Psicóloga, Magíster en Educación y Desarrollo Humano
 
                                      
                                    Resumen 
                                    El  presente artículo aborda el problema de la construcción del vínculo afectivo en  las familias en situación de vulnerabilidad, el cual surge a partir de la  investigación “El juego en la construcción del vínculo afectivo: sentidos que  le dan padres y madres de familias denominadas vulnerables”, desarrollada en el  marco de la Maestría en Educación y Desarrollo Humano. El método utilizado fue  documental. En el artículo se retoman planteamientos teóricos que ratifican a  la familia como agente socializador primario responsable de generar, a partir  del vínculo afectivo, una serie de elementos y herramientas para afrontar el  mundo.  
                                    En  las conclusiones se hace referencia al potencial de las familias que permite afrontar  la adversidad, relacionado especialmente con la fortaleza y solidez de los  vínculos afectivos entre padres, madres (o cuidadores) e hijos. Para que se den  estos vínculos se plantea como hipótesis que deben existir: 1) experiencias de  buenos tratos en la infancia; 2) capacidad de recuperación; 3) capacidades familiares  y resiliencia; 4) percepción de apoyo social. Por último, se hacen apuntes en  torno al rol de los profesionales, a la lectura de las familias vulnerables y a  los programas gubernamentales para las familias y la primera infancia. 
                                    Palabras  clave 
                                    Vínculo  afectivo, familia, vulnerabilidad social, factores de protección. 
                                    La afectividad es la  experiencia fundamental que garantiza la humanización de todo sujeto. 
                                    González (2010, p. 7).  
                                    Diversos  autores han planteado la importancia de los vínculos afectivos establecidos en  la infancia con la familia y los cuidadores centrales, para la conformación de  bases seguras en la forma de relacionamiento de todo ser humano consigo mismo,  con los otros y con el entorno. Así mismo, algunas posturas teóricas sostienen que  en las familias consideradas vulnerables, una serie de circunstancias externas e  internas debilitan el sistema y reducen sus posibilidades de respuesta al  cambio. Esto implica que las relaciones humanas que se dan en su interior y los  vínculos afectivos que se construyen, se verían también afectados por dicha  vulnerabilidad. 
                                    No  obstante, desde otras perspectivas, se ha visto que si las familias son leídas  desde la óptica de sus potenciales y capacidades puede encontrarse en ellas  recursos que dan fuerza a los individuos y al sistema como tal y permiten hacer  frente a la adversidad; uno de esos recursos sería el vínculo afectivo seguro, el  cual, puede llegar a actuar como escudo protector, garantizando a los niños, a  sus padres, madres y cuidadores, un ambiente seguro que posibilita sobrepasar  el riesgo y conduce a la transformación. 
                                    El  presente artículo hace un recorrido por algunos planteamientos teóricos sobre  el vínculo afectivo y, posteriormente, se centra en el abordaje de dos  preguntas: ¿qué aspectos que hacen vulnerables a las familias y las ubican en  un mayor riesgo, pueden afectar la construcción del vínculo afectivo entre  padres e hijos? ¿Cuáles serían las condiciones que deben existir para que  padres, madres y cuidadores, pese a la vulnerabilidad social y a las dificultades  que esta conlleva, logren consolidar con sus niños vínculos afectivos seguros? Para  finalizar, se presentan algunos apuntes de la autora, a modo de propuestas. 
                                    Discusión 
                                    Noción  de vínculo afectivo 
                                    La  afectividad es una dimensión del desarrollo humano que se relaciona con la  forma como las personas se vinculan “consigo mismo, con los otros y con el  mundo” (González, 2010, p. 9), posibilitando la construcción del entre nos. En  el marco de esta dimensión, el amor como emoción humana ha hecho posible la convivencia  y permite “tratar al otro como un legítimo otro en convivencia con uno”, de acuerdo  con Maturana (1999, p. 22). 
                                    En  este orden de ideas, González (2010) plantea que la representación que tienen  los sujetos de sus personas significativas, en términos de afecto, está ligada  a las figuras con las que establecieron lazos en la infancia, ya sean de  cuidado o incluso de dolor, pero que estuvieron presentes en ese momento de su historia  de vida; por lo tanto, ese otro al que se refiere Maturana es nombrado en la  mayoría de los casos como familia. 
                                    En  el mismo sentido, Berger y Luckmann (1999) afirman que “no solo vivimos en el mismo  mundo, sino que participamos cada uno en el ser del otro” (p. 165). Para estos autores  la primera forma de participar en el mundo es a través de la familia, que es la  encargada del proceso de socialización primaria y con quienes se empieza a dar  todo un proceso de entrega y de correspondencia de significados. Empero,  reconocen que existen también otros escenarios de socialización que se  constituyen en mediadores culturales para la construcción de la dimensión  afectiva. 
                                    Al  respecto, Hernández y Sánchez (2008) plantean que los agentes educativos o  adultos significativos que intervienen en la infancia son los primeros filtros  que sirven como brújula de navegación en la construcción de la personalidad y  la identidad. Mélich (2002) ha dicho que el recién nacido tiene que ser recibido  por una familia que lo introducirá en el mundo y que solo la hospitalidad del  ámbito familiar hace posible la vida. 
