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La personalidad hoy: Entre la autoafirmación y la despersonalización

El modo de ser personal se hace patente en el trabajo; tanto se compromete en ello la personalidad humana que es a partir de ella como se llega a configurar una determinada forma de trabajar. La personalidad del hombre deja su huella en la obra hecha.

Pero también lo hecho -aunque con una intensidad menor- revierte en el modo de ser de quien lo hace. De este modo, personalidad y trabajo interactúan entre sí, y reobran uno en otro.

De otro lado, aunque sólo sea una dimensión cuantitativa y temporal, el trabajo constituye con toda probabilidad una de las variables (la variable) que más influye en nuestras vidas. Bastaría con cuantificar el tiempo empleado hasta conseguir una formación profesional determinada para percatamos de la importancia de esta magnitud.
A esto habría que añadir las miles de horas que, sucediéndose de forma no interrumpida, rellenan el largo período de la vida profesional; un período éste tan dilatado que, a pesar de la actual tendencia a anticipar la jubilación, sin duda alguna al hombre se le va en ello lo mejor de su vida.

La afirmación pragmática «la persona es lo que la persona hace» nunca me pareció suficientemente rigurosa y exacta, a pesar de que tenga por fundamento una cierta verdad. En realidad, sólo podría admitirse tal propuesta si se ampliara el segundo término de esa afirmación, pues la persona no puede reducirse a sólo lo que hace, a su mero hacer. Para completar este aserto habría que añadir otras funciones humanas como, por ejemplo, lo que la persona piensa, lo que siente, lo que vive, lo que proyecta, etc.

No obstante, si se toma como el «todo» humano a cada una de esas «partes», de seguro que se incurrirá en otros reduccionismos como, por ejemplo, el intelectualismo, el emotivismo, etc. Nunca las partes -ni aisladamente consideradas, ni tomadas conjuntamente- pueden sustituir al todo, a no ser a costa de hacer un flaco servicio a la persona.

No obstante, una cierta porción de verdad late en la aludida proposición. En efecto, la acción sigue siempre a la persona, como el actuar sigue al ser (operatur sequitur esse). De tal ser, tal obrar. Primero, el ser; después, el obrar.

Sin embargo, el contenido de la última proposición citada exige ser completado. Es cierto que el obrar sigue al ser; pero ese obrar no se pierde en el vacío, sino que producido por y derivado de ese ser en concreto, impacta y reobra luego sobre el propio agente en quien se originó esa acción y por quien fue llevada a término.

Esto quiere decir que aunque el obrar siga al ser, un cierto obrar reobra sobre el ser, que la acción realizada por la persona reobra sobre quien la realizó, modificándola y contribuyendo a configurarla de una determinada manera a todo lo largo de su devenir psicohistórico y biográfico. En definitiva, que no hay ninguna acción realizada por el hombre que resulte indiferente para el hombre que la realiza y su personalidad.

Cualquier actividad humana manifiesta y expresa a la persona que la realiza (consecuencias ad extra de esa misma acción), pero al mismo tiempo modifica y configura al agente que la realizó (consecuencias ad intra).

Es preciso admitir una cierta bidireccionalidad entre el agente y la acción, entre la personalidad del autor y la obra por él realizada.

Veamos un ejemplo. Si una persona se dedica varios años a trabajar cada día cosiendo el cuero y poniendo suelas a eso que conocemos con el término de zapatos, lo hecho por esa persona (arreglo del zapato) es su efecto inmediato y externo. Pero el efecto de esa acción no se limita a sólo sus consecuencias externas (el zapato que se recompuso), sino que modifica también a la persona que realizó ese trabajo (el zapatero, que recibe ese nombre de la acción realizada por él). En efecto, el zapato reparado por esa persona hace de ella un zapatero, aunque sólo fuere por las habilidades de zapatero que adquiere o perfecciona a través del trabajo que ha realizado.

Con independencia de que -antes o al mismo tiempo de realizar esas acciones-, tenga o no el título y la formación requerida para que sea conocido socialmente como un zapatero, el hecho es que si lo reparado por esa persona es un zapato (antes inservible y ahora útil para caminar), al menos funcionalmente, la acción que ha realizado revierte sobre esa persona, hasta el punto de que sería altamente improbable equivocarnos si afirmamos que esa persona es un zapatero.

En este sentido, habría que concluir que el zapato reparado por esa persona (la acción) modifica la personalidad de quien realizó esa reparación. El efecto de la acción de esa persona de reparar los zapatos revierte sobre ella hasta el punto de configurarla, como lo que es, como el zapatero que es. La acción realizada por el agente en algún modo configura al agente, según la naturaleza de lo hecho por él.

Hay otro ejemplo clásico que me parece aquí más pertinente. Se ha afirmado -en mi opinión, con toda razón-, que no es que una persona sea buena y, por eso, realice buenas acciones; sino que las buenas acciones realizadas por una persona son las que hacen de ella que sea una persona buena.

Por el contrario, si una persona buena (adjetivación teórica que suele atribuirse a priori a ciertas personas) no realizase ninguna buena acción, sino acciones indiferentes o incluso malas, ¿cuál sería la legitimidad para predicar de ella que es una persona buena? En cambio, si esa misma persona -con independencia de que no se le atribuya ninguna adjetivación a priori- realizase buenas acciones, ¿sería legítimo o no que dijésemos de ella que es una persona buena?

La bondad de lo hecho, lo que califica a la acción así realizada, con mayor fundamento ha de calificar también -y en idéntico sentido- a la persona que lo hizo. Pues fue la persona que lo hizo la que añadió -mediante su acción- un nuevo valor a la cosa sobre la que ella intervino.

Hay dos corolarios del principio de causalidad que fundamentan lo que se acaba de afirmar. El primero, que la causa es mayor y anterior al efecto por ella producido. Y el segundo, que en el efecto reverbera la naturaleza de la causa que lo causó. De aquí que la bondad de la acción que se manifiesta en el efecto derive y sea como una prolongación de la bondad del agente que así actuó.

Ciertamente que estas acciones constituyen el eje singular del comportamiento de las personas y, a su través, del desarrollo de su personalidad. En este punto, es necesario recuperar el concepto aristotélico de hábito. La persona buena es aquella que comunica su bondad -a través de las acciones buenas por ella realizadas- a las cosas sobre las que actúa.

Tal modo de hacer, ese estilo personal que -con cierta estabilidad y consistencia- singulariza a la persona buena en la realización de cuanto hace constituye, precisamente, su modo peculiar y personal de comportarse, lo que la distingue de las demás personas, es decir, su estilo personal, su personalidad. En esto reside esa especie de «segunda naturaleza» o hábito que permite calificarla, con toda justicia, como persona buena. Al menos en lo que se refiere a las acciones y comportamientos relativos a la bondad adicional que las cosas adquieren, como consecuencia del modo de comportarse de las personas (Polaino-Lorente, 1995 y 2003a).

Desde esta misma perspectiva podría considerarse, por ejemplo, las diferencias de personalidad en lo relativo al género y al sexo (Polaino-Lorente, 2003b), algo que tiene una larga tradición en las investigaciones realizadas en el ámbito de la psicología diferencial.

Pero hay más elementos que hunden sus raíces en el trabajo e inciden en la personalidad humana. Me refiero, por ejemplo, al rol profesional, al estatus social ocupado, a la imagen, a la apariencia de ser a cuyo través la personalidad se hace presente en la sociedad, y a todas esas enmarañadas relaciones sociales que con el tiempo devienen en amistades, conocidos, colegas, subordinados, etc., y que constituyen el cañamazo, el tejido social por excelencia, sobre cuya superficie se asienta la personalidad.

Nada tiene, pues, de particular que el trabajo haya contribuido desde siempre, en una relevante proporción, al moldeamiento de la personalidad humana. De aquí también, que cuando el trabajo se realiza de forma anómala -en su intencionalidad, en el modo de operar, etc.-, puedan emerger importantes modificaciones en la personalidad y en la vida de las personas.

En las líneas que siguen, quien esto escribe se propone desvelar algunas de las interacciones entre trabajo y personalidad que, en su opinión, inciden en el hombre de hoy, en algunas ocasiones de forma más o menos anómala.

El cambio sustantivo operado en el modo actual de trabajar exige la consideración de dos factores previos: los cambios tecnológicos, que han hecho posible la emergencia y eclosión de la sociedad post-industrial, y ciertos cambios axiológicos que parecen caracterizar a ciertos sectores de la actual sociedad.

La sociedad industrial hizo de la utilidad un valor absoluto, presionando al hombre en su relación con las cosas, hacia niveles de producción cada vez más elevados. La relación hombre-cosa se tornó así una vinculación tan intensa como anónima. El hombre hacedor de una misma y única cosa, no se contemplaba en la obra por él realizada, no se sentía autor de nada. Se introdujo así el maquinismo despersonalizante y anónimo que hacia del hombre un tornillo más -todo lo importante que se quiera para la producción-, pero sin rostro alguno (Polaino-Lorente, 1987).

En la actual sociedad, persisten esas relaciones enajenadas entre lo que hace y quien lo hace; pero a la vez las condiciones se han hecho mucho más complejas. Antes, el hombre era tratado en su medio laboral como una cosa entre las cosas; hoy se le trata más como una persona entre personas pero, no obstante, cuando la acción y sus resultados se frustran, algunas de esas personas pueden devenir también en cosas.

