  
                                    Hay un viejo chiste sobre mexicanos y  libros. Si se organizara un concurso de ensayos sobre elefantes y participaran  escritores de diversas nacionalidades, el día de la entrega de las obras,  tendríamos un cuadro como el siguiente. El inglés llegaría con un libro  intitulado «Los elefantes y la comercialización del marfil». El alemán  presentaría siete gruesos volúmenes llamados «Algunos prolegómenos al estudio  de los paquidermos». El japonés concursaría con un disquette: «Resumen en 10  páginas de las obras: “Los elefantes y la comercialización del marfil” y de los  siete volúmenes de “Prolegómenos”». El francés escribiría un «Ensayo sobre el  amor y los elefantes» y el catalán «Los elefantes y la cuestión de Cataluña».  Finalmente el mexicano diría: «¡Ah!, ¿qué era para hoy?». 
                                    El chiste divertido o no- es muy  mexicano. Somos un pueblo que hacemos mofa continua de nuestra forma de ser.  Pepito es el hombre del mañana («mañana te pago», «mañana sí lo hago»; del  albur; del arrebato («Jalisco nunca pierde, y cuando pierde, arrebata»; de la  ilegalidad (¿ha visto lo fácil que resulta estacionarse en lugar prohibido una  tarde de toros en la Plaza México?; de la destrucción («Si a un naco y a un  ruso se les arroja de la torre Latino, ¿quién llega el último? El naco, porque se  viene rayando las paredes»; de la ambigüedad («nos hablamos», «voy a hacer todo  lo posible»). Eso sí, que ningún extranjero venga a decirnos que somos  subdesarrollados, incultos y vagos, porque para burlarse de lo mexicano ya está  Pepito. 
                                    El TLC plantea a los mexicanos diversos  conflictos: de repente nos convertiremos en socios de nuestros vecinos ricos.  La cuenca del Pacífico, el Mercomún y el TLC de América del Norte serán las  coordenadas de la nueva civilización y nuestro papel en estos bloques será (se  dice) de actores estelares. 
                                    Los conflictos pertenecen a dos ámbitos:  económico-políticos los unos, culturales los otros. Ante los problemas  económico- políticos hay optimistas y pesimistas. Los optimistas insisten con  razón en la necesidad de globalizar la economía y de modernizar la empresa  mexicana, anquilosada por décadas de proteccionismo. Los pesimistas suelen  presentar una objeción: ¿Podrán nuestras pintorescas Marías de los tianguis  competir con la United Fruit Company? ¿No terminaremos siendo un proveedor de  mano de obra barata para EUA? 
                                    Prescindo de la discusión económica y la  dejo a los especialistas. Prefiero centrarme en la cuestión cultural. ¿Qué  problemas culturales plantea la integración al TLC? , la problemática puede  desdoblarse en dos preguntas: 
                                    1) ¿Cómo condicionará nuestra  idiosincracia y la cultura el role que tendremos en el TLC? 
                                    2) ¿Cómo se verá modificada nuestra  cultura por la cultura de nuestros socios? 
                                    A la primera habría que anexarle un  corolario: no está nada claro qué es «lo mexicano». Nuestra identidad es  ambigua y púber. Mucha tinta se ha gastado en la determinación de la «esencia»  de lo mexicano. Y con todo, no cabe duda que somos distintos de los yanquis. ¿A  quién de nosotros nos gusta, por ejemplo, comer solos en un restaurante? Al  yanqui, en cambio, no parece preocuparle mucho a juzgar por las estadísticas.  El hecho es que somos distintos de los anglosajones. 
                                    Radiografía  mexicana 
                                    Toda generalización sobre los hombres  debe ser tomada con cierto escepticismo. Hecha tal advertencia, aventuro una  descripción caracteriológica de lo mexicano. Somos emotivos, activos,  primarios. 
