  
                                    Resumen.  En el presente documento se delinean los elementos que llevan a considerar la  realidad psico-colectiva como hecha de comunicación cotidiana, donde se  conjugan los afectos y las cogniciones que le dan sentido. Esta realidad está  hecha de comunicación intersubjetiva desde el principio de experiencia  compartida y de desarrollo de sentido común. Su ofrecimiento es la posibilidad  de transformar, aprender, construir, de asimilar la cultura de la organización,  en el entendido que la realidad colectiva no solamente está constituida de  acción recíproca entre dos o más objetos, sino también de coincidencia en el  tiempo y espacio. La lectura psico-colectiva que se propone permite distinguir  la dicotomía individuo-sociedad y recuperar la lectura terciaria que considera  a lo otro, (cultural, contexto) para encontrar el sentido de lo colectivo. 
                                    Palabras  clave: estructura psíquica colectiva, intersubjetividad,  comunicación, sentido 
                                    Introducción 
                                    Para  llevar a cabo la explicación de la estructura psíquica colectiva, se parte de  la idea tradicional de la organización psíquica. Ésta se ha revelado como hecha  de aspectos racionales e irracionales o cognición y afectos, que hacen su  aparición pero de manera separada. Los límites entre una y otros pueden ser  identificables, incluso manipulables. Esto exige detenerse en cada uno de éstos  componentes, así como comprender su vínculo con lo colectivo. Pues, los estados  psíquicos colectivos se expresan en las formas, en las estructuras de las  instituciones y las costumbres, en las creencias y en los productos del grupo.  Es una apuesta a no centrar la atención en los aspectos individuales de las  personas, ni tampoco en los hechos sociales, sino en privilegiar la  comunicación entre cogniciones y afectos que se extienden más allá de la unidad  individual para abarcar las prácticas sociales, la intersubjetividad, la construcción  de significados y la continua transformación de las estructuras sociales a través  de las prácticas colectivas, elementos que difuminan la dicotomía individuo/sociedad. 
                                    Desde  la psicología clásica, se propone que la información se procesa mediante dos sistemas  independientes: un sistema cognitivo que permite representar el mundo y un sistema  afectivo mucho más específico y primitivo. Así, el comportamiento afectivo es, junto  con el cognitivo, el eje central del funcionamiento psíquico (Schlosberg, 1952;  Forgas, 1991). Esta dicotomía vincula lo racional y lo irracional presente en  muchos episodios de la psicología, pues aún es objeto de atención en la  actualidad, así como marco de muchos debates a propósito de la naturaleza del  grupo. 
                                    De  esta manera, es que se separa lo que en la realidad permanece unido, es decir,  lo inseparable. Reducimos lo complejo a lo simple, para tratar de explicar en  el mundo de las ideas lo que sucede en el mundo real. El peso de esta tradición  de siglos, nos ha mantenido tributarios de una razón magnificada -universal y  objetiva- que desecha lo emocional por considerarlo obstáculo para el pensar  correcto y para el buen vivir, mientras las emociones son consideradas como  elementos irracionales que particularizan y subjetivan el pensar, que ha de ser  -si se quiere ser científico verdadero- universal y necesario como lo es la  realidad (Salcedo y Pérez, 2002). 
                                    La racionalización como  elemento de la estructura psíquica 
                                    Si  bien es difícil brindar una explicación sencilla a qué es la racionalidad,  desde la psicología se distinguen tres tipos de concepciones: la  cultural-ideológica, la cual concibe la conducta racional como aquella en la  que el sujeto reflexiona y realiza introspección; la que se basa en el  principio Minimax, el cual postula maximizar las utilidades al mínimo coste; y  la lógico-formal, en está, el actor racional es aquel que busca obtener fines  coincidentes con sus intereses, empleando los medios más apropiados para ello  (Morales, Moya, Rebolloso, Huici, Fenrández- Dols, Pérez y Pérez, 1994). Estas  concepciones sobre la racionalidad no sólo dejan de lado las cuestiones morales,  sino también continentes enteros de reflexión sociológica con sus preocupaciones  por las clases, los roles, los sistemas de acción, etcétera, aun cuando brindan  una apariencia de realismo crudo, un aire de franqueza que las hace parecer, a  simple vista, modelos de pensamiento científico (Escalante, 2009). 
