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Dime lo que comes
Miguel Aranguren

Según la estadística problema general

La escena es fácilmente reconocible: la televisión encendida y sobre la mesa del salón una bandeja con un plato de espaguetis tintados de tomate y un par de sanjacobos fríos. El que come solo es un chaval de trece años que repite menú por tercera vez en la misma semana. Apenas sabe nada de urbanidad: no se limpia los labios antes de dar un sorbo a su coca-cola y mastica con la boca abierta, pues le faltan referentes. Tiene un cuarto de hora para almorzar.

“Dime lo que comes y cómo lo comes, y te diré quién eres”, parece aseverar el último estudio del Observatorio de la Alimentación, un organismo vinculado a la Universidad de Barcelona que se ha detenido a analizar los hábitos alimenticios de la población española. Al leerlo me he quedado sobrecogido, pues estaba convencido de que la presencia –a veces excesiva– de los grandes chefs en los medios de comunicación, había servido para que la buena cocina llegara a todas las mesas y dejara de ser exclusiva de una élite que disfruta con el yantar. Dice el estudio que en todos los estratos de la sociedad nos alimentamos con gravísimas carencias, a pesar del esfuerzo de la industria del ramo por hacernos llegar el mensaje de que hoy comer sano es más fácil que nunca.
Según los expertos de la Universidad de Barcelona, las prisas han dado al traste con el placer de disfrutar de alimentos elaborados según la sabia tradición de nuestras madres y abuelas, para dar paso al reino del plato semicocinado, en el que tres minutos de microondas suplen la antigua labor de hornos y fogones. El toque sabio de sal, aceite, vinagre y hierbas aromáticas, ha sido sustituido por una colección de letras y números que van y vuelven por nuestro organismo sin otro propósito que el de conservar el alimento en su aspecto y aroma homologados.

El centro de las grandes ciudades es un buen espejo para sacar conclusiones. Cada día florecen nuevos restaurantes, por más que almorzar fuera de casa contribuya a nuestro desorden alimenticio. Además, los parques se pueblan de ejecutivos que resuelven la comida más importante del día –según nuestra cultura– con una colación en la que tiene más importancia el envoltorio de los productos que su contenido.
 
Mejores o peores, pero otros tiempos

Nuestros hijos vuelven a ser los más perjudicados en estas deficiencias nutritivas. Desde muy pequeños, pasan la mayor parte del día fuera, a expensas de las contratas con las que la mayoría de los colegios solucionan el compromiso de darles de comer. Otros almuerzan y meriendan en un hogar vacío, allí donde ambos progenitores trabajan. Ellos mismos se sirven directamente de la nevera, lejos de criterios de idoneidad. Frutas, pescados y verduras han sido desterrados de su menú, y reducen su dieta a alimentos fáciles, muchos de ellos adornados con el peso del marketing y sazonados con elementos perniciosos cuando su ingesta pasa a ser habitual. Según los expertos antes mencionados, son los menores quienes deciden la cesta de la compra. Su capricho condiciona los menús, determinando los hábitos alimenticios del resto de la familia.

Volvamos a la escena del principio. En el día a día del muchacho de trece años no figura la posibilidad de almorzar, merendar ni cenar con los suyos. La mesa ya no es el lugar natural de conversación, sino un tablero que ocupa buena parte del salón. La nevera está repleta de alimentos envasados, porque su madre no tiene tiempo para rescatar la herencia culinaria que va ligada a su apellido. Eso lo deja para la casa de los abuelos, a la que cada vez acuden menos, porque cuando van por allí se encuentran con que el muchacho es incapaz de soportar los guisados de siempre, que no llevan edulcorantes ni conservantes, y están elaborados con paciencia y una buena dosis de amor.

Revista Telva, septiembre de 2006