                                    Emotivos: vivimos en el reino de la  afectividad, del corazón. Nos alegramos ante cualquier acontecimiento (el  triunfo del América, por ejemplo; nos enternecemos el día de las madres; nos  ponemos cursis en Navidad y lloramos amargamente en el velorio del primo  segundo del padrino de un amigo nuestro. En México se tienen «amigos» con  facilidad: bastan unas horas de viaje en avión o microbús para contar toda nuestra  vida íntima al compañero de asiento. 
                                    Activos: la imagen del mexicano  durmiendo bajo un cactus nunca ha sido exacta. Al contrario, somos  profundamente activos. Que conste que «actividad» no es sinónimo de eficacia,  laboriosidad o responsabilidad. Somos sedentarios en un sector de nuestra vida,  porque nos ata la emotividad («Como México no hay dos», «México lindo y  querido, si muero lejos de ti…»). Pero dentro de ese ámbito de sedentariedad  articulado por costumbres, tradiciones y convicciones somos profundamente  activos. Organizamos, hablamos, nos reunimos, vamos y regresamos. Por lo mismo,  todas aquellas profesiones eminentemente sedentarias son poco apreciadas por el  común de la población, y cuando se ejercen, no pocas veces son ejercidas  corruptamente (adjetivo que uso sin connotaciones morales). En la burocracia, o  vamos de junta en junta, de acto cívico en acto cívico, o nos tiramos en una  silla abúlicamente, leyendo el «Libro Vaquero», o «Jazmín». Pero la atención  firme en la ventanilla no nos «va», y cuando se ejerce, suele tener un toque  «humano», pues se personaliza. Esto se constata también en la vida académica.  Los estudiantes incluso de Humanidades aspiran a ser hombres de acción, hombres  prácticos y de gestión. El mismo académico suele convertirse bien en un  activista político o en un administrador. Basta comparar el número de físicos,  matemáticos, filólogos, que tiene nuestro país con EUA o Alemania. 
                                    Por el contrario, son actividades  privilegiadas el comercio y la política. No lo es, en cambio, la administración  científica, la investigación, el trabajo manual en serie. 
                                    Primarios: porque nuestras reacciones  son inmediatas y pasajeras. No prevemos. Empeñamos hasta la licuadora para  festejar los 15 años de nuestra hija, aunque mañana no tengamos qué comer. Nos  pasamos el semáforo en rojo a 200, no por oponernos a una objetivación jurídica  del Estado, sino por simple inconciencia. 
                                    El obrero hace «San Lunes» no por  conciencia de clase sino porque «el curado de apio estaba retebueno». Somos  impacientes (el indígena puro no lo es, por ello le atribuimos la «terquedad»).  Pero nuestra misma impaciencia pasa pronto. Por ello, las circunstancias  difíciles son siempre llevaderas. Somos inconstantes en virtudes y defectos, en  consecuencia, versátiles. Proclives a los golpes de audacia. Capaces de  mantener la atención en cuatro o cinco metas simultáneamente; lejos de nosotros  las obsesiones. Pluriempleo y amplios abanicos de amistades. 
                                    Todo  corazón 
                                    Un importante eclesiástico polaco  expresó hace tiempo que los países latinoamericanos, y en especial México,  están construidos a partir del corazón. Nada más cierto. El mexicano es  eminentemente afectivo. Muchos fracasos de proyectos culturales en México han  tenido su raíz en soslayar este elemento determinante de nuestra identidad.  Cuántos becarios mexicanos en el extranjero tienen que adelantar su regreso al  país por las depresiones originadas en la inadaptación a otras afectividades.  Es ingenuo importar indiscriminadamente modelos tecnocráticos (la racionalidad descarnada)  sin tomar en cuenta el peso específico de la afectividad mexicana. 
