Marco legal / Afectividad
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Desarrollo, educación y exclusión social
José Luis Linaza Iglesias

Universidad Autónoma de Madrid

Resumen
En esta reflexión sobre las relaciones entre desarrollo, educación y exclusión social se entiende este último término como la negación del objetivo al que aspira todo ser humano en el curso de su desarrollo: la participación plena, activa, transformadora en su grupo social. Y entiendo la educación como el proceso indispensable que permite tratar de alcanzar ese objetivo de autonomía personal y participación plena en la sociedad. Por ello educar no puede reducirse a instruir. En las ciencias sociales se utilizan diferentes términos para denominar este complejo proceso: socialización, integración, adaptación social, etc.. En muchas ocasiones hay una visión implícita del proceso como un sometimiento pasivo de los individuos más jóvenes a las reglas, normas, valores, etc.. de la sociedad. Y, sin duda, desde Durkheim sabemos de la importancia de esa presión social sobre los individuos. Pero no es posible entender la complejidad de este proceso sin referirse al simultáneo esfuerzo de los individuos por modificar y transformar ese entorno social en función de sus intereses y deseos.
Palabras Clave: Educación, Socialización, exclusión social, maltrato entre iguales (bullying)

Introducción
Quiero señalar desde un principio que mi análisis se basa en el equilibrio inestable entre dos sistemas diferentes de interacción humana: asimétrico entre adultos y niños, y simétrico entre iguales. Sin la conjunción de los dos creo que no es posible la incorporación plena de los seres humanos a los grupos sociales en los que crecemos y nos desarrollamos. Necesitamos de la participación en ambos tipos de interacciones, y de las contradicciones que su funcionamiento simultáneo generan, para convertirnos en miembros plenamente adultos, integrados, de nuestros grupos sociales. A su vez, estas relaciones entre individuos están, en parte, mediadas por las capacidades (motrices, afectivas, cognitivas, sociales, etc..) como lo está nuestra capacidad para percibir e interactuar con el mundo físico.
Para los psicólogos evolutivos, en la adaptación de los seres humanos a un medio crecientemente complejo y difícil de predecir, la inteligencia desempeña un papel fundamental. Pero nuestra viabilidad biológica sólo es posible porque vivimos en grupos, en sociedades. Los sentimientos, los afectos, los valores, las normas, etc… son también instrumentos fundamentales de nuestro funcionamiento como seres humanos.
La acción individual, directa o mental, es un aspecto importante del desarrollo humano. Pero no es el único. Sobrevivimos porque nos cuidan y protegen, somos viables como organismos biológicos porque vivimos en un grupo. Y, por tanto, las interacciones sociales (asimétricas y simétricas) forman parte constituyente del desarrollo de cada ser humano.
Las metáforas en las que se basan algunos de los enfoques teóricos que han dominado la psicología en los últimos años son “metáforas” y es importante recordar el carácter limitado del conocimiento que generan. No somos ni ratas ni palomas y, por ello, el éxito del enfoque cognitivo que barrió prácticamente al conductismo a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Pero tampoco somos máquinas, como muy bien ha argumentado Bruner al referirse a cuanto dejó fuera la llamada “Revolución Cognitiva”. Hay aprendizajes muy relevantes en nuestras vidas que no resultan fáciles de reducir al conocimiento explícito, ni a las relaciones causa-efecto que caracterizan el pensamiento científico. Los psicólogos evolutivos sabemos de la complejidad del proceso de construcción del conocimiento, de las diferentes estructuras y herramientas culturales que lo hacen posible.

Conocer y aprender
Juan Delval (2001) en un interesante texto que se titula “Aprender en la vida y en la escuela” contrasta los muchos y complejos aprendizajes que tienen lugar en la vida cotidiana (comenzando por los de aprender a caminar o a hablar), con elevadas tasas de éxito y aparentemente sin apenas esfuerzo, y el costoso aprendizaje escolar. Un aspecto central de la diferencia entre ambos modos de aprender radica en el contexto de aplicación de uno y otro. En la vida aprendemos para actuar inmediatamente, para andar, para comunicarnos. Los aprendizajes escolares han ido descontextualizándose cada vez más, y a los escolares les resulta difícil o imposible entender el sentido de aquello que pretendemos que aprendan.