                                    Pese  a ello, en la psicología, el modelo de la decisión racional es el que  predomina, en gran parte debido a la preeminencia anglosajona en las ciencias  sociales (Morales y cols., 1994). Sumando el hecho que la psicología en  particular, tiene el cometido intelectual de redefinir al hombre y a su mente a  la luz de las nuevas necesidades sociales, lo cual hizo inevitable que a partir  de la segunda mitad del siglo pasado, la computación se tomará como metáfora de  la ciencia cognitiva. Así, todos los procesos mentales o cognitivos como la  atención, la percepción, la memoria, el pensamiento y la utilización del  lenguaje se tratarán como procesos que ocurren automáticamente y de modo  independiente a las formas sociales, culturales, etcétera (Bruner, 2006). 
                                    En  este contexto, se presupone que las cogniciones preceden a las conductas, y las  elecciones son conscientes e intencionales, por tanto, racionales, con dos  presupuestos centrales: a) se espera que las personas intenten conseguir los  beneficios y minimizar los costes y, b) existe un procesamiento cognitivo de la  información acerca de la probabilidad de los beneficios y costes asociados a  las distintas posibilidades de acción (Morales, 2002). El cognitivismo como la  vertiente explicativa que ofrece garantías de su propia validez a partir de  procedimientos lógicos y técnicas que permiten tratar la información de la  forma más objetiva posible, supone un sujeto óptimo (Rouquette, 1994), guiado  por el razonamiento lógico-deductivo. Culmina con la predictibilidad de la  ciencia psicológica al hacer una separación radical entre sujeto y objeto,  entre subjetividad y mundo externo al sujeto, donde los métodos de  investigación se concretan en diseños predefinidos, cerrados con la firme  intención de encontrar la verdad. 
                                    No  obstante, son muchos los estudios que se han centrado en las relaciones entre cognición  y emoción, en específico en el modo en que los diferentes estados de ánimo influencian  nuestras percepciones y juicios sociales, y en definitiva nuestra conducta social.  Entre los datos sobresalientes en este sentido se encuentra que los estados de ánimo  positivo facilitan el aprendizaje y la ejecución, facilitan el auto-control, aumentan  el auto-refuerzo, aumentan las respuestas altruistas, la sociabilidad y el contacto  social, así como la persuasión; mientras los estados de ánimo negativo, en general,  tienen el efecto inverso. De lo que se deduce que los procesos emocionales no  se pueden reducir a un determinado tipo de activación de la memoria semántica, ni  pueden ser analizados sólo como prototipos o esquemas de conocimiento procedimental.  Postulando la existencia de un sistema emocional diferenciado del cognitivo  (Páez y Carbonero, 1993). 
                                    Son  numerosas las propuestas cognitivas que ven en la habilidad para resolver problemas  la importancia del contexto social, donde la capacidad de resolución de problemas  por parte de los sujetos, les permite abordar una situación en la cual persiguen  un objetivo definido desde el mundo de valores y creencias resultado de la elaboración  de un producto cultural (Gardner, 2005). Pues, los procesos de razonamiento se  nutren de información simbólica y entregan datos simbólicos, no inferidos a  partir de la lógica, sino simplemente inducidos a partir de observaciones empíricas  o postulados aún más simples, porque regularmente las decisiones no son elecciones  que abarcan grandes áreas de la vida, por el contrario generalmente atañen a  circunstancias más bien específicas, por tanto, la razón humana no es un instrumento  para modelar o predecir el equilibrio general del sistema del mundo, o crear un  modelo general que considere todas las variables en todo tiempo, sino un instrumento  para explorar necesidades, problemas parciales y específicos (Simon, 1989). 
                                    La  acentuación sesgada de la psicología científica, al postular lo racional como  la capacidad y eficiencia, mientras que considera la irracionalidad como la  insuficiencia, ha llevado a perder de vista la forma, aquello que comporta de  manera conjunta un carácter racional y afectivo, cognitivo y emocional, mental  y material, siempre suprapersonal, pero capacitado para actuar autónomamente  (Fernández, 2004). Por lo que en numerosas ocasiones la afectividad aparece,  cuando se nombra, como aquella parte añadida a la vertiente racional de algún  asunto, para dar cuenta de algo que apenas logramos aprehender desde una lógica  racional. Así, la afectividad (con sus pasiones, emociones, sentimientos...)  sirve para explicar lo que no se puede explicar desde los postulados  racionales. 