                                    Por  su parte, Bowlby (1993) expone que la conducta afectiva tiene una base  biológica (apego), pues es compartida con otros miembros de la especie animal;  esta conducta es producto de la actividad de una serie de sistemas con los que  viene equipado el niño y, cuando se le estimula, le hacen buscar y mantener la  proximidad con su madre (o cuidador). Algunas de las formas como el niño busca  esa proximidad son el llanto, la succión, la aprehensión, entre otras. La  búsqueda de la figura del apego se activa principalmente “cuando está cansado,  hambriento, enfermo, o se siente alarmado, y también cuando no sabe a ciencia  cierta cuál es su paradero” (p. 335). 
                                    De  la respuesta de la madre ante esas búsquedas del niño, se deriva un tipo de  vinculación entre ambos y una manera de relacionarse que perdurará de por vida,  pues son las primeras relaciones humanas que se entablan en la infancia las que  erigen las bases de la personalidad. Tal como lo ha expresado el autor, “la  figura del apego no desaparece con la infancia, sino que persiste durante toda  la vida. Se seleccionan viejas o nuevas figuras, y se mantiene la proximidad o  comunicación con ellas” (Bowlby, 1993, p. 203). 
                                    Mientras  el apego parte entonces de una pauta biológica, la vinculación está en el orden  de lo social y tiene que ver con una estructura que funciona de una determinada  manera, con una dinámica en continuo movimiento y que se rige por factores de  orden psicológico (Pichón, 1985); en ello coincide con Oiberman (2008), quien  habla del vínculo afectivo como una ligadura emocional estable, propia del  mundo mental. 
                                    De  tal vinculación se deriva una pauta de conducta más o menos fija con el objeto,  que tiende a repetirse automáticamente. En este sentido, Bedoya y Giraldo  (2010) plantean que la vivencia del vínculo afectivo con los padres, madres y  cuidadores tiene incidencia en la construcción de ideas sobre sí mismo y sobre  el lugar y valor que se le ha asignado al sujeto, resultando ello en algo  estructurante en el contexto psíquico. Pero esa configuración psíquica requiere  una persona que no solo alimenta sino que también socializa, tal como lo  propone Chodorow (1984), cuando habla del ejercicio de la maternidad. Esa  persona, a partir de la satisfacción de necesidades del niño y de la  interacción social, lo involucra en el mundo y le hace saber que estará seguro,  porque es atendido y amado. Así lo expresa Bowlby (1993): 
                                    Las  madres cuyos bebés establecen un vínculo afectivo más sólido para con ellas son  las que responden con prontitud y de manera adecuada a las señales de los  pequeños, y que emprenden una activa interacción social con ellos, para deleite  de ambas partes (p. 344).  
                                    Oiberman  (2008) hace referencia a la construcción de ese vínculo madre/hijo afirmando que  el diálogo no verbal en la díada madre/bebé forma parte del sistema comunicacional,  y esa interacción comprende expresiones como miradas, sonrisas, caricias, entre  otras. Esta relación puede darse no solo con la madre (figura que por lo  general es elegida como central) sino con otras personas que el niño va  reconociendo como cercanas y con quienes interactúa (Bowlby, 1993; Chodorow, 1984)  y cada una de estas figuras recibe un trato diferenciado por parte del niño. El  padre, por ejemplo, es una figura que psíquicamente aparece después de la  madre, y construye el vínculo mucho más desde el juego, la actividad física y  de movimiento con su hijo, según investigaciones citadas por Oiberman (2008). 
                                    Aquellas  personas que rodean al niño, que le son cercanas, y en especial sus padres, son  quienes en palabras de Mélich (2002) acogen y posibilitan la existencia humana,  no en términos de sobrevivencia únicamente, sino de reconocimiento de  subjetividades, de una postura ética ante el otro que aparece como frágil y  finito. Es decir, a partir de cómo es acogido, el ser humano logra generar  relaciones con otros, bien sean de amor u odio, de alegría o tristeza. “El  recién nacido tiene que ser acogido, recibido por una familia que hará la  función de introducirlo en el mundo, el suyo y el de los otros” (Mélich, 2002,  p. 33). Todo esto induciría a pensar que cuando un ser humano no es acogido, su  existencia supone un riesgo y una dificultad. 
                                    Otro  autor que ha hecho alusión a la vida afectiva y emocional de los seres humanos  es Goleman (1996), quien afirma que las emociones y los sentimientos que priman  en un ser humano, así como su inteligencia emocional, dependen del tipo de  vínculo afectivo construido en los primeros años, dado que la familia es la  primera escuela para el aprendizaje emocional. 
                                    En  el mismo sentido, Hernández (1997) manifiesta que “la familia es una forma de vida  en común, constituida para satisfacer las necesidades emocionales de los  miembros a través de la interacción” (p. 16). La familia es entonces un medio  seguro para vivir diversas emociones en tanto haya intimidad, protección y afecto  incondicional. Agrega esta autora que la familia “tiene características propias,  en cuanto a que no hay ninguna otra instancia social que hasta ahora haya  logrado reemplazarla como fuente de satisfacción de las necesidades  psicoafectivas tempranas de todo ser humano” (p. 26). 
