Universidad Autónoma de Barcelona
 
                                      
                                    Resumen: 
                                    La  actual ley de educación en España (L.O.G.S.E.) considera a las actitudes como  unos contenidos curriculares que deben de enseñarse en la escuela. Sin embargo  ni la promoción de las actitudes ni su evaluación son tareas fáciles para el  educador. Ello se debe, sobre todo, al hecho de que el término «actitud»  adolece de la necesaria claridad conceptual. En nuestra opinión, las  disposiciones actitudinales se corresponden con determinados estados afectivos  que predisponen a los individuos a actuar en el sentido que dichos estados  prescriben. De este modo, la formación de las actitudes puede considerarse como  un aspecto de la educación emocional que los profesores deben promover con  independencia de si pertenecen a una u otra área de conocimiento.  
                                    Descriptores:  actitud, emociones, valores, normas, diálogo. 
                                    Introducción 
                                    A  inicios del siglo pasado, la Psicología social norteamericana puso en  circulación el concepto de actitud asociándolo a ciertas predisposiciones de  los individuos para evaluar de una u otra manera determinados objetos y actuar  en correspondencia con esas apreciaciones. Las actitudes fueron contempladas así  como una especie de personal sistema de valoración de las cosas que se pensó  permitiría, una vez conocido, explicar y predecir grosso modo los  comportamientos humanos en relación a ellas. 
                                    Consideradas  como un elemento decisivo para el aprendizaje y el desarrollo personal, las  actitudes han llegado a merecer igualmente, en las últimas décadas, una  especial atención dentro del ámbito educativo. En efecto, nada más común en las  tutorías o en las sesiones de evaluación que hacer referencia a la forma de «estar»  los alumnos en el aula, a su «disposición» para cumplir ciertas normas o al  «interés» que manifiestan por realizar las actividades que en ella se proponen.  Sin embargo, a pesar de esa más que notable penetración de las actitudes en el  lenguaje relacionado con la experiencia docente, no parecen éstas haberse convertido  en un constructo fácilmente manejable a la hora de orientar las actuaciones pedagógicas.  Antes al contrario, son muchos los educadores que se manifiestan desorientados  ante la necesidad de plantearse cómo promocionar y evaluar las actitudes, o qué  criterios adoptar para ubicarlas dentro de los distintos desarrollos  curriculares derivados de la L.O.G.S.E.. Para percatarse del alcance de esta  desorientación basta proceder a la lectura de los contenidos/objetivos en  actitudes propuestos por la Reforma, dónde se entremezclan verbos indicativos  de conductas (realizar, colaborar, defender, etc.,) con otros que expresan complejos  procesos cognitivos (reflexionar, aprender, reconocer, etc.,) o bien otros de  tipo valorativo (apreciar, respetar, rechazar, etc.,). 
                                    Esta  variable forma de explicitar los objetivos actitudinales pone en evidencia la  inconcreción en que se mueve el concepto de actitud, así como la engañosa transparencia  semántica de dicha palabra. Un término del que se dice, a veces, resulta fácil  hacerse una cierta idea de a qué hace alusión pero no así precisarla. Quizás  por ello las numerosas definiciones que se han dado de la idea de actitud no  han servido, finalmente, para acabar de esclarecer el significado que coloquialmente  se le atribuye o para captar mejor su sentido. Muy al contrario, muchas de esas  definiciones lo enmascaran aún más al dejar de lado el aspecto emocional que  entendemos caracteriza a las actitudes, y del cual sí se hace eco la acepción  más común de éstas. Efectivamente, el diccionario de uso de la lengua española  [1] considera a la actitud como «disposiciones para comportarse u obrar» o  «postura del cuerpo que revela un cierto estado de ánimo». Es decir, algo  vinculado a la afectividad de los sujetos. Un dominio que ni la teoría  conductista [2], en la que se inspiró la Reforma educativa de 1970 (L.G.E.), ni  los enfoques cognitivistas [3], en los que se fundamenta la propuesta  curricular de la L.O.G.S.E., apenas exploraron. No es de extrañar así que,  entre las poderosas influencias derivadas de esos modelos teóricos del  aprendizaje y las más recientes surgidas a raíz del estudio de las emociones, los  educadores se hayan forjado una idea más bien «híbrida» e imprecisa de la  actitud que en nada contribuye a facilitar su trabajo en el aula. 
