Estado (dado o constituido por el Estado), pero es el fundamento del derecho del Estado y su elemento civilizador por excelencia. El matrimonio es de derecho natural y, por serlo, es la forma humana y civilizada de unirse el varón y la mujer. y siendo como es una forma civilizada, admite que su celebración esté regulada por la ley -de la Iglesia para los cristianos, del Estado para los demás- y que sus efectos sociales lo estén también.
El derecho natural y el derecho positivo son partes del derecho propio de la sociedad y ambos deben formar una unidad armónica. Esto supuesto, ¿qué corresponde al derecho del Estado y qué corresponde al derecho natural en lo que atañe al matrimonio?
Pertenece al derecho natural el derecho a casarse y formar una familia, la esencia del matrimonio, sus fines y sus propiedades esenciales, el conjunto de derechos y deberes conyugales que antes he expuesto, la capacidad natural de contraer matrimonio, la esencia del pacto conyugal y sus efectos propios y específicos. Atañen a la legislación, canónica o civil según los casos: los requisitos formales de la celebración del matrimonio, los presupuestos de capacidad que sobrepasan la capacidad natural, los efectos de los vicios y defectos de la voluntad, la eficacia de los pactos y modos añadidos al pacto conyugal, las causas de separación y nulidad y los efectos del matrimonio contraído en relación a las demás relaciones y situaciones jurídicas. Como ven, el matrimonio es una institución natural integrada en la sociedad y, en determinados aspectos, regulada por la ley.
-Me permitirán que termine; con mucho gusto permanecería más tiempo hablando de estos temas, pero nos hemos alargado más de la cuenta. No sé si habrán aprendido algo; les puedo asegurar que Vds., los mexicanos, me han enseñado mucho.
*Conferencia-coloquio en el Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE) de la ciudad de México.
Persona y Derecho 10/11