¿Morirse en el trabajo? ¿Dejar la piel en el escritorio? ¡Pero si la vida tiene más horizontes que los que asoman por la ventana de la oficina! El éxito social de nuestro trabajo no debe ser parámetro del éxito integral de la propia vida. El trabajo es medio para llegar a la plenitud; si se transforma en meta, aparecerá –sin lugar a dudas– la neurosis.
La intención, el «qué», por el que se trabaja, el fin final de la acción humana condiciona de forma muy intensa el modus operandi de esa actividad, así como muchas de las consecuencias que de ella se derivan para el agente que así lo realiza. Veamos a continuación algunas de las actitudes que más frecuentemente caracterizan al hombre contemporáneo:
1. Consumismo: vidas que se gastan
En este caso, el hombre no trabaja para ennoblecer las cosas, ni para autoperfeccionarse a sí mismo, ni para incrementar el bien común. Trabaja, sencillamente, para ampliar todavía más su ya dilatado y mediocre horizonte consumista. A quien así trabaja, parece como si lo único que le importara fuera el consumo. El consumo de más cosas cada vez y de cosas más vanas, aunque para ello tenga que trabajar en lo que no le gusta, e incluso a pesar de que pueda sentirse enajenado en las muchas horas de trabajo que le son exigidas.
Tras de esta actitud, el trabajo deviene en un medio para un fin que, en el fondo, no es sino otro medio: el medio de poder adquirir y consumir más cosas. En una situación así, el fin de la actividad se disuelve, extingue y desaparece; el trabajo queda vacío de sentido y mediatizado.
La persona que de este modo se comporta se experimenta como desfinalizada, por cuanto ha perdido el «norte» de su actividad, haciendo de ésta apenas un medio para otro medio (el consumo).
La actividad profesional y la misma persona devienen en una «mercancía», pronta a venderse al mejor postor, por cuanto a través de ese intercambio —el trueque de la actividad por el dinero— el mercader de su propia vida consigue alcanzar las cosas que apetece.
2. Avaricia: ambición de la mezquindad
La inseguridad es mala compañera en la travesía de la vida. La persona insegura no hace pie en su propia biografía. De aquí que desarrolle ciertas estrategias, complejas y sofisticadas, a fin de procurarse un falso control —una «ilusión de control»— acerca de cuanto le rodea.
La inseguridad, además, aísla al hombre al transformarlo, del ser abierto que es, en un ser curvado sobre sí, sólo dependiente de su «cuenta de resultados» y, por consiguiente, herméticamente blindado por todo lo que no sea ésta.
La inseguridad, vivida como tal conducta neurótica, es incompatible con la esperanza, con el estado de lo permanentemente abierto que caracteriza y es propio del homo viator, en su andadura por la vida.
Nada de particular tiene que las actitudes que aquí se generan respecto del trabajo resulten pobres e imperfectas. En efecto, lo único que motiva a trabajar al avaro es allegar fondos a fin de prepararse un futuro menos incierto, más seguro, es decir, más supuestamente controlable por él. Como si el ardid de acaudalar fondos saliera siempre garante de su futura seguridad personal. Sin embargo, es la actual inseguridad que experimenta la que actúa como «motor» que pone en marcha su comportamiento en aras de lograr una incierta y fútil seguridad futura.
No suelen reparar en que estas actitudes le conducen a otra terrible paradoja. La posesión de seguridad que les motiva a trabajar, los bienes allegados que parecen respaldar la relativa seguridad conquistada, sus posesiones materiales acaban por poseer —y hasta devorar— a su poseedor.
El trabajo deviene aquí en una actividad soterrada e improductiva. Improductiva, porque la persona dedica sus mejores energías a vigilar y servir a lo que, supuestamente, le pertenece de forma inmutable y absoluta, como si al fin no fueran también bienes perecederos y, por tanto, inciertos. Soterrada, porque no es una actividad solidaria, sino opaca y no transparente, pronta a ser realizada sólo al amparo de la oscuridad de la noche.
3. Hedonismo: el placer de no trabajar
En otras ocasiones, las actitudes desde las que se afronta el trabajo, enmascaran su finalidad real que permanece subrepticiamente agazapada en el proceso del acontecer.
Se trata, en este caso, de quienes trabajan con la idea de no trabajar más en el futuro. Es decir, los que trabajan para procurarse ciertos medios, a fin de no tener que continuar trabajando en un futuro próximo.
Son personas que suelen guiar su, en apariencia, impecable trayectoria profesional —que, por supuesto, desean sea muy corta en el tiempo—, movidos por una funesta resistencia a todo trabajo, a cualquier esfuerzo.