                                    Los  problemas que plantea la educación de las actitudes tienen, no obstante, una  indudable relevancia pedagógica, porque no sólo afectan a la formación de nuestros  alumnos sino también a su evaluación académica. Promocionar ciertas actitudes  de los sujetos supone en última instancia favorecer sus aprendizajes,  contribuir a su pleno desarrollo personal y, en definitiva, inducir los  comportamientos que hacen posible la convivencia social. Pero para que todo  ello pueda hacerse efectivo desde la escuela, es preciso que nuestros  educadores adviertan, en primer lugar, cuál es el significado que cabe otorgar  esencialmente a las actitudes y cómo se relacionan los diferentes aspectos  conductuales, cognitivos y afectivos que en ellas convergen, porque sólo  entonces podrán aquellos comprender cuál ha de ser su papel en la promoción de  las mismas. 
                                    1. De la conducta a la  actitud 
                                    La  escuela que frecuentaron muchos de nuestros mayores, aquellas en las que se  debían «recitar las lecciones al pie de la letra» contemplaba de manera  explícita entre sus objetivos educativos, tanto los saberes que debían ser  adquiridos por los alumnos como las conductas que de ellos se esperaba.  Mediante una escala de tipo cuantitativo (las «notas») los escolares recibían  frecuente y cumplida noticia de cuál era su grado de dominio del saber  impartido en el aula. Mientras que otra, comúnmente cualitativa, (conducta «excelente»,  «buena» «deficiente», etc.,) les informaba acerca de la aceptación o del rechazo  que merecían sus comportamientos. Por lo general se procuraba que esos dos  tipos de evaluaciones no se interfirieran mutuamente, al menos de manera explícita.  Se entendía que eran cosas separables y, por otra parte, los docentes disponían  de medios punitivos más que sobrados como para tener necesidad de hacer recaer  sobre las notas de conocimientos[4] las sanciones a que se habían hecho  acreedoras las acciones indebidas. 
                                    En  la Ley General de Educación (L.G.E.) aparecida en 1970, las conductas son  sustituidas por las actitudes entre los aspectos a evaluar de los escolares. Esta  modificación curricular, importante tanto a nivel conceptual como pedagógico, supuso  no obstante un cambio más formal que real porque, en la práctica, las actitudes  se evaluaron en términos de un genérico «buen» o «mal» comportamiento, además  de ser consideradas más bien como algo ajeno al sistema de enseñanza-aprendizaje.  Al igual que en etapas anteriores, la L.G.E. mantuvo, no obstante, el criterio  de evaluar por separado los conocimientos de las habilidades y las actitudes.  Paradójicamente, los escolares podían así obtener, por ejemplo, un «notable» en  los contenidos de una determinada asignatura y ser valorada su actitud en  relación a ella como «pasiva» o incluso «negativa»[5]. 
                                    La  reforma derivada de la vigente L.O.G.S.E. de 1990 no solo insistió en el empleo  de las actitudes como objeto de evaluación sino que consideró a éstas como unos  contenidos análogos en importancia a los de conocimientos o de tipo procedimental.  La mencionada ley estableció, en efecto, para cada una de las áreas, tres tipos  de contenidos, a saber: «Los de conceptos, relativos también a hechos y  principios; los de procedimientos y, en general, variedades del «saber hacer»  teórico o práctico, y los relativos a actitudes, normas y valores»[6]. Según  Coll (1992, 16), se pretendió con ello dar «una llamada de atención sobre el hecho  de que [las actitudes] pueden y deben ser objeto de enseñanza y aprendizaje en  la escuela». 
                                    Un  objetivo que, entre otras, por las razones antes apuntadas, entendemos sólo  podía conseguirse de manera más bien limitada. A pesar de ello, con la L.O.G.S.E.,  la evaluación del alumno se globaliza y en la misma intervienen, con ponderaciones  establecidas muchas veces de forma un tanto arbitraria,[7] además de las  calificaciones en conocimientos y procedimientos, la correspondiente a la actitud  generalmente inferida a partir del grado de cumplimiento de ciertas normas. 
                                    2. La naturaleza  afectiva de las actitudes 
                                    El  término «actitud» ha sido definido de muy diversas maneras en función de los  autores y de las escuelas de psicología dominantes en cada momento. Normalmente  se acepta que las actitudes aluden a ciertas disposiciones mentales para  evaluar determinadas realidades e inducir los comportamientos acordes con esa  evaluación. Así, de quien se dice tiene una actitud «negativa» hacia un objeto concreto  se espera que ello le lleve a efectuar conductas de evitación o de rechazo del  mismo y, también, que posea un conjunto de creencias acerca de ese objeto  concordante con dicha actitud. Los problemas surgen a la hora de interpretar la  naturaleza de ese mecanismo de evaluación y el nexo entre los elementos que  participan en su funcionamiento o se relacionan con él. 
