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Alcohol, droga y mentalidad anti-vida
Gonzalo Herranz

Introducción

El asunto que debo tratar lleva un titulo (Alcohol, droga y mentalidad anti vida) que tiene mucho en común con el de la Conferencia (Droga y alcoholismo contra la vida). Estoy seguro de que el tema será desarrollado a fondo y con extraordinaria competencia en las comunicaciones y mesas redondas de nuestra reunión. Yo, por fuerza, he de limitarme a tratarlo sólo en esbozo.

Dos puntos merecen, a mi modo de ver, ser tratados en esta reflexión preliminar. El primero consiste en hacernos cargo de las tremendas dimensiones del problema que analizamos: el alcoholismo y la drogadicción no sólo son una manifestación importante de la mentalidad anti-vida; son un instrumento de muerte de enorme importe cuantitativo. Lo afirma así el duro lenguaje de las cifras de mortandad y de costo económico. El segundo se refiere a los elementos que componen la mentalidad anti vida y a las relaciones que esa mentalidad anuda con el fenómeno alcoholismo- drogadicción.

Las consideraciones que siguen deberían proyectarse sobre un escenario que no deberíamos perder de vista: los muchos seres humanos que, vulnerados por el alcohol o la droga, agonizan en este mismo momento; que están viviendo en este preciso instante los últimos minutos de su existencia. Mueren, uno o dos cada minuto, en un desfile que no se ininterrumpe ni de día ni de noche, victimas de lo que se llama, en los manuales epidemiológicos, el abuso de sustancia. Pero, en realidad, lo que mata a estos hermanos nuestros no es una intoxicación química. Sucumben por efecto de un extraño y paradójico síndrome cultural, que, aunque antiguo como al mismo hombre, no había herido a la humanidad con tanto ensañamiento como lo hace ahora: la mentalidad anti- vida.

1. El alcoholismo y la drogadicción, como expresión cuantitativa de la mentalidad anti-vida

No es fácil para el hombre sano comprender a fondo la extensión e intensidad del sufrimiento que otros hombres se autoinfligen con el alcoholismo y la drogadicción. Parece algo absurdo, sin sentido. Para el hombre sano, su propia vida es, con sus crisis y sus esperanzas, la mayor de las fortunas, un don maravilloso que ha de amar, cuidar y proteger. El hombre sano sabe que sólo respetando su vida física le será posible realizar plenamente su propia aventura personal y escribir los días y los hechos de su biografía. Por eso, el hombre sano encuentra extraño, incomprensible, que otro hombre, ante el atractivo, absurdamente irresistible, del alcohol o la droga, consienta en tirar por la ventana su propio destino, destrozar su vida. Nadie, ni siquiera un poeta, podrá describir, en un proceso interior y en su causalidad externa, el catastrófico vértigo de una sola de esas tragedias personales. Pero si nos es difícil comprender, a no ser que pensemos al máximo nuestra capacidad de comprender en el amor, que es lo que en realidad está sucediendo cuando un ser humano singular se deja atraer, primero, y atrapar, después, en el laberinto de la tóxicodependencia, esa dificultad se eleva en muchos órdenes de magnitud cuando tratamos de percibir las masivas dimensiones, cualitativas y cuantitativas, del fenómeno global del alcoholismo y la drogadicción. Está por encima de la comprensión del hombre esa absurda suma total de seres humanos malogrados, cada uno con su nombre y su terrible ración de desgracia. Para hacer manejable el problema, hemos de echar mano de los números, fríos y abstractos. Sólo los métodos de la Epidemiologia nos permiten medir la morbilidad y la mortalidad causadas por esos comportamientos autoagresivos. Pero sucede entonces que las cifras y los análisis estadísticos que usamos nos ocultan la dimensión humana, individual y colectiva, del problema, nos lo hacen todavía más inasequible detrás de la media verdad del tratamiento matemático.

Sabemos que el alcohol y la droga son causa muy importante de muerte prematura. Si ponemos en una sola cuenta todos sus efectos letales, el alcohol aparece, en las estadísticas de causas de muerte en los países avanzados, inmediatamente detrás de las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. Pero ese acortamiento de la expectativa de vida, esa anticipación de la muerte, no es, probablemente, lo peor: el abuso de alcohol y de droga induce un deterioro biológico progresivo, depaupera la calidad de la vida física y espiritual. El alcohol y la droga son expresión y, a la vez, instrumento de la mentalidad anti-vida. Quienes se dejan caer en su trampa no solo devalúan su vida y anticipan su muerte, sino que hacen muy desgraciada la de los otros, crean a su alrededor círculos de desanimo social, de tristeza de vivir.