La burocracia, la coordinación y la rígida programación hiperformalizan las relaciones entre los profesionales a través de sus roles, sustituyendo a cada hombre por su rol, por un elemento que se desplaza de aquí para allá, por medio de los diagramas de la organización empresarial, según parezca convenir a la voluntad del equipo directivo. Este modo de actuación genera funestas consecuencias sobre la personalidad de los trabajadores. Aunque hasta ahora apenas introducido en nuestro país, el fenómeno del abuso psíquico en el contexto laboral (mobbing) es algo que merece la pena de ser estudiado -también para evitar su posible abuso-, especialmente en lo que se refiere a sus causas y potenciales consecuencias sobre la personalidad del abusador y de la persona que resulta alcanzada por el abuso.

De otro lado, la realidad en que se esqueleta la función de los ordenadores, es en el fondo una combinatoria que desplegada en el tiempo y tras múltiples correlaciones produce un resultado terminal, sin duda importante. Esta acción probabilística, es independiente del usuario que obligadamente ha de supeditarse al programa establecido.
En realidad, el usuario contempla un campo de acción tan indefinido como personalmente irrelevante, más influido por el azar programado que por el destino personal elegido. De aquí que alimente ciertas dudas acerca de la seguridad de cualquier conocimiento posible. Pero sin ningún conocimiento acerca de sí mismo es harto probable, entonces, que la vida toda dependa del azar, o dicho de otra forma: que la persona se perciba como relativamente obligada a vivir azarosamente. En este punto, también la personalidad puede sufrir ciertas alteraciones.

El autor de estas líneas, obviamente, no está en contra de los ordenadores, sino que de ordinario ha de servirse de ellos, incluso para escribir estas líneas. Pero es forzoso salir al paso de los problemas que el abuso y adicción a los ordenadores o a Internet está generando, especialmente entre los más jóvenes.

Observemos ahora el otro bloque de factores -los cambios axiológicos- que se concitan e inciden en la despersonalización del hombre, y conforman el ámbito de su actividad profesional.

Los valores por los que la persona libremente opta, configuran, sin duda alguna, un orden moral concreto, un sistema de referencias que en tanto que son admitidos por una comunidad -grande o pequeña-, consiguen fundamentar un orden social compartido. En la medida en que se extravía el hombre en el ámbito axiológico, el orden social se afloja también hasta el extremo de casi su disolución.

El orden social/moral al que se acaba de aludir ha ayudado poderosamente a la formación de la personalidad y a que el hombre encuentre su identidad… El trabajo humano ha sido hasta fecha reciente -y continúa siéndolo para muchos- algo vocacional, algo que transido de valores y creencias lanzaba al hombre más allá de su restringido o dilatado horizonte laboral.

El trabajo, entendido de forma vocacional, está referido forzosamente a lo transhumano y trascendente. Si se contempla el trabajo del hombre, desde esta perspectiva, es lógico que comparezca saturado de significado y sentido, por cuanto que es el lugar natural, la encarnadura, empíricamente comprobable, donde se enraízan los comportamientos valiosos que constituyen la trabazón de las virtudes y hacen madurar y crecer la personalidad hasta su más alta estatura.

Aunque sólo fuera por ese especial significado, el hecho es que un trabajo así entendido es casi siempre soportable -incluso deseable-, como el cansancio, la fatiga y las mil y una dificultades que acompañan a todo trabajo. Por el contrario, una vez que se pierde u olvida este significado, las consecuencias indeseables que del trabajo derivan resultan enojosamente insufribles e insoportables, por cuanto que, experimentadas en el vacío de su carencia de significado, contribuyen de forma decidida a la abolición o empobrecimiento de la personalidad humana.

Personalidad y adicción al trabajo: Workaholism

El trabajo tiene gran importancia para el desarrollo de la personalidad, pero este proceso de personificación mediante el trabajo varía mucho de unas personas a otras. Hay personas, que, efectivamente, se realizan –incrementan sus valores iniciales y ponen de manifiesto lo mejor que había en ellas en estado latente, completándolo y desarrollándolo-, a lo largo y por medio de lo que hacen. Pero también hay otras que a través de lo que hacen casi logran deshacerse a sí mismas.

A lo que se observa, la acción de trabajar no resulta indiferente para el desarrollo de la personalidad. Y es que a través de las actividades realizadas por el hombre se ponen en marcha hábitos de comportamiento que, más tarde, llegarán a ser rasgos constitutivos de su talante personal. De otra parte, las consecuencias generadas por esa actividad reobran sobre su autor, contribuyendo a configurar y moldear su propia personalidad.

Un caso particular es el de la adicción al trabajo (workaholism). Este término emerge en la sociedad norteamericana en la década de los setenta y surge de la unión del término trabajo (work) y alcoholismo (alcoholism). La nueva síntesis conceptual acuñada responde al intento de introducir los rasgos característicos del comportamiento alcohólico –especialmente los que se refieren a la incapacidad de dejar de beber, una vez que se ha comenzado, y la dependencia de la bebida, lo que supone una pérdida de libertad frente al alcohol, es decir, una adicción muy concreta- al ámbito del trabajo y del mundo profesional.

La persona adicta al trabajo (workaholic) fue definida por Marilyn Machlowitz (1978), una psicóloga industrial de Yale, como aquella que siempre dedica a su trabajo más tiempo de lo que le es exigido por la situación. Entre los pioneros que se entregaron al estudio de esta nueva adicción habría que citar aquí a Deutsch (1979), Cantarow (1979) Cherrington (1980) y Overbeck (1980). Una revisión de las definiciones propuestas por todos ellos nos permiten establecer lo que caracterizó inicialmente  al adicto al trabajo: una excesiva dedicación laboral, hacer de ella el único objetivo de su vida, su desinterés por todo lo que no fuera su trabajo y su incapacidad para dejar de trabajar.
En la siguiente década se formalizaron estas características según los cuatro criterios siguientes: una especial actitud laboral; una excesiva dedicación de su tiempo y esfuerzo; y un cierto trastorno compulsivo e involuntario a continuar trabajando (criterios inclusivos); además de un desinterés general por cualquier otra actividad (ocio, familia, deportes, amistades, etc), que no sea la estrictamente laboral (criterio exclusivo).

Se diría que en estos adictos el abanico motivacional está reducido a un solo valor: el del trabajo. De aquí que todas sus opciones queden restringidas a una sola, lo que ciertamente constituye un empobrecimiento biográfico y personal, además de un atentado a lo que son sus deberes familiares y sociales. En estas circunstancias, es muy probable que el desarrollo de su personalidad se resienta o se configure según los rasgos antes apuntados (Polaino-Lorente, 1998).

Sin embargo, hay que advertir que el concepto mismo del trabajo ha variado su significado, especialmente entre ciertos sectores de la población que presentan un mayor riesgo de sufrir esta adicción. Hay muchas personas, en la actualidad, para las que el trabajo no es ya un simple medio de ganarse la vida. Hoy, el concepto de trabajo –especialmente entre algunos profesionales universitarios- aparece vinculado a otros propósitos como un medio de expresión personal, el afán de logro (dinero, posición social), prestigio (popularidad), poder, éxito, etc., es decir, a motivos en función de los cuales se evalúa –como si se tratara de una cuenta de resultados- la autorrealización personal. Esta difícil contabilidad es desde luego muy importante pero, sin duda alguna, está sobredimensionada.

En la opinión de quién esto escribe, el adicto al trabajo lo es, principal aunque no exclusivamente, por las tres razones siguientes:

1. Por implicarse excesivamente en la actividad que realiza. Esto significa que lo hecho por él, en función de su personal jerarquía de valore, le afecta de forma muy notoria. Su propio yo queda completamente implicado en su ocupación laboral (fuerte egoimplicación), siendo el mismo alguien que se identifica con los resultados que obtiene. Aquí se identifica el yo y los resultados que el trabajo genera.

2. Por disponer de un nivel de aspiraciones excesivamente elevado, al mismo tiempo que desproporcionado, respecto de sus aptitudes, capacidades y destrezas. Esto revela que el adicto al trabajo no se conoce bien a sí mismo –y por eso se exige más de lo que debiera- o que conociéndose, se propone alcanzar unas metas que personalmente le superan.

3. Por subestimar y restringir las valiosas y plurales dimensiones de la vida humana a sólo los parámetros laborales. Esto constituye un reduccionismo intolerable y empobrecedor, que facilita un desenvolvimiento posterior cercano a lo patológico, como a continuación observamos.