                                    Entre  los modelos referentes a las actitudes más extendidos dentro de la Psicología  social, y sobre el cual se centrarán nuestras reflexiones, destaca el que las considera  constituidas por tres componentes: el cognitivo, el afectivo y el conductual.  Los trabajos de Breckler (1984) se valoran en este sentido como especialmente  demostrativos de la existencia de esos componentes y de la necesidad de  medirlos (mediante ciertos ítems relacionados con ellos) a fin de evaluar de  forma adecuada una determinada actitud. En nuestra opinión, proceder de esta  manera para inferir la presencia e intensidad de ciertas actitudes —lo que resulta  plenamente justificable— no tiene porqué llevarnos sin embargo necesariamente a  decir que éstas «se componen» de los mencionados elementos cognitivos, afectivos  y conductuales. Al menos no en el mismo sentido que expresamos, por ejemplo,  que el oxígeno y el hidrógeno son los componentes del agua.[8] 
                                    Entendemos  que aquello que se piensa acerca de un objeto influye decisivamente en los  sentimientos que nos despierta (se habla así de una «consistencia afectivo-cognitiva»  en las actitudes) (Morales, Rebolloso y Moya, 1997) y éstos, a su vez, tanto en  el contenido de los pensamientos como en el tipo de relaciones que mantenemos  con dicho objeto («consistencia afectivo-conativa»). Pero que lo esencial de  las actitudes, aquello que las define, son los estados afectivos que generan en  las personas. Y que advertir esta circunstancia, como destacan algunos autores,  y al mismo tiempo hablar de las citadas «componentes» de la actitud no  clarifica en absoluto la noción de ésta. Así, coincidiendo con Castilla del Pino  (2000,299), creemos que: «La actitud, en última instancia, es de índole  afectivo emocional y constituye el factor diferenciador y motor de conductas o  comportamientos»[9]. 
                                    Al  hablar de las actitudes hacia algo no se pretende, en efecto, destacar el  aspecto racional que puede llevar al pensamiento a decantarse por una u otra actuación,  sino la dimensión afectiva que impregna y orienta nuestro obrar. Las evaluaciones,  conscientes o inconscientes, que realizan las personas y se reflejan en sus  actitudes, tienen que ver con lo que a éstas les gusta o les disgusta, con lo  que desean o repudian, no con lo que es lógico o ilógico, verdadero o falso en relación  al objeto evaluado. 
                                    Las  actitudes, al igual que las emociones y los sentimientos, aunque sean fruto de  un aprendizaje social, no están compuestas por esa trilogía de afectos, conductas  y pensamientos deliberados antes mencionada. Pueden, efectivamente, aflorar sin  que muchas veces el individuo llegue a tomar conciencia de cuáles son los  factores que determinan sus preferencias o rechazos. O presentarse en sujetos  cuyas conductas parecen estar en disconformidad con las creencias que  manifiestan. Tal sería el caso, por ejemplo, del fumador que dice conocer la  nocividad del tabaco o del ludópata que sabe que a medio plazo siempre tiene  las de perder [10]. Por otra parte, las acciones que realizamos no sólo  obedecen a ciertas actitudes y creencias sino también a aquello que nos  conviene en cada momento. Es decir, la actitud hacia algo puede presentarse en  un sujeto sin que éste sea consciente de los aspectos cognitivos que la generan  ni manifieste las conductas que se corresponderían con esa actitud. En el  sentido expresado, creemos pues inadecuado considerar a los juicios evaluativos  y a los comportamientos como «componentes» de las actitudes aunque, normalmente,  estén relacionados con ellas. 
                                    Al  considerar los rasgos característicos de las actitudes se advierte, en conformidad  con lo anterior, que éstos se asemejan a los que tipifican a las emociones y,  en particular, a los sentimientos que generan las llamadas emociones secundarias  surgidas a través del proceso de socialización. Así, por ejemplo, Garnder, et  al. destacan que la relativa estabilidad de las actitudes proviene de que éstas  «están enraizadas en nuestras emociones» y de que «los sentimientos no se  pueden separar con rapidez de nuestras percepciones» como tampoco del «refuerzo  afectivo» que nos proporciona el ambiente social (Garnder, et al.1982,  610-611). La correlación entre actitudes y conductas se hace además  comprensible si se considera que aquéllas son, como las emociones, «dinámicas  corporales que especifican sus dominios de acción en que nos movemos» (Maturana,  1997,107). O sea, estados psicofisiológicos que nos predisponen a realizar un  definido repertorio de comportamientos. En consecuencia, sentir odio, amor o  desconfianza hacia algo o respecto de alguien se hace congruente con las  conductas de rechazo, acercamiento o prevención que, respectivamente, provocan  esos estados afectivos. Nadie se imagina así a un niño dispuesto a jugar  sintiendo miedo. Ni a un adulto colaborar voluntariamente con quien le  despierta una profunda antipatía, a menos que la situación lo requiera por  otras consideraciones. 