Parece fundamental no reducir a los alumnos a meros receptores pasivos del conocimiento que pretendemos “transmitirles”, sino respetarles como agentes activos de su propio aprendizaje. Aunque los objetivos finales de la docencia estén ya definidos, explícita o implícitamente, en la mente del profesor, es importante que cada uno de los alumnos trabaje en la consecución de metas concretas, de tareas específicas que tengan sentido por sí mismas. Y en la definición de estas metas compartidas por profesor y alumno se crea y expresa el carácter de genuina e irremplazable interacción humana que todo proceso de enseñanza supone.
Existen modos diferentes de conocer, como viene defendiendo entre otros Bruner en las últimas décadas, con su propuesta de pensamiento narrativo en ámbitos disciplinares muy diversos. Y ello es muy importante recordarlo al reflexionar sobre el papel del desarrollo y de la educación en el proceso de socialización o, en su fracaso, la exclusión social. Los procedimientos experimentales que se elaboran con el pensamiento científico son un logro relativamente reciente en la historia de la humanidad y algo a lo que los seres humanos solo podemos acceder también relativamente tarde en el curso de nuestras vidas individuales. El razonamiento formal, o hipotético-deductivo, sólo es posible a partir de la adolescencia y se construye sobre otras formas de actividad mental menos potentes pero indispensables para llegar a él.
En el proceso de socialización, con todas las dudas que ese término genera, (quizá sea más adecuado referirse sin más a la educación, de la que el aspecto social es una parte irrenunciable), como en otros muchos ámbitos de decisiones humanas, el conocimiento científico y las teorías nos deben permitir mejorar nuestros procesos de análisis de la realidad y guiar nuestras decisiones. Pero, en la mayor parte de los casos, la complejidad de factores que inciden en una situación concreta imposibilita que pueda asimilarse ésta con cualquier otra de laboratorio, en la que se ha tratado de establecer relaciones causales entre una variable y un efecto concreto. Son muy diversas las disciplinas, los enfoques teóricos y los procedimientos científicos que se ocupan de aspectos diferentes de una misma realidad educativa y también muy diversos los esfuerzos por aislar y simplificar fenómenos y variables concretas para estudiar su posible relevancia. La actuación del profesor, como la de otros muchos profesionales, se produce en un contexto de gran incertidumbre, por muy experto que sea y bien formado que esté. Pero, además de la formación “científica” que le hayan podido proporcionar sus conocimientos pedagógicos, psicológicos o sociológicos para abordar el complejo proceso de transmitir el conocimiento de que se trate (ciencias naturales, sociales, lenguas o artes), cuenta con su “experiencia”, con ese “saber cómo” (o saber procedimental) que no puede ser aún “científico” puesto que no puede hacerse explícito. Piaget, por ejemplo, aludía también a una diferencia entre modos de conocer que parece útil recordar ahora. Se refería a la diferencia entre “saber andar a gatas” y “describir cómo se anda a gatas”. Todos nosotros sabemos andar a gatas pero muchos tenemos dificultad para describirlo correctamente. Este segundo aspecto supone “representar” esas acciones y son necesarios años de desarrollo psicológico para poder llegar a ello.
El aprendizaje tiene que ver con la exploración activa del mundo, de nosotros mismos y de los demás, a partir de lo que Piaget llamó esquemas sensorio-motores, una especie de resumen de su actividad con las distintas partes del organismo (visión, audición, prensión, succión, etc…). La acción directa precede en muchos años a la operación mental del razonamiento lógico. Pero, al mismo tiempo, las acciones directas y las operaciones mentales se realizan sobre el mundo externo y sobre nuestras representaciones, nuestras formas de simbolizar la realidad. Nuestro medio natural es siempre un medio cultural. Y por eso las creencias son tan enormemente resistentes al cambio.
Comentaré sólo un par de ejemplos para resaltar la relevancia de las interacciones sociales en algunas de nuestras más precoces capacidades.

