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Tempus fugit
Cuando el tiempo nos traiciona

En japonés, existe una palabra, “karoshi”, que significa literalmente “morir por exceso de trabajo”
Texto: Antonio Pamos
Ilustración: Sonia Pulido

Supongo que a nadie le sorprende que sea precisamente este idioma el que cuente con semejante término. Y razones hay para ello. En los años 80, Kamei Shuji, joven inversor de bolsa con un espléndido futuro por delante, alcanzó la cota de trabajar hasta 90 horas por semana. De pronto, se convirtió en un referente para el resto de compañeros, y sus jefes trataron de rentabilizar su gesta promoviéndole en presentaciones y seminarios, que se añadían a su ya larga jornada laboral. En ellos, Kamei trataba de mostrar a sus compañeros cómo organizarse el tiempo para lograr ese grado de dedicación sobrehumana.

En 1989 estalló en Japón una burbuja económica que le llevó a incrementar su entrega a la empresa. Pocos meses después murió de un ataque cardíaco. Tenía 26 años. Trabajar 60 horas a la semana cuadruplica el riesgo de sufrir un infarto coronario con respecto a los que lo hacen 40 horas.

El vivir para trabajar siempre ha estado ahí. El modelo occidental de trabajar cinco días a la semana y contar con un período de vacaciones al año es algo relativamente reciente. En los albores del siglo XX todavía se seguía trabajando seis días a la semana con jornadas superiores a las 15 horas.

La consolidación de las tecnologías en el mundo de la producción industrial, y me remonto a la Segunda Revolución Industrial, extendió la idea de que cada vez se trabajaría menos. Fue entonces cuando algunos avezados profetas preveían que en pocos años se trabajarían ocho o diez horas a la semana y que las máquinas se encargarían de hacer el resto. Pero nada más lejos de la realidad, porque junto a esta revolución tecnológica llegó el modelo económico capitalista que potenciaba la producción rápida y masiva. Y así fue como las jornadas laborales, sin sindicatos que velaran por el bienestar del trabajador, se fueron ampliando a la vez que se reducían considerablemente los períodos de descanso, por otra parte tan necesarios.

Es por tanto en la segunda mitad del siglo XIX cuando cambia radicalmente el modelo de producción: frente a una orientación más artesanal con la que se funcionaba desde hacía siglos, en donde la pericia se daba la mano con la paciencia, se entraba en un periodo donde la agilidad y el dinamismo cobraban especial protagonismo.
Aparecen las primeras cadenas de montaje, descritas con gran ironía por Charles Chaplin en la película “Tiempos modernos”, y la velocidad, el hacer más en menos tiempo, se convierte en el leit motiv de la producción.

Pronto comenzó una gran campaña que pretendía un cambio de actitudes y se buscaba ensalzar las virtudes de las prisas. Resulta curioso leer cómo McGuffey (autor americano de textos infantiles), en 1881, advertía a los niños de los horrores que podría desencadenar la tardanza, entre los que enumeraba accidentes de trenes, derrotas militares o amoríos frustrados.

Otro testimonio de aquella incipiente y temprana invitación a la prisa la ofrece un europeo, quien definió a los neoyorquinos como individuos que andaban como si tuvieran una gran cena por delante y un alguacil por detrás.
Poco a poco se fueron extendiendo las virtudes de la velocidad, y sobre todo, de la puntualidad. Ser impuntual pasó a ser sinónimo de haragán, holgazán o gandul. Darwin, por ejemplo, decía que “un hombre que desperdicia una sola hora no ha descubierto el significado de la vida”.

Pero frente a esta nueva corriente en la que primaba el culto a lo rápido, surgieron voces discordantes, y algunas realmente significativas como la del filósofo Nietzsche, quien en 1880 detectó una cultura creciente “de la prisa, del apresuramiento indecente y sudoroso, que quiere tenerlo todo hecho en el acto”.
La universalización de la medición del tiempo y, sobre todo, del uso del reloj, fue causa principal de este cambio tan radical en la forma de trabajar y vivir.

El tiempo. Implacable rector
El hombre había vivido miles de años sin más referencia que la del sol. Las grandes batallas se libraban al alba, punto del día común para todos. Y con la caída del sol se buscaba el descanso.

Poco a poco, a lo largo del siglo XIX, se generaliza el uso del reloj y de la referencia compartida del tiempo. Inicialmente de forma caótica, cada estado o región asume su propio horario. Se daban situaciones tan llamativas como que Nueva Orleans vivía 23 minutos de retraso con respecto a Baton Rouge, a sólo 120 kilómetros.
En 1884 el Real Observatorio de Greenwich propone el primer sistema de husos horarios, tal y como lo entendemos hoy, pero no es hasta 1911 cuando se generaliza a la mayor parte del mundo.