                                    Stern  (1978, 1997) sugiere que las lecciones básicas de la vida emocional se asientan  en los momentos de intimidad entre padres e hijos. Por lo tanto, es importante  que los niños sepan que sus emociones son recibidas con empatía, aceptadas y  correspondidas, a lo que el autor le llama sintonía. Mediante esta, las madres,  padres o cuidadores hacen saber a sus hijos que entienden lo que ellos sienten.  El autor también dice que a partir de sintonías repetidas, el niño empieza a desarrollar  la noción de que otras personas pueden compartir y compartirán sus  sentimientos. Por el contrario, la falta de sintonía genera un enorme perjuicio  emocional para los hijos, aunque este puede repararse en las relaciones  futuras. 
                                    Al  llegar a este punto, es preciso hacer claridad a la forma como se entienden  algunos conceptos de los abordados hasta ahora en el texto: 
  •  Afectividad: dimensión del desarrollo humano que tiene que ver con la  construcción de lazos emocionales y psíquicos con otros, los cuales empiezan a  darse simbólicamente en las relaciones desde antes del nacimiento y están  presentes a lo largo de la historia de vida de cada sujeto. 
  •  Relación: interacción dialéctica entre hombre y mundo externo que parte de la  necesidad. El mundo externo es determinante de la vida psíquica, y a la vez, la  vida psíquica del sujeto modifica el mundo externo a través de la praxis (Pichón  y De Quiroga, 1972). 
  •  Apego: es una relación que se establece de manera natural y por una pauta de conducta  biológica entre el niño y su cuidador principal, en la medida en que este  último le proporciona la satisfacción de sus necesidades básicas en pro de la  supervivencia. El apego puede tener varias manifestaciones, de acuerdo con la  manera como ese cuidador se presente ante el niño, generando de este modo  seguridad, inseguridad, ambivalencia, resistencia o ansiedad. 
  •  Vínculo afectivo: es una construcción del orden de lo subjetivo referida a la relación  con otro, que tiene raíces en el apego, pero que trasciende a lo psicológico. El  tipo de vinculación afectiva que se haya generado en la infancia con los padres  o cuidadores, tiene directa relación con el tipo de relaciones que establece un  ser humano con los otros y con el mundo a lo largo de su vida. 
                                    Los  conceptos mencionados tienen estrecha y directa relación entre sí en la vida de  cada ser humano, y a partir de ello cabe la pregunta sobre lo que puede ocurrir  con aquel niño que no recibe los cuidados prodigados por su familia y que no  construye una pauta de apego adecuada ni una vinculación afectiva que le  permita sentirse seguro en el mundo. Según Bowlby (1993) y Howe (1995), este  niño experimentaría aflicciones del vínculo afectivo, caracterizadas por  profundos sentimientos como la angustia y el dolor, insensibilidad,  incredulidad, tensión, desdicha, enojo, resentimiento, culpa, entre otras.  
                                    Cuando  esto ocurre, plantea Howe (1995, 1993) que una pauta de relación se ha creado para  el niño, quien estará inhibido para relacionarse con otras personas a través  del juego, y para el futuro adulto, quien presentará dificultades en su  vinculación y en su capacidad para resolver efectivamente problemas derivados  de la interacción consigo mismo y con su entorno. 
                                    Debido  a que existen muchos niños en estas condiciones, valdría la pena preguntarse: si  podrían tener algún tipo de relación las condiciones del contexto en el que  crece un niño, por ejemplo las condiciones de vulnerabilidad social, con el  tipo y la fortaleza del vínculo afectivo con sus padres o cuidadores. Es  preciso intentar dar respuesta a esta pregunta iniciando con un breve recorrido  conceptual por aquello que se entiende como vulnerabilidad, para analizar luego  la manera como esas condiciones podrían incidir en la vinculación afectiva. 
                                    Vínculo  afectivo: entre la vulnerabilidad y el recurso 
                                    Desde  la perspectiva de Torralba (1998), la vulnerabilidad está arraigada a la propia  vida y a la humanidad, en tanto el ser humano es un ser frágil, expuesto a  muchos peligros. “Todo en el ser humano es vulnerable, no solo su naturaleza de  orden somático, sino todas y cada una de sus dimensiones fundamentales” (p.  243), haciendo alusión a la ontológica, ética, social, natural y cultural.  Además de ser vulnerable, el sujeto es consciente de esa vulnerabilidad en  tanto la piensa, reflexiona sobre ella y busca los recursos para protegerse y  para afrontarla. 
                                    Es  de resaltar, de esta perspectiva, la posibilidad que tiene el ser humano de  buscar sus recursos internos o externos para hacer frente a una condición que  es inherente a él, pero que no lo disminuye ni lo oprime. Desde otra posición,  Busso (2001) comprende la noción de vulnerabilidad como: Un proceso  multidimensional que confluye en el riesgo o probabilidad del individuo, hogar  o cumunidad de ser herido, lesionado o dañado ante cambios o permanencia de  situaciones externas y/o internas […] Afecta tanto a individuos, grupos y comunidades  en distintos planos de su bienestar, de diversas formas y con diferentes intensidades  (p. 8). 