La atención conjunta y el andamiaje.
La mano es, desde muy temprano en nuestras vidas, una herramienta indispensable para explorar y dominar el mundo que nos rodea. Desde los primeros meses los bebés humanos pasan largos períodos de tiempo agarrando, manipulando cuantos objetos encuentran al alcance de sus manos, incluida la exploración de una con la otra. Pero, relativamente pronto también, la mano se convierte en un indicador para atraer la mirada de otro ser humano y poder atender conjuntamente al objeto o fenómeno que se está señalando con el dedo. Scaife y Bruner (1975) demostraron que hacia los 9 meses, los niños ya son capaces de identificar con la mirada aquel objeto o lugar que el adulto señala con el dedo. La relevancia de esta capacidad comunicativa en la construcción de significados compartidos es enorme. Atender a algo conjuntamente es una condición necesaria para poder negociar y compartir su significado. Y la mano, coordinada con la mirada, constituye la herramienta esencial para su logro. La atención conjunta es, desde nuestro punto de vista, un requisito necesario para que el proceso de enseñanza y aprendizaje pueda tener lugar.
Otro concepto importante de Bruner en el ámbito educativo es el de “andamiaje”. Originalmente lo desarrolló para describir cómo lograban un grupo de madres enseñar a sus hijos de entre 3 y 5 años a construir una pirámide con bloques de madera de tamaños distintos. En colaboración con D.Wood y G.Ross describe varias de las estrategias didácticas que utilizan las madres para lograr el éxito en el aprendizaje de sus hijos. Una de ellas es ésta de “dar apoyo” o “andamiar” la conducta de los niños. Las madres van reduciendo sistemáticamente los grados de libertad que el niño tiene que controlar cuando lleva a cabo una parte de la tarea. Así, por ejemplo, ayuda a poner bien en su sitio las piezas que el niño trata de colocar en la construcción de la pirámide. Actuamos como si quien aprende tuviera intenciones y metas que van más allá de sus capacidades actuales. Pero, complementándolas, sosteniéndolas, finalizándolas por él, logramos que el resultado conjunto de maestro y aprendiz sea superior a lo que lograría sin dicho apoyo. A medida que aumenta la competencia de quien aprende disminuye el apoyo o andamiaje de quien enseña. Pero éste es un proceso que tiene que sintonizar con lo que realiza en ese momento el aprendiz, no puede calibrarse más que en el curso mismo de la interacción. Por ello, como en la construcción de un edificio, los andamios van siempre por delante de la construcción y, una vez finalizada y retirados, se podría tener la falsa impresión de que los edificios “han crecido”.
Es crucial que quien enseña crea en la posibilidad de aprender de su pupilo. En otro aprendizaje tan importante para los seres humanos como es la marcha bípeda, los brazos del adulto actúan como “andamios” para sostener y animar esos primeros pasos. Aprender es siempre una incursión en lo parcialmente desconocido. Y el apoyo de quien enseña, para ser eficaz, debe insertarse en la acción que realiza quien aprende. Por inseguros y vacilantes que sean nuestros primeros pasos son recibidos y celebrados, por quien nos tiende sus manos como un auténtico logro en el andar erguido. Y ese éxito celebrado se convierte en poderoso motor para nuevos y más elaborados intentos. Señalar la ignorancia o la incompetencia difícilmente motivará a quien aprende.
Esta sutil valoración de los logros de quien aprende se puede apreciar también en otra compleja adquisición que realizamos todos los seres humanos: el dominio de la propia lengua. Aprendemos a hablar en contextos comunicativos, respondiendo a quien nos habla o tratando de expresar nuestros sentimientos, deseos, emociones. Aquí también los adultos humanos llevamos a cabo una fascinante tarea de andamiaje interpretando gestos, miradas, vocalizaciones, como si se tratara de verdaderas y complejas emisiones lingüísticas. Una vocalización como “Aha” podemos interpretarla, según el contexto, como “agua”, “galleta” o cualquier otro significado que intuyamos quiere expresar un niño pequeño. Lo interesante es que nos centramos en lo que “creemos que quiere decir”, más que en el modo en que lo dice. Y nuestro esfuerzo por entender lo que quiere decir se convierte en un factor necesario para que llegue a poder expresarlo con corrección lingüística. Pero si nos fijáramos sólo en cómo lo dice, y pretendiéramos corregirlo permanentemente, los niños abandonarían aburridos e irritados su esfuerzo por comunicar lo que quieren.

