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Dos sexos, ¿cuántos géneros?

Calibrar hasta qué punto el reparto de funciones entre hombres y mujeres está basado sobre todo en la biología o en la cultura ha sido un debate clásico en el movimiento feminista. Con este fin, se ha acuñado la distinción entre sexo y género. Pero las connotaciones de esta distinción van más allá de la lingüística. Hasta el punto que el término inglés gender se ha convertido en uno de los caballos de batalla de la Conferencia Mundial sobre la Mujer en Pekín.

¿Cómo ponerse de acuerdo sobre un documento cuando unos y otros no entienden del mismo modo las palabras que se utilizan? Esto es lo que ocurre con el término gender empleado en el borrador del documento para la Conferencia de Pekín. Fui testigo directo de la discusión que provocó en la reunión preparatoria de la Conferencia celebrada en Nueva York el pasado abril. En las discusiones, algunos países de habla hispana exigieron que en el borrador se ofreciera una definición de ese concepto. Pero en el borrador que irá a Pekín se señala que el término gender sigue pendiente de una definición. ¿Por qué es tan difícil llegar a un acuerdo? El término género está tomado de la lingüística, que distingue entre masculino, femenino y neutro. La novedad es su aplicación a la psicología y antropología. Se empezó a utilizar en el feminismo francés hacia los años 60 a raíz de la obra de Simone de Beauvoir, El segundo sexo. Pero fue Gayle Rubin quien a partir de 1975 acuñó la distinción sexo-género.

Mientras que el sexo es biológico, el género sería una construcción cultural: es decir, los papeles o estereotipos que cada sociedad asigna a los distintos sexos. Esta distinción se ha mostrado muy adecuada para discernir entre los aspectos biológicos de la sexualidad (lo dado) y los factores culturales (lo construido).

Cultura ver su biología

Pero recientemente algunos sectores de feministas radicales han manipulado este concepto entendiéndolo de un modo peculiar. Esto es lo que ha provocado que en el debate sobre el borrador de Pekín haya habido una viva polémica en torno al significado conceptual de la palabra inglesa gender, así como del modo correcto en que debía traducirse, especialmente al castellano.

En el trasfondo de las discusiones aparecen distintos modelos de entender las relaciones entre sexo y género.

Un primer modelo, que hoy consideramos falso y superado, afirmaba que a cada sexo le correspondían por necesidades biológicas unas funciones sociales, invariables a lo largo de la historia. Esto iba unido a la justificación biológica y cultural de la subordinación de la mujer al hombre. La masculinidad y la feminidad serían el correlato psicológico natural de la diferenciación biológica.

Un segundo modelo admite que la perspectiva de género es adecuada para describir los aspectos culturales relativos a la distribución de funciones del hombre y de la mujer. Si los sexos son necesariamente varón o mujer, las funciones atribuidas culturalmente a cada sexo pueden ser intercambiables en ciertos aspectos. En alguna de sus dimensiones, el género se fundamenta en el sexo biológico: pero mucho del reparto de tareas consideradas en una época u otra propias de la mujer o del hombre es algo absolutamente arbitrario y sin base biológica. Simplemente, es un reflejo de los estereotipos formados por el grupo social, por las costumbres o por la educación.

La anulación de la diferencia

A diferencia de los anteriores, el tercer y el cuarto modelo afirman que lo cultural no tiene ninguna base en lo biológico. En esta línea, se acaba diciendo que la masculinidad y la feminidad constituyen dos conceptos independientes que apenas guardan relación con el sexo.

De acuerdo con el tercer modelo, los individuos -con independencia de su sexo- pueden vivir y manifestarse como seres masculinos, femeninos, andróginos o indiferenciados, sin que de ello se puedan inferir a priori indicios de disfuncionalidad.

Pero, a mi juicio, una cosa es que haya tareas que pueden desarrollar indistintamente el hombre o la mujer, y otra que existan identidades sexuales y personalidades andróginas o neutras. Pues la persona es inseparable de su cuerpo y, por tanto es un ser sexuado, que siempre desarrolla sus cualidades con matices propios de su sexo.

Para defender el enfoque propio del tercer modelo, se afirma que no hay sólo dos sexos biológicos, pues también existen hermafroditas. Pero aquí se pasa indebidamente del terreno biológico al cultural. Aparte de la escasa frecuencia de estos casos, también en el hermafrodita se da un predominio de lo masculino o de lo femenino, sin que pueda hablarse de un comportamiento sexual andrógino.

La anulación de la diferencia entre los géneros masculino y femenino es lo característico del cuarto modelo. Como propuso el primer feminismo radical, se trata de conseguir la absoluta igualdad entre varón y mujer. Para lo cual no basta sólo con eliminar el privilegio masculino, sino que hace falta dominar los condicionamientos biológicos. Esto se lograría cuando la mujer tuviera el control absoluto de la reproducción, incluyendo el aborto a petición. Y supondría una total liberación sexual, que implicaría el derecho del individuo a tener relaciones sexuales con otros, sin que importara su sexo o condición.

Entre los distintos enfoques de las relaciones entre sexo y género, parece que el segundo es el que hace más justicia a la realidad biológica y a la social. Si, por una parte, este modelo no identifica sexo con género, también reconoce que no todos los estereotipos sociales atribuidos a uno u otro sexo son una mera construcción cultural cambiable. Algunos de ellos tienen una mayor raigambre biológica, de manera que están inexorablemente unidos a la diferenciación sexual.

En definitiva, el concepto de gender no es neutro en este contexto. Unos están dispuestos a aceptarlo siempre que su significado no se desvincule del sexo biológico. Otros desean emplearlo para dar el mismo estatuto de normalidad a las distintas “orientaciones sexuales” y “pluralidad de formas familiares”, categorías que incluirían a gays y lesbianas. Una polémica que ya se suscitó en la Conferencia de El Cairo y que también estará presente en la de Pekín.

 María Elósegui  es Profesora Titular de Filosofía del Derecho. Universidad de Zaragoza.

Aceprensa 89/1995