                                    Esta  correspondencia entre actitudes, sentimientos y conductas pone de relieve la  importancia que encierra la educación de las emociones en general y de las  actitudes en particular. Si se pretende, por ejemplo, que los alumnos  desarrollen de manera autónoma ciertos comportamientos orientados al  aprendizaje o a la colaboración con los demás, deberemos conseguir previamente  que aprecien el conocimiento y sientan el valor de la solidaridad. Promover  actitudes equivale indirectamente a hacer lo propio con las conductas que se  hacen compatibles con ellas. Los comportamientos observados pueden ser  utilizados, en consecuencia, como indicadores de las actitudes que los  impulsan, pero sin olvidar el contexto y sus exigencias. En nuestra opinión  podrían representar algo parecido a los «sentimientos de fondo» descritos por  Damasio (1996) que son susceptibles de perdurar en el tiempo aún a pesar de que  puedan verse momentáneamente desplazados por otros en la dinámica del vivir. 
                                    En  función de lo antes comentado el modelo funcional que proponemos para las  actitudes vendría representado por el esquema siguiente: 
                                    Figura 1: Modelo representativo de la relación funcional que,  habitualmente, se establece entre cogniciones, actitudes y conductas. 
  
  
3. Actitudes, valores y  normas 
  Los  contenidos prescritos por la Reforma en el epígrafe de «actitudes» o de «actitudes,  valores y normas» vienen a traducir, sobre todo, la expresión de un mismo  deseo: que los alumnos manifiesten determinados comportamientos indicativos de  su progresivo desarrollo personal y social. Se trata pues de advertir que los  proyectos educativos no deben ser contemplados tan sólo como una especie de  «trasvase» generacional de conocimientos, sino como procesos de formación que  han de capacitar a los individuos para dirigir autónomamente sus vidas y  afirmar un personal sentido de la misma en el respeto a los demás. 
  Actitudes,  valores y normas se vinculan en la experiencia pero no son términos  equivalentes en su significado. Conviene, en consecuencia, matizar en qué forma  se relaciona aquello que sentimos con lo que valoramos y hacemos. O sea,  establecer cómo las actitudes, los valores y las normas interactúan entre sí para,  finalmente, inducir la realización autónoma en los sujetos de los  comportamientos que se consideran objetivos de la acción educativa. 
  Las  actitudes, al igual que los valores personalmente asumidos, se asientan, a nuestro  entender, en los sentimientos que nos inspiran ciertas realidades. Ambos, actitudes  y valores, se convierten por ello en una especie de guías afectivas que orientan  nuestras actuaciones. Algunos autores conciben así a los valores como unos  «patrones» o «expresiones» idealizadas (Ortega, Minguez y Gil, 1996,12) o bien  como un «horizonte de significado» (Mélich, 2000, 20) que dirige las acciones de  los seres humanos y otorga un sentido personal e íntimo a sus comportamientos y  reflexiones. Estos «patrones» u «horizontes» movilizadores de conductas  resultan funcionalmente equivalentes a las actitudes que, como ya se ha  señalado, también orientan las conductas de los sujetos. Tanto las emociones,  en general, como los sentimientos que inspiran las actitudes y valores  representan, por consiguiente, procesos evaluativos que simplifican nuestras  relaciones con la realidad y nos liberan, inicialmente, de un continuo sopesar  reflexivamente la incidencia de ésta en nuestras vidas. 
  Pensamos,  no obstante, que las actitudes hacen referencia a los aspectos más periféricos  (somáticos) y observables de los afectos que despierta en las personas una  determinada realidad. Y que, por el contrario, los valores, en tanto que  «apreciación cognitivo evaluativa del sentimiento» (Castilla del Pino,  2000,86), admiten una cierta emergencia de los objetos y, en consecuencia,  pueden ser eventualmente considerados como propiedades al margen de los afectos  que las relaciones con ellos nos inspiran. Sobre los valores podemos hablar y  razonar como si se tratara de cualquier otro contenido de nuestro pensamiento  sometido a la lógica de su discurso y sin que lo expresado por éste deba,  necesariamente, coincidir con nuestro real sentir al respecto (los demagogos  hacen un perverso oficio de ello).A cualquier persona, sin embargo, le  resultaría especialmente costoso experimentar una cierta actitud hacia algo y comportarse  de manera no congruente con ella. Es en este sentido en el que se puede decir  que los valores sólo están realmente «vivos» en las personas si provocan en  ellas la experiencia de percibirlos/sentirlos como propios y no únicamente como  un objeto intelectual más. O sea, que los valores operan entonces conformando unas  u otras actitudes. 