                                    Para  este autor la vulnerabilidad se da cuando existen condiciones de indefensión, fragilidad  y desamparo que, al combinarse con falta de respuesta o debilidad interna, conducen  a un deterioro en el bienestar por la exposición a determinados tipos de  riesgos. Asimismo, Busso relaciona riesgo con las consecuencias o daños  generados por la ocurrencia de una amenaza. Es de señalar que todos los seres  humanos son vulnerables en diferentes intensidades o de diversas formas, y ese  gradiente que determina el nivel de vulnerabilidad estaría dado por “los recursos  internos que permiten alternativas de acción para enfrentar los efectos de  cambios o choques externos” (2001, p. 8). 
                                    Para  el autor, el acceso a derechos básicos como el trabajo, los ingresos, tiempo  libre, seguridad, patrimonio, ciudadanía, identidad cultural, autoestima e  integración social, brindan mayores niveles de bienestar y, por ende, reducen  la vulnerabilidad (Busso, 2001). 
                                    Otra  noción de vulnerabilidad en el contexto social la presenta Briones-Gamboa (2007),  quien afirma que tiene relación con la dificultad o incapacidad de una  comunidad para adaptarse a los cambios; dice también que la vulnerabilidad  determina la intensidad de los daños que producirá la ocurrencia efectiva del  riesgo sobre una comunidad, comprendiendo falta de medios económicos, políticos  y técnicos para hacer frente a las circunstancias naturales o sociales que se presenten,  siendo entonces “consecuencia de los modelos de desarrollo, de la relación hombre/medio  ambiente y de la distribución de la riqueza, que determina así mismo, la repartición  de los riesgos” (p. 15). En esta línea, estudios realizados por Correa y Bedoya  (2010) determinaron que: […] el concepto de vulnerabilidad da cuenta de la  situación de inseguridad e indefensión que experimentan las personas, familias  o grupos en sus condiciones de vida como consecuencia del impacto que ejerce  cualquier tipo de evento social, económico, ambiental u otros de carácter  traumático. Las comunidades que viven en esta situación presentan mayores  índices de problemas como desnutrición, analfabetismo, violencia, drogadicción,  entre otros, situaciones que afectan el desarrollo integral de los niños, niñas  y jóvenes (p. 4). 
                                    En  el mismo estudio se dice que la negación de los derechos ubica a las  poblaciones en una situación de riesgo y desprotección social, lo cual coincide  con Menéndez, Hidalgo, Jiménez y Lorence (2010) quienes sostienen que la  vulnerabilidad no está asociada únicamente a condiciones de pobreza, sino más  bien a condiciones de exclusión social que hablan de una precariedad de diverso  tipo y que dificultan o impiden el acceso a derechos y a la participación  social. 
                                    En  lo referente a las familias, Hernández (1997) define la vulnerabilidad como una  condición del sistema que tiene relación, de un lado, con la acumulación de demandas  (internas o externas) que se dan de forma simultánea con otras exigencias o  cambios familiares y, de otro, con las etapas del ciclo familiar que traen  consigo demandas normativas ante las cuales las familias disponen variados  recursos y capacidades. 
                                    La  autora argumenta que la acumulación que se da en las familias de eventos  estresantes y de tensiones asociadas al estilo de interacción, afectan la  familia como un todo e inciden en sus miembros como individuos. 
                                    Desde  los postulados que conciben a la familia como sistema (Hernández, 1997), podría  decirse que los conceptos de vulnerabilidad y de riesgo se conectan con los de demandas  y capacidades de las familias. Al respecto cabe anotar que, si bien en todas  las familias se encuentran demandas (estímulos percibidos como amenazas o  desafíos al equilibrio existente) con sus estresores y tensiones, en las  familias vulnerables el riesgo se incrementa porque existe una acumulación de estos  elementos, en contraposición con disminución de capacidades (recursos y  estrategias para afrontarlos). 
                                    A  la situación donde se “acumulan adversidades”, Anelli (2004) la nombra como  peligrosa para los niños, puesto que parte de las adversidades a las cuales  deben hacer frente son diferentes tipos de maltrato, tales como la explotación  sexual y económica, el maltrato físico y psicológico, además de crecer y  desarrollarse en ambientes donde sufren la exclusión social, como lo han  planteado Correa y Bedoya (2010). 
                                    Retomando  los planteamientos de los diversos autores, en el presente artículo se entiende  por vulnerabilidad social familiar la confluencia de todos aquellos factores  estresores –internos y externos a la familia– que al acumularse generan un  impacto emocional, relacional, económico y social de tal magnitud que le dificulta  hacer uso de sus recursos o los excede, aumentando el riesgo de que se presenten  situaciones, conductas y problemáticas que afectan negativamente el desarrollo de  la familia y de los individuos dentro de ella. 
                                    De  acuerdo con Hernández (1997), algunas situaciones que pueden darse en el ámbito  familiar internamente, y que han sido asociadas a la vulnerabilidad, son por  ejemplo la ausencia física o emocional del padre, generando sobrecarga de  funciones sobre la madre; así como mayor cantidad simultánea de eventos vitales  estresores; expresiones de afecto muy escasas y fallas en la comunicación que  entorpecen asuntos simples de la cotidianidad, como la crianza y las rutinas  familiares. 
