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Libertad y lucidez: el problema de la droga
Julian Marias

Lo que puede llamarse el problema de la droga es bastante reciente en los países occidentales. En otros, en el Extremo Oriente, en el Cercano Oriente y el Norte de África, entre los indios de los Andes, el consumo de drogas, sobre todo opio, haschisch y coca, ha sido habitual. En Europa y América, el uso de drogas había sido excepcional; algunos individuos, a lo sumo grupos reducidos, algunas modas transitorias entre minorías de tal a cual país, nada que pudiera parecerse a la difusión actual entre multitudes. Esto empieza hacia 1960.

Si se piensa que hacia la misma fecha aparecen la aceptación social del aborto —hasta entonces infrecuente y considerado ilegal e inmoral— y el terrorismo organizado, esto lleva a pensar que los tres fenómenos, de importancia enorme, pueden tener un origen común y no espontáneo, sino inducido por algunas fuerzas sociales convergentes.

La situación actual es de una difusión extraordinaria del consumo de drogas en todos los países, en todos los niveles sociales y con una concentración especial en la juventud. Será interesante comprobar si los adultos que se drogan son en su mayor parte los que empezaron a drogarse cuando eran muy jóvenes, sobre todo en el decenio de 1960 a 1970 o algo después, o bien han contraído ese hábito después de pasada su fase juvenil.
Hay una función de la droga que es importante para la vida humana: la diversión, el apartamiento momentáneo de la gravedad o pesadumbre de la vida, la con-versión a algo distinto, que alivia el peso de la existencia y permite, tras un descanso, seguir adelante. El lector de libros de ficción, el espectador de una obra teatral, de una película o un programa de televisión, suspende por un rato su vida real, con frecuencia penosa, y se introduce en otra imaginaria, acaso más atractiva; en todo caso, se toma unas vacaciones de su vida efectiva y cotidiana. Estas son las «drogas» más nobles, menos peligrosas, en definitiva más eficaces.

Otras realidades, menos imaginativas, más corporales, tienen una función análoga. Las exploraciones españolas y portuguesas de fines del siglo XV, hacia Oriente o hacia la desconocida América, se proponían ante todo la busca de especias. No alimentos, no las patatas o los tomates que habían de encontrar, sino los condimentos, las especias que dieron su nombre a las islas Molucas: pimienta, clavo, nuez moscada, canela; y también café, té, tabaco. Realidades superfluas, atractivas, estimulantes, como el ya viejo y familiar alcohol.

Pero todo esto no afectaba a la personalidad, salvo en dosis excesivas, en que todo lo que se consume resulta peligroso. Y cuando esto ocurría, como en la embriaguez, esto se consideraba algo negativo, una entrega o claudicación, una degeneración, siquiera pasajera. Por esto me parece un grave error asimilar el alcohol o el tabaco a las drogas en el sentido fuerte de la palabra, las que son hoy un gran problema, esa asimilación lleva a que no se crea en el carácter pernicioso de estas últimas, si se las considera «parecidas» a cosas que no parecen inconvenientes o en todo caso graves.

Lo decisivo en las drogas en sentido estricto es que producen adicción, y esto conduce a una degeneración de la persona. Pasado un tiempo o una dosis, no es posible la rectificación o la «retirada», porque la persona que tendría que ejecutarla ya no está disponible. El que se somete a la droga no tiene la capacidad de suspenderla, de renunciar a ella, de superar el estado en que ha caído. En esto, precisamente en esto, consiste la extraordinaria gravedad de este problema. El hecho de que la droga se haya convertido en un enorme negocio es la causa de que se haya constituido una complejísima y poderosa red de producción, transporte y difusión de ella, muy difícil de combatir; pero lo decisivo es que los consumidores quedan indefensos, dispuestos a cualquier cosa para conseguirla, y esto de manera permanente, a causa de la adicción.

Pero la cuestión decisiva es porque se drogan los occidentales, que nunca lo habían hecho más que excepcionalmente. Los pueblos de Occidente, desde Grecia, habían puesto la vida a la carta de la lucidez y la razón. No habían aceptado, salvo en casos individuales y anormales, lo que enturbia la lucidez, lo que renuncia a la razón; les parecía una entrega a otras potencias, que Occidente veía como «impotencias», esclavitudes, decadencias, caídas. Porque, además, la adicción significa la pérdida de la libertad, la otra cara de lo que ha sido el proyecto permanente del hombre occidental.