Para Schwartz (1982) algunas de las características de los workahlcolics coinciden con las de las personalidades– obsesivo compulsivas, lo que permitiría entender esta adicción como un trastorno de personalidad, como una manifestación sintomática obsesiva por controlar su ambiente y evitar así cualquier situación novedosa, quepudiera contribuir a aumentar su inseguridad personal.
De acuerdo con esta nueva consideración, Spruell (1987) manifiesta como rasgos característicos de la adicción al trabajo los siguientes: llevarse trabajo a casa por la noche o durante los fines de semana; sentirse culpable cuando no esta trabajando; quedarse a trabajar más tarde que sus compañeros; jugar con tanta competitividad como cuando se esta trabajando; evitar delegar cualquier trabajo, por que nadie es capaz hacerlo bien; experimentar dificultades o cansancio durante las vacaciones a causa de que no trabaja; limitar casi todas las lecturas a solo los temas estrictamente profesionales; esperar de los demás que trabajen tantas horas como el; comunicarse mejor con los compañeros que con la familia o los amigos; tener dificultades para relajarse; tender a programar cada vez más actividades que hay que realizar en menos tiempo; trabajar habitualmente con tensión; experimentar un cierto éxito mientras realiza duras tareas; experimentar una mayor dificultad para implicarse en las actividades de los otros que en las propias; encontrarse mejor en el trabajo que en cualquier otro lugar; escuchar con complacencia comentarios a sus familiares y amigos acerca de lo mucho que trabaja; ser calificado por los que le conocen bien como perfeccionista; considerar que trabaja más duramente que las otras personas de su empresa; encontrarse trabajando cuando podría estar descansando; y experimentar placer al contar a los demás el mucho tiempo que dedica y lo exigente y valioso que es su trabajo (Polaino-Lorente, 1998).

Los criterios anteriores están centrados sólo sobre el trabajo, pero sería conveniente –dado que la vida humana no se agota en únicamente trabajar- incluir otros criterios adicionales. De aquí la conveniencia de establecer dos tipos de balance, a cuyo través contrapesar el mayor o menor énfasis que se atribuye al ejercicio de la profesión: el balance trabajo/ familia y el balance trabajo/ocio. Nadie dudara que si resulta disarmonico el resultado de la actividad humana en los dos balances anteriores, habría que concluir que la supuesta adicción al trabajo no es supuesta sino real. En el fondo, la adicción al trabajo es un desorden que va contra la necesaria armonía exigida -y exigible- por la persona.

Por el contrario, si esos balances no fueran armoniosos, entonces es lógico que continúen prodigándose calificativos como el de trabajadores quemados (worker burnout), concepto cercano al de workaholics.

En cualquier caso, ya se advierte que las dos variables a las que, en la década de los setenta, mayor peso se les concedía como definidoras de este trastorno (tiempo dedicado y esfuerzo), comienzan a ser sustituidas en la actualidad por otras como ciertas actitudes laborales erróneas, el tipo de compromiso y satisfacción con el trabajo, y el carácter obsesivo-compulsivo de estos comportamientos. Es decir, en este concepto se ha evolucionado desde la mera actividad laboral a ciertos rasgos de personalidad.

En este punto es necesario no olvidar que la satisfacción que el trabajo produce no siempre es morbosa. Después de una jornada agotadora, muchos buenos profesionales experimentan, junto al cansancio, el gozo y la satisfacción por los problemas que han resuelto y los servicios que han prestado, sintiendo que sus vidas valen la pena (autorrealización personal).

La sesgada percepción social de los adictos al trabajo y el desprestigio con que hoy se califica cualquier actividad competitiva que no sea la meramente deportiva, por algunos sectores de nuestra sociedad, son estereotipias y falsas atribuciones sociales que en el futuro habrán de ser modificadas. Otra cosa muy distinta es que la satisfacción profesional -por honesta que sea- jamás debiera entenderse como la única posible, como una satisfacción excluyente e incompatible con cualquier otra.

Al filo de la década de los 90, algunos investigadores han desarrollado ciertas tipologías que pueden ser útiles para sistematizar y clasificar estas conductas adictivas, a fin de ayudar a modificarlas de una forma más eficaz.

Naughton (1987) distinguió cuatro tipos de adictos al trabajo, en función de que sus comportamientos puntúen más o menos en las dos dimensiones siguientes: la dedicación al trabajo y las tendencias obsesivo-compulsivas. En cada tipo así individuado se describen, además, algunas de las peculiaridades que específicamente les caracterizan. Naughton distingue los cuatro tipos siguientes: el adicto al trabajo fuertemente comprometido con su profesión, el adicto al trabajo compulsivo, el compulsivo no adicto al trabajo, y el no adicto al trabajo.

1. El adicto al trabajo fuertemente comprometido con su profesión (alta puntuación en dedicación al trabajo y baja puntuación en obsesión-compulsión) se caracteriza por dedicar muchas horas al trabajo, estar muy motivado por el logro que espera obtener y preferirlo a cualquier otra actividad alternativa. Son personas que tienen una gran capacidad para asumir los desafíos inherentes a su ejercicio profesional así como para demandar nuevos puestos de trabajo. Suelen estar muy satisfechos con su profesión y manifiestan un escaso interés por cualquier otra opción que no sea la laboral.

2. El adicto al trabajo compulsivo (alta puntuación en dedicación al trabajo y en obsesión-compulsión) se caracteriza por manifestar pensamientos y pautas de conductas muy relacionados con los rituales. Su percepción del tiempo y del esfuerzo dedicados al trabajo resulta muchas veces sesgada y disfuncional. Suelen tener dificultades para relacionarse con sus compañeros y subordinados, quienes tienen que soportar además de sus agobiantes hábitos laborales, su impaciencia y rituales. Su ejecutoria profesional es potencialmente pobre y, en el más estricto sentido, su adicción al trabajo es un hecho real que precisaría de la oportuna intervención del experto. Un problema que suele ser aquí frecuente se deriva de la disonancia establecida entre el nivel de exigencias, típicas del puesto profesional que ocupa, y la excesiva dedicación de tiempo a su trabajo. Este conflicto suele plantearse en el ámbito social y familiar o cuando entre sus compañeros, en el ámbito laboral, se le solicita una dedicación que ha de restar a lo que estrictamente es su trabajo. El atender a las necesidades de la familia y de las relaciones sociales lo experimenta con enojo, como actividades que fueran del todo incompatibles con los requerimientos de su trabajo. De aquí, que se frustren cuando se les pide que atiendan a ellas.

3. El compulsivo no adicto al trabajo (baja puntuación en dedicación al trabajo y en obsesión-compulsión) considera el trabajo como algo necesario que hay que llevar a cabo, mientras que emplea compulsivamente su tiempo y su esfuerzo en otras actividades relacionadas con el ámbito no laboral, con las que se compromete de una forma obsesiva. Algunos coleccionistas, pintores, jugadores de tenis o squasch, etc., manifiestan precisamente en esas actividades de ocio (en el ámbito de lo no laboral y privado) sus comportamientos obsesivos y rituales.

4. Por último, el no adicto al trabajo (escasa dedicación al trabajo y baja puntuación en obsesión-compulsión) manifiesta establemente su preferencia por otras opciones de la vida no vinculadas al mundo laboral, en lugar de buscar su logro personal a través del trabajo. En consecuencia, considera el trabajo sencillamente como una obligación que apenas contribuye a su realización personal y de la que cada día se desentiende, apenas acaba su horario. El balance entre el tiempo dedicado al trabajo y su fuerte compromiso con otros intereses donde encontrar los valores que le realizan está, lógicamente, a favor del segundo. Como su satisfacción la encuentra fuera de su trabajo, cualquier exigencia laboral la experimenta como una terrible frustración, puesto que se vive como incompatible con aquellas actividades que precisamente le satisfacen y realizan.

Otras tipologías han sido diseñadas en función de variables estrictamente laborales. Este es el caso de la tipología de Donald (1991), quien ha establecido cinco perfiles diferentes de adictos al trabajo, en función de las tres variables siguientes: compromiso con el trabajo (CT), impulso o activación (A) y satisfacción con el trabajo (ST). Como puede observarse, las anteriores variables remiten mucho más a la estructura de la personalidad.

En función de ellas se establecen los cinco tipos siguientes: adictos al trabajo, entusiastas con el trabajo, adictos al trabajo entusiasta, trabajadores relajados y trabajadores no comprometidos. Los tres primeros tipos manifiestan una alta dedicación de tiempo y un fuerte compromiso con el trabajo. Observemos ahora sus peculiaridades y características tipológicas:

l. Adictos al trabajo (alta puntuación en CT y A, y baja puntuación en ST). Son personas con un alto nivel de perfeccionismo, que experimentan mucho estrés en su trabajo y que no suelen delegar sus responsabilidades. No suelen quejarse, por lo general, de la salud ni aún en los casos de contraer una grave enfermedad. Con frecuencia, tienen un alto nivel en su orientación laboral y no saben decir que no cuando se les pide algún trabajo extra.

2. Entusiastas con el trabajo (alta puntuación en CT y ST, y baja puntuación en A). Suelen tener un alto nivel en su orientación laboral. Las personas de este grupo tienen, de ordinario, el más alto nivel de conocimientos profesionales. Los datos empíricos de que parte su autor manifiestan que las personas de este grupo se auto perciben como exitosas en los logros obtenidos y se sienten muy satisfechas con sus trabajos y sus vidas. Con frecuencia, tienen un alto nivel en su orientación laboral y no saben decir no cuando se les pide algún trabajo extra. Suelen percibirse a sí mismos como críticos, enérgicos, y capaces de tener el más alto rendimiento profesional. Sus subordinados confían mucho en ellos.

3. Adictos al trabajo entusiasta (alta puntuación en CT, A y ST). Son personas con un alto nivel de perfeccionismo, que experimentan mucho estrés en su trabajo y que no suelen delegar sus responsabilidades. Por lo general, no suelen quejarse de la salud. Tienen también un alto nivel en su orientación laboral y en sus conocimientos profesionales. Se experimentan como personas con éxito por los logros obtenidos y se sienten muy satisfechas con sus trabajos y sus vidas. Suelen percibirse a sí mismos como críticos, enérgicos y capaces de un alto rendimiento profesional.