  Las  normas, por su parte, especifican y contextualizan los comportamientos que deben  realizarse en función de unos determinados valores. Si éstos son asumidos por  los alumnos entonces las normas pierden buena parte de su carácter impositivo y  se convierten en la sentida expresión de aquello que debiera hacerse en  consonancia con dichos valores. El mero cumplimiento de las normas no  garantiza, por consiguiente, la vivencia de éstos ni la promoción de las correspondientes  actitudes. Ello se observa con meridiana claridad cuando al cesar o disminuir  la coacción sobre las personas se advierte como éstas tienden a dejar de respetar  las reglas de conducta impuestas y ajenas a su sentir. Para que las normas adquieran  un valor educativo y su cumplimiento sea consistente, es necesario pues  desarrollar la comprensión y los afectos que las conviertan en algo compartido  y aceptado. Pretender lo contrario, que las conductas moldeen las actitudes supone  decantarse por una concepción «robotizadora» de la educación, sin que ello  quiera significar que, a través del ejercicio de aquéllas, el sujeto no pueda  advertir, en ocasiones, aspectos o cualidades que influyan en sus actitudes y  valoraciones. 
4. La formación y evaluación  de las actitudes en la escuela 
  Educar  las actitudes supone, en esencia, promover los conocimientos y experiencias que  permitan generar en los sujetos unos sentimientos positivos o negativos hacia  aquello que se considera, respectivamente, valioso o rechazable. Al cultivar  este aspecto de la formación de los escolares, los saberes que se ponen a su  disposición no representan otra cosa que uno de los instrumentos de que se sirve  el educador para inducir o modificar ciertas valoraciones. Eliminar ciertos prejuicios  o creencias que influyen en las actitudes de los individuos requiere, muchas veces,  proporcionarles conocimientos que amplíen y «objetivicen» sus juicios sobre una  determinada realidad. Pero lo que se pretende en estos casos, a diferencia de lo  que ocurre en la instrucción, no es la asimilación de ciertos saberes per se  sino que éstos contribuyan a modificar los sentimientos que inspira esa  realidad. Porque «El poder mostrar o no una actitud determinada depende no  únicamente de que conozcamos los argumentos que la sostienen, sino de la posibilidad  de relacionarlos con determinados afectos, emociones y motivos que, a veces,  nos impiden cambiar» (Mauri, 1993,97). 
  La  formación de las actitudes demanda del educador más que del dominio de ciertas  técnicas de aprendizaje, poseer unos conocimientos interdisciplinares que le  permitan comprender la complejidad que encierra cada sujeto y sus demandas educativas  así como disponer de unas cualidades de trato que hagan posible abordarlas. En  la mayoría de los casos, ser pacientes y solícitos con los alumnos, mostrar  confianza en ellos, prestar atención a sus sugerencias tanto como requerirla  para las propias, animarlos a superar sus dificultades o favorecer su autoestima,  es el mejor camino para de desarrollar unas actitudes que faciliten el interés  por las actividades que se realizan en el aula y los universos que en ella se  proyectan. 
  Cabría  decir al respecto que, con demasiada frecuencia, los educadores cometen el  error de exigir a los alumnos el cumplimiento de las conductas prescritas o de  recriminarles las actuaciones indebidas sin prestar atención a las actitudes  que subyacen a las mismas. Se olvida que fomentar esas actitudes es algo distinto  de normativizar y premiar o sancionar. Supone, las más de las veces, perseguir unos  puntos de encuentro con los sujetos, unos anclajes afectivos, que permitan desarrollar,  entre éstos y sus educadores, una mutua aceptación y confianza sobre las que  construir los complejos sistemas actitudinales de ambos. Para un padre o un  maestro la mejor forma de promover el aprecio hacia algo que se considere  valioso puede ser así, en muchas ocasiones, no tanto hablar de las excelencias  de ese algo como compartir espacio, tiempo y actividades con sus hijos o  discípulos. Es decir, actuar en un sentido que, aparentemente, nada tiene que  ver con el objeto cuyo valor se pretende promover. 
  En  el aula, el primer y más importante agente moldeador de las actitudes de los  escolares, además de los conocimientos y experiencias ya mencionados, es, sin  duda, la propia actitud del docente. O sea, su disposición a la escucha y a la observación  de los alumnos, a mejorar la calidad pedagógica de su quehacer, a ser solícito  con quienes reclaman su atención, y a interesarse por el curso de la evolución  que experimenta cada sujeto. Todo un conjunto de comportamientos, en  definitiva, que dicen mucho de la forma en que el docente vive y siente su  profesión, así como de su «tacto pedagógico» (van Manen, 1998) para comprender  y afrontar las dificultades que plantea las relaciones educativas. 