El trabajo es aquí un «mal menor», una carga siempre provisional y transitoria —limitada ad tempus—, sólo indispensable para el cumplimiento de ciertos fines ocultos (dejar de trabajar).
En el fondo, la posesión por la que aquí se ha apostado no es otra que la consecución de un cierto placer: la satisfacción del placer de no trabajar.
En esta perspectiva, es lógico que el significado del trabajo quede recortado a algo artefactual y erróneo: una mera frustración, un displacer, en una palabra, un insufrible castigo divino y humano.
4. Activismo: narcisista y protagónico
Otra actitud hoy en alza, es la de aquellas personas a las que apenas si parece importarles otra cosa que la acción por la acción, el movimiento incesante y sin término, la actividad desbocada que no se concede un segundo —¡sería una pérdida insostenible!— para detenerse y contemplar lo que se está haciendo, para disfrutar de la obra bien hecha o bien para aprender de los propios errores y mejorar en futuras realizaciones.
Aquí sólo se privilegia la acción o, mejor dicho, el activismo febril y enajenado que no atiende, que se desentiende de cualquiera de sus consecuencias. Son personas que se sirven de privilegiar el activismo para, de este modo, hacerse relevantes, autoafirmarse y protagonizar la propia conducta y, a través de ella, magnificar el propio yo.
La posesión por la que en este caso se trabaja es más sutil y menos objetivable que las anteriores, también es más fugaz y transitoria.
En realidad, no se trata sino de la autoposesión narcisista y autoafirmante en la pretendida autoexaltación del propio yo. Es decir, estamos ante un caso muy particular de narcisismo.
Pero al yo le sucede lo que a los globos, que cuanto más se hinchan, más próximos están a explotar, a reventar y desaparecer, dejando tras de sí el residuo maltrecho de apenas una goma deformada e inútil.
De aquí que esta actitud ante el trabajo comporte una posesión desposeedora, tanto más pronta a extinguirse y desaparecer cuanto más cerca se halla, en apariencia, de autoposeerse.
Es la meta final del activismo que se alimenta a sí mismo hasta la autoeliminación, sin que encuentre el necesario reposo y sosiego para gozarse en lo poseído.
5. «workaholism»: el trabajo como adicción
Más allá de las características y rasgos de personalidad, lo que acontece en la adicción al trabajo (1) podría extenderse también como una consecuencia del cambio social experimentado en la forma de valorar el trabajo y en sus consecuencias psicopatológicas y sociales.
Si exceptuamos a aquellas personas adictas al trabajo con una alta puntuación en la dimensión obsesiva-compulsiva, que precisan de consulta al psiquiatra, la generalizada conducta compulsiva a seguir trabajando de forma adictiva hunde sus raíces no sólo en un determinado estilo profesional o en unas concretas actitudes laborales, sino en algo que está mucho más allá de ellas.
Me refiero, claro está a los valores que al trabajo se le atribuyen. Unos valores que en tanto que el propio yo del trabajador está fuertemente implicado en ellos (egoimplicación) y resulta modificado por su adquisición, realiza una inferencia inconsciente —unbevusster Schluss— que justificaría el hecho de encontrar mayor satisfacción en los resultados obtenidos en el ámbito laboral que en cualquier otro contexto sociocultural. De aquí que el adicto al trabajo diseñe su trayectoria biográfica de forma tan sesgada y reduccionista.
Jugarse toda la vida a una sola carta —rendimiento y/o logros obtenidos en el trabajo— es algo que excede con mucho a lo que es propio del trabajo. El error está, pues, en la atribución axiológica que del trabajo se hace o, para decirlo más claramente, en las consecuencias que esos resultados laborales generan en quienes los obtienen.
De ordinario, las consecuencias de esos más o menos brillantes resultados suelen identificarse en nuestra actual cultura con el éxito, popularidad, prestigio, elevado status socioeconómico, beatiful people y poder. En el actual contexto sociocultural, todas esas consecuencias son valoradas a su vez como el marco diferencial desde el cual emergen los criterios que definen y califican a la persona como autorrealizada o no.
Esto quiere decir que el énfasis —sospechosamente exagerado que algunos potenciales adictos al trabajo ponen en la labor que realizan—, no consiste tanto en que el trabajo les satisfaga plenamente —y por eso se entregan a él—, o que ellos se autoperfeccionen tanto a través de ese trabajo, ni tan siquiera que los resultados que a su través obtienen les compensen de tantos sacrificios como tienen que hacer sino simplemente que, a través suyo y por esas consecuencias, la persona trata de ajustarse y satisfacer el criterio socialmente vigente, en ese instante, para sentirse autorrealizada.