4. Trabajadores relajados (alta puntuación en ST y baja puntuación en CT y A). Los datos empíricos obtenidos manifiestan que las personas de este grupo se sienten muy satisfechas con sus trabajos y contentas con el éxito obtenido. Suelen autopercibirse como críticas, enérgicas y capaces de obtener el más alto rendimiento profesional. Sus subordinados confían mucho en ellos.

5. Trabajadores no comprometidos (baja puntuación en CT, A y ST). Las personas de este grupo se sienten muy poco motivadas por el trabajo que realizan y, en consecuencia, se comprometen muy poco con él y buscan otras fuentes de satisfacción ajenas al trabajo. Por lo general, no suelen ocupar los puestos más altos en la empresa, ni disponen de suficientes conocimientos. Sus subordinados, no obstante, confían también mucho en ellos.

La anterior tipología, como es obvio, difícilmente puede servir de ayuda a la clínica. Sin embargo, su contribución al management y a la organización y dirección de las empresas resulta obvia. Es posible, no obstante, que a través de los rasgos descritos, líneas atrás, pueda inferirse algún indicador de riesgo en el ámbito de la psicopatología laboral. De confirmarse tal supuesto, la aportación de la información así obtenida respecto de la patología podría ser útil para la prevención e intervención psicológicas.

Personalidad e individualismo

Encerrado cada hombre en su despacho o en cualesquiera sea su nicho ecológico, prendido a través de sus percepciones de los datos fascinantes que aparecen en la pantalla, hermético e impermeable para todo lo que no sea esa actividad (su trabajo), y olvidado del contexto axiológico en el que fue creciendo -que ahora tiene la convicción de estar obsoleto- acaba por replegarse en sí mismo.

Falto de referencias en el contexto socio-cultural de cada día y aislado del compromiso enriquecedor que generan las relaciones interpersonales, a la persona ya no le queda otra cosa que perderse -también existencialmente- en esa malla probabilística que de seguro él no diseñó sino que fue programada por otros.

Surge así el individualismo negador de la personalidad, por cuanto ésta no puede hacerse en el más puro y duro aislamiento social, como tendremos ocasión de estudiar a continuación.

Lipovetsky (1986) describe de forma magistral esta situación en La era del vacío. «El ideal moderno de subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas -escribe- ha sido pulverizado, el proceso de personalización ha promovido y encarnado masivamente un valor fundamental, el de la realización personal, el respeto a la singularidad subjetiva, a la personalidad incomparable sean cuales sean por lo demás las nuevas formas de control y de homogeneización que se realizan simultáneamente. Por supuesto que el derecho a ser íntegramente uno mismo, a disfrutar al máximo de la vida, es inseparable de una sociedad que ha erigido al individuo libre como valor cardinal, y no es más que la manifestación última de la ideología individualista».

¿Cuáles son los efectos del individualismo arrogante sobre la formación de la personalidad? ¿Puede hablarse de un proceso de personalización cuando sistemáticamente se excluye el valor del otro como persona? ¿No son acaso compatibles el culto a la personalidad y el individualismo? ¿En qué medida contribuye el individualismo al aumento experimentado, según parece, de los trastornos de la personalidad? ¿Cómo se pueden paliar sus nocivos efectos? ¿Qué relación cabe establecer entre los medios y los fines, entre el bien personal y el bien común, entre el individualismo y el comunitarismo?

Las preguntas podrían aquí multiplicarse de modo indefinido. Pero lo que al fin importa es la respuesta que demos a ellas. La psicología de la personalidad -en tanto que orientadora y educadora de la misma personalidad- ha contraído una grave deuda con ello. Sea como fuere, el hecho es que el individualismo está servido. Es el momento de la soledad y el aislamiento voluntarios, aunque sólo relativamente voluntarios, puesto que no cabe ignorar qué le acontece a una persona cuando se cierra a los demás y se curva sólo sobre sí misma.

El individualismo conduce al igualitarismo no responsable. Tanto se ha cerrado la persona en sí misma que ha llegado a creer que no tiene responsabilidad alguna para aquellos que le rodean. Más allá de las relaciones meramente funcionales que pueden establecerse entre las personas -en algunas es la única relación posible que cabe articular-, no hay nada: ni responsabilidad, ni acogida, ni donación al otro, ni preocupación por su futuro.

En una sociedad así, nadie es responsable de nadie. El actual interés social persiste en su voracidad, pero ha sido modulado según nuevas claves interpretativas. Hoy importan más los derechos del yo que los deberes del nosotros; los intereses personales que los del grupo; los intereses del grupo que el interés general; los derechos individuales que los derechos humanos; la realización personal que la encarnación de los valores; el narcisismo antes que y con exclusión del servicio a los otros (Polaino-Lorente, 2003c).
La primacía del ser individual es el «valor» que anida en el corazón del individualismo contemporáneo. La autonomía personal es la que manda sobre cualquier otra peculiaridad o característica humana. El reconocimiento de que cada persona ha de crecer, realizarse, afirmarse en su valor, autorrealizarse, actuar según sus deseos y todo ello sin servidumbres, sin compromisos -ni previos ni futuros con los demás- a los que haya que temer o cargar sobre las propias espaldas y frustren así la autonomía proyectada.

La excesiva ocupación del «Yo» hace que comparezca de inmediato la preocupación por el «mi» (mi cuerpo, mi salud, mi tiempo, mis cosas, mis proyectos, mi aburrimiento, etc). El «Yo» exige el «mi» del que, como proyección que es, resulta inseparable y casi indistinguible. El «Yo» se refleja en el «m»" en que aquél se proyecta y recupera. No hay «mi» sin «Yo». El extravío del «Yo» en algunas personas consiste, precisamente, en el enajenamiento del «Yo» en sus «pertenencias», en los «míos» de que dispone (Polaino-Lorente, 1987).

Otra nota característica es que el individualismo tiende a camuflarse en el conformismo. Se trata de no llamar la atención, de pasar inadvertido, de no hacer nada diferente aunque, al comportarse de esta forma, se logre la más perfecta despersonalización, la inmersión de la personalidad en el más estricto anonimato. Si su comportamiento no se sale de la media, es que todo va bien; es que todo es conforme al orden establecido. Y en ese caso de nada hay que preocuparse, pues tal preocupación sería, además de infundada, desproporcionada.
Ahora bien, cómo puede no destacar cada persona, cómo no llamar la atención si cada persona es un ser único, irrepetible, singular, insustituible, incomparable, no predecible e incognoscible. Lo lógico sería que un ser así llamase la atención; por fuerza habría de llamar la atención. Si la mayoría no la llama es porque se oculta en el anonimato mimético, en el man, en el «se» impersonal, en el igualitarismo de superficie.
Pero hay una tendencia espontánea y natural en todo hombre a diferenciarse de sus iguales, a distinguirse de ellos. Esta tendencia no parece que se pueda reprimir. Entre otras cosas, porque cada persona trata de realizar en ella misma el imperativo clásico de «sé tú mismo», con el que tiene que habérselas según le inspire su conciencia en cada instante de su vida. Esta tendencia, en tanto que natural y espontánea, no solamente es correcta sino que tiene como origen y término el deber ser, con el que coincide.
Ahora bien, cuando por un obstáculo -personal y/o social- este proceso de diferenciación personal se hace imposible -como acontece en el conformismo igualitario-, emerge en el hondón de la intimidad del ser humano esa multitud de formas aberrantes de afirmación personal.

En unos casos, en muchos, esas pasiones desembridadas encontrarán su meta en el trabajo profesional; otras veces lo harán en las consecuencias derivadas de éste (el dinero, la gloria, el poder); algunos correrán detrás de los honores, mientras se auto titulan genios y a ellos mismos se autocondecoran; en otros se manifestará abiertamente la clara intencionalidad del poder político; en algunos de los jóvenes de hoy estas pasiones aberrantes apuntan hacia metas acaso menos públicamente protagonistas pero, sin duda alguna, más íntimamente festivas y hedónicas (el placer, el sexo, y las mil y una sensaciones que la voracidad de la inexperiencia anhela experimentar), por lo que tienen una mayor incidencia, peso y relevancia en la formación de su personalidad.
En los países en que el igualitarismo despersonalizador, nivelador y colectivista ha sido impuesto, la personalidad ha sido eliminada porque pertenecía a la superestructura que inútilmente alimenta la dialéctica entre la persona y la sociedad, lo puede arruinar el «sistema». Tal vez por eso, es muy probable que en esos países estén más extendidas las formas aberrantes de autoafirmación personal.

Cuando en una sociedad se impone el igualitarismo, de inmediato hay que inventar un sustituto que ampare ciertas desigualdades, como las diversas clases de culto a la personalidad, a fin de no frustrar demasiado la tendencia natural de la persona a diferenciarse. En una sociedad así, algunos se saben sin una personalidad real a la vez que muchos se esfuerzan por hacer ver que sí disponen de ella, que su personalidad está muy bien acentuada y construida. Pero «tener personalidad» no es aparentar una forma de ser que, de forma más o menos grandiosa o mezquina desde la perspectiva sociológica y política, les ha tocado representar. Aquí las apariencias -la imagen de sí mismo que gusta exponerse a las miradas sedientas de «conocimiento social» de los otros- pueden llegar a suplantar el ser personal.