Pasemos rápida revista a las situaciones en que alcohol y droga expresan e instrumentalizan esa mentalidad anti- vida.

Conviene señalar, para empezar, algo muy importante y significativo: que la mujer es particularmente sensible al efecto agudo y al daño acumulativo del alcohol. La tasa de mortalidad de las mujeres alcohólicas es notablemente más elevada que la de las mujeres no alcohólicas o que la de los varones alcohólicos. El abuso de alcohol golpea así de un modo específico a la humanidad en la realidad cualificada de la femineidad en cuanto hecho biológico y como valor personal particular.

Además, el alcohol y la droga son notas particularmente agresivas para la vida prenatal. A nivel sociocultural, la automarginación, que forma parte tan frecuentemente de la conducta adictiva, incluye, entre sus rasgos esenciales, un retraimiento del interés, que se va limitando a lo inmediato, al propio yo, al día de hoy. El adicto se desentiende de los demás y del mañana. Muchos adictos piensan que, tal como están las cosas, no tiene ningún interés traer hijos al mundo. A nivel biológico, el alcohol y la droga son tóxicos particularmente agresivos para la vida prenatal. Otros relatores se referirán en esta Conferencia al síndrome alcohólico-fetal y a los efectos de las drogas sobre el feto y el recién nacido neonato.

El abuso de alcohol y droga induce, en el curso de la gestación, situaciones de riesgo para el niño y la madre. La extremada sensibilidad del organismo embriofetal humano al alcohol se manifiesta en el hecho de que basta que la gestante ingiera un solo vaso de vino o una única copa de licor al día para que, al nacer, el niño presente una disminución del peso y un retraso del desarrollo. Además, el abuso de alcohol o droga hace que la madre desatienda muchas veces los consejos de higiene prenatal, que descuide su propia alimentación, que sufra anemia. La mujer adicta sufre frecuentes abortos espontáneos o partos prematuros: suele ser, además, abandonada en el cuidado de su hijo. Como la incidencia de enfermedades de transmisión sexual es más alta entre las mujeres alcohólicas y drogadictas, los niños nacen con frecuencia dañados por esas infecciones. En concreto, la infección de las madres, drogadictas o no, por el VIH constituye hoy uno de los aspectos más preocupantes de la epidemiología del SIDA. Todos estos problemas adquieren particular agudeza en ciertos grupos de adolescentes, en los que tienden a presentarse estrechamente interrelacionadas la actividad sexual precoz, la gestación y el consumo de drogas y alcohol.

El carácter anti-vida del abuso de alcohol y droga se manifiesta de un modo dramático en el suicidio. Son complejas las relaciones entre trastornos de la personalidad, abuso de sustancia y amenaza, intento a realización de suicidio. Hoy se tiene por errónea la vieja presunción de que el alcoholismo o el consumo de droga son un sucedáneo del suicidio, un suicidio crónico, y que, por ello, los alcohólicos y toxicodependientes raras veces cometen suicidio. Algunos estudios realizados en los últimos años y en países diferentes, con metódica rigurosa, han servido para demostrar y cuantificar la relación existente entre alcoholismo o drogadicción y suicidio. Una importante proporción de suicidas (entre el 15% y más del 50%) presentan antecedentes de alcoholismo o drogadicción. La asociación entre abuso de sustancia y suicidio es particularmente marcada en el caso del suicidio juvenil. En algunas aéreas, más de la mitad de los suicidas jóvenes presentan como diagnostico principal el abuso de sustancia (alcohol, cocaína y marihuana, frecuentemente combinadas), de varios años de duración. La dependencia de alcohol y droga se incluye hoy, junto con la enfermedad psiquiátrica y la conducta marginal, entre los factores más fiables para caracterizar entre adolescentes, jóvenes y adultos, el grupo de riesgo para la conducta suicida.

El alcohol y la droga destruyen, a través de la violencia, muchas vidas humanas. Un escenario de todos conocido es la carretera y las calles de las ciudades. Según estadísticas muy extensas y fiables, aunque siempre sesgadas (porque la investigación de la alcoholemia no se hace más que a una pequeña fracción de los implicados en accidentes de circulación), los conductores embriagados son responsables de uno de cada cinco accidentes de tráfico. Pero, y esto es más importante, los accidentes que ellos provocan suelen ser más calamitosos, pues en ellos se producen la cuarta parte de los heridos graves y la mitad de los muertos por accidentes de carretera. Esto pone en la cuenta del alcohol una cifra anual de muertos que se estima entre 20.000 y 25.000 en los Estados Unidos y más de otros tantos en la Europa Comunitaria.

