Resumen:
El presente artículo presenta los resultados de una investigación que gira en torno a la sociedad de la información hoy, las fuertes tensiones a las que está sometida, al tradicional consenso social sobre la modestia y el pudor. La comunicación se centra en el yo íntimo, en los sentimientos, mientras se hace cada vez más frecuente la exhibición descarada de la propia interioridad y una curiosidad morbosa, libre de culpa y castigo. Los medios de comunicación social [=MCS] explotan sin reparos el filón de la intimidad, pisoteando con frecuencia el derecho a la privacidad. Los programas de telerrealidad (reality shows) figuran entre los preferidos por la audiencia.
Palabras claves: sociedad de la información, intimidad, privacidad, subjetividad.
Introducción.
La información centrada en el yo íntimo.
El actual mundo tecnológico, que ofrece muchas posibilidades de comunicación a distancia, lleva también a flagrantes contradicciones. Así, mientras se avanza en precisar y proteger el derecho a la intimidad (Rodríguez Pardo, 2007), (Peguera Poch, 2010), aumenta también la propensión a inmiscuirse en ella; mientras crece la valorización del ámbito íntimo, se tolera también que los MCS alimenten el exhibicionismo y la curiosidad morbosa de los espectadores (Cooper & Christians, 2009); mientras se posibilita una comunicación global e instantánea, se favorece también un individualismo narcisista, “virtual”.2
La falta de equilibrio en la revelación/ocultación de la propia intimidad lleva hoy a bruscas oscilaciones entre el repliegue intimista y el exhibicionismo (Nuñez, 2004), ''(Nuñez, Informazione e Diritto allIntimità. Basi teoretiche dellattuale impostazione conflittuale, 2010), '(Nuñez, Informazione e Diritto allIntimità. Una prospettiva cristiana, 2011). Por un lado aumenta la tendencia a recluirse en el ámbito íntimo, por otra parte crece la ostentación descarada de las propias interioridades (De Gournay, 1997).
Hoy se hace alarde de ciertos aspectos personales que antes se mantenían celosamente en secreto (Eco, 1996), (Senft, 2008). Las posibles transgresiones del pudor no parecen ya una rotura de aquel orden profundo que era considerado indispensable para la persona y para la misma sociedad; frecuentemente son vistas como una expresión de la originalidad y del espíritu crítico que debe animar al individuo en la sociedad. El trasgresor es presentado como una especie de héroe que ayuda a liberarse de antiguas represiones. El pudor sería una imposición social que sofoca la natural expresividad humana. El recato en el vestir y en el manifestarse sería fruto de complejos y obsesiones que es preciso superar (Savagnone, 2003), (Walter, 2010).
El exhibicionismo se manifiesta especialmente en televisión (Gasparini, 1998), (Lane, 2009), (Langstrom, 2010), en ciertas líneas telefónicas, en Internet (Cardoso, 2010), en las consultas íntimas dirigidas a publicaciones escritas, en la venta de los propios datos personales (Tweney, 1999) (Anderson & Tainie, 2009) y en la falta de decoro que, por ejemplo, acompaña al uso en público del teléfono celular (Fleming, 1999). Quienes se exhiben sin rubor en los MCS no parecen sentirse “responsables” ante unos interlocutores anónimos. Su revelarse, su salida de sí mismos, encuentra una respuesta tan vaga e impersonal que puede convertirse en una simple retroalimentación de su narcisismo3.
Las causas son difíciles de precisar. Para algunos autores se trata de una catarsis, un fruto de la ausencia de implicación emotiva del sujeto en una comunicación sin referente personal (Levine, 1999), una reacción contra el aislamiento y la alienación en que vive hoy el individuo urbano (Levine, 1999)4.
Más conectados, pero más solos.
La ostentación descarada de las propias interioridades convive con la tendencia a recluirse en el mundo virtual. Más conectados, pero más solos (Benedito, 2009).
Las mismas relaciones familiares se benefician de las mayores posibilidades de información y conocimiento, pero sufren también un movimiento centrífugo que las empobrece. Delante de la televisión, la familia se orienta más hacia lo que ocurre fuera que hacia lo que pasa dentro de ella. Se está al lado del otro, pero no con el otro; perdiéndose así la posibilidad del contraste exigente y del compartir afectuoso (Galimberti & Gatti, 1994).
Los nuevos MCS nos acercan virtualmente a cualquier persona o lugar del planeta, permiten un contacto continuo con los más allegados que era inimaginable pocas décadas atrás (Barak, 2008), pero pueden también alejarnos de nosotros mismos, de quien está a nuestro lado y de nuestro propio entorno físico y cultural (Heller, 1998). Se puede tener la impresión de estar en todas partes, menos aquí; conocer a todo el mundo, excepto a nosotros mismos (Pontificio consejo para las comunicaciones sociales, 2000). La huida hacia el mundo virtual puede convertirnos en seres desarraigados, unidimensionales, cada vez más propensos a la dispersión, a la distracción evasiva, a la superficialidad, al exhibicionismo (Wilson, 1997).
La comercialización mediática de la intimidad personal.
La tendencia moderna a centrarse en lo íntimo se ha acentuado notablemente desde la década de 1980. Antes de esa fecha, las enciclopedias sobre la TV ni siquiera recogían la voz “intimidad” (Bettetini & Fumagalli, 1988). Desde entonces, sin embargo, los programas insisten en crear una relación confidencial con el espectador, mientras usan y abusan de los contenidos íntimos.
Los temas públicos, que llenaban los periódicos de comienzos de siglo XX, dejan hoy paso a las confidencias, a los consejos íntimos y a la publicidad impactante. La primera finalidad no es ya informar sobre temas genéricos, en modo fríamente objetivo, sino servir de espejo a los lectores, implicarles en lo que está sucediendo, hacerles vivir “en directo” lo que ocurre, como si el espectador fuera protagonista de cuanto sucede (Prost, 1987).
Los peligros de la comercialización de la intimidad fueron expresados en el filme The Truman Show (USA 1998)5, que presenta el drama del personaje Truman Burbank (Jim Carrey) cuya vida, desde su mismo nacimiento, es transmitida en vivo veinticuatro horas al día, sin que él lo sepa. Todos los que le rodean en aquella ciudad-teatro son actores y, por tanto, responsables del engaño; son también culpables los realizadores, los críticos y el público, que sigue en masa el programa, garantizándole así el éxito económico. El destino de Truman se convierte en una metáfora de lo que puede suceder en una sociedad rendida a los MCS, en la que se confunde ficción y realidad, en la que se manipula al individuo hasta esclavizarlo, con tal de obtener un programa exitoso a base de mostrar su intimidad.
El concepto de servicio público, que inspiró la creación de los MCS de propiedad estatal (Siebert, 1979), parece haberse diluido por la progresiva privatización del sector y por la disminución de las subvenciones públicas. Muchos MCS públicos tienen ahora que buscar recursos económicos a través de la publicidad comercial y en feroz competencia con las cadenas privadas (Humphereys, 1996). Los programas “rosa” han pasado así a ser el filón más recurrido para ganar audiencia e incrementar los ingresos publicitarios. Buscando esos objetivos, no es raro que el medio informativo dé prioridad a noticias banales; recurra al rumor y al sensacionalismo; convierta situaciones de dolor, de muerte o de intensa emoción
en un objeto más de consumo; presente sin recato los vicios y perversiones más
extravagantes. No parece haber límites al espectáculo, que tiene que ser sostenido con golpes
de efecto cada vez más atrevidos (Murray & Ouellette, 2009).
Las redes sociales: comunicación centrada en el yo.
También en Internet se ha avanzado hacia una comunicación centrada en la propia experiencia cotidiana. Hasta hace poco tiempo se hablaba de “comunidades virtuales” y de “comunidades móviles” (mobs), que se disolvían con la misma facilidad con que se habían formado. Se acentuaba mucho la contraposición entre online y offline y, por eso, se intentaba construir una segunda vida, paralela a la real (Second Life). Las actuales redes sociales integran mejor ambas dimensiones, haciendo del online una extensión del offline. No se pretende ya crear un espacio completamente diferente, sino más bien potenciar las relaciones ya establecidas en el mundo real. Además, los usuarios suelen presentarse usando su identidad real en ambos ámbitos. Por tanto, se puede decir que Internet está pasando de “comunidad virtual” a “red social”.
Internet no es sólo un instrumento de transmisión o un espacio virtual, ajeno o separado de la vida real. Cada vez más, se está convirtiendo en “un ámbito antropológicamente cualificado” (Pompili, 2011), habitado por comunidades de seres humanos, es decir una red que conecta personas de “carne y hueso”. El rápido desarrollo de la comunicación inalámbrica (wireless) y de la telefonía móvil permite que, de alguna manera, estemos siempre online, convirtiendo así la red en nuestro espacio vital (Spadaro, 2012). La sociedad-red es ya un ambiente de vida que refleja una nueva cultura, un nuevo modo de ser y de pensar.
Los nuevos lenguajes que se desarrollan en la comunicación digital determinan, por lo demás, una capacidad más intuitiva y emotiva que analítica, orientan hacia una diversa organización lógica del pensamiento y de la relación con la realidad, a menudo privilegian la imagen y las conexiones hipertextuales. La tradicional distinción neta entre lenguaje escrito y oral, asimismo, parece difuminarse a favor de una comunicación escrita que toma la forma y la inmediatez de la oralidad. Las dinámicas propias de las «redes participativas» requieren, además, que la persona se involucre en lo que comunica (Benedicto XVI, 2011).
En la sociedad digital interesan más las relaciones que los contenidos, de ahí la importancia del testimonio y del diálogo. Los internautas están habituados a consultar los blogs y las redes sociales, donde otros, como ellos, cuentan sus experiencias al afrontar cualquier tipo de problema, técnico o personal. Allí se encuentra la experiencia del testigo más que el tratado del pensador sistemático y lejano. Las relaciones son de tipo horizontal y los mensajes (post) son breves, directos, personales, con frecuencia poco elaborados.