En la actualidad, un director general, un empresario, un científico, un político puede pasar inadvertido (en lo que atañe a su personalidad real), mientras el papel representado por él se desliza por los circuitos invisibles del sistema social y acaba por imponerse y hasta enseñorearse de él mismo.

Esto quiere decir que tampoco se comporta como la persona que es, sino tan sólo de acuerdo o conforme al papel que se le asigna en el seno de la organización (aquí rol y personalidad se funden y confunden). Por eso, cumple como los demás, pero sin comprometer su propio «Yo» con lo hecho. Su compromiso con lo que realiza no destaca ni llama la atención, sencillamente porque hace lo que hacen los demás: ha optado por la ritualización descomprometida y descomprometedora de su propio «YO», al que jamás somete al riesgo del juego creativo que consiste en su propio vivir.
De otra parte, su comportamiento respecto de los otros parece estar guiado por dos principios tout le court de la actual cultura europea, que rezan como sigue: «ese es tu problema» y «cada uno a su bola». Las dos fórmulas expresan bien las posiciones elegidas por el «YO» y el «Tú», cuando ninguno o alguno de ellos no quiere relacionarse con el otro. He aquí una teoría social explícita de cómo se estructuran las relaciones interpersonales en los ámbitos igualitarios.

Si el otro ya no interpela al «YO», si el propio «Yo» tampoco es interpelador de nadie, ni el «Yo» ni el «Tú» se comportan como tales. Sentirse interpelado, experimentar que lo del otro nos atañe y concierne, tiene sus riesgos. En efecto, si el «Yo» experimenta esas interpelaciones, tomará carta en el asunto y se determinará a hacer algo que tal vez institucionalmente todavía no estaba previsto, con lo que creará «problemas».
Por el contrario, si no interviene, si cierra sus ojos a la realidad y sus oídos a cualquier llamada del otro, si mira para otro lado ante el encuentro con un problema del otro, entonces su comportamiento será conforme y estará de acuerdo con lo establecido. Y si su conducta se conforma con lo previsto, él mismo deviene «igual» a cualquier otro, por lo que, en apariencia, no constituye problema alguno. Pero en la realidad, asistimos a la emergencia de su gran problema: la no diferenciación y singularidad de su propia personalidad.

Constituiría un problema -y muy grave, por cierto- si su conducta no es homogeneizada según la media, si se diferencia y distingue de los demás, si se aparta de la «otreidad» institucional, o si sencillamente toma partida por lo que en el fondo de su corazón -lo que allí la comparecencia del otro le sugiere- considera, personalmente, que ha de hacer.
Pero repárese en lo erróneo de este modo de proceder. En efecto, si «eso es su problema», la exclusión de tal problema del ámbito del propio «Yo» es lo que se configura de inmediato como «problema del yo». No se trata tanto del «problema» sino de la «exclusión» del problema realizada por el propio «Yo».

En este sentido, cabe afirmar que la «vulnerabilidad» del «Yo» ante cualquier problema humano es inmensa. Basta para experimentar un cierto fastidio el habernos autoexcluido de los problemas del otro. El «Yo» se comporta de forma natural como un voraz devorador de los problemas ajenos; es suficiente que le sean presentados en la distancia o que disponga de alguna información acerca de ellos -tanto peor cuanto más próxima al «Yo» esté la fuente interpelante- para que el «problema» del otro y/o su «exclusión» se transformen en el propio problema.

Lo mismo acontece con la otra expresión igualitaria y conformista que reza con una cierta belle indiference «cada uno a su bola». En efecto, si cada persona está en su «bola», en su juego, en sus faenas, en sus problemas, en ese caso no hay lugar para el encuentro, ni para la acogida, ni para la formación del nosotros, ni para la activa participación en el «juego» del otro.

Si al «YO» no se le deja participar en el juego de los otros, es lógico que se aburra; si el «YO» experimenta que se le excluye del juego de los otros se sentirá preterido y minusvalorado, si es que no ninguneado. De las experiencias anteriores ninguna es buena ni reconfortante para el «YO». Ambas, por el contrario, trasladan y sepultan en la intimidad humana la zozobra amarga de una trama problemática, que ahora sí se ha convertido al fin en la propia «bola» con la que forzosamente jugar. Y de no hacerlo, de no seguir esa inclinación natural, de no habérselas con ella no es posible estar en paz consigo mismo.

No parece que el conformismo igualitario aporte algún bien a la personalidad de quien opta por esta postura en el mundo. En efecto, si cada individuo es autónomo y está desvinculado de todo compromiso con su prójimo, no queda otra salida que la de la angustia. Si cada individuo está endiosado en su ontonomía y no reconoce compromiso alguno con la cultura o la ética, entonces, ¿cómo podrá tomar decisiones?, ¿en qué principio podrá fundamentarlas?

Pero si no puede tomar decisiones, ¿para qué le sirve la autonomía en que de forma tan exaltada y ansiosa le gusta expresarse a su libertad? Cuando no se puede tomar determinación alguna, lo único que queda es el fastidio sofocante de la mera opinión. Pero la opinión personal significa muy poco, dada la fragilidad y mudanza a que de ordinario está sometida.

Sin el compromiso de la razón con la verdad, lo único que cuenta es la persuasión, la sugestionabilidad, la hipnosis y, desde luego, la impostura de la personalidad. Una vez que la razón ha sido excluida por la «incomparecencia» de la verdad -por la imposible comparecencia de la verdad-, sólo cabe arrojarse en los brazos de la sutil y encubierta persuasión, que ahora sustituyen a los argumentos del discurso racional y a la información que proviene de la percepción de la verdad.

En una personalidad así, la libido dominandi, el dominio del deseo, languidece hasta el hastío. El mero desear por desear parece estar tocando fondo y se muestra al fin inapetente y hastiado. Pero a pesar de su inapetencia todavía ha de hacerse cargo de la factura que ha de pagar por ello, aunque no disponga del deseo de hacerlo. El resultado es un mundo sin personas que tengan hambre de aprender, adensado de problemas intergeneracionales y sin apenas algún relevo humano que en el futuro sustituya a aquellos que han hecho del afán de servir y abrirse al «Tú» del otro su emblema más grandioso y característico: el ideal de su vida.

¿Disponemos de alguna solución para este problema? El salto del individualismo al desarrollo de la propia personalidad precisa de la comparecencia del otro. En realidad, no hay «Yo» sin «Tú».

La persona es un ser dialógico. Su necesidad de diálogo es tal, que sin él no hubiera llegado a ser quién es, la persona que es. El «Tú» comparece cuando un «Yo» cualquiera se olvida de sí, sale de sí y se entrega a otro. El resultado de esa entrega es una suma nueva y distinta al «Yo» y al Tú», en que se funda la emergencia del «nosotros».
El «Yo» puro se aburre en una libertad alienante por no disponer de ningún «para qué», que dé sentido a sus propias elecciones. La aparición del «Tú» hace significativo al «Yo». En cierto modo lo sitúa en un nuevo espacio, en otro horizonte, en la perspectiva que es propia de la persona. Más aún: el propio «Yo» se aprehende a sí mismo y conoce y reconoce algunos de sus rasgos y características más relevantes, en presencia del «Tú». Sin la copresencia del «Tú», el «Yo» permanecería ignorante de sí mismo, en muchos de sus aspectos más relevantes.

Sin «Tú» no hay «nosotros». La emergencia del «nosotros» exige -como razón necesaria, aunque no suficiente- la copresencialidad del «Yo» y del «Tú», y emerge tanto más intensa y sólidamente cuanto más densa, comprometida y vinculante sea la relación que hay entre ellos. Sin la emergencia del «nosotros» no es posible el proceso de personalización.

Es posible que cuando se está enrocado y como a la defensiva en actitudes individualistas, la sola presencia del «Tú» se viva como una osadía, como algo que restringe la libertad personal, como una amenaza atenazadora, como el molesto acontecimiento que desplaza al «Yo» de su universo vacío. Pero el «Tú» es precisamente el que crea las condiciones de posibilidad para que el vacío universo del «Yo» se llene de sentido.

En un contexto personalista, lo natural es que en la medida que el «Yo» crece el «Tú» deba crecer también. Pero de ordinario no es esto lo que sucede en muchos ámbitos familiares alcanzados por la ideología individualista. En muchos de ellos, ante el agigantamiento de un «Yo» los «Tú» palidecen y disminuyen su estatura.

En ocasiones se presentan, no obstante, unas relaciones un tanto paradójicas entre los propios hermanos y entre padres e hijos. Ante un «Tú» enano, desvalido y necesitado, el «Yo» del familiar, con el que el «Tú» se encuentra, suele crecer, olvidarse de sí, ayudarle a remontar su situación. En cambio, ante un «Yo» que se dilata, adensa y endurece en su afán de replegarse sobre sí mismo, lo más probable es que el «Tú» que tiene enfrente se empequeñezca, oculte y desaparezca.

He aquí dos formas muy diferentes de comportarse el «Yo». Las diferencias que se alcanzan no sólo afectan al «Tú» de la relación, sino que se vuelven y reobran contra el mismo «Yo». Es el «Tú» el que hace grande al «Yo» y no éste último a sí mismo.