El alcoholismo y el abuso de drogas figuran como causa determinante de una gran parte de los homicidios. Aunque el del homicidio es un fenómeno enormemente complejo, que presenta notables diferencias de unos países a otros, se ha constatado en los últimos decenios y a nivel mundial un fuerte incremento de la criminalidad relacionada con el alcohol y la droga. En los países nórdicos, por ejemplo, las cifras son de una elocuencia devastadora: se ha observado que, a partir del decenio de los sesenta, en Finlandia, Islandia y Groenlandia, entre la mitad y los dos tercios de los homicidas y de las victimas de homicidio estaban bajo la influencia del alcohol en el momento de la tragedia.

¿Cuántas son las vidas humanas que cada año son truncadas por la droga y el alcohol? No es posible dar una cifra precisa y fiable. Las estimaciones más cuidadosas de que disponemos vienen de los Estados Unidos. Allí se han cifrado en 69.000 las muertes que el abuso de alcohol causo en 1980, y en más de 6.000 las debidas ese mismo año a la drogodependencia, por sobredosis accidentales de drogas psicoactivas, y por homicidios relacionados con la droga. Eran, pues, hace 10 años, más de 75.000 las muertes causadas anualmente en los Estados Unidos por el alcohol y la droga.

Es muy difícil evaluar el costo económico de la pandemia alcohol-droga. En los Estados Unidos, los costos directos de tratar la enfermedad adictiva consumen más de la octava parte del ingente total que en aquel país se dedica a la atención de salud. Si se suman los costos directos (tratamiento médico) y los indirectos (pérdida de productividad, daños materiales, y otros), el precio que, en 1983, hubo de pagar la sociedad americana por el abuso de alcohol ascendió a 116.700 millones de dólares, y a 46.900 millones de dó1ares por el abuso de otras drogas. Yo confieso mi incapacidad de comprender esa cifra.

Los datos transcritos sobre muertes o costos económicos referidos a los Estados Unidos podrían extrapolarse para obtener un total mundial estremecedor de dinero dilapidado, de vidas malogradas, improductivas, incapaces de esfuerzo. Y finalmente, de muertes prematuras. Dije, al comenzar, que no pasa un minuto sin que alguien muera a consecuencia de esta plaga. El mundo entero debería vestir de luto y gemir de pena. Pero, paradójicamente, esa hemorragia vital es consentida y causa muy poco dolor social. Esa escandalosa tolerancia es fácil de explicar: en el mundo ha arraigado muy hondamente la mentalidad anti-vida.

2. La mentalidad anti vida y los elementos que la integran

Como algo negativo, como aversión y rechazo del bien de la vida, la mentalidad anti vida se apoya en una ignorancia selectiva, en un no querer conocer de la vida. Para destruir unos su propia vida con la droga o el alcohol, o para tolerar otros con indiferencia como a su alrededor la vida es machacada, es necesario que en todos haya cundido una noción empobrecida de lo que es y vale cada vida humana. Es este un fenómeno cultural en torno al que existe una ruidosa conspiración de silencio. Son hoy mayoría los que se han dejado intimidar por las corrientes dominantes de opinión y han acorchado su sensibilidad y su conciencia acerca del valor de la vida. Ya no sienten curiosidad alguna por el significado y finalidad de la vida, y se han adaptado gregariamente a las costumbres y leyes permisivas de las sociedades avanzadas. Han adquirido por ósmosis la mentalidad anti-vida por el sencillo expediente de no querer saber de ella, de negarse a pensar sobre ella, sobre su carácter misterioso. Carente de destino trascendente, la vida del hombre, de acuerdo con la versión «oficial», se ha convertido en una rutina irrelevante. Las actitudes de muchos han sido modeladas por la influyente cultura de muerte.

En la educación estándar del hombre moderno, ha desaparecido la enseñanza sobre la vida. De modo incomprensible, lo que es y lo que vale la vida de un hombre es, en este tiempo libre de prejuicios, un tema tabú, excluido de la educación general. No forma parte ni del contenido de los cursos de Biología elemental o de Educación cívica del bachillerato, ni es materia del curriculum académico de las Facultades de Filosofía, Biología, Derecho o Medicina. Hay situaciones en las que el hombre es presentado bajo la imagen del gran contaminador de un feliz mundo verde.