Hoy solamente comunica bien el testigo, porque los contenidos son acogidos en el marco de las relaciones.
Metodología.
Para entender la situación actual, estudiaremos la progresiva privatización de la sociedad y el proceso de individualización en Occidente, a partir del Renacimiento. La prensa “rosa” (gossip press) es una manifestación de este proceso, que funda sus raíces en el antropocentrismo de la época moderna. Los MCS reflejan y promueven ulteriormente esta tendencia, que primero situó al sujeto en el centro de la realidad para después valorar el yo íntimo como el núcleo de lo más auténticamente humano.
En la parte central del artículo, se analizan algunos datos sociológicos sobre la cambiante percepción de la propia identidad personal (self-identity), la valoración del ámbito íntimo y la privatización de las costumbres. A continuación, se estudia si esos factores están desembocando, actualmente, en el ideal de autenticidad, o más bien en un intimismo indolente, egocéntrico, narcisista, sin grandes ideales. ¿El necesario derecho a la diferencia está degenerando en un peligroso derecho a la indiferencia? En la última parte, se reflexiona sobre cómo orientar hoy la comunicación interpersonal y la mediática para que sean expresión del ideal de autenticidad.
Raíces históricas: el proceso de individualización.
En esta parte, analizaremos el proceso de individualización en la sociedad occidental, desde el Renacimiento hasta nuestros días, para intentar comprender las raíces históricas de la comunicación centrada en el yo y de los nuevos modos de percibir la propia identidad (Nuñez C. M., 2006).
No existe unanimidad sobre la evolución de las diversas identidades del yo (Hall, 1992), ni tampoco sobre el origen de la actual concepción del ámbito íntimo. En cualquier caso, es evidente que los cambios sociales, que se inician en Europa hacia el año 1500, modifican la percepción que el individuo tiene de sí mismo, refuerzan su autonomía moral y aumentan la valoración de la esfera íntima. El ser humano confía ahora en que, con la sola capacidad racional, podrá conocer su yo interior y dominar el entorno en que vive. De este modo, va afirmando su “poder sobre la naturaleza (siglo XVII), la sociedad (siglo XVIII) y la historia (siglo XIX). Nada tiene un valor que no sea un valor 'humano'” (Domingo Moratalla, 1995).
Hoy se suele afirmar que, en la sociedad occidental, se ha dado un avance más o menos lineal en el proceso de individualización y privatización (Elias, 1994), pero no todos opinan así. Algunos autores consideran que se van sucediendo períodos en que la gente participa intensamente en la vida pública con otros en que predominan los objetivos privados (Hirschman, 2002). La Revolución francesa, por ejemplo, en un primer momento rompe la privatización que se había producido en los siglos anteriores. Lo privado se convierte en sospechoso y potencialmente traicionero. Por tanto, se intenta re-educar a la población en su forma de presentarse, de hablar y de sentir.
De todas formas, y a pesar de ciertos vaivenes, se puede considerar que la valoración del ámbito privado ha seguido una línea ascendente desde el medioevo. La misma Revolución francesa supuso, a la larga, una acentuación de la esfera privada. De hecho, algunos autores consideran que esa revuelta fue una consecuencia del emergente ideal de autenticidad.
Desde entonces, ese ideal se ha ido imponiendo, hasta convertirse hoy en una fuerza
“políticamente explosiva” (Chung, 2002).
Para comprender el proceso de individualización, se analizará ahora la revaloración del ámbito íntimo, los nuevos modos de percibir la propia identidad y la progresiva privatización
de las costumbres.
La revalorización del ámbito privado.
La separación público/privado existía ya en el mundo grecorromano (Cohen, 1991), pero era concebida de forma muy diferente a la que inicia con la Edad Moderna. En el mundo griego, la familia responde a necesidades vitales elementales, comunes a todos, como por ejemplo el asegurar la subsistencia física, pero ajenas a lo más auténticamente humano. También se juntan los animales para sobrevivir. Se está muy lejos del concepto moderno de la intimidad familiar como ámbito anhelado y, por tanto, protegido frente a posibles injerencias (Rotenberg, 1992), (Swanson, 1992). Quien no participa abiertamente, sin secretos, en la vida pública se convierte en sospechoso (Lewis, 1996).
En la Grecia clásica, una vida alejada de la vida pública era, por definición, “idiota” (Wacks, 1989), pues privaría a la persona de lo más digno y permanente. Lo específicamente humano se encuentra en el ámbito público. Allí los hombres libres muestran su grandeza y su superioridad (Elshtain, 1981). La esfera pública permite al hombre perdurar en el tiempo, mostrar su valía y asegurarse la pervivencia en la memoria de los demás. Lo público representa la esencia del hombre, en contraposición a la necesidad, la futilidad y lo “indigno de publicidad” que caracteriza al ámbito familiar (Concepción Rodríguez, 1996).
En la civilización romana, se cree que la reclusión en el ámbito privado lleva a la indignidad y al descontrol. Incluso en la época de Augusto, cuando el ámbito privado había adquirido más importancia, el espacio privado sigue estando en función del ideal de excelencia que representa la vida pública (Peter, 1980).
En la Edad moderna se produce un cambio copernicano con respecto a la vida privada. Las actividades económicas, que antes pertenecían estrictamente al ámbito familiar, son consideradas ahora de interés público y se convierten en el objetivo preferente de la política. El ámbito público, que en la antigüedad era el lugar de la libertad, de la permanencia y de la excelencia, pasa a centrarse en actividades de orden práctico, como las económicas o las orientadas a garantizar la seguridad física. Por otra parte, el ámbito privado, que antes era una precondición sin importancia, se transforma en el espacio anhelado, donde el individuo busca desarrollar lo más genuino de su personalidad y donde manifiesta toda su riqueza personal.
A la gradual valorización de lo privado, corresponde también un cambio en el modo en que el individuo se percibe y se relaciona. El ciudadano de la antigüedad clásica evitaba describir su mundo interior, pues lo consideraba socialmente irrelevante (Concepción Rodríguez, 1996). Lo mismo ocurría en el contexto social atomizado y jerarquizado de la Edad Media, donde todos se conocían y nadie dudaba del propio papel social.
Con el Renacimiento, se desvanece el sentido negativo de privación que tenía el espacio íntimo en la antigüedad, pero el burgués “ilustrado” sigue ocultando su intimidad detrás de una máscara –como en el teatro clásico–, porque considera que lo importante es el discurso racional y, por tanto, no siente la necesidad de hablar de su identidad interior.
En los siglos sucesivos, sin embargo, el ámbito privado se revaloriza, hasta convertirse, durante el siglo XIX, en el espacio de la felicidad y de la excelencia (Hixson, 1987). Desaparece la máscara, el convencionalismo, el artificio. Los individuos se encuentran como seres privados, que deben desvelar su interioridad. El arte del debate racional, predominante en el período de la ilustración, deja paso a las confidencias. Lo que cuenta es el yo íntimo, los sentimientos, el ocio, lo privado (Goffman, 1959)6.
Nuevos modos de percibir la propia identidad.
Cambia también la forma de percibir el propio yo. En el contexto familiar de la sociedad medieval, fijo y estable, no se piensa en un yo interior que sea distinto a sus manifestaciones visibles. Cada uno cree conocer la identidad propia y ajena, así como el papel que tiene que desempeñar en este mundo para obtener la salvación eterna.
La progresiva movilidad y abigarramiento de la población, en el período de 1500-1800, impedirán ese conocimiento directo del otro, por lo que se abre paso la idea de un yo interior, escondido a la mirada pública. Así, de considerar al yo como no problemático y fácilmente perceptible, se llegará a considerarlo como difícilmente abarcable, incluso para el experto, tal como refleja la teoría psicoanalítica de comienzos del siglo XX (Baumesister, 1986).
Se llega así a otros modos de percibir la propia identidad y de entrar en relación con el prójimo7. En la Europa medieval y en las sociedades de tipo tradicional, el sujeto percibe su identidad a través de un entorno estable y claramente estructurado. Este yo heterónomo, que encuentra fuera de sí las fuentes de la verdad y de la moralidad (Bauman, 1993), sigue hoy presente en las personas sujetas a cualquier tipo de fundamentalismo nacionalista, étnico o religioso.
Con el aumento de la movilidad social en el Renacimiento, empieza a fraguarse el yo racional. Filósofos como Descartes (1596-1650), Locke (1632-1704) y, sobre todo, Kant (1724-1804) sientan las bases de la autonomía moral del individuo, que será comúnmente aceptada por los pensadores del siglo XIX. De hecho, mientras que a comienzos del siglo XVII la filosofía moral se centraba en cómo gobernar y dirigir adecuadamente al público, ya que el individuo sería incapaz de una suficiente autonomía moral, al final del XVIII se suele ya aceptar que los criterios de moralidad deben ser interiorizados, para que la persona se autorregule en modos socialmente adecuados (Becker & Becker, 2003). El protagonista es ahora el sujeto racional, que no necesita consideraciones religiosas o místicas para valorarse. Guiado por la razón, se siente capaz de establecer un pacto con la sociedad, en base a la propia conveniencia. Además, busca mantener la propia autonomía con respecto a los otros, a la naturaleza “irracional” y a la misma divinidad8.
El yo utilitarista fue esbozado filosóficamente por Hobbes9 y ulteriormente delineado por filósofos como Bentham (1748-1832) y Mill (1806-1873). Coincide con el yo racional en el énfasis que ambos atribuyen a la propia personalidad y autonomía, pero el yo utilitarista subordina la razón al poder de la voluntad. Su autorrealización depende de la eficacia que consiga en la persecución de sus muchos deseos e intereses. Considerando como “ilimitadas” las potencialidades de su voluntad, el yo utilitarista intenta maximizar el resultado de sus esfuerzos, para obtener objetivos que, de hecho, son ampliamente deseados, como la felicidad, el éxito, la riqueza, el poder (Woodhead, 1999).