  El  diálogo constituye otro elemento clave en la formación de las actitudes. Resulta  notorio que sin conocer previamente cuales son las creencias y los sentimientos  que éstas promueven en los alumnos, difícilmente podrá el educador acogerlos en  la forma debida y concebir las oportunas estrategias pedagógicas que les  facilite el despertar de ciertas actitudes. La competencia para el diálogo no  es sin embargo cosa baladí. Requiere saber escuchar, tomar interés por  comprender el significado que el otro otorga a la cosas, poner «en suspensión»  (Bohm, 1997)[11] los propios pensamientos, tomar conciencia de las emociones  que se generan en el intercambio de impresiones y, sobre todo, aceptar la  legitimidad del otro por encima de cualquier divergencia de opiniones. El  docente, muchas veces demasiado convencido de la legalidad de aquello que  pretende para sus alumnos, descuida, a veces, el diálogo con éstos y actúa como  si estuviera en el reino de las verdades absolutas a las que, con su guía,  accederán los escolares. No debiera ser esto así respecto a los conocimientos  científicos, siempre mejorables, y menos aún para el universo de las relaciones  humanas. 
  La  coherencia en las formas de actuación de la comunidad educativa facilita, asimismo,  que los valores propuestos por ésta se traduzcan en las correspondientes actitudes  y comportamientos. Conviene tener presente, no obstante, que las actitudes  tienen un marcado carácter autobiográfico y que la escuela no es el único medio  que ejerce sus influencias socializadoras sobre los alumnos. El ambiente familiar,  las amistades, los medios de comunicación, las experiencias vividas, juegan  también un destacado papel en la conformación de las actitudes. El conocimiento  de esos ambientes es muy importante, por consiguiente, para que el educador  pueda interpretar el tipo de influencias que reciben los escolares y concebir  las correspondientes actuaciones educativas. 
  Por  lo que respecta a la evaluación de las actitudes cabe decir en primer lugar que  ésta requiere, lógicamente, la previa y adecuada formulación de los objetivos actitudinales.  Ya hemos hecho alusión a la dispar manera en que éstos son formulados en los  currículos salidos de la Reforma y a su equívoca disposición en forma de contenidos  (Sarramona, 2000) que, digámoslo de paso, traslucen con frecuencia una  concepción poco menos que idílica de las posibilidades formadoras de la  escuela. Señalaremos en cualquier caso, una vez más, que las actitudes aluden a  ciertos estados afectivos que, consecuentemente, en tanto que objetivos educativos,  no debieran ser descritos en términos cognitivos o conductuales, sino mediante  predicados verbales que denoten tonalidades afectivas. Mucho menos aún conviene  especificar los objetivos actitudinales a modo de metas educativas que pudieran  considerarse equiparables a atributos del sujeto («ser honesto», «ser  solidario»), ya que cuanto se pretende al establecer esos objetivos es señalar los  horizontes valorativos de un inacabable proceso de mejora al que debemos  considerar permanentemente abierto al individuo durante toda su vida. Aquello que  se espera al promover ciertas actitudes es, por consiguiente, que éstas (y los valores  de referencia) se conviertan en un elemento autorregulador del comportamiento del  sujeto y de ahí su importancia formativa. Se puede decir, en consecuencia, que  «Juan es conocedor del teorema de Pitágoras» pero, en términos educativos,  resultaría inadecuado señalar que «Juan es insolidario o mentiroso». Cabe, en  este último caso, esperar siempre que Juan, a través de su continua exposición  a las influencias del medio socioeducativo, pueda ir desarrollando un mayor  aprecio por la solidaridad o la sinceridad. 
  En  la escuela las actitudes pueden ser inferidas, sobre todo, a partir de la  observación de ciertas conductas cuando éstas se producen en contextos de no evaluación.  Es decir, en situaciones que permitan a los alumnos obrar y expresarse con una  cierta espontaneidad. La razón de todo ello es porque, como ya se ha señalado,  las actitudes predisponen a la ejecución de ciertas acciones siempre y cuando  el contexto permita o aconseje su manifestación. Éstas pueden considerarse así  como unos razonablemente buenos indicadores de las actitudes de los sujetos, al  igual que pueden serlo el conocimiento de sus creencias u opiniones acerca de  las cosas si son expresadas en análogas condiciones de libertad y sin temor a  ciertos juicios valorativos o sanciones. 
5. Una propuesta  curricular 
  Los  contenidos curriculares que conciernen a las actitudes se relacionan en la  L.O.G.S.E., como se sabe, con las áreas de conocimiento representadas en los  diferentes ciclos de la educación obligatoria. Se establece con ello una equiparación  entre los contenidos relativos a los conceptos y procedimientos con aquellos  otros de tipo actitudinal que se consideran relacionados con cada una de las  materias. Esta forma de dividir los contenidos, ya de por sí discutible en  muchos aspectos para los conocimientos disciplinares y los de procedimientos,  resulta, a nuestro modo de ver, especialmente inadecuada para las actitudes,  más allá del hecho, ya comentado, de significarse así la relevancia de éstas en  la formación de los escolares. 