Esto ha sido, durante cerca de tres milenios, el carácter de la civilización que empezó en Grecia, se difundió por Europa y fue extendida por los europeos a América y a otros continentes. El consumo generalizado de la droga en estos países, su frecuente aceptación, el que se considere como casi «normal», es un cambio enorme en lo más profundo de lo que ha sido la idea de la vida dentro de esta cultura. La causa más profunda de ello es el desprestigio de la razón.

No interesa la razón, no se busca la lucidez, no se pretende ver claro, entender, saber a qué atenerse. Y, como consecuencia inevitable, no importa tener razón o no tenerla. Y se puede dar un paso más, que consiste en no querer tener razón. Esta es la explicación más profunda de muchos fenómenos, sobre todo políticos, de nuestro tiempo. Es la actitud de ciertas formas de conducta que nada tienen que ver originariamente con la droga, como el totalitarismo político, la violencia, la acción directa, los fanatismos, todas las formas de convivencia o trato que no pretenden ni intentan tener razón, que con frecuencia no quieren tener razón.

Se dice ahora con gran frecuencia, y es verdad, que la violencia, a veces sangrienta, de las sociedades actuales viene del uso de las drogas. No digo que no sea así; es cierto que las personas sometidas al influjo de las drogas están más expuestas a ejercer actos de violencia; es evidente también que cometen violencias, incluso crímenes, para proporcionárselas. Pero no es esto lo más importante, que las drogas produzcan o engendren violencia. Lo más grave es que ambas cosas tienen el mismo origen: el desprestigio de la razón, la renuncia a la razón y la lucidez, incluso la voluntad de eliminarlas.

Este es a mi juicio el núcleo capital originario, la ultima explicación de la difusión de las drogas en nuestro mundo. Digo la última porque no olvido todas las causas intermedias. De ellas se ocupan los gobiernos, los médicos, los psiquiatras, los educadores, la policía. Y es necesario que lo hagan, pero me parece inquietante que se pase por alto la raíz de la cual nacen todas las demás causas, todo el resto de las motivaciones.

Antes de seguir adelante hay que tener en cuenta otro hecho capital: el carácter predominantemente juvenil del consumo de drogas. La juventud es una edad, transitoria como todas; a lo largo de la historia, los jóvenes lo han sido con naturalidad, incluso con cierta prisa por dejar de serlo. En los últimos decenios se ha producido, sin embargo, un cambio significativo: se ha iniciado una época de juvenilismo (fenómeno no muy diferente del feminismo, el nacionalismo, el racismo, en que se pierde la naturalidad y espontaneidad de una condición y se la afirma deliberada y polémicamente). Se es joven como una «profesión». Esto se refuerza por otro hecho, esta vez económico: los jóvenes, acaso por primera vez en la historia, tienen recursos, y por tanto existe un mercado juvenil.

Al existir colectivamente los Jóvenes como una fuerza social, casi como una «clase», se inicia una manipulación de la juventud, a cargo de personas mayores, lindantes con la vejez acaso, «definidores» de los jóvenes, de lo que son y deben ser. Se adscriben a la juventud ciertos rasgos, caracteres, gustos, preferencias, tendencias, estimaciones, de las que es muy difícil discrepar, porque se queda excluido de lo que se considera juvenil. Este ha sido el factor decisivo de la perdida mecánica de la fe por parte de innumerables jóvenes desde 1960 aproximadamente.

En esta situación de fuertes presiones sociales se produce la iniciación en la droga. Y aquí se encuentra una clave del problema. Como la juventud es una instalación vital pasajera, sus caracteres son transitorios; pasados unos años, los Jóvenes revisan sus actitudes anteriores, y en buena medida las abandonan (recuérdese lo que han sido luego los promotores del mayo de 1968 y sus equivalentes). Pero la droga produce la adicción, y por eso no se la puede sacudir y eliminar sin grandes dificultades y esfuerzos. Cambia, modifica el organismo, más aun el psiquismo; en los casos más graves produce una degeneración de la personalidad. No hay quien salga fácilmente de la sujeción a la droga, porque no hay «quien» pueda hacerlo. El daño es casi irreversible, la presión de la droga no cesa al dejar de ser joven. Esta es la mayor gravedad y la explicación de la enorme difusión de su consumo.