                                    México es afectivo y sintético. Afectivo  porque hay una gran capacidad de simpatía (del griego sympathos, padecer o  sentir simultáneamente con otro). Sintético (contrapuesto a analítico) porque  rápidamente generalizamos, alcanzamos la visión de conjunto (sin tener aún los  detalles) que nos permiten reaccionar con prontitud. (Esto explica que nuestro  comercio es el de la oportunidad, el del corto plazo. Basta ir a la Central de Abastos  del D.F. en la madrugada, para ver cómo se pueden realizar transacciones  millonarias sin un solo papel, sin un solo inventario, sin una sola junta de  consejo). Sintéticos: por ello tenemos la habilidad para escatimar al turista  yanqui o alemán, pero no al español, quien es muy parecido a nosotros (y  explica también por qué en el comercio a corto plazo el español se impone al  mexicano, y los analíticos alemanes ganan en donde hace falta serenidad,  constancia y planeación). 
                                    La afectividad el corazón vincula a la  tradición y es limo fértil para la cristalización de costumbres. Esta misma  afectividad ofusca la reflexividad. México es tradicional sin habérselo  propuesto nunca. Nuestras tradiciones son vivas, a la par que irreflexivas. 
                                    La afectividad se vierte también en una  gran cordialidad (hospitalidad y afabilidad), aunque deviene frecuentemente en  susceptibilidad. Es lógico; sólo la reflexión la consideración detenida y fría  supera la hipersensibilidad de carácter. 
                                    La sociedad anglosajona (yanqui) es una  sociedad de tradiciones frágiles. El Thanksgiving day y el Halloween son más  parties que modus vivendi. Para el mexicano medio, la sociedad americana es  atractiva momentáneamente, pero al poco tiempo la encuentra «de plástico», sin  ethos. 
                                    El estilo directo no alambicado y el  legalismo, hacen del mundo yanqui un habitat poco cordial para los mexicanos.  Vacaciones en EUA, claro. ¿Adaptación e integración? Difícil. La heterogeneidad  impide frecuentemente una amalgamación entre los anglosajones y los mexicanos.  Y no me refiero a las comunidades marginales, sino a quienes han entrado a la  sociedad norteamericana por arriba. No pocas veces, la amalgama se realiza con  descendientes de italianos (en general pueblos mediterráneos) e irlandeses (siempre  más afectivos que los descendientes de ingleses y prusianos). 
                                    El ritualismo mexicano mezcla de  ceremonia, tradición, amor a la imagen, cordialidad y culto del lenguaje suele  tener enfrentamientos con el estilo de mando anglosajón, enervado por la regla y  los objetivos. Basta pensar, por ejemplo, en las dificultades de comunicación  dentro de una misma compañía entre los ejecutivos nacionales y los ejecutivos  del Headquarter. 
                                    El ritualismo mexicano no es  democrático. Paradójicamente ello hace sentir bien a los más desposeídos porque  siempre pueden reclamar alguna prerrogativa ritual. (¿No llama la atención que  el uso del «don» se dé entre los dos extremos de la sociedad? Son «don» o los  importantes hombres de negocios o los «maistros»). El ritualismo distensiona la  sociedad. Los antagonismos de clases (que los hay) se desdibujan con la magia  del lenguaje, de la ceremonia, del surrealismo, del compromiso no escrito. (La  jerarquía pudo vivir durante años con una constitución persecutoria, y los  detentadores del poder fueron capaces de casar a sus hijas por la Iglesia). El  ritualismo mexicano lleva bocanadas de aire al stress de las empresas: la  comida larga y tendida de negocios; la rosca de reyes; los intercambios de  regalos; las órdenes insinuadas, no imperadas; y todo un juego, un conjunto de  reglas no escritas, en los procedimientos de las organizaciones. 
                                    La empresa anglosajona tendrá al entrar  masivamente al país que adoptar formas más suaves: mayor margen a la  interpretación de los reglamentos, aplicación discrecional de manuales de  procedimientos, convivencia con la ceremonia, etcétera. De lo contrario, la  empresa anglosajona se convertirá en un quiste. Y una empresa no puede importar  todos sus cuadros de mando; además, en un nivel determinado hace falta saber  comunicarse con los cuadros de la base. La dualidad cultural es un requisito en  el México del TLC. Esto último será quizá el nudo gordiano de la filosofía de  la empresa ante el TLC. 