El tiempo, desde entonces, ha pasado a marcar el ritmo de nuestra vida. Nos levantamos por la mañana y lo primero que hacemos es ver la hora en el despertador. Salimos a la calle rodeados de relojes. El propio, el del coche, en las vallas publicitarias, en las marquesinas, en el móvil. Por todas partes parecen querer decirnos, “corre más rápido que, si no, no llegas”.

Venimos al mundo acompañados de tres números, cuánto hemos medido, cuánto hemos pesado y, cómo no, a qué hora ha tenido lugar el alumbramiento. Y esa hora que nos define, no sólo astrológicamente en forma de zodiacos, ascendentes o cartas astrales, sino que también nos acompaña hasta la muerte cuando en algún impreso administrativo se incluirá también a qué hora se produjo el óbito.

A la vez, hemos incorporado artilugios que nos permiten gestionarlo. Las agendas electrónicas (PDA) nos muestran de manera gráfica los huecos que tenemos y nos invitan a llenarlos con otros compromisos. Vamos enlazando un acontecimiento con otro como si de un tren de mercancías se tratara. Con un destino: llegar al final del día habiendo cumplido con todos nuestros compromisos. ¡Qué satisfacción!

Vivimos en una sociedad en donde se cultiva la prisa. Cada vez queremos hacer más en menos tiempo. Sony, hace unos años, sacó al mercado un lector de CD que reducía el espacio en blanco entre canción y canción de tres segundos a uno. Los GPS, ahora tan populares, nos llevan por defecto por la ruta más rápida. Corremos para no perder el tren que está en la estación cuando en cuatro minutos llegará otro. Conozco a una persona que volvió a fumar después de 15 años porque no aguantaba sin hacer nada los tiempos muertos que se daban cuando tardaba en cargarse una página de Internet. Si comemos en un restaurante y se retrasan con un plato, nos ponemos nerviosos e increpamos al camarero.

Delimitamos nuestro tiempo de ocio poniéndole hora de inicio y de final, como si de una reunión se tratara. Y, en nuestra vida privada, hemos alcanzado las cotas más bajas en dedicación.

Kundera, el escritor, dice que “nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el ritmo para mostrarnos que ya no desea ser recordada, que está cansada de sí misma, que quiere apagar la minúscula y temblorosa llama de la memoria”. Y no le falta razón a este fabuloso escritor checo. Tanta aceleración, a la postre, nos impide disfrutar de lo que hacemos. Los períodos de descanso y asueto no dejan más huella que la que aparece en la agenda. Volvemos de un mes de vacaciones y, rápidamente, nos sumergimos en la rutina, dando carpetazo a las experiencias vividas en los días anteriores.

Platón entendía el ocio como estar inmóvil, no hacer nada. Y más recientemente, el mismo Kafka lo contemplaba como quedarse inerte a la espera de que ocurriera algo. Hoy, el mejor referente del ocio es apagar el móvil. Sólo cuando hemos dado este paso estamos seguros de haber roto con la rutina.  Por contra, esto último no resulta tan fácil, y el ocio se convierte a menudo en una extensión de nuestras frenéticas jornadas. Poco a poco extendemos nuestra idea de que “el tiempo es oro” a todos los rincones de nuestra sociedad, y cargamos a nuestros hijos de actividades extraescolares para que el único tiempo libre que tengan sea el propio del sueño.

Los tiempos están cambiando

Resulta curioso que término “lento”, en castellano, tenga unas connotaciones peyorativas. Decimos de un chico al que le cuesta hacer cuentas que es “un poco lento”. Y frente a esto, los departamentos de selección establecen como criterio sine qua non para ser contratado, el “dinamismo”.

Sin embargo, podemos decir que las cosas están cambiando. Cada vez valoramos más nuestro tiempo libre y buscamos conciliar de manera eficaz nuestra vida privada con la profesional.

¿Quién no ha fabulado alguna vez con la idea de dejarlo todo e irse a las montañas a montar un hotel rural? Pues esto está ocurriendo. Por supuesto, sigue siendo algo excepcional, pero hoy ya no es la ilusión de un loco.
Europa se constituye como referente mundial en la gestión del tiempo de trabajo (al menos el oficial). Según una normativa europea, nadie debe trabajar más de 48 horas a la semana. Trabajamos menos horas al año que los americanos, y no digamos ya en comparación con los japoneses. Hay un dato muy elocuente en este sentido: el 23 de octubre, un americano ha trabajado tantas horas ese año como las que hará un europeo a 31 de diciembre.

Según la OIT (Organización Internacional del Trabajo) los franceses, belgas y noruegos son más productivos con menos horas de trabajo que los americanos. Este mismo organismo habla de Inglaterra como un país donde se trabajan muchas horas y sin embargo, produce menos que sus homólogos comunitarios.

