Las adicciones, en particular a las drogas, están demasiado extendidas como para que se les pueda dar la espalda. Sin embargo, parece que los gobiernos empiezan a arrojar la toalla, aunque sin dejar de aplicar parches. De modo que, tras la guerra total contra la droga, la tendencia actual es la rendición incondicional a la metadona. Con estas políticas de control de daños, se renuncia a ir al origen del problema. La desintegración familiar, la exaltación de lo fácil y la intolerancia al sufrimiento fomentan las dependencias más que el narcotráfico.
Ante problema tan "intratable" como el de las drogas, unos responden que el problema es sólo el narcotráfico. Si las sustancias adictivas fueran legales, desaparecería la delincuencia relacionada con el comercio clandestino. Esto es dudoso, y sería arriesgado hacer la prueba. En cualquier caso, muchos de los que así piensan se basan en una razón de fondo: hay que dejar al individuo que opte por consumir drogas o no, cuestión en la que no ha de entrometerse el Estado.
Los partidarios de esta tesis parecen no conocer de cerca a un adicto: de hecho, los que trabajan en la rehabilitación de toxicómanos no la suscriben. En la práctica, el primer contacto con la droga es una decisión mucho menos racional e informada que como esos teóricos la pintan. La droga quita la libertad, y el adicto no la toma en virtud de un cálculo de ventajas e inconvenientes: precisamente, la dependencia consiste en seguir consumiendo pese a las consecuencias negativas.
Así pues, esa postura "liberal" olvida que en las adicciones se da un fenómeno de escalada, que lleva del uso experimental al ocasional, y de ahí al abuso. Es verdad que no todo consumidor de hachís acaba en heroinómano, pero todos los heroinómanos empezaron por el porro. Lo que sugiere otra objeción: puesto que unos sujetos son más vulnerables a caer en la droga, el "que cada cual haga lo que quiera" equivale, en la práctica, a una especie de darwinismo social.
Cordón sanitario
Esta corriente radical no ha hecho fortuna en los medios oficiales. Los Estados parecen inclinarse cada vez más por otra, que se podría llamar "sanitarista": tratar las adicciones como una cuestión de salud pública. Más que curar las adicciones, se pretende controlarlas, para aliviar y contener los problemas sanitarios y sociales que provocan. Los ejemplos de políticas sanitaristas abundan: reparto de jeringuillas y preservativos a toxicómanos, administración controlada de heroína (ya hay un programa de ese tipo en Suiza, y en Holanda empezará otro en mayo próximo) y empleo de sustitutivos como la metadona, que es la opción más extendida. El último informe del Observatorio Europeo de Drogas, presentado el 4 de noviembre en Lisboa, señala que en la Unión Europea, el número de heroinómanos a los que se administra sustitutivos casi se triplicó entre 1993 (73.000) y 1996 (200.000).
¿Qué se consigue con eso? Ante todo, reducir riesgos. Pero no disminuye el número de adictos, si bien una porción de ellos deja de delinquir y desaparece de la vista del público, pues el adicto que recibe metadona no se droga en la calle, sino en la farmacia o en el hospital. Mientras tanto, sigue siendo adicto a los opiáceos y también, si es politoxicómano, a las otras sustancias que la metadona no sustituye. Por otra parte, en muchos casos el tratamiento no permite llevar una vida normal.
Los programas de metadona son útiles si se toman como paso intermedio hacia la rehabilitación sin droga, según dicen los que trabajan en la cura de drogadictos. Con ellos se puede atraer a toxicómanos que no se someterían a otro tratamiento, y así vigilar su salud y limitar los daños. Pero si no se motiva al adicto a dar un paso más -lo que requiere una atención distinta de la simplemente sanitaria-, el problema sólo se perpetúa. De hecho, en los programas estatales se observa que es preciso aumentar las dosis de metadona para mantener la situación. Y -lo que es más grave- la proliferación de estos programas está provocando que lleguen menos toxicómanos a los tratamientos libres de drogas.
El sanitarismo se impone. De hecho, en casi todos los países hay más heroinómanos en programas de metadona que en tratamientos libres de drogas. Pero estas políticas no se adoptan tanto por convicción, cuanto por desánimo: los poderes públicos arrojan la toalla, por considerar imposible erradicar el problema.
El problema es el sujeto
Sin embargo, hay razones para dudar seriamente de la eficacia de las políticas sanitaristas. Los que trabajan con toxicómanos dicen que el fallo fundamental es que centran la atención en la sustancia, cuando el problema está en el sujeto. De ahí que semejante enfoque se enfrente al menos a tres objeciones.