                                    Los afectos como  elemento de la estructura psíquica 
                                    El  afecto es la experiencia psicológica más elemental a la cual se tiene acceso mediante  introspección y constituye el núcleo central de la emoción (Russell y Barrett, 1999).  Los afectos se sienten, son la experimentación de algo, sea un suceso complejo,  un recuerdo, una imagen visual, una melodía, etcétera; como algo positivo o negativo,  bueno o malo, atractivo o repulsivo, agradable o desagradable y la valencia o  valoración se traduce en la cualidad de su experiencia (Aguado, 2005). La afectividad  es el conjunto de estados y expresiones anímicas, ubicados dentro de un continuo  cuyos polos son el agrado y el desagrado, a través de los cuales el individuo se  implica en una relación consigo mismo y con su ambiente (Fiske y Taylor, 1991; León  y Montenegro, 1998; Garrido, 2000; Elster, 2002; Aguado, 2005). 
                                    Los  afectos se deben entender como un devenir en el que la pregunta es por lo que  se está haciendo y no por lo que ya está hecho. Se trata más de un  acontecimiento que de una cosa. De momento pues, lo importante es que la  afectividad se mueve y a su vez hace mover. La afectividad es algo que se  siente, no medible en términos cronológicos sino como experiencia colectiva,  compartida, al tener una duración distinta a la mera yuxtaposición de instantes  ordenados uno tras otro. El afecto es en suma, el elemento irreductible, la  molécula básica de todas las emociones y los estados de ánimo, y su  característica esencial es que se siente, pero no se elabora solamente de  manera cognitiva (Fernández-Dols, Carrera y Oceja, 2002). 
                                    De  esta manera es que se dice que los afectos son construidos psicosocialmente e incluyen  a las emociones: reacciones momentáneas de gran intensidad, con manifestaciones  neurovegetativas (sudor, temblor, rubor, etcétera) y con expresiones socialmente  codificadas; e incluyen también a los sentimientos: estados afectivos relativamente  duraderos y a la vez modificables a través del tiempo (Montero, 2005). 
                                    Por  tanto, el afecto es un elemento irreductible cuya característica es no ser un fenómeno  cognitivo per se (Elster, 2002; Fernández-Dols, Carrera y Oceja, 2002). Se vive  en el seno de grupos más o menos bien delimitados, al interior de los cuales se  ejerce una acción contagiosa donde todo estado afectivo un poco claro tiende a resonar  sobre el grupo y a beneficiarse por reacción de esta resonancia, pues cuanto más  socialmente adaptado es el medio más es la participación en él, y más la fuerza  que adquiere la emoción (Fernández, 2000). Por el contrario, si no existe el  medio, la emoción no realiza todas sus virtualidades mentales y motrices. Por  regla, las emociones nacen, crecen y se acotan en un medio humano adonde se  nutren con su propia conmoción (Blondel, 1945). 
                                    Por  eso no sólo los cambios fisiológicos y sensaciones habrán de considerarse para  la comprensión de los afectos. Si bien algunas emociones pueden ser episódicas  con un sentimiento y reacción fisiológica inmediata, otras aparecen totalmente  ligadas a los sistemas de creencias y valores de los grupos, de manera que la  expresión física y fisiológica casi no aparece. Así, aun cuando la emoción sea  una vivencia y no un estado de conciencia, no significa que no tenga relaciones  con el pensamiento, pues las emociones pueden dar color a los pensamientos.  Esto se entiende cuando los pensamientos son considerados, buenos o malos,  positivos o negativos y provocan agrado o desagrado, aceptación o rechazo. 
                                    Es  así, que las emociones y los sentimientos pueden estar influidos por los  sistemas de creencias culturales y morales. Éstos se encuentran fuertemente  ligados al orden social e implican patrones socioculturales determinados por la  experiencia que se manifiestan en situaciones sociales específicas (Rodríguez,  2008). De esta forma, se revela la participación de la cultura en la manera en  cómo se experimentan las emociones. La cultura brinda las valoraciones con que  son evaluados los sucesos y los comportamientos, ya que éstos pueden ser vistos  como apropiados o no en función de las normas sociales bajo las cuales se rigen  las personas. Esto, en el entendido que los sistemas simbólicos utilizados por  los individuos al construir el significado son sistemas ya existentes,  profundamente arraigados en el lenguaje y la cultura (Bruner, 2006). 
                                    Las  reglas de expresión emocional se aprenden de cada cultura, de manera que la conducta  no verbal asociada a las emociones se podría intensificar o debilitar,  sustituir o incluso neutralizar según las reglas de interpretación cultural  (Ekman, 1972; Mercadillo, Díaz y Barrio, 2007). De esta manera, la cultura  participa del proceso comunicativo y las emociones serían uno de los contenidos  en la negociación de significados. Como menciona Fernández (2000), la  afectividad es un evento que no pasa únicamente por el discurso o la  racionalidad, aunque sí por la vida. 