Pensamiento narrativo y educación.
Retomando de nuevo las ideas de Bruner y sus preocupaciones por describir un tipo de pensamiento distinto al pensamiento científico (identificado en muchas ocasiones también como conocimiento computacional) insistiré en las posibilidades del pensamiento narrativo, con el que los seres humanos no buscamos establecer relaciones de causa-efecto, como sucede con el pensamiento científico, sino que nos sirve para dar sentido a determinados acontecimientos. Las narraciones no tratan de establecer verdades sino que son descripciones de actuaciones de personajes, con perspectivas distintas, desarrollos de tramas plausibles en las que siempre hay un inicio y una conclusión.
Es útil señalar, desde el principio, que nuestras experiencias individuales son válidas (formulables) en la medida en la que les atribuimos significados. Y los significados tienen lugar en contextos culturales concretos. En cierto sentido la cultura da forma a la mente de los individuos aunque la construcción de tales significados sea fruto de esas mentes individuales y de la negociación entre ellas. Y es en este ámbito, o contexto cultural, donde se enmarcan algunas de las preguntas más importantes sobre nosotros mismos, los otros o el mundo, y a las que la fragmentada ciencia, en sus múltiples disciplinas académicas, no puede responder en el tiempo y lugar que necesitamos para tomar algunas de las decisiones más importantes de nuestras vidas. Un aspecto esencial de las interacciones humanas, que las convierte en únicas e irrepetibles, es que se sincronizan con lo que cada uno de los participantes hace en ese tiempo y lugar concretos.
En ese esfuerzo por dar sentido a las cosas, por construir el significado de lo que vivimos y experimentamos, Bruner apela a la utilidad de otras formas de conocimiento, como la narración. A lo largo de las tres últimas décadas él mismo ha explorado la utilidad de dicha forma de pensamiento en la construcción de las autobiografías (1985), en la crítica literaria (1986) y en el pensamiento jurídico (2001).
El contenido de nuestra actividad mental, por muy individual y privado que fuere, necesita ser comunicable para poder ser compartido. En esa búsqueda de conocimiento todos dependemos de un conjunto de instrumentos culturales, comenzando por el propio lenguaje, sin los que resulta imposible esa actividad individual.
La utilidad y relevancia de este “saber hacer”, en situaciones y problemáticas muy diferentes y complejas, no es todavía una descripción explícita de dicho conocimiento. Sin embargo es importante aludir a la necesidad de elaborar un conocimiento compartido que nos exige “objetivar” continuamente, negociar el significado de nuestra actividad. La diversidad de prácticas y conceptos que subyacen a estos conocimientos implícitos puede ser enorme. En muchas ocasiones es más la experiencia directa la que guía nuestras justificaciones que la elaboración teórica.
Hay autores que se muestran muy críticos a la hora de calificar como “conocimiento” estas concepciones ingenuas, muchas veces implícitas, e insisten en señalar su diferencia respecto al conocimiento más formal, explícito, del que hablamos en las diferentes disciplinas científicas. Para ellos se trata sólo de un conocimiento “relativo” y, sin duda, hace falta algo más que ser compartidos para calificarlo como tal. Para Bruner y Olson (1996,c), ese algo más sería la maquinaria de la justificación de las propias creencias, las normas de la investigación científica y las leyes del razonamiento lógico. En último término el conocimiento científico sería creencia justificada.
Pero este conocimiento formalizado, que tanto valora nuestra sociedad actual, no se construye desde cero ni es posible transmitirlo unidireccionalmente, ya elaborado y abstracto. No podemos “meter” en las cabezas de quienes aprenden nuestros conocimientos conceptuales o prácticos por muy sólidos y estructurados que sean. El conocimiento, en sus diversos modos, se construye lentamente por cada individuo que aprende: nadie puede aprender por otro.
La creación y la investigación son elementos esenciales en la construcción del conocimiento pero ya están presentes en otras formas de conocer que preceden al pensamiento científico en la historia de la humanidad y en cada una de nuestras vidas individuales. Y siguen siendo modos de conocimiento relevantes y útiles a lo largo de nuestras vidas. Construir significados compartidos, interpretar los hechos, explorar las múltiples perspectivas de los actores humanos, son modos de aprender y conocer de los que no podemos prescindir. Y son especialmente relevantes en la construcción de la intersubjetividad, en toda tarea de verdadera cooperación humana. La socialización, la integración, la educación social, sólo son posibles mediante esta capacidad intersubjetiva que nos convierte en propiamente humanos.
Pero las diversas formas de conocimiento son limitadas y destinadas a ser criticadas y superadas por quienes se apoyen en ellas para abordar nuevas realidades. El objetivo de la educación no es reproducir lo conocido, sino apoyarse en ello para explorar lo desconocido. Marx no era marxista, ni Freud freudiano, ni Piaget piagetiano.
No se trata sólo de que los educadores no sabemos cómo será el futuro en el que se desenvolverán quienes hoy son aprendices. Es que las interacciones entre seres humanos tienen siempre una proyección hacia el futuro. Contamos nuestras vidas, nos relacionamos con otros con una meta. No hay colaboración posible sin esa proyección hacia el futuro.
Al menos desde el segundo año de nuestras vidas, nuestra actividad se apoya en el pasado y se proyecta hacia el futuro. Prescindir de metas, intenciones, deseos, etc… puede facilitar el reconocimiento de la psicología como una rama de las ciencias naturales, pero supone renunciar a la comprensión de algunas de las características que nos definen como humanos.
La ZDP vigotskiana funciona en los seres humanos desde el momento del nacimiento. Pero la competencia que el sujeto inmaduro muestra en ese límite superior requiere que el adulto-experto conciba e interactúe simultáneamente con dos aprendices: el incompetente del límite inferior y el virtual-competente del superior.
Desde el segundo año de nuestras vidas los seres humanos somos capaces, por ejemplo en el juego, de actuar en este doble mundo de significados: el literal y el virtual o fingido. Vigotsky entendió la relevancia de esas interacciones sociales virtuales y definió el juego como motor del desarrollo, precisamente por esa posibilidad que nos abre de actuar, en la ficción, con mayor competencia de la que lo hacemos en el mundo real.