Primera, actualmente el consumo de drogas se caracteriza por la politoxicomanía, o adicción a varias sustancias. El fenómeno se da en todas partes, como señala el Observatorio Europeo de Drogas. Por tanto, el problema, en el fondo, no es la dependencia de una sustancia, sino más bien una tendencia a las adicciones en general. Así, los programas de metadona no sólo perpetúan -aunque con menos riesgos- la dependencia de los opiáceos, sino que no hacen nada con las otras dependencias.
Segunda, el adicto está enganchado no sólo a una sustancia, sino también a un estilo de vida. Toda adicción se satisface según un rito y en un ambiente determinado, y acaba por configurar la actitud vital del sujeto. Por eso, no sirve tratar la dependencia física si no se ataca a la vez la dependencia psíquica. A base de fármacos y encerrado en una granja, un toxicómano puede abstenerse de la droga durante varios meses; pero recaerá cuando salga, si no ha aprendido a vivir sin drogas.
Tercera, hay adicciones sin drogas: ludopatía, bulimia, adicción al sexo... Tienen la misma dinámica destructiva, aunque -en principio- sin consecuencias biológicas. Estas otras dependencias, cuyos efectos perjudiciales son también más patentes cada vez en la sociedad, escapan al tratamiento sanitarista.
Personalidades inmaduras
Todo esto indica que es preciso ir a la raíz: la pregunta clave no es ¿qué hacer para que este individuo deje de drogarse?, sino ¿por qué necesita drogarse?
Mirando al sujeto, en vez de a la sustancia (además, no siempre la hay), es fácil dibujar el retrato-robot de un adicto. Suele tener autoestima baja; se mueve por impulsos más que por deliberación; tolera mal la frustración y busca satisfacciones inmediatas; le falta realismo: se plantea objetivos sin comprender el esfuerzo que exige conseguirlos; no sabe enfrentarse a los problemas: los rehuye; tiene poco desarrollado el sentido de responsabilidad, no ha aprendido a cargar con las consecuencias de sus propios actos; está acostumbrado a las soluciones fáciles. En suma, es una persona inmadura, que tapa con la adicción su falta de recursos interiores para tomar las riendas de su propia vida. Es, en ese aspecto, como un niño: por eso es frecuente que la adicción comience en la adolescencia, cuando no ha concluido el proceso de maduración, que la droga interrumpe.
Todos esos rasgos, cuando son incipientes, identifican a las personas más predispuestas a caer en la droga. Las más vulnerables son las que manifiestan problemas que proceden de los mismos trastornos de la personalidad o que los favorecen. Así, corren más peligro quienes abandonan los estudios o sobrevaloran el ocio, por un lado; y, por otro, quienes vienen de familias conflictivas o desestructuradas, que no les dan la atención que necesitan, o bien de familias sobreprotectoras, que envuelven a los hijos entre algodones pero no les enseñan a administrar su libertad. En cualquier caso, el peligro es mayor cuanto más temprano es el primer contacto con la droga, porque menor es el grado de madurez.
Esto no es Hollywood
Si seguimos empeñados en ir al fondo, el siguiente paso es preguntarse qué tiene la sociedad actual que pueda favorecer las adicciones. El filósofo José Antonio Marina da una pista: "Uno de los elementos del sistema de creencias adictivo es la exaltación de lo fácil" (ABC, 17-X-97). La otra cara de la misma moneda es la incitación a evitar el esfuerzo y el dolor. Los dos aspectos se combinan en el consumismo: la publicidad, de modo difuso pero real, induce a creer que hay un producto para ahorrarse cada molestia o satisfacer cada deseo.
Una de las manifestaciones del "sistema de creencias adictivo" es la "medicalización" de las ansiedades y frustraciones. Un médico francés reconocía hace tiempo por qué se recetan hoy tantos tranquilizantes; se trata de un recurso cómodo: "En primer lugar, para el paciente, a quien el medicamento -que le proporciona la calma- le quita la responsabilidad, de modo que ya no tiene que interrogarse personalmente sobre sus problemas existenciales. Pero es cómodo también para el médico, que se ahorra el tiempo que requeriría una psicoterapia o simplemente una entrevista profunda".
La salida es tan cómoda como falsa. Las cuestiones serias de la vida no se resuelven con productos o mecanismos -como mueve a pensar la exaltación de lo fácil-, sino más bien con madura personalidad. El objeto que tapa pero no arregla los problemas crea fácilmente dependencia, porque la persona no aprende a afrontarlos sin él. Quien huye de las dificultades mediante el artificial nirvana de la heroína, cuando pasan los efectos de la dosis, encuentra el mundo igual que antes, sólo que más insoportable.