                                    En  concordancia con lo anterior, surgen dos preguntas para procurar responder en  este artículo. Una, relacionada con posturas clásicas: ¿cuáles aspectos de  aquellos que hacen vulnerables a las familias y las ubican en un mayor riesgo,  pueden afectar la construcción del vínculo afectivo entre padres e hijos? Otra,  en sintonía con posturas más contemporáneas, relacionada con el vínculo  afectivo como factor protector para los miembros de la familia ante las  adversidades o en medio de las mismas. 
                                    Para  dar respuesta a la primera pregunta, se tienen en cuenta algunas de las condiciones  propuestas por diversos autores para construir vínculos afectivos fuertes y  seguros (y que fueron abordadas en el primer apartado): intensidad de la  interacción, tiempo de dedicación, lenguajes para expresar el afecto, respuesta  oportuna a las necesidades del niño, entre otros. También se analizan algunas tensiones  y estresores que aparecen de manera casi constante en la vida de las familias consideradas  socialmente vulnerables y que no solo han sido identificados por algunos estudios,  sino que también han sido observados desde el acompañamiento clínico. 
                                    Es  necesario partir de la mención de algunas tensiones identificadas por McCubbin,  Patterson y Wilson (citados por Hernández, 1997, p. 56) que forman parte de la  vida personal y familiar: tensiones intrafamiliares; tensiones maritales;  tensiones del embarazo y la crianza de los hijos; tensiones económicas y de  negocios; tensiones y transiciones laborales; tensiones por enfermedad o  cuidado de los miembros de la familia; tensiones por pérdidas; tensiones por  transiciones y tensiones por incumplimiento de la ley. A continuación se  detallan algunas de estas por considerar su especial incidencia en la  construcción de los vínculos afectivos: 
                                    Tensiones  del embarazo. Muñoz y Oliva (2009) han encontrado en  sus estudios factores de estrés psicosocial en el embarazo, como la percepción  de problemas económicos, presencia de eventos estresantes o depresión,  presencia de agresión psicológica familiar y presencia de violencia  psicológica, física o sexual al interior del hogar. Todos estos factores  incrementan su incidencia en la salud de la mujer y del niño cuando la madre es  adolescente (Langer, 2002; Muñoz y Oliva, 2009). 
                                    Estas  condiciones hacen vulnerable a la mujer gestante, a su hijo y a todo el grupo familiar,  pues ella se encuentra con emociones y sentimientos de tristeza, desesperanza, rabia  y temor. A eso se agregaría la falta de deseo de ser madre, que según estudios  de Langer (2002) es común todavía en una gran parte de la población y  especialmente frecuente en mujeres de escasos recursos y bajo nivel educativo,  debido a factores como a la ocurrencia de relaciones sexuales forzosas o bajo  presión. 
                                    A  partir de esto, puede anotarse que la posibilidad para la madre de generar una  conducta segura de apego con el hijo cuando no se siente segura, amada y  estable emocionalmente, es menor que cuando priman sentimientos de bienestar,  cuando existe apoyo y seguridad personal. Lo mismo aplica para el niño, pues se  ha afirmado que “uno de los elementos de la construcción del vínculo es la  profunda convicción de saberse querido y deseado” (Oliveros, 2004, p. 26).  Complementando esto, Langer (2002) cita investigaciones que ofrecen pruebas  sobre la incidencia que tiene el hecho de ser un hijo no deseado y las condiciones  poco favorables de ambiente de crianza en el involucramiento de los jóvenes en  actos delictivos y en la violencia doméstica. 
                                    Tensiones  asociadas a la crianza de los hijos. Tal como se ha  abordado en este artículo, desde diversos autores (Unicef, 2004; Bowlby, 1993),  las capacidades emocionales y de relacionamiento tienen sus raíces en la  infancia en el seno familiar; así, la forma como una madre se relaciona con su  hijo tiene que ver con su historia de relaciones en la infancia, así como con  los valores y prácticas que ha construido en su interacción con la cultura.  Esto se extiende al terreno de las pautas y las prácticas de crianza, las  cuales muchas veces son reflejo de la forma como fueron criados los mismos  padres, pudiendo postular la existencia de cadenas intergeneracionales de  cuidado y crianza, que conducen a suponer que en las familias tienden a reproducirse  algunos patrones de comportamiento. Por ejemplo, si existieron límites difusos,  formas de sanción violentas y escasa comunicación, esto tenderá a reproducirse  en las futuras generaciones. 
                                    Adicionalmente,  estudios como el de Menéndez, Hidalgo, Jiménez, Lorence y Sánchez (2010)  sostienen que las mujeres de familias consideradas vulnerables presentan una  autoestima especialmente baja en las áreas emocional e intelectual, generando  una autoevaluación deficiente de su desempeño como madres. Asimismo, existen  algunos déficits en la estructuración del hogar como contexto educativo y  socializador, lo cual se refleja en prácticas que no favorecen la atención adecuada  de las necesidades de los hijos. 