El engrandecimiento del «Yo» sin su dedicación al «Tú», conlleva la disminución o extinción del «Tú» y, como consecuencia de ello, el aislamiento del «Yo», es decir, su vacía dilatación. Por el contrario, la expansión del «Yo», condicionada por el encuentro y la ayuda al «Tú», hace grande al «Tú» y, por eso mismo, el «Yo» resulta engrandecido.

Hasta aquí, apenas apuntada, la trama de lo que constituyen las relaciones personales que en el contexto de la educación familiar y de la formación de la personalidad acaecen, en función de que se adopte una posición personalista o individualista.

El amor humano de la pareja suscita siempre un nuevo espacio vital en el que el «Yo» y el «Tú» ocupan nuevas posiciones, aquellas que de forma innovadora y creativa les permitirá a ambos crecer o disminuir, sufrir o gozar, comprender y sentirse comprendidos, proyectarse o arruinarse, comunicarse o incomunicarse, completarse o restarse, dividirse o multiplicarse, identificarse o diferenciarse, alcanzar la felicidad o vivir en el «infierno» (Polaino-Lorente, 2000). Todo depende de que se privilegie o no desde cada «Yo» al «Tú» que cada uno tiene frente a sí, de que se opte por apoyar el crecimiento del otro o por sólo el propio crecimiento personal, que se elija o no primero la felicidad del otro en lugar de la propia.

El «Yo» crece cuando sirve al otro. Servir es sinónimo de crecer, desarrollarse, desprenderse de sí, olvidarse de sí hasta liberarse de sí.

Encerrarse en sí mismo, curvarse sobre el propio «Yo», replegarse en los «mi» del «Yo» es tanto como ausentarse del escenario de la propia personalidad y encerrarla en la oscuridad del armario donde jamás entrará la luz.

Aislarse es, en cierto modo, cegarse voluntariamente para dejar de ser quien se es, por renunciar a cualquier relación emprendedora y fructífera con algún «Tú», capaz de configurar el «nosotros» en que ambos se constituyen. En el aislamiento del «Yo», la persona es mucho más vulnerable porque al centrarse sólo en sí acaba, de forma paradójica, por descentrarse. Y si el centro de su propio ser está arruinado y vacío, entonces es muy fácil que algo -tal vez las mismas circunstancias- o que alguien -la gente, la masa, el pensamiento dominante- le organicen su vida y le conduzcan a donde precisamente no quería ir.

El aislamiento personal al que me acabo de referir no debe hacerse depender causalmente de la introducción de los ordenadores en el mundo contemporáneo. La prisa, la actividad febril vertiginosa que caracteriza a nuestro mundo han de tenerse también en cuenta.

A modo de anécdota, y casi un tópico, es frecuente oír en Madrid como dos viejos conocidos, que se encuentran por azar y que quizás no se habían encontrado desde hacia años, se dicen: «A ver si nos vemos un día. Tenemos que quedar para vemos», con casi la infalible seguridad, por parte de ambos, de que muy probablemente transcurran otros dos años hasta que se produzca el fortuito e inesperado encuentro, que los reúna de nuevo.

No, el hombre urbano, acaso por su vivir azacanado, parece incapaz de mantener con sus iguales relaciones relativamente estables y más o menos frecuentes. Y esto no siempre puede legitimarse, sólo desde la prisa o la sobrecarga de trabajo. A pesar de ser ciertas estas últimas razones, caeríamos en otra paradoja si se pensara que en algún modo los anteriores factores justifican el modo de conducimos. De hecho, a la vez que nos quejamos del excesivo trabajo, postulamos la existencia del tiempo libre, de la «sociedad del ocio».

Se podrían traer aquí otros muchos ejemplos que atestiguarían en favor de lo antes afirmado: el desarrollo tecnológico indiscutiblemente ha ayudado mucho al hombre, pero también está condicionando la emergencia de innovadores problemas que atañen a su personalidad y al modo en que ésta se configura.

Trabajo y familia

En las líneas que siguen me ocuparé de algunas fuentes de tensiones que pueden generar o no, según los casos, ciertos trastornos de personalidad y graves conflictos familiares. Se trata de la tensión entre la identidad, la adaptación y la estabilidad conyugal y familiar; la tensión entre los roles profesionales y los roles de género; y la tensión entre la disponibilidad profesional y la dedicación a la educación de los hijos (PolainoLorente, 1995).

  1. La identidad, la adaptación personal y la estabilidad conyugal y familiar pueden verse afectadas cuando se produce un cambio importante en la dedicación profesional de uno de los cónyuges. Casi siempre que surge una nueva situación profesional, la persona ha de adaptarse a ella, por lo que se origina una nueva tensión entre aquella y ésta. Esa tensión no afecta sólo a la persona que la sufre sino que va más allá de ella y repercute también en la estabilidad conyugal y familiar, lo que exigirá a todos un nuevo esfuerzo adaptativo.
  2.  

Ciertamente, hoy se confunde con facilidad éxito y eficacia, a pesar de ser conceptos muy diferentes. El hombre es, pero no está hecho. Y para hacerse a sí mismo ha de elegir. Por eso precisa ser libre. La libertad es la condición de la posibilidad de que el hombre pueda hacerse a sí mismo. Y haciéndose a sí mismo, cambiar el mundo. Y esto es un derecho y una responsabilidad que cada hombre, por el hecho de serlo, ha contraído consigo mismo. Un derecho/deber que no es renunciable y ni siquiera negociable. Por eso, en contra de lo que otros puedan opinar, el autor de estas líneas sostiene que el hombre tiene que realizarse (aurorrealizarse) como persona.

Ahora bien, el proceso autorrealizador y la misma autorrealización de seguro que ha de modificar la propia personalidad en uno u otro sentido, e incluso devenir, en algunos casos, en un desarrollo neurótico de la personalidad. Esto es lo que acontece cuando se privilegian o priorizan valores, que son antinaturales o entran en conflicto y arruinan la armonía del balance que debe existir entre el contexto familiar y el profesional.

Esta neurosis del éxito se da hoy mucho y tanto en el varón como en la mujer. En otras ocasiones, puede aparecer simultáneamente en los dos cónyuges, sobre todo en las edades tempranas, antes de los treinta y cinco años, que es cuando más acentuado es el ritmo impuesto por la auto exigencia de coronar el éxito profesional.

En esas circunstancias puede estallar un conflicto entre los cónyuges, muy difícil de resolver, ya que entonces lo que se suscita en cada uno de ellos no es tanto la admiración por el/la otro/a, sino la búsqueda de poder y la admiración únicamente hacia sí mismo. Y claro, esto destroza la vida familiar y profesional y a través de éstas, acaba por incidir también en las respectivas personalidades de los cónyuges y de los hijos.
Por encima y más allá de todos los éxitos profesionales que puedan obtenerse, la vida plena, la plenitud de la vida consiste en la búsqueda y conquista de la felicidad. Una empresa sirve, si contribuye a hacer felices a los que en ella trabajan. ¡Yeso debiera también ser incluido en la cuenta de resultados! Obtener un buen resultado en felicidad personal es tan importante o más que lograr un buen resultado económico. De hecho, este segundo está subsumido en el primero y a él subordinado. Pero no se olvide que esos resultados dependen a su vez de la familia, pues ¿cómo podría ser feliz alguien, por muy bien que le fuera en el trabajo, si en su vida familiar es un desgraciado?
Cuando a un empresario le va mal en su vida familiar, antes o después eso incidirá también en su vida profesional. Es posible que el hombre pueda disimularlo mejor, porque el varón es más «esquizofrenógeno» que la mujer respecto del trabajo, y puede comportarse como un buen profesional, aunque su vida familiar esté rota. Pero también en él su dedicación y rendimiento a la empresa, van a estar mediados por la felicidad que pueda alcanzar en su hogar.
En la mujer, en cambio, esto se percibe mucho mejor. La mujer es más holística y globalizadora en su comportamiento y, por tanto, si le falla su vida familiar o afectiva ese mismo día lo acusa su rendimiento, sin que haya que esperar al mes siguiente. El hombre, inicialmente, puede camuflar sus problemas o conflictos familiares, pero al cabo de tres meses, aquello se manifiesta en su rendimiento profesional.

Aunque el éxito no coincida con la eficacia ni la felicidad, el hecho es que están articulados, puesto que cada uno de ellos constituye un ingrediente más de la autorrealización personal. El trabajo es el más importante procedimiento de que dispone el hombre para realizarse a sí mismo y, a través de él, encarnar unos determinados valores. Lo que habrá que procurar es que su personalidad no se neurotice en el proceso de adquisición de esos valores, que le hacen valioso. Esta es la cuestión a la que debe atender la empresa. Y su personalidad no se neurotizará si el balance entre el trabajo y la familia es equilibrado, armonioso y estable.

En cierto sentido, la personalidad del hombre se neurotiza cuando se produce una dislocación en su jerarquía de valores, cuando antepone -siempre y de forma exclusiva- el éxito y la eficacia en su ámbito profesional respecto del familiar, cuando lo que más le importa es el aparecer o la imagen en lugar del ser.