A principios del siglo XIX, con el declive de la influencia social de la religión, se afianza el yo romántico, que ya no busca su sentido vital en el más allá, sino en el presente, en la propia realización personal. Mientras que el Iluminismo consideraba al sujeto como agente autónomo de la razón universal y, por tanto, esencialmente igual a todos los demás seres racionales, el Romanticismo enfatiza el sentimiento, la intuición, la emotividad y la capacidad de crecimiento del individuo. Por tanto, es necesario liberarlo de las ataduras sociales y racionales que le impiden manifestarse en autenticidad. Esas constricciones externas ahogan la singularidad, creatividad y emotividad de su ser más auténtico. Así pues, el yo romántico, único y misterioso, deberá desarrollar sus potencialidades y encontrar su propio camino, en relación conflictiva con la sociedad.
El yo racional del Iluminismo trataba de poner orden a sus impulsos y marcaba claramente los límites de su autonomía con respecto a Dios, a los demás y a las criaturas “no racionales”. Por el contrario, el yo romántico no acepta esos límites, pues se siente íntimamente unido a todo lo existente. No obstante, también esta concepción del sujeto potencia la idea de libertad, la tendencia hacia el intimismo y la consideración del yo como fuente de los valores y de la moralidad. Todo lo que sea expresión auténtica del sujeto será moralmente válido, pues el individuo es intrínsecamente bueno. El único criterio de moralidad es el yo, la autorealización, el sentirse bien consigo mismo. El movimiento Nueva Era (New Age) refleja esta concepción del yo romántico.
En el siglo XX, sigue presente el yo heterónomo, predominante en el período premoderno, el yo racional, que confía en los valores de la Ilustración, el yo utilitarista, que busca la forma más eficaz de lograr el propio interés, y el yo romántico, que resalta la difícil búsqueda de la propia identidad en un entorno social desfavorable. La disponibilidad de esas diversas identidades y el bombardeo de mensajes contradictorios sobre la propia realización personal están saturando la capacidad que tiene el sujeto de conocer y de conocerse. Esta confusión provoca la actual fragmentación del yo postmoderno, incapaz de percibir adecuadamente su propia identidad (Gergen, 1991). Consecuentemente, aumenta la importancia del ámbito privado como refugio emocional, donde la persona intenta encontrarse a sí misma y huir de la vulnerabilidad que percibe en sus relaciones públicas.
Son muchos los autores que hablan de la fragmentación que descentra y desestabiliza la identidad del sujeto postmoderno. Giddens la considera un fruto del rápido y profundo cambio social, que está modificando el cuadro de valores tradicionales y el sentido de autoridad. Además, los procesos de globalización alteran el contexto espacio-temporal de las relaciones, mientras que el flujo continuo de nuevos datos obliga a una continua revisión de los procesos sociales (Giddens, 1991), (Giddens, The consequence of Modernity, 1990). Confundido entre tantos cambios, el sujeto postmoderno necesita “sentidos integradores” que le ayuden a percibir el mundo como una morada: acogedora porque éticamente regulada (Berger, Berger, & Kellner, 1974), (Bell, 1987).
La privatización de las costumbres.
En esta parte, se analizan algunos indicadores sociológicos del proceso de individualización, tales como la urbanización, la privatización de la vida pública, la lectura en privado, la piedad y los códigos de urbanidad (Golomb, 1995), (Seigel, 2005). Los datos se refieren a la sociedad occidental en el período posterior al Renacimiento.
De la comunidad rural al individualismo urbano.
Los factores de tipo socioeconómico han tenido un influjo importante en el proceso de individualización (Shoeman, 1990). Estos aspectos, que habían evolucionado lentamente desde la Edad Media hasta el final del siglo XVII, adquieren nuevo ímpetu en el siglo XVIII. La sociedad rural tradicional se va transformando en urbana, sobre todo después de la revolución industrial; cambia la concepción del ámbito público y el Estado comienza a intervenir en el espacio que antes estaba reservado a las comunidades.
El paso de la sociedad rural a la urbana fue decisivo para el proceso de individualización. En la tarda Edad Media, el individuo se movía dentro de un mundo familiar, en el que todos se conocían y fuera del cual era peligroso aventurarse. Con la revolución industrial, el abigarramiento y superpoblación de las ciudades posibilita el anonimato y la indiferencia de unos hacia otros. Aumenta la especialización social y económica, que libera al individuo de la dependencia del pequeño grupo. La rotura de los estrechos lazos comunitarios de la anterior sociedad rural hace que muchos más ciudadanos puedan disfrutar ahora de un espacio privado que antes estaba al alcance sólo de las clases pudientes.
Superado el estrecho círculo familiar de la Gemeinschaft (Tonnies, 2011), las relaciones sociales se hacen selectivas y compartimentadas (Crook, Pakulski, & Waters, 1992). Lo importante no son ya los lazos afectivos, sino la afinidad de intereses. Como compensación emocional al nuevo espacio público, anónimo e impersonal, el individuo busca en la familia un refugio de interioridad y afectividad.
Los cambios económicos encumbran a la clase media y posibilitan el florecimiento del liberalismo. Ya en las primeras fases de la revolución industrial, son muchos los empresarios que gozan de un nivel económico que les permite afirmarse como individuos autónomos y defenderse de posibles ataques por parte de las instituciones públicas. Cada propietario tiene suficiente libertad para gestionar sus propiedades, situación que contrasta con la dependencia colectiva de períodos anteriores (Moore, 1984).
El individualismo urbano encuentra su fundamento teórico en la idealización liberal del individuo, que será ahora el supremo valor. No es el sujeto el que debe conformarse a la sociedad, sino ésta la que debe ponerse a su servicio.
En el siglo XX, la búsqueda de la propia autonomía y autorrealización se va contraponiendo a cualquier forma de institucionalización. Se piensa que la persona tiene que ser completamente libre para ser auténtica. Consecuentemente, la familia se privatiza, se pone al servicio del sujeto particular y pierde relevancia social (Prost, Frontieres et spaces du privé, 1994). Se hace más corriente el divorcio, la familia monoparental y las parejas de hecho. La misma expresión artística se centra en lo personal, liberando al sujeto de toda normatividad prefijada y facilitando su originalidad. El artista es ahora libre de expresar cualquier concepto y de usar los medios y materiales más diversos, para que su obra sea genuinamente personal (Rush, 2002).
Del mundo de las apariencias al yo íntimo.
Los avances que se producen en Europa a partir del siglo XV hicieron más pronunciadas las diferencias económicas y promovieron el deseo de ostentación, como forma de conseguir la aprobación social. Se cuida con esmero el honor y la imagen pública, dando mucha importancia a la forma de vestir, de adornar la propia casa y de mostrar el gusto personal. Ni siquiera se duda en llegar al duelo armado para defender la propia fama. De hecho, aunque el duelo armado tiene claros antecedentes en la Europa medieval, es en el siglo XVI cuando empieza a ser usado con frecuencia para resolver cuestiones de honor personal (Shoemaker, 2002), (Kiernan, 2005), (Kiernan M., 2005).
Como compensación emocional a este mundo de apariencias, se desarrolla un nuevo gusto por el ámbito privado. Mientras que, en períodos anteriores, la vida retirada, en soledad, era un signo de pobreza, que sólo abrazaban voluntariamente los eremitas por motivos ascéticos, desde finales del siglo XVII se convierte en un refugio deseado, donde el individuo puede dar rienda suelta a su espontaneidad.
En el siglo XVIII, con la Ilustración (Illanes & Saranyana, 1995), se hace más evidente la nueva concepción del ámbito público como espacio de apariencias, un gran teatro en el que cada uno oculta su interioridad detrás del papel que representa. Los peinados barrocos, los maquillajes, los trajes, el lenguaje afectado, todo sirve para ocultar la espontaneidad.
Hoy se suele pensar que la apariencia refleja y modela el propio yo, algo muy distinto a lo que se creía en el siglo XVIII. Entonces se pensaba que el carácter está ya determinado desde el nacimiento y, por tanto, no depende del cuidado de la propia imagen (Sennet, 2006). Los individuos practican el arte de la conversación racional, sin preocuparse por las circunstancias personales de sus interlocutores. Como buenos ilustrados, aceptan la igualdad intrínseca, moral, del ser humano y confían en la autonomía del pensamiento y en la omnipotencia de la razón. Es el ideal de la sinceridad, de la honestidad, de la lealtad, del individuo que desempeña varios roles en la sociedad (Trilling, 2004).
La literatura del siglo XVIII, sin embargo, empieza ya a centrarse en el ideal de la autenticidad, sobre todo en los géneros emergentes de la novela y de la autobiografía (Spacks, 1976), (Maschch, 1997), (Greenblatt, 2005). Esta tendencia se hace evidente en J.-J. Rousseau (1712-1778) (Morgenstern, 1996) y adquirirá fuerza en el siglo XIX. El interés se focaliza en la propia personalidad, en los sentimientos, en lo privado. Desaparece el artificio y el disfraz con que los ilustrados ocultaban el “yo”. Ahora se valora lo auténtico, lo espontáneo y se critica el convencionalismo, arbitrariedad y formalismo que la anterior sociedad aristocrática imponía al sujeto.
Cambia el concepto de amistad, que no viene determinada por lazos de parentesco o clientela, sino por la afinidad afectiva (Wolin, 1997), (Bolufer Peruga, 1997), (Vincent Buffault, 1995). La literatura sentimental no describe ya la familia como linaje o como institución formal, presidida por el pater familias, sino como ámbito íntimo de relaciones espontáneas, afectuosas, donde el individuo puede solazarse y descansar (Bolufer Peruga, 1997).