                                    Las  emociones penetran el lenguaje desde la entonación hasta el sentido. Una vida  sin emoción es una vida sin sentido. Estas afirmaciones no son banales, llevan  tras de sí un largo camino de investigación y reflexiones (Shanker y Reygadas,  2002). Objetivamente, las emociones y los sentimientos importan porque muchas  formas de comportamiento humano serían ininteligibles si no se vieran a través  del prisma de los afectos (Elster, 2002). Las reacciones afectivas, al ser  difíciles de describir y verbalizar, descansan en comportamientos no verbales  para su comunicación (Zajonc, 1980). Por esto, los afectos son eminentemente  comunicables porque para desarrollarse e incluso para ser, tienen la necesidad  de comunicarse (Blondel, 1945; Fernández, 2000; Fernández, Carrera, Sánchez y  Páez, 2002). 
                                    La  afectividad es un aspecto constitutivo de la actividad humana expresada en los innumerables  actos de la vida cotidiana, y constituye un conjunto de guiones socialmente  compartidos que se adaptan y ajustan al entorno socio-cultural y semiótico  inmediato (Markus y Kitayama, 1994). Los afectos son creaciones culturales primigenias,  pensamientos muy primeros, hechos de sustancia táctil, próxima y lenta, constituidos  de materiales físicos y psíquicos; son una compenetración de gestos y materiales,  entre la gente que vive y las cosas que utiliza para hacerlo, borrándose la posibilidad  de establecer la diferencia entre pensamientos y sentimientos, excepto como  extremos de una misma realidad (Fernández, 2007). 
                                    Asoma  así, la afectividad colectiva, pues cualquier sentimiento, por pequeño que sea,  solamente puede ser comprendido en referencia a algún modo de grupo, situación,  sociedad y contexto (Fernández, 2000). Dicha afectividad se manifiesta tanto en  estados corporales, gestos, objetos e imágenes que son la sustancia de los motivos,  valores, significados, aspiraciones o desilusiones, síndrome complejo que tiene  manifestaciones semiológicas sobre los planos psicológico, fisiológico y de  conducta (Sherer, 1993), fuertemente culturalizados-semiotizados a partir de  sus manifestaciones físicas (Plantin y Gutiérrez, 2009). 
                                    La estructura psíquica  colectiva 
                                    No  sólo se trata de razones o afectos, sino de la relación, incluso traslape, de  ambos, en por al menos tres aspectos: la cognición como generadora de  emociones; la cognición que es influida por la emoción; y la cognición cuando  tiene como objeto intencional o propósito una emoción concreta (Elster, 2002);  además de lo moral, la cultura, el tiempo y el espacio. De esta manera, tanto  las cogniciones como las emociones pueden ser estudiadas como efectos o como  causas, si se identifican las condiciones en las que tienden a aparecer, al  considerar el vínculo entre la situación detonante; o ser utilizados para  explicar otros fenómenos, incluyendo estados mentales o entornos. 
                                    Por  tanto, la idea de que la mente está compuesta y es producto del desarrollo filogenético  de múltiples subsistemas, cada uno programado para madurar en un tiempo fijo,  dispuesto genéticamente a operar a partir de leyes de desarrollo internas e  independientes de la acción sociocultural del individuo, no es posible, tomando  en cuenta los avances en muchas áreas del saber, entre ellos la biología y la neurobiología,  que indican que la clásica visión racional-irracional del comportamiento humano  es tan errónea como el determinismo genético y el innatismo que no explican el  surgimiento del lenguaje ni el de la emoción (Shanker y Reygadas, 2002). Lo que  existe es un entramado de observaciones, emociones, valores, creencias,  intuiciones y juicios que se relacionan profundamente a la información cognitiva  y afectiva que nos coloca en disposición de actuar y sentir. 
                                    En  la psique-colectiva se presenta una relación interminable e indisoluble entre cognición  y emoción, donde no se puede precisar con exactitud dónde empieza una y comienza  la otra, pues el comportamiento afectivo es, junto con el cognitivo, el eje central  del funcionamiento psíquico colectivo. Esto encamina a suponer una razón cognitiva  y una razón afectiva, las cuales se desenvuelven bajo una lógica propia pero con  un principio de experiencia compartida, donde se desarrolla el sentido común,  se produce la conversación, se posibilita la transformación, el aprendizaje y  la construcción de sentido colectivo (Fernández, 1988). 