Si preguntáramos al hombre de la calle lo que piensa de su propia vida, las respuestas de muchos de ellos nos dejarían pasmados por su carácter unidimensional, tautológico, rudimentario, pobre de contenido y de sentido, cerradas al dialogo trascendente, ciegas incluso a la dignidad de su contextura física. La mentalidad anti-vida encuentra un excelente terreno de cultivo en ese aturdimiento especifico del hombre de hoy que se caracteriza por la capacidad, casi ilimitada, para la pequeña minucia tecnicobiológica y la simultanea ofuscación de la inteligencia para lo esencial y lo básico. En un mundo el que los cálculos económicos ocupan mucho tiempo del dialogo interior de cada hombre y de su conversación con los demás, ya casi nadie se preocupa de considerar lo que es y lo que vale en términos no económicos, la vida de cada ser humano.

Son muchos los factores que contribuyen a formar esta mentalidad. En primer lugar, la información. La violencia no solo causa las víctimas directas de las guerras, las reyertas callejeras, la agresión gratuita. Nos implica a todos a través de un fenómeno indirecto: la saturación de información sobre la violencia, el acostumbramiento a ver matar. Casi todos los días, mientras leemos el periódico o vemos el telediario, desfila por delante de nosotros un masivo cortejo de muertos: catástrofes naturales, accidentes de tráfico, víctimas del terrorismo o de la guerra civil, de la violencia urbana, de la desnutrición, del hambre, la droga: un interminable desfile de cadáveres humanos, anónimos, fantasmales, sin rostro.

En la mente del hombre de la calle, adormecida de información, satisfecha por las interpretaciones apresuradas del comentarista de turno, se ha devaluado el aprecio de la vida por la sencilla razón de que no es posible tener tanta compasión. Casi nadie tiene hoy tiempo para el duelo o para reflexionar sobre la muerte, porque después de una noticia viene otra que reclama nuestra atención. Ya ningún muerto es tan importante ni ninguna multitud de muertos tan numerosa que puedan ser «actualidad» más allá de las pocas horas de luto oficial, de los pocos minutos que dura la noticia, que es más un ejercicio de retórica de imágenes que un mensaje humano de duelo. La muerte se ha banalizado: ya no es misterio ni destino. Se ha quedado en simple noticia fugaz. La muerte ya no ayuda a comprender la vida. Hemos sido sometidos, gracias a la información que se nos sirve cada día, a un proceso de mitridizacion: somos capaces de ingerir, sin experimentar trastornos, dosis masivas de muerte. Los muertos son sencillamente demasiado numerosos.

También los vivos son demasiado numerosos para dar importancia a la vida de cada uno. El dogma neomalthusiano, que condiciona tan intensamente la mentalidad de las minorías dirigentes y de los que son mayoría en los sondeos de opinión, reduce nuestra identidad a ser multitud, masa que está a punto de superar un tamaño crítico. Para la superstición neomalthusiana, muchos hombres indeterminados, estadísticos, es un peligro amenazador. Idealmente, sería mejor que no existieran, pues están de sobra. En consecuencia, se difunde la noción de que quienes han sido concebidos con el estigma de no ser deseados, pueden ser eliminados por el aborto; y quienes han nacido sin ser deseados, pueden ser maltratados. La idea de que en este planeta hay un insoportable exceso de población lleva directamente a la conclusión pesimista de que la vida de muchos individuos, improductivos o infelices, es superflua o carece de importancia y calidad, por lo que su mejor destino es la eutanasia.

Contándonos los pobladores de la tierra por miles de millones, cada vida individual, el quebrado uno partito por siete mil millones, se convierte en una magnitud insignificante, imposible de percibir. En la mentalidad anti-vida, un hombre es una fracción subminima, infinitesimal, matemáticamente despreciable, de la humanidad. La muerte de muchos, la suma de incontables infinitésimos deviene una cantidad positiva. El terrible renglón de años de vida perdidos a causa de la muerte prematura, de las vidas deliberadamente no concebidas gracias a la contracepción, de las vidas abortadas antes de nacer, resulta, en fin de cuentas, una ganancia. La mentalidad anti-vida se gloria de ser una válvula de seguridad para el exceso de presión poblacional, pero lo hace a costa del egoísmo atroz de volver la espalda al hombre singular.