                                    Igualmente,  Menéndez et al. (2010) manifiestan en su estudio que las tan necesarias redes  de apoyo social en la crianza y el cuidado en familias vulnerables pueden ser amplias,  pero poco fortalecidas para brindar el apoyo que necesitan en los contextos  informativo y emocional. 
                                    Con  todo ello, puede hipotetizarse que no responder a las necesidades de los hijos  en cuanto a educación y cuidado se refiere, e implementar prácticas que no  están basadas en el buen trato como principio, tiene una influencia  significativa en la construcción de un vínculo afectivo que potencie el  desarrollo de los niños y niñas. 
                                    Tensiones  económicas y de negocios. Este es un aspecto importante a  analizar, pues constituye una amenaza que genera significativos movimientos al  interior de las familias y podría terminar incidiendo en la construcción de los  vínculos afectivos. Esto se afirma, porque en las familias que carecen de  recursos económicos para proveerle a sus hijos la atención a todas sus  necesidades, los esfuerzos laborales son mucho mayores, en términos de tiempo y  capacidades disponibles. 
                                    En  el mismo orden de ideas, Menéndez et al. (2010) dan cuenta de una elevada tasa de  actividad laboral de las mujeres cabeza de hogar, ligada a empleos altamente  inestables o sin contratación. A la vez, ser madres cabezas de hogar representa  ciertas dificultades, porque el padre proporciona ayuda moral y material a la  madre, respalda su autoridad, representa un modelo para su hijo y, en general, es  necesario, porque enriquece el mundo de este (Winnicott, 1986). 
                                    Estos  asuntos socioeconómicos implican que el trabajo en estas familias es una obligación  que exige por lo general mucho tiempo del día (a más tiempo, más dinero) y que  reduce las posibilidades de compartir y generar interacciones con los hijos,  quienes pasan muchos momentos al cuidado de otras figuras o de instituciones  creadas con este fin. A esto se suman los factores estresores que se generan en  el tipo de trabajos, pues en su mayoría son informales y de ganancia por día y  conllevan el estar expuestos a una serie de peligros que exigen una actitud  alerta (Anelli, 2004). 
                                    Con  ello, se van reduciendo para estos adultos las posibilidades de tiempo libre,  disfrute, placer y creatividad. La creatividad, el tiempo y la atención son  factores necesarios para que una madre perciba las señales del hijo y responda  a ellas de la manera adecuada. Cuando esto falta, según Bowlby (1993), hay un  mal inicio. 
                                    Adicionalmente,  es importante resaltar que el juego libre entre padres e hijos constituye, según  Stern (1978), una de las experiencias más cruciales en la primera fase del aprendizaje  del niño, y esa interacción lúdica cara a cara divierte, interesa y genera  placer al compartir el uno con el otro. Siendo esto así, podría suponerse que  el vínculo afectivo resultará debilitado al carecer los padres de tiempo para  compartir con los hijos, de creatividad, de espacios para la interacción lúdica  y al estar presentes los estresores mencionados en la vida de las familias. 
                                    Tensiones  intrafamiliares. Otro factor de riesgo tiene que ver  con conductas autodestructivas y dañinas del otro, como las violencias internas,  el consumo de alcohol y sustancias psicoactivas, la delincuencia, al igual que  las escasas manifestaciones de afecto de las cuales hablan Hernández (1997) y  Anelli (2004). 
                                    Goleman  (1996) sugiere que en familias en las que se presentan estas circunstancias, además  de carencia de objetivos claros e ineptitud por parte de los padres, los niños corren  mayores riesgos respecto al desarrollo de su inteligencia emocional, la cual  tiene que ver con la construcción de vínculos y con el modo de relacionarse con  el mundo interno y externo de cada persona. 
                                    Cuando  el autor habla de ineptitud parental se refiere a conductas como ignorar los sentimientos,  mostrarse demasiado liberal o mostrarse desdeñoso y no sentir respeto por lo  que siente el hijo. No es entonces únicamente con el lenguaje verbal como los padres  transmiten y enseñan a sus hijos un modo de relacionarse con el mundo, sino a partir  de los sentimientos, los comportamientos y la manera como manejan sus propias relaciones. 
                                    Investigaciones  como la de Menéndez et al. (2010) exponen cómo en los contextos familiares de  grupos excluidos socialmente las prácticas educativas implementadas no son  favorables para la atención de las necesidades de desarrollo de los hijos. Por  su parte, Rodrigo, Martín, Cabrera y Máiquez (2009) afirman que: “condiciones  psicosociales como la monoparentalidad, el bajo nivel educativo, la precariedad  económica y vivir en barrios violentos, entre otros factores, convierten la  tarea de ser padre o madre en una tarea difícil” (p. 115). Este tipo de  tensiones podría generar vínculos inseguros, ansiosos, resistentes o  ambivalentes, más que seguros, dado que para generar un vínculo seguro es preciso  que exista hacia el niño una actitud respetuosa y amorosa. 