La actual cultura es una cultura icónica. Nada de particular tiene que la cultura de la empresa sea más icónica que ontológica. Pero, o hay una cultura ontológica de la empresa o la empresa no funcionará. Si sustituimos el ser por la imagen -si el trabajador sólo se interesa por el prestigio del logotipo de la empresa y sus resultados-, al final la cultura de la empresa sólo será propicia para hacer atribuciones e inferencias fantásticas, que a la larga frustrarán a muchas de las personas que en ella trabajan o con ella se relacionan.

2. La tensión entre los roles profesionales y los roles de género es hoy otra fuente frecuente de conflictos en el ámbito familiar, que deja sentir sus influencias sobre las personalidades de los hijos y de los cónyuges.

Comentaré aquí una anécdota reciente. Recuerdo a un viejo amigo mío que se casó con una chica estupenda y que, sin embargo, tuvieron graves problemas al comienzo de su vida conyugal. Para fundamentar bien su matrimonio estudiaron -de forma casi cartesiana-, cómo distribuir las tareas domésticas de las que cada uno se ocuparía. Para este propósito y de común acuerdo atribuyeron puntos a cada uno de los trabajos a realizar, de manera que al final de cada día el balance resultante entre lo que había hecho cada uno de ellos fuera idéntico. Si llegaron a tan estúpido acuerdo es porque ambos trabajaban y ambos percibían un salario parecido.

Como los dos estaban en esa etapa de la vida profesional en que hay que luchar mucho para abrirse paso, pensaron que sería conveniente estar igualados también en las tareas domésticas, de manera que no se produjera entre ellos ningún agravio comparativo en lo relativo a tener mayores o menores oportunidades en sus respectivos ámbitos profesionales, a causa de su dedicación al hogar.

Este ejemplo manifiesta bien las tensiones que en ocasiones pueden producirse en la pareja como consecuencia de ciertas actitudes competitivas en los esposos y determinados enfrentamientos y contraposiciones entre los roles profesionales, familiares y de género, asumidos por cada uno de ellos (cfr. Wethington, Mcleod y Kessler, 1987).
La anterior anécdota, aunque no sea muy frecuente, tampoco es excepcional. Muy sintéticamente lo que sucede es que en este momento hay una guerra de guerrillas entre el hombre y la mujer -a causa de los roles representado por ellos, claro está-, que tiene numerosas manifestaciones. Basta con leer la prensa cada día, para darse cuenta de ello: violencia familiar; homicidio de la esposa; amputaciones del miembro viril, que luego se imitan en otras culturas y sociedades; agresividad y lucha titánica por la conquista del poder en la sociedad abierta, en las profesiones, en las empresas, etc.

Por este camino, si no se rectifica a tiempo -si no se interviene de forma adecuada en la preparación para el trabajo y el matrimonio-, se llegará a una declaración explícita de guerra entre los sexos. A consecuencia de ello sufrirán muchísimo el varón y la mujer; pero lo que más sufrirá será la personalidad de cada uno de ellos, la propia relación conyugal y la familia.

3. La tensión entre la disponibilidad profesional y la dedicación a la educación de los hijos es una cuestión que merece un especial interés. Aunque puede afectar a ambos cónyuges, esta tensión ha estado condicionada, con mayor frecuencia, por el comportamiento profesional del varón. Hay esposos que prefieren comer fuera de casa; que a menudo llegan tarde porque, según dicen, tienen que quedarse a trabajar en la empresa por necesidades del trabajo que realizan (algunos de ellos se quedan en el bar de enfrente con algún compañero, mientras se juegan a los dados una consumición); y que de forma habitual al llegar a casa no desean que se les plantee ningún problema porque «vienen agotados de la oficina» y sus energías sólo les alcanza para servirse un whisky y esconderse detrás del periódico, arrullados por la televisión que ni ven ni escuchan.

Por contra, la mujer -que también trabaja fuera de casa y, a veces, más que el esposo-, aunque también esté cansada, al llegar a casa se cambia de ropa y se pone a preparar la cena, bañar a los niños y ocuparse de los mensajes que hay grabados en el contestador. A lo que parece, la mujer está siempre más disponible que el varón para estos necesarios menesteres domésticos y vitales (Barling y Van Bart, 1984).

La fenomenología de estos comportamientos es, lógicamente, muy diversa y puede afirmarse que cada matrimonio se organiza de un modo diferente. Pero por encima y más allá de esas diferencias, el hecho es que la mujer está casi siempre más disponible para educar a los hijos, mientras que el marido sólo parece estar disponible para sus asuntos profesionales. Por real decreto no debería el marido mandar/delegar en la mujer, ni ésta en aquel.

Un hecho diferente, es que los roles masculino y femenino en el ámbito del matrimonio estén hoy en crisis y probablemente tendrán que cambiar. Esto supone que habrá que llegar a un nuevo pacto.

Por el momento, se ignora qué aspectos de esos roles deben cambiar -sin que por ello cambie la sustancia del compromiso conyugal- y cuáles no debieran cambiarse, por estar más vinculados a la propia personalidad y a la naturaleza de lo masculino, de lo femenino y de la misma esencia del matrimonio.
Algunos de los roles existentes en la actualidad son meras atribuciones estereotipadas que, por influjo de las tradiciones culturales, se han atribuido a lo masculino o a lo femenino y que nada sucedería si se modificasen. Pero hay otros que si se vulnera o cambia su sentido atribucional, probablemente pudieran afectar a la personalidad de los cónyuges y de forma más grave a la familia. Sobre este particular hay en la actualidad un mundo en ebullición -en ocasiones, sórdido y lacerante- que, a pesar de ciertas modificaciones, todavía no está definitivamente asentado y habrá que continuar cambiando en los próximos años.

El problema fundamental que se observa aquí, es que el varón ha delegado en la mujer, desde tiempo inmemorial, la educación de sus hijos y, en consecuencia, está ausente de casa. A esto me referí en una publicación especializada, hace una década, con el término del «síndrome del padre ausente» y de los «hijos apátridas» (Polaino-Lorente, 1993).

De Sísifo a Proteo

Un mismo trabajo puede realizarse por motivaciones muy diversas. Hoy lo que más diferencia al trabajo que realiza el hombre son precisamente las motivaciones por las que lo realiza. Aunque la intencionalidad por la que se trabaja no siempre es transparente, es ésta y no el tipo de trabajo lo que de forma más importante contribuye al cambio de la manera de ser de la persona.

El trabajo constituye, desde luego, el marco apropiado para la autoafirmación personal. En unos casos esta decidida intencionalidad será el dinero (trabajo-mercancia); en otros será la conquista del éxito (trabajo-prestigio); en la mayor parte de los casos será el poder (trabajo-protagonismo).

Dinero, éxito y poder no tienen porqué presentarse como motivaciones puntuales e independizadas unas de otras. Antes al contrario, el encadenamiento -e incluso la amalgama- entre ellas, es harto frecuente. Cuanto más dinero y éxito, mayores son las posibilidades del poder personal.

Pero, ¿de qué poder se trata aquí? En el fondo las tres intencionalidades antes aludidas se concitan en el sostenimiento de un poder que, en última instancia, no es otro que el de la autoafirmación. Pero, ¿autoafirmación en qué, de quiénes y para qué? Sólo tiene necesidad de auto afirmarse aquel que de alguna manera antes no se sentía afirmado, o lo que es lo mismo, el que antes se sentía negado (o autonegado).

La auto afirmación tiene mucho de emergencia, de reposición, de negación de la negación. El trabajo se instrumental iza como un medio -el único medio- al servicio de un cierto sobresalir personal, gracias a que el yo se hace patente al destacarse entre los demás y situarse por encima de ellos. De este modo, el trabajo autoafirmante sitúa al sujeto en el otro extremo de la dialéctica (el de la autoafirmación) en abierta oposición al emplazamiento en el que inicialmente se había encontrado (el de la negación).
Quién antes se había sentido en su trabajo como un «negado», concibe ahora la pretensión de autoafirmarse precisamente a través del mismo medio -el trabajo- en el que anteriormente no se había sentido afirmado en su relevancia y significación.
Autonegación versus autoafirmación. He aquí los extremos antitéticos entre los que oscila el trabajo del hombre contemporáneo.

Ahora bien, ¿en qué consiste y/o qué experimenta un hombre que se siente negado en su trabajo? En cuanto que negación, consiste en un cierto obstáculo que le impide -al menos así lo percibe- ser él mismo. El trabajo eficaz para la implícita o explícita negación personal se caracteriza por constituir el marco específico en el que persistentemente el hombre ve como se frustra su proyecto biográfico, lo más íntimo y rico que hay en él. Dicho muy brevemente: es lo que sucede cuando el trabajo, lejos de satisfacer la vocación personal la dificulta y degrada.

Con la inflexión que se produce en la intencionalidad -por mor de la búsqueda de la autoafirmación personal en el trabajo-, resulta muy difícil volver a recuperar el sentido vocacional del trabajo que se realiza. La búsqueda de la auto afirmación personal sofoca y asfixia la vocación personal que, con su concurso, se reviste ahora de otras intencionalidades, menos trascendentes y mucho más hedónicas.