Se pierde sensibilidad para la vida. Son muy pocos los que hablan hoy de la maravilla que es cada ser humano, del milagro que somos todos y cada uno de los que habitamos la tierra. El egoísta, ocupado a tiempo completo en las cosas que se tienen y se gozan, se ha vuelto ciego para percibir lo que son los otros. La gente es evaluada por lo que posee, no por lo que es. Son muy pocos los que se dan cuenta de que cada ser humano, incluidos los deficientes, es un universo, un microcosmos, que percibe el mundo, lo interpreta, lo construye y lo piensa a su modo personal, original, único, irrepetible. La maravilla de la individualidad humana no es que el genoma de cada uno, el ADN que cada uno recibe de sus padres, sea un patrimonio singular y único, diferente del de todos los demás hombres. Lo verdaderamente grande es que cada uno de nosotros sea capaz de conocer el mundo, sea capaz de amarlo, de gozarlo en clave absolutamente propia, personal; sobre todo, que cada uno tenga, un destino intransferible, una biografía que trazar.

Esta grandeza a que esta llamado cada hombre tiene un costo que muchos no están dispuestos a pagar. La responsabilidad que cada uno ha de tener de sí mismo —ante sí mismo, pero también ante los demás— se ha hecho, para amplios sectores de la población, una carga demasiado pesada. Más gratificante que arrepentirse y cambiar de conducta es desconocerse a sí mismo, vivir la existencia fragmentada y anónima de un extraño.

Un medio eficacísimo para facilitar el proceso de convertirse uno a sí mismo en un extraño es la práctica del hedonismo psicotrópico. Siempre se ha recurrido al alcohol para liberarse de penas y malos recuerdos. Sucede ahora, sin embargo y cada vez en mayor medida, que mucha gente «normal», ante las tensiones de la vida ordinaria, se ayuda del alcohol o de los estimulantes y tranquilizantes menores, para obtener con ello el «gas» necesario para enfrentarse a sus deberes profesionales o para librarse de la ansiedad, el insomnio o el tono vital decaído. Las cifras de ventas de bebidas alcohólicas y de medicamentos psicotrópicos denuncian la tremenda difusión de la dependencia alcohólica y farmacológica, afirma la creciente intolerancia ante las asperezas de la vida y los pequeños síntomas del estrés emocional.

El cientifismo reduccionista ha contribuido a consolidar la mentalidad anti-vida, porque su modelo de vida no es ya sólo un recurso excelente para el trabajo de laboratorio: se está implantando como explicación de la vida ordinaria de la gente: todo en nosotros es fisicoquímica, el hombre es molecular, la moral es cuestión de transmisores sinápticos. En consecuencia, la química ocupa el lugar de la virtud. El alcohol y las sustancias psicótropas, las drogas blandas, ocupan un espacio cada vez mayor en la vida afectiva, intelectual y moral de muchos hombres. Ya sea apagando emociones, ya proporcionando placer, las moléculas, las substancias, se van posesionando de muchas vidas. La fármacodependencia es, también desde este punto de vista, un fenómeno alarmante. Su extensión social y su estrecha relación con la drogodependencia, no deben ser entendidas como meros factores epidemiológicos de gran difusión: significan, en cierto modo, que se está operando una mutación de la identidad del hombre. Emerge un nuevo tipo humano, que se concibe a sí mismo como un complejo «mecano» molecular. La mentalidad mecanicista sostiene que la vida del hombre puede ser explicada en términos de moléculas, en términos de mecanismos, en términos de elementos no vivientes. No queda ya sitio para la libertad: todo se reduce a lenguaje molecular.

A medida que se vaya descifrando el complejo lenguaje químico de los neurotransmisores, de sus agonismos y antagonismos, de su topografía cerebral, y se vaya dominando el arte de diseñar moléculas más perfectas que modifiquen el humor, los afectos, los estados de ánimo, se irán creando a la vez oportunidades y riesgos. Oportunidades de tratamiento cada vez más competente de las enfermedades mentales; riesgos de disponer de formas más agresivas o refinadas de hedonismo psicofarmacológico, de manipulación de la personalidad, El alcohó1ico y el drogadicto se encontraran muy a gusto en una sociedad en la que se tiene esa imagen molecular del hombre, porque el vivir y el morir son una cuestión de moléculas.

Quizás me he excedido en mi descripción futurista de la mentalidad anti-vida y he dibujado un cuadro demasiado tenebroso. Sobre ese horizonte de oscuridad, debe brillar nuestro acto de fe en favor de la vida: esperar contra toda esperanza.

Prof. Gonzalo Herranz
Miembro del Comité Nacional de Coordinación antidroga,
Presidente de la Comisión Nacional de ética médica, España

Dolentium Hominum n. 19