El giro hacia el yo (turn to the self) se manifiesta también en la relación interpersonal. En el siglo XIX, la conversación no se centra ya en el discurso racional, sino en el descubrimiento de ese yo interior, invisible y misterioso. Los hombres de la época victoriana (Escott, 1897) piensan que el carácter y los estados de ánimo se manifiestan incluso involuntariamente. Hay que ser cautos para que nadie perciba la propia artificialidad y vulnerabilidad. La convención ya no es arte, como en el siglo XVIII, sino disimulo vergonzante. Se siente la necesidad de ocultarse ante un espacio público amenazante. Esta es una de las razones que explican la valorización del ámbito íntimo, aspecto que no se estimaba en la antigüedad. También la vida pública se va deslizando hacia lo psicológico (Béjar, 1990), hasta llegar a la sociedad íntima de nuestro tiempo.
La sensación de indefensión ante la mirada ajena ha sido acentuada por el eco que han tenido los estudios de quinesiología después de la segunda guerra mundial. Éstos analizan las expresiones corporales para intentar identificar los sentimientos de la persona. Son muchos los manuales y programas mediáticos que, basándose en esos estudios, indican cómo conocer la interioridad del interlocutor para atraerlo, saber si miente o manejarlo al propio antojo (Featherstone, 2003).
La progresiva subjetivación de la vida pública.
Lipovetsky considera que el individualismo transpolítico actual había iniciado antes de la revuelta estudiantil de 1968. En el mayo francés, dice, se echa en falta un modelo concreto de la sociedad que se desea construir. Esa revuelta muestra que la militancia de antaño se había transformado en indiferencia, en falta de objetivos, en una subjetivación preocupante de la vida pública. El consumismo egocéntrico se esconde detrás de las reivindicaciones políticas, al tiempo que se difuminan los contornos entre lo político y lo privado, entre la ideología y la poesía, terminando por convertir la realidad en una proyección de sí mismo.
El énfasis en el intimismo ha desvirtuado las relaciones sociales y ha provocado el declive del hombre público. En el período de la Ilustración, la sociedad era considerada como un gran teatro, en el que cada individuo era un actor que ocultaba su interioridad detrás del papel que representaba. Ahora ha desaparecido esa neta distinción entre lo público y lo privado (Clecak, 1983). Los individuos se encuentran como seres privados, que deben manifestar sus sentimientos y sus emociones. La civilidad, que antes protegía el yo interior, pasa a equipararse con transparencia, desvelamiento10. Es el ideal de autenticidad, que ha hecho desaparecer al personaje para dejar en evidencia a la persona vulnerable, desnuda en su intimidad (Prost, Fronteires et espaces du privé, 1987). Consecuentemente, los individuos dejan de buscarse y se desentienden de las tareas comunes (Béjar, 1990).
Las clases dirigentes perciben esta debilidad y la aprovechan con tácticas de tipo psicológico. No importa tanto el programa político cuanto el ganarse al público, cautivarlo con “políticas de intimidad”. Asistimos a una “dramatización y teatralización de la vida política”, equiparada a un espectáculo, en el que se juega constantemente con los golpes de efecto y se olvida el análisis sereno de la raíz de los problemas (Rieffel, 2006), (Sartori, 2008). El político presenta apasionadamente su “yo auténtico”, desnudo, muestra sus propias motivaciones y sentimientos ante los problemas del país, se dirige a la psique del “tú” concreto para implicarlo, hacerle sentir que está con él, provocar su empatía. El talante, la imagen y el atractivo personal del político son más importantes que su capacidad de gestión11. La política parece un espectáculo más, donde no interesa tanto la verdad de los hechos cuanto la buena representación de los actores.
El 15 mayo 2011, inicia en España “el movimiento de los indignados”, que rápidamente se extiende a otros países del mundo. Los manifestantes se muestran desengañados del sistema político y financiero, que ha provocado la actual crisis económica mundial. Reclaman una democracia más participativa y menos corrupta. Habrá que ver si este movimiento, heterogéneo y poco estructurado, no será un ejemplo más de la progresiva privatización del discurso público, carente de una proyección social bien definida12.
La interiorización a través de la lectura.
La lectura en silencio es una de las tareas que ha favorecido el proceso de individualización (Krug, 2005). Antes de la Edad Moderna, solía realizarse en público y en voz alta, lo cual no ayudaba a la interiorización ni permitía aislarse del grupo. Ya en la segunda mitad del siglo XII, con el paso de la lectura monástica a la escolástica, se empieza a estudiar en silencio, pero la lectura narrativa sigue siendo oral y pública.
Durante la Edad Media, se había empezado a escribir en la lengua del pueblo y la escritura había dejado de ser una actividad exclusiva de la jerarquía eclesiástica; sin embargo la popularización de la lectura en privado exigía un mayor índice de alfabetización y un mayor acceso a obras en lengua vernácula. De hecho, la práctica de leer y escribir, como acto personal y mental, que empieza a extenderse a partir del siglo XV, no se generaliza hasta varios siglos más tarde, cuando existe un mayor índice de alfabetización (Wittmann, 1998).
La alfabetización fue favorecida por la difusión de la imprenta (Babin, 1986) y por la promoción protestante de la Biblia en lengua vernácula (Luthy, 1965). Desde mediados del siglo XVI, aumenta el número de bibliotecas particulares, que son especialmente diseñadas para la comodidad y para la lectura en privado. El sujeto puede retirarse y gozar del placer de la lectura en silencio, convirtiendo el trabajo intelectual en un acto de intimidad.
El impulso definitivo de la alfabetización se da con la escuela obligatoria, que gradualmente se impone en Europa en el período que va desde finales del siglo XVIII hasta la segunda mitad del XIX13. Se calcula que, a finales del siglo XVIII, algunas regiones europeas tenían más de un sesenta por ciento de habitantes que sabían firmar, indicio probable de alfabetización. Ya entonces, el nivel económico y formativo de la población norteamericana permitía la presencia de una tipografía en las poblaciones de más de dos mil habitantes (Tanselle, 1981).
La extensión de la lectura en privado y la difusión de publicaciones de signo diferente (libros, manifiestos, opúsculos) favorecieron la afirmación del individuo y el proceso de diferenciación. Muchos grupos usan la imprenta para reforzar la propia identidad (Smith, 1988).
Una literatura más centrada en el yo.
El cambio en los hábitos de lectura va acompañado también de un nuevo tipo de literatura. La mayoría de los géneros literarios usados en la Edad Media –cantares de gesta, romances, novelas de caballerías– daban poco espacio a la individualidad. Muchas de esas obras eran anónimas, de carácter religioso o épico, centradas en lo colectivo y con personajes de tipo prefijado (Goulemot).
Desde el siglo XVI al XVIII, la atención literaria se va centrando en el individuo, si bien no se llega al intimismo. El sujeto individual –no el héroe o el personaje colectivo de etapas anteriores– muestra ahora su punto de vista personal, pero todavía no nos descubre su interioridad (Ruan, 2011).
A finales del siglo XVI, empiezan a aparecer los diarios, la autobiografía, las confesiones y la novela, escrita en primera persona o basada en el género epistolar. Esta tendencia irá adquiriendo fuerza a medida que se acerca el siglo XIX. Sin embargo, no se trata de comunicar los propios sentimientos. Se escribe para uno mismo y de las propias opiniones, por mero placer, pero sin hacer del autor el objeto mismo de la escritura. Incluso las memorias y los diarios, que proliferan en este período, evitan describir la interioridad. Las memorias, de gusto aristocrático, narran sobre todo sucesos públicos, mientras que los diarios se centran en hechos más ordinarios, pero en ningún caso el personaje llega a manifestarnos abiertamente su intimidad. Además, los autores de los diarios suelen excluir su posible publicación.
La obra literaria de Rousseau anuncia ya el paso al romanticismo de principios del siglo XIX, que propugnará la experiencia personal intensa, frente al racionalismo de la Ilustración del siglo XVIII. El ideal de autenticidad personal remplaza al anterior modelo de sinceridad pública. El “yo” íntimo es considerado ahora el núcleo de lo más auténticamente humano y, por tanto, se convierte en objeto preferente de la literatura (Chantler, Davies, & Shaw, 2011).
La piedad se hace más íntima: La Reforma protestante y la Contrarreforma católica influyeron notablemente en el proceso de individualización, al promover una piedad más íntima, que se concreta en formas nuevas de devoción personal. Para algunos autores, se trata de uno de los factores más decisivos en el desarrollo de la esfera íntima, junto al nuevo papel del Estado y al aumento de la alfabetización.
Desde perspectivas diversas, ambas Reformas impulsan la interiorización de la vivencia religiosa, sin olvidarse del aspecto comunitario y de las necesarias mediaciones humanas. La Reforma protestante pone el acento en el polo personal, en la interioridad-sentimiento, mientras que la Reforma católica enfatiza los aspectos institucionales y comunitarios, la exterioridad-responsabilidad. Sin embargo, la distinción no es tan diáfana, pues, ya desde el inicio, se aprecian medidas correctoras por ambas Reformas, para evitar tanto la infravaloración cuanto el excesivo énfasis en las mediaciones externas (comunidad, sacramentos, institución).
El protestantismo promueve una religiosidad más personal e íntima, a través del retorno a la autoridad de las Escrituras, la salvación por la fe y el sacerdocio universal de los creyentes. Sin embargo, la libertad que propone no debe confundirse con el subjetivismo exacerbado. Todo creyente debe tener la Biblia como punto de referencia normativo para su vida personal y eclesial, pero esa interpretación personal debe ser fidedigna y avalada por un análisis crítico, lingüístico y teológico. Se afirma que la salvación es un don gratuito que no depende del valor meritorio o salvífico de nuestras buenas obras, pero no se niega el valor y el deber de ejercitarlas14. La doctrina del sacerdocio universal proclama que el fiel no es menor de edad ni objeto pasivo del cuidado pastoral, pero eso no significa que pueda prescindir de la comunidad ni que pueda proponer la interpretación bíblica que le venga en gana, sino que “la función sacerdotal pertenece a la comunidad cristiana en su conjunto, sin distinción entre clero y laicos”.