Desarrollo, educación y exclusión social
Si la integración en el grupo social en el que nos desarrollamos no es un logro garantizado de antemano, sino un objetivo complejo y ambicioso para el que todos los seres humanos necesitamos de la educación como herramienta imprescindible, la exclusión podemos entenderla como el descarrilamiento en ese proceso: el fracaso de la educación. Algo más grave y más complejo que el llamado “fracaso escolar”.
No existe una respuesta unánime desde la psicología para explicar o intervenir en dicho proceso. Al contrario, creo que resultaría confuso hablar de “la psicología” porque las diferencias entre enfoques y marcos teóricos son tan evidentes que la aproximación a los fenómenos y a los problemas concretos es también muy diversa y, en ocasiones, contradictoria. Los conocimientos proporcionados por los enfoques más reduccionistas, muy en sintonía con las expectativas y logros de las neurociencias, tienen un valor limitado a la hora de entender y abordar las complejidades de los fenómenos sociales. La naturaleza humana es cultural, nuestra supervivencia como organismos biológicos está mediada por el cuidado y la protección que proporciona el grupo social. Un problema como el de la exclusión social no puede abordarse sin aludir a mecanismos muy complejos de interacción social, a la construcción de identidades que van mucho más allá de simples características biológicas, a reglas y leyes que constituyen el entramado de ese funcionamiento propiamente humano.
Pero a psicólogos, pedagogos y maestros nos preocupan especialmente las muestras de discriminación social y rechazo que se producen en las escuelas. Algunos hechos trágicos hacen que, repentinamente, los medios de comunicación social se preocupen y pregunten por las causas de tales hechos.
¿Es hoy mayor el riesgo de exclusión en nuestras escuelas que hace unos años?
Sin duda, el notable incremento de la población inmigrante ha modificado radicalmente la supuesta homogeneidad de los grupos escolares y plantea un serio reto a los profesores…y a los propios niños y niñas que deben aprender a vivir en un mundo más diverso.
El riesgo de discriminación social ha existido siempre en la escuela. Las diferencias económicas, étnicas, lingüísticas, de forma de vestir, expresarse y sentir, etc… han sido siempre motivo de potencial exclusión y hasta de maltrato entre iguales.
Hoy somos quizá más conscientes de un fenómeno que se manifiesta en todas las escuelas y de las devastadoras repercusiones que puede tener para quienes lo sufren. Las relaciones entre los iguales proporcionan un imprescindible complemento a las de protección y cuidado de los adultos que nos permiten sobrevivir en los primeros años de nuestras vidas. Pero, sin ese necesario límite que deben representar los adultos, las relaciones entre iguales pueden ser de una gran crueldad, precisamente por el egocentrismo y la inevitable incapacidad para percibir el daño psicológico y emocional que se produce al agredido.
Cualquier diferencia (y todos somos distintos en algo) puede convertirse en excusa para un proceso de discriminación. El complejo mecanismo de categorización, por el que la construcción de la propia identidad lleva a definir a otros como “diferentes”, corre el riesgo de derivar en una desvaloración y hasta desprecio de esa diferencia. A ciertas edades “todas las niñas son cursis” afirman la mayor parte de los niños, y “todos los niños son unos brutos” para las niñas. Aunque a unos y a otras sus experiencias personales les hagan poner en duda la universalidad de sus afirmaciones.
Solo la educación puede facilitar que ese reconocimiento y respeto de las diferencias no impida la consideración de la dignidad de cualquier otro ser humano. Educar es algo más que proporcionar conocimientos sobre disciplinas concretas o instruir en el dominio de habilidades. El desarrollo propiamente humano requiere de la educación para construir significados compartidos sobre nosotros mismos, los demás y el mundo. Los hechos básicos de la vida, nacer, reproducirse o morir, son para nosotros algo más que pura biología.
El número creciente de investigaciones y estudios sobre temas relacionados con la discriminación, la exclusión, el maltrato entre iguales (bullying), etc.. muestran que, quizá la conclusión más relevante, es el carácter múltiple de los factores que contribuyen a la exclusión en nuestras sociedades postindustriales.