                                    Desplazamiento  de lo mexicano 
                                    Ciertamente existe lo «mexicano», La firma  del TLC no va a desplazarlo de un día a otro. Hay un raigambre cultural  mexicano racialmente distinto de la cosmovisión práctica del anglosajón. 
                                    No obstante, tampoco podemos ser  ingenuos. Los filipinos olvidaron el español aprendido en siglos de coloniaje  en pocos años de la presencia yanqui. Es un hecho que en las sociedades  piramidales, los gustos, creencias, convicciones del escalafón social superior  se conviertan espontáneamente en los ideales regulativos de toda la sociedad. 
                                    Queremos vivir como los ricos, como los  poderosos, como los influyentes. La moda mexicana viene de Nueva York y París,  no de la selva lancandona ni de la sierra tarahumara. 
                                    Es de esperar, por tanto, que el  American Way of Life (en crisis económica) se convierta paulatinamente en el  ideal más o menos apelmazado de la sociedad mexicana. 
                                    Algunos hacen de esta tendencia su  «caballo de batalla>, versus el TLC. No veo por qué. La historia es  parcialmente eso: el imperio (no «imperialismo») de una cultura sobre otra. En  algunos momentos, las culturas se integran, y aunque domina una de ellas, la  absorbida modifica decididamente el desarrollo de la cultura dominante. Así  aconteció con Roma. 
  ¿Queremos que el español no se extinga?  Escribamos en español estudios de altura y aumentemos los dividendos de las  empresas mexicanas. Sólo así el español será lengua académica y de negocios, de  lo contrario se irá convirtiendo en una lengua de «casta». (¿No lo hemos  experimentado al viajar por EUA? El español se escucha en las cocinas de los  restaurantes, entre los mozos y jardineros, entre los campesinos y obreros,  poco se escucha en otros ambientes). 
                                    No se escandalice nadie: sería un  escándalo chauvinista. La cultura es algo vivo y dinámico. Proteger una cultura  como planta de invernadero es asesinarla, convertirla en pieza de museo. Existe  una cultura mexicana porque lo mexicano es algo vivo. Nuestra politesse,  nuestras festividades, nuestros defectos y habilidades son cotidianas. No son  preceptos de Estado. Hablamos español porque sabemos hablarlo desde niños, no  porque nos obliguen en la universidad. 
  ¿Se verá modificada nuestra cultura?  Indudablemente sí. ¿Se enriquecerá o se disolverá? Todo depende de nuestra  eficacia. Si llegamos a ser algo más que proveedores de mano de obra barata,  podremos sintetizar, amalgamar, aliar nuevos elementos a nuestra cultura sin  borrarla. Si no llegamos a ser «socios», adoptaremos convicciones, gustos, e  ideales extranjeros con un dejo de sentimiento de inferioridad, que nos llevará  al «Spanglish» (ni español, ni inglés). 
                                    No creo que se pueda identificar «lo  mexicano» esencialmente con lo católico. El catolicismo es esencialmente  universal, no esencialmente mexicano. Hay un catolicismo vivo en Irlanda,  Polonia y Filipinas. Existe también un catolicismo en EUA. Yo no veo prudente  plantear la cuestión de la identidad nacional en términos de apología del  cristianismo. 
                                    La ética tampoco es un constitutivo  exclusivo de los mexicanos. El American Way of Life no es sustancialmente  perverso, como en ocasiones parece que creen algunos. Lo mexicano tampoco es lo  folklórico: el mariachi, el mole de guajolote y el día de muertos. 
                                    En definitiva, la persistencia cultural  de México depende de la racionalización de la afectividad racionalizar no es  anular y de la sustitución de la improvisación lírica por el hábito prudencial.  Únicamente así pasaremos de la cultura del folklor al Volkgeis (espíritu del  pueblo). México puede dar al mundo anglosajón empresarial algo más que tacos  para «Taco-Bell». 
                                  Istmo 204  |