                                    Hasta  aquí se ha dejado ver cómo diferentes situaciones que vivencian las familias en  condiciones de vulnerabilidad social afectan la construcción del vínculo  afectivo entre padres e hijos; sin embargo, es posible encontrar que existen  familias en las que padre o madre, aun en situaciones como las mencionadas,  logran establecer vínculos con sus hijos basados en el cuidado responsable, el  afecto y la seguridad: 
                                    Muchas  familias, a pesar de las dificultades que deben afrontar en la vida diaria por la  falta de recursos económicos, son capaces de crear un clima afectivo, cariñoso  y cálido dentro del hogar y logran favorecer positivamente el desarrollo  psicosocial de los niños. (Unicef, 2004, p. 7). 
                                    Algunos  autores como Builes y López (2009) han indicado que es posible romper esas  cadenas intergeneracionales de afecto, cuidado y crianza de las cuales se habló  anteriormente, pues las familias tienen la posibilidad de construir nuevos  tejidos relacionales. Esto abre entonces la pregunta hacia ¿cuáles serían esas  condiciones que deben existir para que padres, madres y cuidadores, pese a la  vulnerabilidad social y a las dificultades que esta conlleva, logren consolidar  con sus niños y niñas vínculos afectivos seguros? Al respecto, podrían  plantearse como hipótesis los siguientes factores protectores (1): 
                                    Experiencias  de buenos tratos en la infancia. Un  niño o niña que haya construido con sus padres y cuidadores una vinculación favorable  para su desarrollo, será un adulto que en el futuro podrá enfrentar con mayor éxito  las demandas que se le presenten en su propia construcción de familia y logrará  tejer nuevas vinculaciones afectivas seguras con sus hijos, perpetuando de este  modo un factor protector. Trenado, Pons-Salvador y Cerezo (2009) afirman que  las experiencias de buenos tratos en la infancia van configurando en la persona  sus propios sistemas protectores básicos como recursos para afrontar y superar  las dificultades. Es decir, que esa construcción personal y relacional que  logran los sujetos desde su infancia constituye una protección que permite  crear estrategias de afrontamiento ante adversidades en la vida adulta. 
                                    Capacidad  de recuperación. Término atribuido por Howe (1995) y  Fonagy (citado por Galán, 2010) a la capacidad que tiene un sujeto para  desarrollarse normalmente bajo condiciones difíciles, y para enfrentarse adecuada  y competentemente a las relaciones sociales, pese a las precariedades y  privaciones vividas en su infancia. Para Howe (1995), existen tres elementos  que aportan a la capacidad de recuperación: a) inteligencia y capacidad de  reflexionar sobre uno mismo, b) apoyos psicológicos alternativos y c)  separación respecto del entorno de riesgo. En el mismo sentido, Galán (2010)  afirma que es la representación mental que construye la madre sobre su historia  de apego y sus elaboraciones psicológicas lo que realmente incide en el apego  que tiene esta con sus hijos. 
                                    Capacidades  familiares y resiliencia. Según Hernández (1997), las  capacidades son esas potencialidades que las familias tienen a disposición para  usarlas ante las demandas. La misma autora plantea tres capacidades familiares  de alta importancia: cohesión, adaptabilidad y comunicación familiar,  argumentando que la utilización de estos recursos genera una capacidad  resiliente en las familias, permitiéndoles transformarse y afrontar con éxito  los cambios. 
                                    Percepción  de apoyo social. De acuerdo con Hernández (1997) y con  Menéndez et al. (2010), la comunidad es una fuente de recursos importante para  las familias, pues en ella se gesta la posibilidad del apoyo social que puede  ser del orden emocional, informativo o instrumental y las redes sociales son un  recurso por excelencia que las familias pueden poner a disposición ante los  cambios. 
                                    También,  Caplan (citado por Gracia, Herrero y Musitu, 2002) destaca la importancia del  apoyo brindado por los grupos a las personas, en tanto este apoyo se convierte en  un factor protector ante la patología, pues con él se contribuye a movilizar  recursos psicológicos y dominar tensiones emocionales, se comparten tareas y se  proporciona ayuda material, información y consejo para el desenvolvimiento ante  situaciones generadoras de estrés. Según estudios considerados por los autores  mencionados, la percepción y el sentimiento de ser apoyado tienen que ver con  los vínculos afectivos construidos en la infancia, pues es en esta donde se  tienen las primeras experiencias de apoyo social y donde se crea o no una  representación de sí mismo como alguien que puede ser querido y valorado. 
                                    De  la interrelación de los anteriores factores protectores se esperaría que  pudiera construirse un vínculo afectivo seguro que, a la vez, pasa a  consolidarse como un recurso inmaterial que protege y potencia todos los demás  recursos en la familia. Santelices y Olhaberry (2009) afirman que un vínculo afectivo  seguro permite predecir en un niño, entre muchas capacidades, la de enfrentar con  mayor éxito situaciones de estrés. Unicef (2004) lo plantea de este modo: En un  hogar donde se respira un ambiente de cariño, de respeto, de confianza y de  estabilidad, los niños o niñas se crían y se desarrollan psíquicamente más  sanos y seguros, y se relacionarán con el exterior de esta misma forma, con una  actitud más positiva y constructiva hacia la vida (p. 5). 