La vinculación entre pobreza y exclusión, que caracterizó los procesos de la revolución industrial, sigue siendo muy relevante en nuestro mundo actual. Pero la relación entre ambos factores puede establecerse en los dos sentidos -tanto causa como consecuencia-, es decir, que en ocasiones la exclusión es consecuencia del nivel de pobreza en el que viven los individuos pero que, en otras ocasiones, la exclusión social provoca un nivel creciente de pobreza en quienes se ven afectados por ella. En los estudios actuales sobre los procesos de exclusión hay que incorporar nuevos factores que reflejan cambios profundos en nuestras sociedades. El conocimiento y las nuevas tecnologías modifican sin cesar los modos de producción y los servicios. La incorporación de las mujeres al trabajo transforma estructuras sociales tan básicas como la familia y prácticas sociales muy ancestrales en la crianza de niños y en el cuidado de ancianos. La mayor expectativa de vida, combinada con la reducción de la tasa de natalidad, transforma las pirámides de edad de nuestras sociedades que “envejecen”. A la histórica “exclusión” de la infancia, incapaz de hacerse oír por sí misma, corre el riesgo de unirse hoy la de los “ancianos”, ausentes del proceso productivo.
Para algunos autores el fenómeno de la exclusión social no es más que la otra cara, ¿inevitable?, del profundo proceso de transformación social que supone la globalización: emigraciones masivas, enfermedades crónicas muy extendidas (mentales, sida, etc..), masificación del abuso de drogas, violencia de género, incapacidad de rehabilitación social de las poblaciones de reclusos, etc.
La incorporación creciente de escolares procedentes de otros países y otras culturas a nuestras escuelas plantea innumerables cuestiones educativas. Cada vez es más frecuente referirnos a la necesidad de una educación multicultural (presencia simultánea de diversas culturas) o intercultural (interacción con objetivos pedagógicos de las diversas culturas presentes en el aula).
En esa reflexión, necesariamente interdisciplinar para que pueda resultar útil, también la psicología tiene algo que aportar. Pero, de las diferentes psicologías o marcos conceptuales a los que me refería anteriormente, creo que la herramienta conceptualmente más útil procede de la llamada psicología cultural.
Desde mi punto de vista hay dos perspectivas irrenunciables para entender la relevancia de la educación: el proceso de desarrollo que nos permite construir las complejas capacidades de los seres humanos adultos, y la naturaleza cultural del medio en el que se produce dicho desarrollo.
La psicología necesita incorporar los mecanismos de interacción social (asimétricos, en las relaciones adultos-niños, y simétricos, en las relaciones entre iguales) como constituyentes de nuestro psiquismo. Por la misma razón debemos repensar la educación como un proceso de interacción social cuyo objetivo es lograr una creciente autonomía de los educados y una menor asimetría con el educador. Para ello es imprescindible superar una errónea concepción del aprendiz como sujeto pasivo. Los seres humanos no podemos renunciar a nuestra condición de protagonistas de nuestras propias vidas sin darnos cuenta de las dramáticas consecuencias que de ello se derivan.
La diversidad cultural y étnica son percibidas por algunos educadores como una dificultad insuperable para poder interactuar con un grupo de alumnos homogéneo. Para otros, esta misma diversidad, valorada y bien utilizada, se convierte en una poderosa y riquísima herramienta educativa. De hecho, en las antiguas escuelas unitarias, los maestros y maestras eran capaces de educar a grupos de niños y niñas de edades muy diversas. La riqueza de etnias, culturas y lenguas distintas puede y debe ser un factor que potencie ese proceso universal de diferenciación y construcción de identidades distintas y, al mismo tiempo, la capacidad para identificarse con, y respetar a, todo ser humano.
Un aspecto muy relevante de la actividad de cualquier maestro (y de los restantes profesionales que participamos en el contexto escolar) es entender la exclusión y la integración como “procesos”. No nacemos ni excluidos ni integrados. Y hay múltiples dinámicas de exclusión e integración en las vidas de todos los seres humanos.
Quizá la identificación de determinados factores de riesgo, tanto más importantes cuanto más inmaduros e indefensos los individuos sobre los que actúan, es una de las posibles aportaciones de la psicología. Por ejemplo, las condiciones en las que crecen y se desarrollan niños y niñas recluidos en orfanatos e instituciones similares, son claramente negativas. Es importante promover entornos alternativos, más humanos, en los que poder amortiguar esos factores de riesgo.
Como reflexión final me queda insistir en la importancia de respetar el protagonismo de cada ser humano en su propia vida. Nadie puede aprender por otro. No hay conocimientos, ni valores que puedan “meterse” en las supuestas mentes vacías de otros. Toda intervención que incremente la pasividad y la dependencia creo que responde a modelos equivocados y poco eficaces. Es cierto que descubrir y potenciar las capacidades de aquellos con quienes trabajamos puede resultar costoso pero, sin recurrir a ellas, la intervención será siempre poco eficaz, muy inestable y, sobre todo, poco humana.