  La  gran mayoría de las actitudes propuestas como objetivos en la educación primaria  y secundaria presentan un indudable carácter transversal y global. Es decir, no  sólo constituyen valoraciones que desbordan el ámbito de unas u otras materias  y se relacionan con aspectos más genéricos que los representados por éstas sino  que, además, reflejan «totalidades» para las que resulta inadecuada su parcelación.  Así, si lo que se pretende es, por ejemplo, que los escolares «amen a la Naturaleza»,  se hace innecesario especificar luego, en función de los diferentes contenidos  de los programas, que aquellos «respeten a las plantas» o que «valoren a las  especies en riesgo de extinción». La actitud de «amor a la Naturaleza» incluye todo  lo relacionado con ella, impregna la presentación de cualquier tipo de contenido  teórico (sea éste de literatura, sociales o naturales) y afecta, en su  promoción, al conjunto de la comunidad educativa. Esta concepción de las  actitudes se hace incongruente con la aplicación de un proceder analítico en la  distribución de sus contenidos por áreas de conocimiento. Ello conduce las más  de las veces a que éstas se conviertan en una especie de «filtros mentales» que  canalizan la formulación de los objetivos actitudinales de forma muchas veces  reiterativa y forzada. 
  Uno  no sabe bien a qué atenerse así, por ejemplo, cuando lee la propuesta curricular  para el área de Matemáticas de que el alumno manifieste «Interés y gusto por la  descripción verbal precisa de formas y características geométricas» [12]. Asimismo  no deja de producir extrañeza que la «Valoración y respeto a las opiniones de  otras personas y tendencia a comportarse coherentemente con dicha valoración»  haya de ser una actitud que concierna sólo al área Ciencias de la Naturaleza  (!). En otras ocasiones, ese intento de acomodar los contenidos referentes a  las actitudes en unas u otras disciplinas, lleva a realizar precisiones en la  forma de redactar aquellos que resultan incluso caricaturescas. Nos  encontramos, por ejemplo, con que los profesores del área de Ciencias de la  Naturaleza deben promover la actitud de «Cuidado y respeto por los animales y las  plantas, tanto en el medio natural como en el aula»,[13] o que los de Lengua Castellana  y Literatura deben, asimismo, propiciar la «Receptividad, interés y respeto por  las opiniones ajenas expresadas a través de la lengua oral». Redactados de este  tipo en nada favorecen el trabajo del educador que, ciertamente, en el caso de  las actitudes, se produce siempre en términos más holísticos y la mayoría de  las veces al margen de cualquier conexión con los contenidos disciplinares. 
  Creemos,  en definitiva, que la mencionada adscripción de los contenidos curriculares en  actitudes proyecta, aún a pesar de lo explicitado en la Reforma, una visión  fragmentaria de la formación de los alumnos que dificulta la actuación sinérgica  que se precisa por parte del colectivo de educadores para poder llevarla a  cabo. Y que un atento análisis de los contenidos actitudinales repartidos en  las diferentes áreas de conocimientos, permitiría disponer básicamente aquellos  en relación a los siguientes ámbitos: 
  a) Actitudes  relacionadas con los aprendizajes y el conocimiento.  Dónde se incluirían las actitudes necesarias para favorecer el interés por  cualquier forma de conocimiento y por la asimilación de unos u otros saberes,  proceso que en muchos aspectos (atención respetuosa a los demás, valoración del  propio esfuerzo, aprecio del trabajo bien realizado, del pensamiento crítico,  etc.,) resulta independiente de la naturaleza de éstos. 
  b) Actitudes  relacionadas con el ámbito personal y social. Apartado que  englobaría, esencialmente, al conjunto de actitudes que provienen de una  educación en los valores necesarios para favorecer tanto el adecuado desarrollo  personal (educación para la salud, educación emocional, etc.,) como la  convivencia (educación cívica y moral, educación para la paz, etc.,) y la  adaptación a los distintos ámbitos de la vida social (familiar, profesional,  etc.,). 
  c) Actitudes  relacionadas con el medio natural. Se ubicarían aquí las  actitudes que predisponen a realizar comportamientos respetuosos con la  conservación del medio (educación ambiental, educación para el consumo, etc.,)  en el que se desarrolla la vida y nuestra existencia como seres humanos. 