La Contrarreforma católica, aunque encarece la asistencia a la eucaristía y a otras celebraciones comunitarias, en reacción polémica con las prácticas protestantes, también potencia la interiorización. En este sentido, promueve la adoración al Santísimo, la oración mental, el rezo en familia o en pequeños grupos, la recitación en silencio del rosario y de otras oraciones, la dirección espiritual para alentar el recto camino interiorLa insistencia en el examen de conciencia y en la confesión individual frecuente ayudó a la interiorización y a una mejor formación moral, aunque favoreció también el individualismo de la moral casuística. Se impulsan también las peregrinaciones y las cofradías, cuyos miembros debían realizar ciertos ejercicios individuales de piedad. El público reconocimiento de los grandes místicos españoles del siglo XVI y posteriores, se encuadra en esta valoración de la experiencia religiosa personal, que alcanza su perfección en la unión mística del alma con Dios.
Por tanto, ambas Reformas contribuyeron a una interiorización de la religiosidad, sin caer en los extremos con que a veces se les ha caricaturizado, pues ni el protestantismo deja al fiel completamente solo ante la divinidad ni el catolicismo le garantiza la salvación con la sola estructura comunitaria y formal. En algunas ocasiones, como la práctica de la confesión pública o comunitaria sugerida por Calvino, el movimiento protestante se aleja más del respeto al fuero interno15. Hoy continúa la búsqueda de una solución más equilibrada.
El aporte protestante al proceso de individualización.
La doctrina protestante va más allá de la católica en la prioridad atribuida al dominio interno sobre el externo (Durkheim, 1966). La intimidad y el recogimiento son el espacio privilegiado del encuentro con Dios. No son las mediaciones humanas o eclesiales, sino la fe lo que posibilita la reconciliación de los pecados y la salvación gratuita de Dios. El puritanismo dará aún más importancia a la experiencia religiosa individual. Ese aspecto, unido a un claro subjetivismo, fue resaltado nuevamente por el pietismo, que reaccionaba así contra el creciente escolasticismo objetivista de la “ortodoxia protestante”16. Por otra parte, la doctrina de la predestinación impulsaba al fiel protestante a discernir constantemente su yo interior, para tratar de percibir si podía considerarse entre los elegidos para la salvación.
Además de favorecer la interiorización de la experiencia religiosa, el protestantismo habría también favorecido el surgimiento de la moderna economía de mercado. Weber y los autores que defienden esta tesis, no tienen presente la importancia de la creatividad económica de la ética católica, con su énfasis en la bondad de la creación. De hecho, los monasterios cistercienses habían tenido una influencia decisiva en el resurgir económico del siglo XII. Más tarde, Franciscanos y Dominicos seguirán animando a los laicos a santificarse a través del trabajo cotidiano. (Novak, 2005).
Muchos autores ponen en duda que el protestantismo haya sido decisivo en el afirmarse del individualismo liberal y del consumismo capitalista, tal como defiende Weber. Esos autores rechazan la tesis de Weber por inconsistente, ya que se fundamenta en escritos pastorales que no reflejan adecuadamente la teología reformada. Sostienen que, más bien, las tendencias individualistas, ya presentes en la sociedad, condicionaron la teología y la moral católica y protestante (Robertson, 1933). Es necesario reconocer, sin embargo, que Weber no afirma que el espíritu capitalista derive directamente de la teología calvinista, sino de las tensiones psicológicas que esa fe provocaba en la praxis del creyente.
Quienes defienden la conexión entre protestantismo e individualismo suelen afirmar que los liberales recogen la línea de pensamiento protestante para insistir en la autonomía moral del individuo frente a cualquier tipo de autoridad, costumbre o convención (Laufer & Wolfe, 1977). La iluminación divina interior es sustituida, en el pensamiento liberal, por la luz de la razón, que posibilita el acceso de todos a la ley moral (yo racional). Al difuminarse la tensión trascendente, la persecución sistemática de la riqueza remplaza a la ascesis puritana que, a través del trabajo incesante y compulsivo, buscaba expiar los propios pecados17. Este paso habría sido aún más fácil en el calvinismo norteamericano, que consideraba el éxito económico como “signo” de predestinación (Morandini, 2000).
El pietismo ha sido también relacionado con el afirmarse del yo romántico. Cuando se pierde la tensión transcendente, el anhelo apasionado del ideal de bondad, verdad y belleza, que el pietismo defendía, habría dado lugar al deseo insaciable que el yo romántico focaliza en el consumismo (Campbell, 1987). Así el ascetismo (self-denial) habría degenerado en la búsqueda compulsiva de la propia satisfacción.
Cambian los códigos de urbanidad y los modos de convivencia.
La atenuación de los vínculos comunitarios medievales lleva a un creciente individualismo solipsista que, con respecto al propio cuerpo, se manifiesta en dos formas características. Por una parte, la focalización en sí mismo se traduce en un nuevo interés por el cuidado del propio cuerpo. El sentirse bien con la propia apariencia es ahora un ideal. Por otra parte, el énfasis en la propia autonomía se traduce también en una actitud más distante hacia el cuerpo humano. Se crea una zona protegida alrededor del cuerpo, se evita el contacto físico y aumenta el sentido del pudor corporal.
Las nuevas normas de urbanidad promueven la pulcritud, la discreción y la modestia, dejando para el ámbito familiar la expresión más espontánea de la emotividad. Se pierde la simplicidad del medioevo, para dar paso a un mayor control sobre las emociones. Un ejemplo concreto es la generalización, a partir del siglo XVI, del uso individual de los utensilios de mesa, lo cual contrasta abiertamente con la costumbre medieval de beber todos de los mismos vasos y de usar las manos para coger la comida del plato común. Queda muy atrás el escándalo de los Venecianos del siglo XI al ver que una princesa, recién llegada de Grecia, usaba el tenedor en vez de comer con las manos (Elias, 1994).
El código de civilidad, de politesse, que adopta la nueva aristocracia de los regímenes absolutistas, contrasta con el ideal de cortesía que animaba a los nobles del medioevo. Básicamente, el cambio se produjo no por razones higiénicas o morales, sino por factores convencionales de sensibilidad social. El “buen gusto” se convierte ahora en la virtud más estimada y en el nuevo criterio de distinción social (Elias, 1994). Ante la amenaza de los nuevos ricos, que pretende emular a los aristócratas, éstos marcan las distancias imponiendo nuevas normas de buen gusto, de las que se declaran jueces e intérpretes. Los banquetes –en los que abunda la diversidad de platos– son una ocasión para mostrar el gusto particular que distingue a cada grupo social y a cada individuo. La aristocracia del siglo XVII llega a asociar su gusto refinado con una diversidad de origen natural que le diferenciaría del vulgo.
Durante el siglo XVIII, el creciente flujo de población hacia las ciudades, con el consiguiente anonimato, acentuará la necesidad de reconocer la identidad personal y el estatus social de las personas a través del gusto y del modo de presentarse (Bourdieu, 2010).
En el siglo XIX, se produce un avance significativo hacia una mayor autonomía individual. La sociedad occidental de tipo caballeresco-cortés, en la que predominaban las relaciones de dependencia y de orden jerárquico, se ha ido transformando en profesional-burguesa. En este ambiente de mayor independencia individual, la contención de las pulsiones primarias no se basa ya en la constricción recíproca, sino en la auto-imposición; no es debida a la consideración que merece el superior o el vecino, sino que es fruto de un imperativo moral individualista; no se trata tanto de mostrar respeto al otro, cuanto de tener dominio sobre sí mismo, pues así se es más humano. De este modo, se interioriza la prohibición de ciertas conductas, que son asociadas a contenidos generadores de angustia y culpabilidad. Lo que antes se promovía como 'natural' ahora se presenta como 'higiénico'. El ideal moderno de autonomía y autosuficiencia resulta cada vez más evidente18.
Cambia la vida familiar y la estructura de la casa doméstica.
El proceso de individualización se aprecia también en el incremento de la conciencia del pudor. Los dormitorios se hacen individuales, se generaliza el uso de la camisa de dormir y la sexualidad se esconde de la mirada pública. El adulterio y el libertinaje pasan al dominio secreto, mientras que la infancia es “preservada” de conocer la dimensión humana de la sexualidad. Se va creando así la esfera íntima y secreta como contrapuesta a la pública.
Cambia también la familia. Al fuerte sentido de pertenencia al clan familiar, que existía en el medioevo, sucede una visión más individualista. A finales del siglo XVIII, se suele dar más importancia a la valía personal que a la pertenencia a una familia determinada. La familia es ahora, sobre todo, el ámbito de la subjetividad, de la afectividad, de la interioridad, el espacio donde el individuo puede manifestarse libremente, sin restricciones.
El diseño de la casa familiar corre paralelo al proceso de individualización y a la progresiva privatización de las costumbres. La casa refleja no sólo el gusto estético o funcional de la gente de una determinada época, sino también sus exigencias de intimidad. Estudios recientes demuestran que los inquilinos sufren trastornos personales y de convivencia cuando los espacios públicos y privados de las viviendas no responden a sus necesidades de privacidad. Es necesario que el edificio permita el disfrute del ámbito íntimo y, al mismo tiempo, favorezca las relaciones sociales. Hogares diseñados para que los padres pudieran observar continuamente a sus hijos han causado graves problemas psicológicos a éstos últimos. Trastornos similares se han observado en residencias de estudiantes cuyo diseño favorecía un contacto excesivamente prolongado del individuo con el público (Gergen & Gergen, Psicologia sociale, 1990). Por otro lado, edificios aparentemente modélicos han provocado problemas de convivencia y de abandono porque carecían de suficientes espacios semipúblicos que permitiesen el desarrollo del sentido de comunidad (Gergen & Gergen, Psicologia sociale, 1990). Es normal, pues, que la casa familiar termine adecuándose en cada época a las necesidades de la gente y que, consecuentemente, el estudio de esas construcciones sea un buen indicio del nivel de individualización (Shapiro, 1998).