En esta metamorfosis del trabajo, el oficio pierde todo lo que tiene de esfuerzo personal y se reviste con el señuelo de los placeres egotistas. El trabajo se presenta erróneamente como si hubiera dejado de tener un sentido para constituirse como mucho en una justificación estética, dineraria, exitosa o poderosa al servicio únicamente del yo.
Pero toda afirmación en el hombre y del hombre es efímera. De aquí que la pretendida autoafirmación personal no baste al hombre. La pretendida autoafirmación se prolonga más allá de sí misma en la búsqueda de la autorrealización. Cuando auto afirmarse no es ya suficiente, entonces es preciso autorrealizarse.

El concepto de autorrealización hizo fortuna en la década de los 70 presentándose, desde luego, con una significación bifronte. Desde un cierto sentido, no cabe duda que todo hombre busca la autorrealización personal, si por ésta entendemos un modo progresivo de actuar, elevar y optimizar sus naturales potencias, posibilidades, capacidades y habilidades. Pero, en otro cierto sentido el hecho de autorrealizarse puede constituir una vía principalista de acceso al comportamiento neurótico.

De acuerdo con esta opción, una persona se autorrealiza en su trabajo en la medida que satisface los supuestos valores sociales que, coyunturalmente, se adscriben -casi nunca explícitamente- a lo que la opinión pública considera en ese momento puntual como criterio de autorrealización. Los ejecutivos, por ejemplo, constituyeron un paradigma entre envidiado y admirado, al filo de los años 70, que satisfacía socialmente el modelo que debía imitarse para que una persona se sintiera autorrealizada con su trabajo. Apenas una década después, el modelo del ejecutivo autorrealizado comenzó a erosionarse, hasta la actualidad, en que sobre él pesa el denso olvido que lo encubre.

En esta última perspectiva, el paradigma de la autorrealización personal estaba entreverado de historicismo. Una persona se autorrealizaba en la medida que realizaba cosas importantes; éstas eran más o menos importantes según que fueran más o menos «modernas», es decir, coyunturalmente relevantes y valiosas para este momento de aquí y de ahora, con tal de que estuvieran refrendadas por los incentivos económicos de una nómina estable, consistente, segura y a la alza.
De este modo, lo valioso (magnun) y lo hecho (factum) eran al fin términos que resultaban convertibles. Junto a este criterio se enfatizaba otro: el hacedor de cosas, a través de éstas se hacia a sí mismo. Si las cosas que hacía eran coyunturalmente importantes igualmente lo sería su autor. Surgió así la imagen del self-made-man, como prototipo -y también como criterio-, que había que tratar de imitar para llegar a la anhelada autorrealización personal.

Así las cosas, el hombre había dejado de ser importante, pero se sentía urgido a conquistar su importancia haciendo muchas «cosas importantes». Sólo de esta forma el hombre se hacía a si mismo, simultáneamente que hacía su historia: el conglomerado residual que como un poso llenaba su biografía con los restos de las cosas por él hechas.
Sin duda alguna, el hacer había sustituido al ser, el pragmatismo suplantaba al conocimiento; la filosofía de la acción a la ontología, la máscara laboral a la personalidad, y ésta última a la persona. De este modo, también lo «moderno» -los supuestos valores que eran considerados como tales sólo por ayudar a sobrenadar en la cresta de la ola de lo coyunturalmente relevante-, se ofrecía como una alternativa a los valores y convicciones, a la vez que lo profano sustituía a lo sagrado.

Si consideramos estos cambios como un proceso, a los dos estadios anteriores sucedería un tercero: la autoliberacíón. Como hemos observado líneas arriba, una vez que la autoafirmación mostró que era insuficiente y lo mismo pudo concluirse respecto de la autorrealización, entonces, había que intentar algo que por fin fuera definitivamente satisfactorio: la autoliberación personal.

Acaso por aquel entonces el yo había llegado a su cota más alta en eso que se entendió como autorrealización. Pero a costa de muchos esfuerzos y renuncias, quizá demasiadas.
El balance coste/beneficio no parecía tan rentable como al principio se supuso. De aquí que no satisficiera y que incluso defraudara la alta meta, tanto tiempo soñada, una vez que había sido conquistada. De aquí también que hubiera forzosamente que liberarse. Pero, ¿liberarse de qué? Liberarse de las frustraciones impuestas al sujeto durante su larga marcha hacia la autorrealización; liberarse de los valores que la sociedad de entonces consideró, de modo erróneo, como criterio de autorrealización; liberarse de un yo-no-autorrealizado que hacía sentir dolorosamente el fardo del fracaso de su voluntad en la consecución de unos objetivos inciertos y cada vez más lejanos; liberarse incluso de un yo-autorrealizado que, hastiado de tanto esfuerzo, se aburría solitario, incapaz de gozar de las metas conquistadas.

Liberarse era la antítesis, la alternativa que se ofrecía, como única salida posible, a la paradójica esclavitud que el yo imponía al yo. Era preciso liberarse de un yo imperial para refugiarse en otros ideales estéticos más blandos, más cercanos y, a la postre, desde luego más placenteros.

Se produjo así, de manos de la autoliberación, la consolidación del permisivismo, toda vez que el esfuerzo -cualquier esfuerzo, incluso el más vinculado al servicio del propio yo- había dejado incumplidas las expectativas antes prometidas.

Esta etapa de la autoafirmación no necesitaba de espectadores, sino que se alzaba desde la clandestinidad de una persona solitaria. Al hombre todo le estaba permitido, menos escapar de sí mismo. Por eso, la autoliberación era también escape, huida, evitación de sí. Y para liberarse había que salir, forzosamente, de la propia piel o tal vez cambiar tan continuamente ésta -y las sensaciones que a su través transmutan la subjetividad-, de manera que fuera imposible hacer cuestión de sí mismo. La única vía para lograrlo era, como sostuvo Hegel, arrojarse en «el vertiginoso torbellino de un desorden que se recrea perpetuamente a sí mismo».
La autoliberación propuesta tenía mucho de anonadamiento personal, de anonimato personalista -justo lo contrario que había pregonado la autorrealización-, de volatización de la densidad personal en el sensacionalismo caleidoscópico. Pero también aquí era posible una relativa autoafirmación del yo, un intento igualmente cierto de autoinfinitarse, eso sí, a un nivel inferior, menos costoso y más fácil, el de las sensaciones.

Si las dos primeras etapas -autoafirmación y autorrealización- constituyeron un buen modelo del mito de Sísifo -el pragmatismo de la acción a cuyo través elevar el yo a la cima, para de nuevo volver a empezar-, la última etapa -la auto liberación- ejemplifica bien el mito de Proteo -la autoafirmación de un yo-sintiente que resistiendo al cambio continuo de las sensaciones, no obstante, se alimenta de ellas. Proteo sustituyó a Sísifo, en igual medida que el pragmatismo transformista de las cosas ha sido sustituido por el transformismo sensacionalista de sí mismo.

Ambos -tanto Sísifo como Proteo, en la arriesgada aventura de hacerse a sí mismos y consolidar el ideal de la propia personalidad-, son encarnaduras actuales de la tragedia griega, de la tragedia del hombre contemporáneo. Por el momento, cada hombre corre alocadamente tras la búsqueda de nuevas sensaciones, nuevas distracciones, nuevas diversiones, nuevos entretenimientos, nuevas experiencias, nuevos ensimismamientos...
Con tanto transformismo, el yo del hombre se atribuye a sí mismo la extraña y utópica facultad de poder cambiar, a su antojo, de estilo de vida y de personalidad, cuando en verdad se siente impotente para permanecer siendo el que debe ser, a pesar de los cambios.

El pasotismo significado por Proteo es, qué duda cabe, el más radical de los pasotismos, porque sin pasar de nada que pueda cambiar su colmada hambre de sensaciones pasa de sí mismo, mientras aniquila su personalidad más sincera.

Esta es acaso una versión matizada por la modernidad del eterno Fausto que toda persona lleva dentro y que, una vez más, está dispuesto a gritar fraudulentamente a cada quien «la piedad y el remordimiento... son malos y vanos; el fracaso es incidental; el error es inocente».

¿Puede tener algo de extraño que el hombre contemporáneo no se encuentre a sí mismo en su trabajo? ¿Auto liberado de sí mismo, de su vocación, puede escapar de algo más que no sea una relativa pérdida de su propia identidad personal? Abolida toda limitación, arrojados en los brazos del radical permisivismo, ¿dónde encontrará el hombre las referencias precisas para identificarse con ellas en su conciencia y poder al fin reconocerse a sí mismo?

Disuelto en el anonimato colectivista, pregonero de una sola voz -todo está permitido-, parece difícil que el hombre autoliberado pueda encontrar algún recurso gracias al cual diferenciarse de los demás y fundar así, de una vez por todas, su identidad personal. Y es que, como decía Ortega, en este tiempo nuestro, «no hay protagonistas, hay coro», un coro –podría añadirse- que intenta protagonizar la terrible afirmación de Machbeth: «la vida es una obra vacía, que recita un actor idiota, llena de fracaso y de furor, y que no significa nada».
¿Protagonismo, autoliberación? Más bien el anonimato de quienes tal vez se unan al coro de voces de Machbeth para confesar espantados el sinsentido de sus respectivas vidas.

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Fuente: Fundamentos de Psicología de la personalidad
Autor: Aquilino Polaino-Lorente, Javier Cabanyes Truffino, Araceli del Pozo Armentia
Publicado en 2003
Ediciones Rialp