Al dar a los jóvenes una imagen externa, elaborada por adultos, y que incluía una descalificación de los que no eran jóvenes, se inducía una profunda crisis en el horizonte de la juventud. Recuérdese la frase, casi consigna, que circulaba hace veinte o veinticinco años: «No se puede uno fiar de nadie que tenga más de treinta años». Imagínese la tristeza para un muchacho puesto ante la alternativa de no llegar a esa edad o convertirse en un indeseable, lamentable, repulsivo. Esto dejaba a los jóvenes sin esperanza. Si no se puede esperar nada bueno, interesante, atractivo, no queda más que el tedio, el aburrimiento, la ausencia de proyecto. Un paso más es la evasión, la indiferencia, el que nada importe.

Mientras se conserva la lucidez, esto no puede consumarse, porque el hombre lúcido queda siempre prendido por el interés de la realidad. Pero aquí es donde puede producirse la evasión más aguda, que es precisamente la de la droga, en la cual se puede caer por aburrimiento, desilusión y falta de proyecto. Esta es la causa principal de que un número muy alto de jóvenes haya vuelto la espalda a una tradición más de dos veces milenaria de racionalidad, lucidez y posesión de uno mismo. Las expresiones acunadas por el lenguaje son reveladoras: ser uno mismo, estar en sus cabales; en español, palabras tan preciosas como ensimismamiento, estar ensimismado. Frente a ello, estar fuera de sí, enajenado, alienado. La lucidez y la posesión de uno mismo han sido los atributos por los cuales se ha definido, entendido, estimado el hombre de nuestro mundo. El que esta fuera de sí es un energúmeno que en cierto momento se calmará y volverá a entrar en sí mismo, a ser dueño de sí, a ver las cosas como son, no desfiguradas y deformadas, falseadas.

A esta actitud es a la que se está renunciando, de la que se está renegando, y lo grave es que la droga, con su destrucción de la personalidad, hace imposible la rectificación, la recuperación, la vuelta a uno mismo y a la racionalidad.

A diferencia de otras culturas, que tal vez se han fijado y estancado en formas invariables, la occidental ha consistido siempre en innovación, creación, variación, en suma, libertad. Lucidez y razón frente al estupor. Es lo que precisamente producen las drogas: son estupefacientes, palabra de la misma raíz que estupidez. Las drogas causan ese fenómeno pavoroso que nos amenaza y cuyo nombre mejor sería estupidez histórica.

El problema de la droga se puede y se debe atacar desde muy varios puntos de vista, y todos son necesarios. Pero si se quiere llegar a su raíz, hay que ver por qué se drogan los hombres occidentales de nuestro tiempo, y habría que modificar y superar esas causas. Es evidente que buena parte de las ideologías más difundidas desde mediados del siglo XX han estado definidas por el desinterés de la razón, incluso por la hostilidad a ella. Y esto, paradójicamente, cuando la filosofía —y muy especialmente en España— ha dado pasos decisivos para llegar a una concepción más rica y profunda de la razón y de su esencial conexión con la vida humana. Es menester poner de manifiesto esta esencial pertenencia, el hecho de que la vida humana no es posible más que mediante el uso de la razón, y de que la razón es la vida misma en su función de interpretar la realidad. Es lo que se llama en español, desde comienzos de nuestro siglo, razón vital.

Creo que no se pueden olvidar las raíces intelectuales del problema de la droga, que solo podrá superar la apelación a doctrinas más profundas y verdaderas. Es un error insistir exclusivamente en el peligro de la droga; para los jóvenes, esto no es un factor de disuasión, sino más bien un estimulo, una incitación, como lo es la peligrosidad de muchos deportes. Creo más fecundo y eficaz mostrarles que el uso de la droga es un error, una renuncia a lo más humano, un envilecimiento, una huida, una cobardía.

Prof. Julian Marias
Miembro de lo Real Academia de la Lengua. España

Dolentium Hominum n. 19