La disposición “comunitaria” de la casa medieval empieza a transformarse ya desde el siglo XV: se reduce el tamaño de los cuartos, aparecen escaleras privadas y pasillos, que evitan el paso obligado por el interior, se especializa el cometido de cada sala. El individuo busca ahora espacios retirados dentro de la propia morada, como reflejo de su anhelo de autonomía. Este proceso es ya muy evidente en la vivienda del siglo XVII (Eleb Vidal & Deberre Blanchard, 1989). En la casa londinense del siglo XVIII se incrementan notablemente los espacios privados, signo de una mayor separación entre los sexos y entre amo/servidumbre. En el siglo XIX, desaparece toda ostentosidad, el espacio común queda dividido en múltiples habitaciones y se reserva mucho más lugar a las actividades consideradas “privadas”. Las técnicas de construcción, iluminación y comunicación se ponen al servicio de los nuevos gustos y ayudan a que el domicilio sea más íntimo y confortable.
¿Repliegue narcisista o ideal de autenticidad?.
En la parte anterior, se ha estudiado el proceso de individualización, a través de algunos indicadores, como la urbanización, la lectura en privado, la piedad y los códigos de urbanidad. Se ha visto que la sociedad occidental ha experimentado, desde el Renacimiento, una tendencia a refugiarse en el intimismo y a desentenderse de los valores sociales. El ámbito privado se ha convertido en el espacio anhelado, mientras la mirada se vuelve hacia el yo para buscar ansiosamente la propia realización, satisfacción y autonomía. Los grandes ideales de transformación de la sociedad dejan paso a un repliegue intimista que dificulta la apertura a la diversidad y desaprovecha las posibilidades de la sociedad de la información. El empeño social cede el paso a lo psicológico (Parker, 1997).
Analizaremos primeramente la postura de quienes advierten sobre los peligros del narcisismo hedonista, para centrarnos después en cómo potenciar el actual ideal de autenticidad.
La moralità del self-fulfillment.
La antigua moral de la auto-negación (self-denial) ha sido remplazada por la moralidad de la autorrealización (self-fulfillment) (Rieff, 1966). Mientras aquélla promovía virtudes sociales y valores rigoristas –sinceridad, lealtad, sacrificio, responsabilidad, fidelidad al grupo social–, la nueva moralidad se centra en los valores psicológicos. En lugar del autocontrol y de la disciplina frente a las propias pulsiones, ahora se propone el placer como criterio de moralidad. El sentirse bien consigo mismo es el objetivo directamente buscado, en vez de ser un efecto secundario de la dedicación altruista a otros ideales. Se considera que la felicidad depende de la autorrealización y ésta es fruto del ser fiel a sí mismo. Sin embargo, esa autenticidad suele ser reducida a autonomía individualista, a vivir tranquilamente el presente, sin exageraciones, sin grandes ilusiones, cómodamente instalados en la superficialidad. Consecuentemente, se rechaza todo lo que signifique conflicto, riesgo, dolor, compromiso
La obsesión por cuidar la propia imagen.
Mientras que en el siglo XIX se insistía en aquellas virtudes que reflejan la formación del carácter, ahora el interés se focaliza en el atractivo de la propia personalidad. El individuo busca sentirse bien, contemplando su cuidada imagen en el espejo de los demás; busca el propio placer haciéndose agradable a los otros. La apariencia y la presentación corporal, que en el siglo XVIII ocultaban y protegían el yo interior, ahora expresan y modelan la identidad. El éxito social y la propia autoestima dependen de la imagen ganadora que el sujeto logre proyectar.
La publicidad ofrece innumerables productos para cuidar la propia imagen y ser así el centro de atención. La gratificación inmediata, el prestigio y el estatus social son más valorados que la recompensa del más allá y que el perdurar en la memoria colectiva.
Las empresas médicas y farmacéuticas explotan el narcisismo y el anhelo de autenticidad del individuo occidental. Operaciones estéticas, dietas, cambios de sexo, modificaciones profundas del propio cuerpo, productos de belleza, hormonas, estimulantes, tranquilizantes, antidepresivos y otros psicofármacos son promovidos como el mejor modo de ser uno mismo, de sacar a la luz el yo más auténtico, encontrando así la plena realización y satisfacción consigo mismo (self-fulfillment). A la vez que se crea el producto, se induce también la necesidad de comprarlo.
La estética sin la ética.
Lo que antes era visto como un consumo peligroso, propio de gente marginal, hoy es presentado como el modo más rápido de responder adecuadamente a las exigencias de la sociedad. No basta con sanar al enfermo, hay que “curar” al sano, convencerle de que debe sentirse aún mejor, modelando de alguna forma su personalidad (Degrazia, 2005). La publicidad presenta esas “soluciones” como el mejor modo de desvelar el verdadero yo, liberándolo de ataduras patológicas, defectos congénitos o circunstancias indeseables.
En lugar de aceptar serenamente la propia limitación, se busca ansiosamente la técnica o la droga que nos transforme, sin esfuerzo, en lo que no somos. Se trata al propio cuerpo como si fuera un accesorio que es preciso modelar para que no obstaculice la propia identidad.
Haiken señala la década de 1920 como el comienzo, en USA, de la obsesión por modelar estéticamente el propio cuerpo, para ser socialmente aceptable y mejorar la propia autoestima. Antes de esa década, no se pensaba que el cuerpo humano fuese frecuentemente patológico y necesitase “arreglos” para evitar que el individuo desarrollase complejos de inferioridad (Haiken, 1997). En la década de 1930, las mujeres de USA consideraban ya el maquillaje como estrechamente ligado a la expresión de la propia identidad. Hoy el individuo puede estar tan obsesionado con el reflejo de su propia imagen que nunca llegue a descubrir lo que realmente es.
El repliegue narcisista.
Algunos autores afirman que el progresivo “giro hacia el yo” (turn to the self) ha desembocado en un peligroso egocentrismo. El sujeto actual no es ya el ser activo –síntesis de razón y pasión– que busca la intimidad como un espacio de desarrollo personal y de preparación para la vida pública. Se trata más bien de una persona pasiva, desconfiada, instalada indolentemente en su vida privada (Lasch, 1979). Este relativismo “dulce”, egocéntrico, se desentiende de las verdades permanentes y se presenta como condición necesaria para garantizar una sociedad abierta y tolerante (Bloom, 1987). La “dictadura del relativismo” rechaza y ridiculiza, como intransigente y antidemocrático, todo lo que se le oponga, incluyendo la fe y la trascendencia. La moral se reduce a estadística o a sociología. El instinto y el pragmatismo interesado sustituyen a los valores, dejando el campo libre a la ley del más fuerte, a la insolidaridad y a la “desmoralización” de una vida sin proyecto ni ilusión.
El yo fragmentado de la postmodernidad no ha encontrado un sentido unificador a la propia vida y difícilmente acepta la fragilidad, el límite y el fracaso. Toda la existencia se convierte en fragmentaria, compartimentada, en una búsqueda ansiosa de la gratificación instantánea. Sin una meta que pueda dar sentido al presente, el individuo narcisista se centra en lo inmediato, dejando a un lado las cuestiones existenciales más profundas. Por ejemplo, las pandillas de jóvenes marginales, que proliferan en los suburbios, reflejan esa personalidad fragmentada, consumista, que busca probar, sentir, experimentar y conseguir todo inmediatamente, ya que el mañana puede que nunca llegue. Este modelo de gratificación inmediata expresa un individualismo extremo que, para encontrar refugio e identidad, necesita la comuna como forma provisional e inestable de socialización (Castells, 1998).
La difícil apertura al otro.
El individuo centrado en sí mismo no es capaz de afrontar el desafío de la diversidad. Buscando la propia satisfacción, se hace un dios a medida y utiliza sin escrúpulos a los demás. Vive las relaciones personales, e incluso las sexuales, como si fueran un producto más de consumo; renuncia al compromiso de hacerlas crecer y perdurar. Usa, consume y se marcha. Afirma su personalidad acentuando la propia independencia de todo y de todos, pues ve la realidad en función de sí mismo. De este modo, se transforma en el consumidor perfecto, que utiliza todo sin escrúpulos, para abandonarlo en cuanto no le es útil. El “hasta que la muerte nos separe” se transforma en un simple “mientras esto funcione”. No se siente gratuita y afectuosamente unido a los otros y a las cosas. Todo es para él transitorio, efímero, funcional.
El sujeto utilitarista y egocéntrico no respeta la alteridad ni se siente afectivamente implicado en lo que le rodea. La fragmentación del yo le impide considerar responsablemente las consecuencias, a largo plazo, de las propias acciones. Todo lo subordina al mito del progreso y de la eficacia inmediata. Lo que la técnica permite se hace y basta. No hay tiempo que perder en cuestiones éticas o en posibles consecuencias ecológicas (Baert, 2002). Está dispuesto a cualquier cosa, con tal de superar la propia enfermedad, el dolor y la muerte. Por tanto, acepta fácilmente que la ciencia y la técnica puedan transformar los seres humanos en objetos realizables en laboratorio (ingeniería genética), desechables cuando estén averiados (eutanasia), utilizables para obtener piezas de recambio (mercado de órganos y de embriones).
