Y estaban sanos
                                      Allá por los años sesenta leí una  comedia titulada "el triunfo de la medicina". No recuerdo el autor,  pero sí el argumento. Contaba la historia de un médico recién licenciado que  abría su primera consulta en un pueblecito de montaña. 
                                      En aquel lugar todos gozaban de  una salud excelente: los mozos estaban fuertes como toros, las mujeres daban a  luz en sus casas, y las enfermedades de temporada se curaban solas. De ahí que  la presencia del médico no fuese bien recibida. ¿Para qué querían ellos un  matasanos?
                                      Sin embargo el doctor estaba  dispuesto a cumplir con su deber y organizó unas clases dirigidas a los  vecinos. Les enseñó a vivir normas de higiene. Habló de los virus y bacterias  que acechan en los alimentos, en las aguas y en la atmósfera. Explicó  los síntomas de las enfermedades más peligrosas, y potenció la medicina  preventiva.
                                        En pocos meses el celo del galeno  hizo estragos. Los paisanos empezaron a sufrir síntomas alarmantes de males  hasta entonces desconocidos. Y hubo que contratar un farmacéutico. Poco después  llegaron un par de practicantes y varias enfermeras. Por último se construyó un  hospital para atender las demandas de los presuntos enfermos. Fue la  hipocondría general: el triunfo de la medicina sobre la buena salud.
                                        No imaginé entonces que, cuarenta  años después, la realidad superaría con creces a la ficción. 
   
  Y se imponen nuevos hábitos
                                      Hace un par de décadas legiones  de expertos en salud tomaron al asalto los medios, dispuestos a emprender una  gran cruzada para mejorar la calidad de vida de los europeos. 
                                      Comenzaron riñéndonos porque  fumábamos mucho y no tomábamos fibra. Los nuevos moralistas nos dijeron que  había que consumir salvado –a granel, en galletas, en pan integral o en copos  de cereales–. Y mucha ensalada: espárragos, que son diuréticos; kiwis, que  tienen vitaminas. Pero, sobre todo, fibra, fibra en el desayuno, en la comida y  en la cena. Las  gallinas se morían de envidia.
                                      Luego nos previnieron contra la obesidad. A la leche  le quitaron la nata, y llegaron tres peligrosos anglicismos, el footing, el  jogging y el lifting, cuyos resultados están a la vista: se disparó la venta de  chándales, los zapatos convencionales fueron sustituidos por olorosas zapatillas  de deporte, los cirujanos hicieron su agosto y los obesos perdieron su  tradicional semblante de felicidad al saberse pecadores públicos, como los  fumadores. 
                                      En la pantalla de la tele ya  habían aparecido unas esbeltas señoritas que nos invitaban a hacer gimnasia al  compás de una música ratonera. Se trataba de saltar como cervatillos procurando  sonreír como cretinos. Y llegaron los yogures descremados, el café  descafeinado, el azúcar desazucarado, el chandalismo salvaje y la vida light.
                                        Pasaron los años y la tribu del  chándal fue perdiendo fuelle. Con el nuevo milenio, más que gimnasia, hace  rehabilitación, y del culto al cuerpo ha pasado a la hipocondría. Era  previsible: mirarse al espejo mola cuando uno aún espera deslumbrar al sexo  contrario; pero el tiempo es implacable, y la tribu ya solo aspira a no morir.
                                      Las enfermedades crecen
                                      Lo tienen crudo. Los expertos de  la salud ahora nos dicen que vivimos de milagro, que cada día tenemos más  muertes para elegir. A saber:
                                      Las vacas locas, que han  contagiado su demencia a media Europa; la fiebre aftosa, que antes se llamaba  glosopeda; los teléfonos móviles, que causan tumores cerebrales cuando se usan,  e infartos de miocardio si se guardan junto al corazón; los alimentos  transgénicos, que deben ser malísimos aunque no se sepa por qué; los  microondas, que producen cáncer; el sol, que también lo produce; el CO2; la  falta de ozono y el exceso de colesterol y triglicéridos (qué será eso); los  colorantes y conservantes de las conservas; los viajes en avión, que causan la  muerte súbita cuando duran demasiado; los ordenadores, culpables de glaucomas,  cegueras y probablemente cáncer de algo. Hasta el ratón del ordenador puede  producir atrofias irreversibles.
                                      — ¿Y a usted le importa todo  esto? –me interpela Fran, que tiene 17 años y pasa olímpicamente de casi todo–.
                                        Me preocupa y me divierte. Desde  luego el espectáculo es grotesco, pero también aleccionador. El culto al cuerpo  termina inevitablemente en la depresión. Puestos a tener un ídolo, habría que  buscar uno más duradero.
                                      Conste que cuidarse es un deber.  Pero sin neurosis. La salud es moneda que se devalúa pronto: no hay forma de  guardarla muchos años. Mejor gastarla sin miedo en un Amor que no se acabe. 
                                      Lo otro, de verdad que no vale la  pena.
                                      Fluvium