                                    Apuntes finales 
                                    A  partir de lo planteado en las líneas anteriores quedan por considerar tres  propuestas específicas: 
                                    Frente  a la construcción de vínculos en las familias 
                                    Siendo  los profesionales de las ciencias sociales y humanas quienes generalmente  acompañan a las familias en procesos de construcción de condiciones de vida  alternas al riesgo, sería muy importante considerar como factor protector  primario por excelencia la constitución de vínculos afectivos seguros entre padres  e hijos, o la resignificación de los vínculos existentes en las familias, para  potenciar sus recursos y tener mayores estrategias de afrontamiento ante la  adversidad. 
                                    Una  de las estrategias para que dichos vínculos se fortalezcan es el juego entre  padres e hijos; lo que implica trabajar también en torno a los imaginarios  sobre la lúdica y el juego, los cuales han sido vistos como algo secundario.  Sería muy valioso encontrarle sentido para potenciar su uso en pro del  desarrollo integral de los niños y las niñas. 
                                    De  acuerdo con Gómez, Muñoz y Haz (2007), un elemento muy común en las familias que  ellos llaman multiproblemáticas es la falta de empatía y de sensibilidad a las  señales comunicativas, lo que conduce a pensar que sumada al juego y al vínculo  afectivo, aparece la comunicación como recurso a fortalecer en las familias,  pues a partir de la promoción de espacios para compartir experiencias, sentimientos,  deseos, emociones y expectativas, así como de intimidad entre madre e hijo o  padre e hijo, se protege a la familia ante situaciones de riesgo y se amplía el  horizonte de posibilidades familiares. Esto sitúa otro aspecto a incluir en el  trabajo formativo y terapéutico con madres, padres y cuidadores: la  sensibilidad y empatía. 
                                    Frente  a las formas como se lee a las familias 
                                    Una  perspectiva por seguir fortaleciendo tiene que ver con la lectura de las  familias y como esta sugiere cierto tipo de intervenciones, algunas favorables  y otras no, para los grupos familiares. Al respecto, Ausloos (1998) plantea que  la familia podría ser leída o entendida desde la vulnerabilidad o desde sus  potencialidades: “hablar de familia competente es entonces una manera de  devolver a la familia su competencia en lugar de considerar sus defectos” (p.  33). 
                                    Posturas  como la de Hernández (1997), quien aboga por una mirada sistémica que tenga en  cuenta las percepciones y significados propios de las familias, cobran valor,  porque ponen en jaque denominaciones como la de riesgo psicosocial, en el  sentido de que una familia que para los gobiernos puede estar en esa condición  y necesitar asistencia, puede no considerarse a sí misma en tal estado y empoderarse  de su existencia; es decir, es el significado que la propia familia atribuye a  su experiencia, lo que la ubica ante un estresor o un recurso, una tensión o  una capacidad, ante el riesgo o la protección, y la búsqueda de asistencia o la  autogestión. 
                                    La  propuesta, en este sentido, es que se privilegie la visibilización de las potencialidades  y capacidades de las familias, para que de este modo ellas puedan usar al  máximo sus recursos y superar la categorización de vulnerabilidad y de riesgo.  Es sabido que una u otra lectura tiene que ver con asuntos políticos, tendencias  de gobierno e intereses económicos, pero es fundamental reconocer, que en el  fondo de esto lo que se está construyendo son subjetividades y maneras de  ubicarse en relación con el mundo. 
                                    Frente  a los programas gubernamentales por la primera infancia y las familias 
                                    Gracias  a la comprensión de que la primera infancia sienta bases fundamentales para el desarrollo  humano y social, puede observarse una importante oferta de programas gubernamentales  y privados que atienden a los niños, niñas y sus familias, brindándoles apoyo  en temas como el cuidado y la crianza. 
                                    No  obstante, surge la pregunta con respecto a la calidad de los vínculos que  pueden construirse en la familia en esos primeros años, debido a la gran  cantidad de tiempo que estos niños pasan institucionalizados. Es poco entonces  el tiempo que les queda como familia para tejer juntos una historia, pues esto requiere  de un espacio, de un día tras día, de la posibilidad de darse cuenta del  crecimiento, los logros, las dificultades de ese niño; redondeando, se requiere  de la presencia del otro, ahí, en persona. 
                                    Se  propone asumir el reto de articular más la participación presencial y activa de  la familia en la crianza y educación de los niños que forman parte de este tipo  de programas, pues no se considera adecuado que el Estado y los profesionales  cumplan las funciones que le corresponden a la familia y tomen el papel de  garantes de todas las necesidades, dado que cuando se trata de necesidades  afectivas, el primer entorno para satisfacerlas es la familia. 
                                    Notas 
                                    1.  Para Anelli (2004), los factores protectores son aquellos que promueven el  desarrollo integral de las personas, disminuyen su vulnerabilidad y favorecen  la resistencia a los daños; para Amar, Abello y Acosta (2003), son  comportamientos y/o elementos que generan salud e influyen en la moderación del  nivel de riesgo, pudiendo ser materiales o naturales e inmateriales o sociales. 
                                    Referencias  bibliográficas 
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                                  Revista  Aletheia | Vol.5 N° 2 | julio - diciembre 2013 | pp.90-107  |