Notas
1 Dedicado a la memoria de Carol Feldman, fallecida el 18/3/2006, profesora de psicología de la Universidad de Nueva York.

Referencias Bibliográficas
A.G. Amsterdan y J.S.Bruner (2001). Minding the Law. Cambridge: Harvard University Press.
J.S. Bruner (1985). In Serach of Mind: Essays in Autobiography. Nueva York: Harper and Row Publishers.
J.S. Bruner (1986). Actual Minds, Posible Worlds. Cambrdige: Harvard University Press.
J.S. Bruner y D. Olson (1996). Folk Psychology and Folk Pedagogy . En D.Olson y N. Torrance, The Handbook of Education and Human Development. Oxford: Blackwells.
Scaife, M y Bruner, J.S. (1975). The capacity for joit visual attention in the infant. Nature 253 (5489), 265-266.
Wood, D. Bruner, J.S. y Ross, G. (1976). The role of tutoring in problem solving. Journal of Child Psychology and Psychiatry, 17, 89-100.

José Luis Linaza Iglesias es doctor en Psicología por la Universidad de Oxford, donde realizó su Tesis sobre la adquisición de las reglas de los juegos tradicionales por los niños, bajo la supervisión del Profesor J. Bruner. Autor de numerosas publicaciones, es en la actualidad Catedrático de Universidad de la Universidad Autónoma de Madrid.

Revista de Psicodidáctica Año 2006. Volumen 11. Nº 2. Págs. 241-252


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