  Las  diferentes áreas de conocimientos tendrían la misión fundamental de contribuir  al desarrollo de esas actitudes genéricas y de promover el interés y el aprecio  por los conocimientos que les son propios así como por ciertas valoraciones asociadas  a éstos. En nuestra opinión esta forma de disponer los contenidos en actitudes favorecería  la formación integral de los alumnos, implicaría en mayor medida al colectivo  de educadores y, asimismo, reflejaría de manera más adecuada el carácter  transversal y holístico que caracteriza a la mayoría de las actitudes. Éstas,  por el carácter afectivo que las define, apelan a una dinámica de relaciones entre  docentes y discentes que va más allá de lo estrictamente relacionado con el  ámbito de unos u otros saberes. No es única ni necesariamente conociendo una determinada  realidad como, en efecto, los alumnos van a llegar a apreciarla y, por ende, a  movilizar su voluntad para desarrollar los esfuerzos que requiere la  asimilación de cualquier tipo de conocimiento. Conviene pues prestar especial atención  al ambiente que se respira en los respectivos centros escolares, al clima del  aula y al grado de implicación de los docentes en su labor educativa que, en  esencia, es una tarea de equipo. Una actividad en la que, ciertamente, el todo es  más que la suma de las partes. Y en la que la formación de las actitudes  constituye un elemento clave para el desarrollo integral de los alumnos. 
Notas 
  [1]  María Moliner 
  [2]  El modelo del «condicionamiento operante» propuesto por B. Skinner ejerció una  gran influencia en la enseñanza especialmente desde finales de los años sesenta  hasta la década de los ochenta. La enseñanza programada y también, en gran  medida, la Pedagogía por objetivos, elementos clave en la concepción pedagógica  de la L.G.E., son deudoras de esa visión no mentalista del aprendizaje. 
  [3]  El constructivismo sucede como paradigma dominante del aprendizaje al  behaviorismo de B. Skinner, sin que por ello deje de advertirse en la escuela  una pragmática combinación de los métodos de enseñanza derivados de ambos  modelos del aprendizaje. Como se refleja en la L.O.G.S.E., el constructivismo  convierte al sujeto en el gran protagonista de su aprender. Los verbos de tipo  cognitivo («descubrir», «reflexionar», «comprender», etc.) vienen a reemplazar  así a los que señalizan acciones («nombrar», «clarificar», «distingir», etc.)  en la manera de explicitar los objetivos educativos. 
  [4]  En mi opinión, ni antes ni ahora, el alumno ve con buenos ojos o considera  justo y adecuado que la evaluación de su comportamiento afecte a la de los conocimientos  académicos. Otra cosa distinta es que pueda pensar que, en ocasiones, ello le  favorece. [5] Esto también podía suceder a la inversa, o sea, tener una actitud  positiva y una calificación baja en conocimientos. Ello, al igual que las  reiteradas malas «notas» de las épocas anteriores, adquiría, las más de las  veces, el significado de «alumno poco dotado para el estudio». 
  [6]  Real Decreto 1345/1991 de 6 de septiembre. 
  [7]  El peso específico otorgado a cada uno de los componentes de esa evaluación  global puede variar según los centros, departamentos y profesores implicados. 
  [8]  Lo que pretendemos significar con este ejemplo es que la ausencia de alguno de  esos elementos químicos determina la desaparición del compuesto «agua» como  tal, cosa que entendemos no ocurre con algunos de los mencionados «componentes»  de las actitudes.  
  [9]  En sintonía con esta definición podría considerarse la dada por Allport, G.W.  ya en 1935 que entendía a la actitud como «un estado mental y emotivo de  disposición, adquirido a través de la experiencia, que ejerce una función  directiva y/o dinámica sobre las respuestas del individuo a toda clase de  objetos y situaciones con los que se relaciona». 
  [10]  En casos como éstos, entendemos no obstante que el sujeto que así se comporta  está en mayor correspondencia con sus creencias de lo que pudieran hacer pensar  sus opiniones en primera instancia. El adicto al tabaco cree, finalmente, que  la toxicidad de éste no le va a afectar en demasía como a otros miles de  fumadores longevos que él conoce. Por su parte el ludópata espera que la  fortuna sí le puede sonreír esta vez. 
  [11]  Bohm, D. (1997) utiliza esta expresión para señalar que en el diálogo nuestras  propias ideas, creencias y opiniones han de ser evaluadas también, en su  coherencia y valor de verdad, en función de lo escuchado. 
  [12]  Todos los ejemplos citados en este apartado se refieren al Real Decreto que  establece el currículo de la Educación Secundaria Obligatoria (B.O.E. de  13-IX-1991). 
  [13]  La cursiva es mía. 
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Revista  Española de Pedagogía año LX, n.º 221, enero-abril 2002, 51-64  |