                                    La  psique-colectiva se hace de comunicación, donde no sólo se realizan inferencias  lógicas en un contexto dado, sino también involucra a quienes pertenecen a  éste, pues no se trata de una realidad objetiva física, ni de una realidad  subjetiva psíquica, sino de una realidad intersubjetiva simbólica de  comunicación (Fernández, 1988). Así, la esencia de la comunicación se encuentra  en los procesos de relación e interacción, pues todo comportamiento humano  tiene un valor comunicativo permanente que integra múltiples modos de expresión  como la palabra, el gesto, el espacio, etcétera (Mattelart y Mattelart, 2005). 
                                    La  comunicación es una acción transformadora implícita en las prácticas, en donde  la interacción material y simbólica entre sujetos concretamente situados.  Supone la recurrencia por parte de estos a sistemas de significación que  determinan la producción y reproducción de sentido en un tiempo y un espacio,  es decir, en un contexto (Fuentes, 1999). 
                                    En  este sentido, la razón y el afecto se extienden más allá del territorio  corporal de los propietarios individuales de la conciencia. Esto implica  forzosamente un proceso interpretativo, pues el conocimiento del mundo y  nosotros mismos está vinculado a la interpretación que se realiza desde el  marco lingüístico y cultural en donde nos desenvolvemos. Entonces, el ser  humano es reconocido como un agente parcialmente auto-determinado por una  sensibilidad particular hacia el contexto socio-histórico, pero práctico y  reflexivo en y para la vida cotidiana mediante el lenguaje y la significación  (Íñiguez, 2005). 
                                    Pensar  la realidad colectiva implica colocar el acento en la interacción, pero no en  la interacción que plantea la dualidad individuo/sociedad, sino en la realidad  que no está ni dentro ni fuera de los individuos, sino entre ellos, es decir, en  la intersubjetividad. Ésta produce significados sólo analizables en el nivel  colectivo, significados, no sólo generados por los individuos en interacción,  sino también dentro de ciertos límites espaciales y temporales, vinculados con  los significados acumulados socialmente (Fernández, 2000). La intersubjetividad  es una acción recíproca y se compone de elementos que atraviesan tanto el nivel  subjetivo como el intersubjetivo; abarca tanto a los individuos, como a los  grupos, los contextos de interacción, las producciones discursivas y los  intercambios verbales. Ésta refiere a una creencia inserta en una situación con  un marco espacio-temporal, campo social o institucional, universo de discursos  o creencia derivada de un entrelazamiento de principios, de evidencias  empíricas, lógicas o morales, pero que es compartida colectivamente porque  tiene sentido para los actores involucrados (Jodelet, 2008). 
                                    La  intersubjetividad se encuentra relacionada con el discurso, pero no queda  reducida al mismo. Esto, en el entendido que los discursos expresan  significados, pero no los agotan, desde el momento que pueden existir estados  de ánimo, emociones o afectos que no logran expresarse en ellos. Así, el  sentido colectivo no está en la correspondencia de las palabras con una realidad  física o mental, sino en la dirección de éstas. El sentido no está en los  enlaces gramaticales, en el conjunto de significados encadenados para producir  las oraciones (Plantin, 2002). El sentido, parece estar en otra parte y, sin  embargo, más allá de la frase no hay nada más, sólo, lo no dicho, porque las  palabras, las acciones pueden parecer iguales o semejantes, pero tener su origen  en los más diversos motivos y por tanto tener sentidos muy diferentes para los actores. 
                                    El  sentido psico-colectivo refiere tanto a una entidad semántica que tiene  significado, carácter simbólico y capacidad de representación, como a una  entidad de orientación, es decir, dirección. En tal caso, el sentido tiene una  carga simbólico-representativa que rebasa la materialidad conductual, para  ligarse a la narratividad discursiva y a su intencionalidad. Ésta consiste en  la dirección que aparece como contenido simbólico y funciona en tanto determina  un conjunto de condiciones obligadas a cumplirse para que la creencia se conforme  y/o satisfaga (García 2007). 
                                    Lo  expuesto en líneas anteriores permite exponer que la realidad, la comunicación  y la colectividad son una misma entidad. Así, la existencia de la comunicación  está condicionada a la existencia de una colectividad, que comparta símbolos y significados,  al tiempo que la colectividad es un acuerdo intersubjetivo comunicativo que  pone el acento, no en el individuo ni en la sociedad, sino en el medio de  éstos, en el nosotros, en la interacción que no está ni dentro ni fuera de los  individuos, sino entre ellos (Fernández, 2001). Interacción hecha de  convenciones lingüísticas, de presupuestos compartidos, de significados comunes  y no sólo compartidos al producirse y reproducirse por los actores mediante  prácticas y actos comunicativos, gracias a un trasfondo de saberes, normas e  historia. 