Incluso los hijos entran en la lógica del dominio. El deseo natural de tener un hijo se transforma en obsesiva voluntad de potencia, dispuesta a todo con tal de ser madre o padre. De este modo, la maternidad deja de ser hospitalidad gozosa y gratuita del don de la vida. El hijo se convierte en un objeto poseído, programado a medida, seleccionado “a la carta”, perdiéndose así la admiración y el respeto ante el misterio del tú.
Se debilita el sentido de comunidad.
La falta de apertura a sí mismo, al Otro, a los otros y a la naturaleza crea dispersión, autocomplacencia y ansiedad. El narcisista está tan preocupado de sí mismo que no es capaz de mantener una vida social equilibrada y tampoco se da cuenta de los mecanismos de dominación. La preminencia de los valores psicológicos ha roto la separación entre lo público y lo privado, con lo que el sujeto pierde la distancia necesaria para ser crítico. Al desentenderse del ámbito público, se hace vulnerable, manipulable. Ve la realidad en referencia a sí mismo, como si no existiera nada más que su 'yo'. Todo lo explica desde la propia psicología, incluyendo sus éxitos y fracasos. Vive en perpetua ansiedad, porque es un individuo desajustado, victimista, que todo reduce a “experiencias” sin sentido, a una búsqueda incesante del placer, pues nada le satisface.
La persona narcisista necesita de los otros y busca su aprecio, pero sólo porque le son útiles. Su inseguridad, ante un mundo exterior que percibe como amenazante, le lleva a refugiarse en grupos pequeños, que puedan garantizarle la serenidad y el confort. La vida colectiva queda reducida, cuando mucho, a una existencia vecinal. La hostilidad entre esos ghettos (o pandillas, en el caso de los jóvenes) ayuda a reforzar la identidad del grupo y es una prolongación de la rivalidad que impregna las relaciones personales del narcisista.
Hoy se ha perdido el sentido positivo que tenía la comunidad en otras épocas. Se está lejos, por ejemplo, de la sociedad del contrato social descrita por Rousseau, que se asentaba sobre la voluntad general y era el fruto del esfuerzo conjunto de todos ciudadanos, quienes consideraban prioritaria la tarea de construirla.
Por una potenciación del ideal de autenticidad.
Otros autores prefieren resaltar los valores positivos del ideal de autenticidad, que impregna hoy las relaciones y la vivencia de la identidad. Según estos autores, la Gemeinschaft destructiva, de que habla Sennett, no puede aplicarse a la mayoría de las relaciones personales del hombre moderno, pues sólo es válida para ciertos casos de dominio y servidumbre. Tampoco aceptan que en la cultura moderna exista un narcisismo generalizado19 y una continua lucha subterránea.
En contraste con el iluminismo, que ensalzó la autonomía del individuo (yo racional), hoy se valoriza la autenticidad, incorporando así aspectos del yo romántico. Ferrara afirma que el ideal de autenticidad es una forma de compaginar moralidad y autorrealización. No es una regresión al estadio pre-moderno, sino un avance en el proceso de racionalización. De hecho, la supresión sistemática de emociones y sentimientos, exigida por la anterior ética de autonomía, llevaba consigo importantes costes personales.
La propuesta de Charles Taylor.
Taylor también se opone a la visión pesimista de la modernidad (Taylor, The ethics of authenticity, 1991), aunque reconoce los peligros de la ética de autorrealización y del ideal de autenticidad, que están a la base de la cultura contemporánea. Taylor cree que la filosofía moderna ha sido incapaz de valorizar el moderno giro hacia el yo (turn to the self), porque está imbuida de un cientifismo objetivista, que arrincona los aspectos morales y religiosos en el ámbito subjetivo. La identidad personal es analizada en forma “neutra”, prescindiendo de las relaciones que la definen. Consecuentemente, no es capaz de percibir que la orientación hacia el bien, dentro de un marco moral, sigue siendo hoy lo que da sentido y valor a la vida del individuo actual (Taylor , Sources of the self. The making of the modern identity, 1996).
Según Taylor, es muy positivo que la modernidad haya afirmado la vida, los derechos humanos y la justicia a escala planetaria. Las catástrofes naturales y el sufrimiento despiertan movimientos universales de solidaridad, sobre todo en los países latinos católicos. La afirmación de los derechos humanos, como incondicionales y universales, no se hubiera conseguido en un tipo de sociedad menos plural. En estos y otros aspectos, la cultura moderna ha puesto en práctica valores cristianos hasta un nivel inimaginable en la situación anterior de cristiandad (Taylor, A Catholic Modernity?, 1996).
Aspectos que es necesario superar.
Como aspectos negativos, Taylor cita el individualismo, el abuso de la razón instrumental, el humanismo exclusivista –que se centra en el mito del progreso y rechaza la trascendencia– (Taylor, A Catholic Modernity?, 1996) y el abandono de la esfera pública en manos de burócratas, como si nada se pudiera hacer contra las fuerzas ocultas que determinan la marcha de la sociedad (Taylor, A Catholic Modernity?, 1996).
Taylor considera que el ideal de autenticidad empieza a fraguarse en el siglo XVIII, cuando se valoriza la conciencia individual y el sentido moral de cada persona. Más tarde, se afirma la necesidad de ser coherente con los propios sentimientos.
Hoy la autenticidad es ya una condición imprescindible para ser humanos (Taylor, The ethics of authenticity, 1991). Taylor reconoce que algunas deformaciones autocomplacientes de este ideal llevan al narcisismo, a desentenderse del dominio público y a dejar a un lado las virtudes sociales y los valores tradicionales. Sin embargo, esas desviaciones no pueden confundirse con el propio ideal.
Taylor se propone articular ese ideal, separándolo de esos aspectos negativos que lo ensombrecen (Taylor, A Catholic Modernity?, 1996). El ideal de autenticidad no es una invitación a la anomía moral y a la autocomplacencia atomística, sino que –bien entendido– genera imperativos morales interiorizados y convierte al individuo en un ser más autónomo, sociable y responsable.
Taylor intenta sacar a la luz los valores sentidos en la sociedad moderna, tales como la noción de libertad e individualidad, purificándolos de añadidos peligrosos, que convierten la propia identidad en fragmentaria, superficial y egocéntrica. Uno de esos añadidos, que acaban por corromper el ideal de autenticidad, es la libertad de autodeterminación, la cual equivale a ejercer la propia capacidad de elección sin dejarse influenciar por factores externos. Su aparente similitud con el ideal de autenticidad hace que muchos autores rechacen éste último, aplicándole defectos que no le pertenecen (Taylor, The ethics of authenticity, 1991). Es cierto que ambos coinciden en valorar la introspección y la falta de convencionalismo, pero no se puede atribuir al ideal de autenticidad las tendencias individualistas, egocéntricas y narcisistas. Cada uno debe buscar el equilibrio justo entre las exigencias de las normas morales y la propia realización personal.
Elementos constitutivos del ideal de autenticidad.
Taylor afirma que no se puede hablar de ideal de autenticidad sin la apertura al otro y sin la auto-transcendencia (Taylor, The ethics of authenticity, 1991). La primera exige la necesidad de reconocimiento –the need for recognition–, lo cual implica formar la propia identidad, adquirir una adecuada autoconciencia, mantener relaciones profundas y compartir valores. La necesidad de auto-transcendencia se concreta en el respeto a las normas sociales y a la naturaleza, en la solidaridad y en la apertura a la divinidad (Taylor, The ethics of authenticity, 1991). Sin este horizonte de referencias importantes, no es posible realizar una elección que sea significativa y coherente con la formación de la propia identidad (Taylor , Sources of the self. The making of the modern identity, 1996).
El hombre moderno aprecia su interioridad como espacio moral que le pertenece ontológicamente. Ese yo interior se expresa y desarrolla en la vida ordinaria, pero esto no implica el rechazar a Dios como Bien último y fuente de sentido. Es necesario llegar a una adecuada articulación y a una restauración del “nosotros” como sujeto de acción social.
Existe, por tanto, una tensión entre la verdadera cultura de la autenticidad, que transciende al sujeto, y otra presentación falseada de la misma, que no traspasa los contornos de la propia subjetividad. La primera es plenamente positiva y moral, mientras que la segunda abandona la relación dialógica con los otros, para quedarse en una autodeterminación narcisista. Así pues, se debe recuperar la auto-trascendencia que caracteriza al verdadero ideal de autenticidad.
Una comunicación basada en el ideal de autenticidad.
Ante las deformaciones del ideal de autenticidad, que llevan al repliegue narcisista, la antropología teológica recuerda que la verdadera identidad del ser humano es inseparable de su condición de creatura y de su intrínseca sociabilidad20. Dios hace posible que la persona sea lo que ella es. El reconocerse criatura amada por Dios no disminuye la dignidad, autonomía y grandeza del ser humano, sino que las hace más reales y auténticas. La verdad es la base de la libertad (Jn 8,32). Por tanto, no se justifica el yo heterónomo, ni tampoco la autonomía autosuficiente y cerrada de ciertas concepciones del yo (VS 40-41).
Descubrir el propio yo en el encuentro gozoso con el tú.
Las distintas identidades del yo, que se han ido fraguando a lo largo de la modernidad, son un desafío que no se puede ignorar. ¿Por qué han tenido tanto eco en la sociedad? Movimientos como la Nueva Era (New Age) muestran la fuerza de esas identidades que acentúan la autosuficiencia del yo y su capacidad de “salvarse a sí mismo” (Heelas , 2008). La fuerza de voluntad del yo utilitarista y el acento sobre la emotividad del yo romántico podrían estar detrás de esa reacción contra los límites impuestos por la razón, la competitividad y el mecanicismo. La notable extensión del movimiento carismático, católico y protestante, podría también interpretarse como una manifestación del anhelo de protagonismo y del deseo de integrar la propia emotividad en la experiencia religiosa. ¿Cómo responder teológicamente al giro hacia el yo (turn to the self) y al ideal de autenticidad?.