Cada vez más, somos conscientes de que más horas de trabajo no implican más productividad. Quedarse en la oficina hasta altas horas o llegar a trabajar sin tener hora de salida deja de ser valorado, como ocurría antaño.

Hay empresas que tienen una hora a la que apagan las luces y obligan a todo el mundo a irse a casa. En algún caso, se llega incluso a penalizar al que trabaja más horas de las necesarias, pues se entiende que detrás de ese exceso no hay más que una mala organización.
Francia, por ejemplo, introdujo la jornada semanal de 35 horas hace unos años con bastante éxito. Un trabajador francés puede llegar a tener nueve semanas de vacaciones al año. Y al final, en una sociedad como la nuestra, el tiempo libre significa consumo, que es la base de la economía capitalista, por lo que el beneficio es doble: el trabajador encuentra mayor satisfacción en su vida y la economía se activa.

De forma paulatina, los jóvenes que se incorporan al mercado laboral sitúan como una de sus principales exigencias contar con un horario que les permita disfrutar de una vida privada plena. El principio del triple ocho: ocho horas para trabajar, ocho para disfrutar y ocho para dormir.

Según un reciente estudio de la consultora española Catenon, tres de cada cuatro trabajadores estaría dispuesto a ganar menos salario a cambio de trabajar también menos.

Este concepto, conocido como downshifting, lo popularizó hace unos años el periodista Iñaki Gabilondo. Un hombre que durante varios lustros se levantaba a las cuatro de la mañana acordó con su empresa menor salario a cambio de menor dedicación.
En los años 90, Holanda, considerado el país de Europa donde se trabajan menos horas al año, aprobó por decreto que cualquier trabajador podía negociar con su empresa las horas de dedicación y el salario, reduciéndolo o ampliándolo a su antojo. Así, no es de extrañar que una encuesta llevada a cabo en 2006 nombrara a Holanda como el mejor país de Europa para ser niño.

Aunque también hay que destacar que ese mismo estudio se hizo lo propio con España como el mejor país de Europa para trabajar. ¿Las razones? Principalmente nuestra capacidad para conciliar vida privada y familiar. Nuestra facultad de disfrutar del tiempo libre en mayor medida que lo hace un nórdico, por ejemplo. Naturalmente, acompañado por un clima que invita a ello.

Realmente, detrás de la percepción del tiempo hay un componente cultural muy importante. No debe ser casualidad que los ingleses tengan fama de puntuales y que los mejores relojes sean los suizos.

Los que hemos viajado por Latinoamérica hemos podido comprobar que el tiempo se relativiza y se hace maleable como si de una recreación de Dalí se tratara. Y esto ocurre en todos sus ámbitos, desde la salida de un autobús hasta el servicio de comidas. Parece como si las horas o los minutos fueran meramente orientativos.

Cabe destacar una anécdota ocurrida hace pocos años en un país caribeño. Por primera vez se propuso atrasar la hora con la llegada del invierno. Tras comunicarlo a toda la población se llevó a cabo ese cambio. Sin embargo, las autoridades pronto se dieron cuenta de la caótica situación que se vivía. Había zonas que habían atrasado la hora, otras la habían adelantado y alguna se mantenía en los cánones anteriores. A los tres meses y ante la incapacidad de lograr su objetivo, se decretó volver al planteamiento anterior.

El tiempo, las prisas, la incapacidad de hacer todo lo que quisiéramos en las insuficientes 24 horas que nos concede un día. Tempos fugit, carpe diem. Desde estas locuciones varios siglos nos contemplan y las cosas parecen no haber cambiado. Seguimos rigiéndonos por el implacable ritmo del reloj.

Sí, se han conseguido avances y hoy en día, algunos empezamos a organizarnos el tiempo de diferente manera. Logramos encontrar más a menudo momentos de satisfacción y deleite a costa de renunciar a otras dedicaciones. Y progresivamente reconocemos que es mejor estar con nuestros hijos que ver la televisión, tomar una cerveza con unos amigos que intentar terminar esta misma tarde ese maldito informe, o ser feliz con limitaciones económicas que aspirar a ser el directivo más joven de nuestra compañía a costa de renunciar a una vida plena fuera de sus puertas.

Vivir es decidir, crecer es renunciar. Y así es como debemos mostrarnos ante la dictadura del tiempo, con la capacidad de decidir y con la humildad del que sabe renunciar.
Yo mismo, en este momento, doy por terminada esta disertación y me dispongo a sentarme a leer y saborear un magnífico libro que ha caído en mis manos: “Elogio de la lentitud” de Carl Honoré, editado por RBA. No se lo pierdan… o sí, piérdanselo si creen tener algo mejor que hacer. Buenas tardes.

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