                                    El  entorno psico-colectivo delineado, da cuenta de la necesidad de comprender las representaciones  y tendencias de los grupos así como sus tradiciones, recuerdos y conceptos  dentro de sus pensamientos y sentimientos. El entorno psico-colectivo es sólo  posible si existe un universo simbólico de sentidos compartidos, construidos socialmente,  que permiten la interacción entre subjetividades diferentes, mediante la comunicación  dentro de un contexto, donde los que participan establecen y sostienen un ritmo  y movimiento compartido. 
                                    La  estructura psico-colectiva está hecha de construcciones socio-históricas, de  afectos y cogniciones, resultado de elementos contingentes y circunstanciales  del contexto donde surge la colectividad, esto implica forzosamente un proceso  interpretativo, ya que ningún proceso social puede darse sin éste, pues nuestro  conocimiento del mundo y de nosotros mismos está vinculado a la interpretación  realizada desde el marco lingüístico y cultural. En esta medida, la estructura  psico-colectiva no queda reducida a los discursos manifiestos o contenidos en  las prácticas de manera implícita, sino, como un proceso colectivo que da  sentido y trasciende lo individual y lo social. 
                                    Conclusión 
                                    A  manera de colofón, y a partir de los elementos descritos anteriormente, es  posible considerar la realidad psico-colectiva como hecha de comunicación  cotidiana, donde se conjugan las normas, las tradiciones, las corrientes de  opinión, los pensamientos, también los afectos que dan sentido a los signos y  posibilitan la comprensión de los procesos de creación y recreación de símbolos  con los cuales una colectividad conforma su realidad al hacer inteligibles las  interpretaciones de un entramado de significaciones. Realidad hecha de  intersubjetividad, principio de experiencia compartida, de desarrollo de  sentido común, que ofrece la posibilidad de transformar, aprender, construir,  de asimilar la cultura. 
                                    La  relación interminable e indisoluble entre cognición y emoción, que se plantea a  lo largo de este documento, donde no se puede precisar con exactitud donde  comienza una y termina la otra, resulta el eje central del funcionamiento  psíquico colectivo, bajo el principio de experiencia compartida, donde se produce  la conversación y se posibilita la construcción de sentido. Relación que traza  cambios epistemológicos y metodológicos y requiere una mirada más amplia de lo  social, y donde pierde fuerza el enfoque binario del conocimiento. Esto no  significa, de ninguna manera, poner énfasis en los particularismos o la  fragmentación del conocimiento, sino más bien en la integración y síntesis, en  la interacción. 
                                    Se  trata del pensamiento y afectividad que desborda y rebasa los límites de las conciencias  individuales y de las instituciones y sólo existen plena e irreductiblemente en  el ámbito colectivo. 
                                    Así,  lo colectivo debe ser considerado como un hecho aplicado a un sistema intersubjetivo,  donde los afectos no son sólo un componente consecuente de un cúmulo de  informaciones y creencias socialmente normadas, pero tampoco algo impredecible,  aunque sí creativo, producto de elementos contingentes. De esta forma, la  realidad colectiva no parte solamente de la acción recíproca entre dos o más objetos,  con una o más propiedades, sino de la coincidencia en el espacio y en el tiempo  de éstos. Esta realidad nace en el seno de la interacción intersubjetiva con base  en las convenciones lingüísticas, y los presupuestos compartidos gracias a la existencia  de un mundo de significados comunes. 
                                    Referencias 
                                    -Aguado,  L. (2005). Emoción, afecto y motivación. España: Alianza Editorial. 
                                    -Blondel,  C. (1945). Psicología colectiva. México: Editorial América. 
                                    -Bruner,  J. (2006). Actos de significado. Más allá de la revolución cognitiva. Madrid: Alianza Editorial. 
                                    -Ekman, P. (1972).  Universals and cultural differences in facial expressions of emotion. En J.  Cole (Ed.), Nebraska symposium on motivation 1971. Lincoln, Nebraska:  University of Nebraska Press. 
                                    -Elster,  J. (2002). Alquimias de la mente. La racionalidad y las emociones. Barcelona:  Paidós. 
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