Pero si la vida se organiza sólo con arreglo a este parámetro, el proyecto biográfico que resulta así configurado no se diseñará desde dentro, desde lo personal e íntimo, sino que resultará elaborado y estará a merced de lo que los imperativos de la moda dicten coyunturalmente en cada circunstancia.
La tarea de ser hombre
Realizar la propia vida a tenor de lo que las modas vayan señalando no es sino una impostura o falsación, porque uno no realiza su vida en función de sus propios valores y de lo que su libertad elige, sino que la vida se hace y escribe, entonces, al dictado de lo que las circunstancias y la moda le imponen.
Una vida así trazada, de seguro que no puede acertar a dar en el blanco de un destino personalizado. La vida no puede vivirse desde la imposición ajena, sencillamente porque cada vida ha de concebirse personalmente de manera que, realizando en sí los valores por los que uno opta, ésta alcance un sentido, independientemente de que valgan la pena o no los esfuerzos que su realización conlleva.
Qué duda cabe que a través del trabajo es como el hombre se enriquece y hace valioso. En este punto, la actual sociedad tiene una percepción visual un tanto acomodaticia. De un lado, se sobrestiman las consecuencias públicas y ad extra del trabajo (éxito, popularidad, etcétera), pero de otro, se infraestiman las consecuencias privadas, ad intra del trabajo (hábitos y desarrollo de las funciones superiores como inteligencia, memoria, prudencia, constancia, etcétera), que son las que realmente, en tanto que virtudes, hacen valiosa a la persona que los encarna.
Optar por la adicción al trabajo —cuando el punto de mira exclusivo y excluyente se coloca únicamente en las consecuencias externas que éste genera— supone optar por un camino que conduce al comportamiento neurótico.
De hecho, la felicidad no se consigue a causa de que la opinión pública nos considere exitosos. De la misma forma que la eficacia del trabajo bien hecho no coincide casi nunca con el mero éxito social. Y es que la felicidad es algo personal que el hombre tiene que conquistar a solas y por sí mismo, independientemente de cuál sea el juicio con que la opinión pública en un determinado momento pueda calificar su comportamiento.
Entiendo la adicción al trabajo como un comportamiento neurótico más, tal y como se manifiesta en la clínica y en el trato con muchas personas, que habiendo realizado en sí los valores que constituyen y satisfacen el criterio impuesto por nuestra sociedad, no obstante, se sienten desgraciadas e infelices. No, ni siquiera la vida profesional puede hacerse al dictado de las modas, como tampoco la felicidad personal está en función de que los demás nos la atribuyan de forma más o menos infundada.
El hombre es, pero no está hecho. El trabajo es uno de los factores más fuertemente implicados en ese hacerse en que consiste la vida: la tarea de ser hombre.
Pero para que ese trabajo sea plenamente autorrealizador, el hombre ha de sentirse libre para elegir su contenido, su dedicación y los valores que a través suyo ha de obtener, con independencia de lo que establezca en cada momento el «pensamiento dominante».
Nada de particular tiene que muchas personas de indiscutible éxito profesional y en apariencia plenamente autorrealizadas —según los criterios vigentes en ese determinado momento sociocultural—, adictas o no al trabajo, en el fondo de su corazón se sientan frustradas.
Es lástima que en muchos casos ese sentimiento de frustración —un indicador de haber errado en el juego de la vida profesional—, se descubra demasiado tarde, cuando ya en el ocaso se inicia el descenso de la trayectoria profesional y apenas si se dispone de algún tiempo para el cambio.
Equivocarse en esta grave elección, elegir la adicción al trabajo, puede contribuir, sin duda alguna, a la neurotización de la persona. El adicto al trabajo deviene en esas circunstancias en un neurótico y la anhelada y supuesta autorrealización en una neurosis.
En este contexto, el hacerse del hombre a través de la adicción al trabajo es un proceso que le deshace, que no le realiza sino que le frustra.
La psicoterapia, cuando se llega tiempo, puede contribuir a que la persona se rehaga a sí misma, a enderezar esa trayectoria biográfica, ayudando al hombre deshecho —por haber optado por una equivocada trayectoria profesional— a rehacerse. Este proceso es siempre doloroso y exige pagar un alto precio. Pero si se supera, si el hombre se rehace, todavía puede llegar a alcanzar su destino: autorrealizarse y realizar libremente su vida en plenitud, a través del trabajo.
1. Sugerimos la lectura de Polaino Lorente, Aquilino. «¿Es usted un "workaholic"?». ISTMO, no.216. Enero-febrero. 1999, p.28.
Fuente: Istmo 247 |