No hay atajos
Las políticas sanitaristas ahondan en el mismo error. No sólo con respecto a la droga: también en el caso del SIDA, tan relacionado con algunas adicciones, se descubre la tendencia a buscar remedios en la técnica. Como la metadona para el heroinómano, el preservativo puede reducir riesgos, pero nada más. A igual promiscuidad, los que lo usan corren menos peligro de contraer el virus del SIDA. Pero si el preservativo se usa como sucedáneo de educación sexual y autodominio, habrá menos gente capaz de vivir la sexualidad responsablemente, con lo que aumentará la probabilidad de incurrir en "prácticas de riesgo".
En fin no existe ningún "automatismo" que libere de las dependencias. Las adicciones son resultado de pretender ir hacia la felicidad por un atajo. Pero no hay atajos que lleven a ella sin el esfuerzo de formarse una personalidad equilibrada. La vida no es un mecanismo, sino una tarea ética. Lo que necesitamos para librarnos de las adicciones es aprender a vivir.
Yendo al fondo
El desconcierto y el sentimiento de impotencia ante la difusión de la droga sugieren la tentación de permitirla, tratando sólo de regular el consumo para intentar controlar los efectos. En este contexto, se quita importancia a la nocividad de algunas sustancias, distinguiendo entre drogas duras y drogas blandas. Pero "esta distinción descuida y atenúa los riesgos inherentes a todo consumo de productos tóxicos, en particular las conductas de dependencia, que se basan en las mismas estructuras psíquicas, la disminución de la conciencia y la alienación de la voluntad y de la libertad personales, que cualquier droga produce".
Yendo a las raíces personales y sociales de la adicción, "se debe considerar la toxicomanía como el síntoma de un malestar existencial, de una dificultad para encontrar su lugar en la sociedad, de un miedo al futuro y de una fuga hacia una vida ilusoria y ficticia". Así, "el incremento del mercado y del consumo de drogas demuestra que vivimos en un mundo sin esperanza, carente de propuestas humanas y espirituales vigorosas". No hay remedio, pues, fuera de un esfuerzo de formación, a cargo de la familia en primer lugar, que ayude a madurar, enseñando a controlar los impulsos y forjar el carácter.
Es falsa la alternativa entre represión y liberalización que domina el debate sobre la droga. Una y otra opción dejan de lado el origen del problema: una ruptura del tejido social del que el resto de la sociedad no puede desentenderse dejándola en manos de la policía o a la "libre decisión individual" de los más vulnerables. Tampoco alternativa entre represión y "medicalización": "Ni la sanción penal ni los fármacos responden verdaderamente al drama fundamental de la ruptura de las relaciones sociales". Buscar soluciones fáciles, que no ataquen las raíces, es como poner el carro delante de los bueyes; en cambio, los esfuerzos de reinserción social provocan una libre demanda de tratamientos de rehabilitación.
¿Legalizamos también el "doping"?
En Francia ha habido otras llamadas a ir al fondo del problema, hechas desde instancias oficiales. Aunque el gobierno da vueltas a la idea de legalizar las drogas "blandas", la ministra de Juventud y Deportes no está dispuesta a tolerar tal cosa en su área de competencias, y ha emprendido una decidida campaña contra el doping. La iniciativa viene al caso, porque algunas de las sustancias empleadas para aumentar el rendimiento físico de los deportistas son verdaderas drogas psicoactivas, capaces de crear adicción: anfetaminas, cocaína, opiáceos, barbitúricos, neurolépticos... Con ellas se consigue una resistencia artificial a la fatiga, o bien aliviar los efectos del esfuerzo excesivo.
Marie-George Buffet, titular de la cartera, tiene claro por qué proliferan las drogas en el deporte: por "un fenómeno general de sobrecompetición", dice en una entrevista concedida a Le Monde (6-XI-97). Por intereses económicos, se exige demasiado de los deportistas: para tener más espacios publicitarios o llenar más horas de televisión con retransmisiones deportivas, se alargan las temporadas multiplicando los campeonatos. El dinero en juego impone "la obligación de resultados a cualquier precio", añade la ministra, lo cual "es una incitación a drogarse".
Probablemente, Buffet ha descubierto en la búsqueda del éxito a toda costa otro distintivo de la "sociedad adicta".
Fuente: Aceprensa