La teología moral debe afrontar el reto de la razón instrumental y del humanismo exclusivista que, según Taylor, son una degeneración del ideal de autenticidad. Para ello, debe expresar claramente la convergencia entre los valores cristianos (teonomía) y la racionalidad moderna (autonomía), partiendo del valor inalienable de la persona humana (GS 12) y sin negar su intrínseca apertura a la trascendencia.
Descubriéndose como sujeto moral autónomo y, al mismo tiempo, fruto del Amor, el ser humano se siente libre para amar. De este modo, la exigencia moral más auténtica no será la sumisión heterónoma a innumerables listas de preceptos, sino la respuesta gozosa, libre y agradecida, a la llamada del Dios liberador. Se conseguirá así dar sentido y orientación a toda la existencia humana, integrando armónicamente la obligación del deber y de la justicia con el anhelo de felicidad y autonomía de las identidades modernas.
Los MCS al servicio del comunicarse en autenticidad.
El ideal de autenticidad deberá orientar y dar sentido humano a la comunicación interpersonal y a la información mediática, cada vez más centradas en el yo. Es necesario encontrar un nuevo equilibrio en el dinamismo con que la persona se revela/oculta y en el modo en que los MCS informan sobre la intimidad. La dignidad humana exige que la comunicación sea auténtica, expresión de aquel vivir en la verdad al que todos somos llamados.
Ya en la sociedad lúdica del imperio romano, que ofrecía “pan y circo” a las masas21, los Padres de la Iglesia alertaban sobre la ambivalencia de los espectáculos. Para ellos, el riesgo no reside tanto en su contenido inmoral, cuanto en el peligro que suponen para el criterio de verdad (ratio veritatis), pues difuminan la distinción entre lo verdadero y lo falso. Un mismo actor puede representar a personajes de diferente sexo, edad y condición social. Curiosamente, el actor es más verdadero en la medida en que es más falso, es decir en la medida en que oculte mejor la verdad sobre su propia identidad para asumir aquélla de los personajes que representa. El espectador se deleita sufriendo, mientras observa la tragedia representada, pero no se siente responsable, pues todo es para él una mera ficción. S. Agustín hacía estas reflexiones sobre los espectáculos teatrales: ¿Por qué uno querrá sentir allí dolor, cuando ve cosas tristes y trágicas? [...] El espectador quiere sentir dolor con esas cosas y su dolor es un placer. ¿Qué es esto sino una incomprensible locura? [...] ¿Qué clase de misericordia puede haber en las cosas fingidas del teatro? Porque no se provoca al espectador a socorrer a uno, sino que sólo se le invita a condolerse, y en cambio el actor de tales imágenes le favorece tanto más cuando más dolor siente (San Agustin, 2000).
Los Padres alertan sobre el peligro de convertirnos en espectadores o actores en una pseudorealidad sin consistencia ontológica, en la que cada uno se deja llevar de la curiosidad irresponsable y asume distintas personalidades según la conveniencia del momento. Esa irresponsabilidad amenaza el “vivir en la verdad”.
Hoy, como ayer, el gran teatro del mundo no puede ser reducido a mera ficción, pues nada escapa a la mirada de Dios. La exigencia ética de responsabilidad y de autenticidad en las relaciones sigue siendo válida, aunque la realidad virtual a la que hoy estamos acostumbrados sea distinta a los espectáculos que los Padres de la Iglesia criticaban.
Conclusiones.
El proceso de individualización, que se manifiesta en la progresiva privatización de las costumbres, en la valoración del ámbito íntimo y en el giro hacia el yo, ofrece nuevas posibilidades para que la persona humana defienda su dignidad y establezca relaciones auténticas. Sin embargo, es preciso superar el relativismo narcisista, que amenaza con alienar al hombre en una soledad dulce, dejándolo indefenso ante todo tipo de manipulación. La restauración del espíritu comunitario pasa por articular correctamente el moderno ideal de autenticidad y por recuperar al otro como referente necesario. Ni ego cogito, ni ego conquiro, sino amatus sum, ergo sum.
La teología moral tiene que responder al actual giro hacia el yo y al desencanto de la postmodernidad. El debilitamiento de los valores “fuertes” no parece aconsejar una propuesta moral que insista en la obligación y en la responsabilidad (self-denial) –en lo que “hay que hacer”–, sino más bien que oriente, anime y dé sentido a una mayor apertura solidaria a los otros. Será una propuesta positiva y esperanzadora, exigente y comprometida, de máximos (Mt 5, 48), que muestre la riqueza de la identidad humana y el gozo de vivirla en el respeto y en la comunión.
El exhibicionismo, la curiosidad morbosa y la comercialización de la intimidad atentan contra la dignidad del ser humano y le impiden desarrollarse armónicamente. La persona necesita incorporar adecuadamente las nuevas posibilidades que le ofrece la sociedad de la información, sin que su comunicarse deje de ser “encarnado”, respetuoso, auténticamente humano. Para ello, es necesario que la sociedad ampare y proteja la intimidad individual, a través de la sensibilización de las conciencias, la autorregulación ética y el marco jurídico-legal.
Las tecnologías actuales, como las representaciones de ayer, pueden llevarnos a establecer relaciones narcisistas y a buscar ansiosamente la evasión inconsistente, pero también, si usadas “con sabiduría, pueden contribuir a satisfacer el deseo de sentido, de verdad y de unidad que sigue siendo la aspiración más profunda del ser humano” (Benedicto XVI, 2010).
Notas
1. Vice-Rettore della Pontificia Università Antonianum, Roma.
2. Desde el punto de vista médico, el DSM-IV afirma que la patología del narcisismo está caracterizada por “a pervasive pattern of grandiosity (in fantasy or behavior), need for admiration, and lack of empathy”, especificando a continuación nueve características. American Psychiatric Association, Diagnostic and statistical manual of mental disorders (DSM-IV), Washington DC 19944 (3 reimpresión), 661.
3. El modo selectivo con que muchos usan los MCS refleja la dificultad que encuentra para abrirse a la diversidad y a la verdad. Decía Miguel de Unamuno: “Los más de los lectores se saben de memoria su periódico, y ¡les es tan dulce oírse a sí mismos mientras toman el chocolate!”. Citada en J.L. Martínez Albertos, El lenguaje periodístico, Paraninfo, Madrid, 1989, 99.
4. En España, el número de personas que viven solas ha pasado de 1,6 millones en 1991 a 2,95 millones en 2001. En el período 2000-2008 se ha duplicado el número de hombres que viven solos. Instituto Nacional de Estadística [=INE], Mujeres y hombres en España 2010, Madrid 2010, 17.
5. Ya en 1973, el canal Public Broadcasting Service (PBS) había puesto en onda doce episodios de la serie “An American Family”, que mostraba con todo detalle la vida familiar del empresario William C. Laud, en Santa Bárbara (California). La serie era el resultado de trescientas horas de grabación, realizadas dos años antes. Los protagonistas creían ser una familia ejemplar, sin nada que ocultar, pero descubrieron “en vivo” la homosexualidad de uno de los hijos y llegaron a divorciarse durante el período de grabación. (Ruoff, 2002), posteriormente, en 1992, la cadena MTV puso en onda el programa “The Real World”, que asume ya el formato de los actuales reality shows. Esta serie sigue emitiéndose hoy día.
6. Goffman niega ese yo auténtico y autónomo, para referirse a él como el resultado (Goffman, 1959) de los diversos papeles que representa: “This self is a product of a scene that comes off”.
7. Esta síntesis sobre las distintas identidades sigue, básicamente, la propuesta por S.M. Tipton, Getting saved from the sixties. Moral meaning in conversion and cultural change, Univ. California press, Berkeley 1982. En realidad, estas identidades no se reducen a una época determinada e incluyen dentro de sí otras muchas posibles matizaciones.
8. Margolis llama “exchanger self” al yo racional, autosuficiente, calculador, artífice de sí mismo, que surge con la modernidad y que se ajusta a la competitividad de la sociedad de mercado. Afirma que esta visión de sí mismo es evidente ya en el siglo XVIII y continúa siendo predominante hoy día, sobre todo entre los varones occidentales. Éstos tienden a verse y a ver a los demás como productos que pueden ser comprados o modificados según los intereses del momento. Cada uno se hace a sí mismo, busca el propio interés y tiene un precio. “Unbound from land and lord, [...] the self became property”. (Margolis, 1998).
9. Hobbes (1588-1679) considera que el instinto de conservación es universal e ineludible, de modo que todos los hombres lo anteponen a cualquier otra consideración ética. Por eso, el Estado –“omnipotente Leviatán”– debe vigilar para evitar los abusos. “The liberty of a subject, lieth therefore only in those things which, in regulating their actions, the sovereign hath permitted”. (Hobbes, 2011).
10. La civilidad protegía al individuo de la Gemeinschaft destructiva: “Definirei la 'civiltà' come l'attività che pone gli individui gli uni al riparo dagli altri e che, tuttavia, consente loro di godere della reciproca compagnia. Indossare una maschera è l'essenza della civiltà”. R. Sennett, Il declino..., 325. “La gente riesce a essere socievole soltanto quando si sente protetta dagli altri; senza barriere, senza confini, senza il distacco reciproco [...], gli individui sono distruttivi”. Ibid., 382.
11. “Le candidat ou le responsable n'a plus de public à vaincre, mais des individus à toucher”. A. Prost, Frontières…, 151. Tony Blair habría sido un buen ejemplo: J.H. Grainger, Tony Blair and the ideal type, Imprint Academic, Exeter 2005, 41-44. Rodríguez Zapatero presumía de “talante” y eso le dificultó el aceptar la evidencia de la crisis económica que se cernía sobre España. Por su parte, Berlusconi habría sido un maestro en el uso de la propia imagen, anulando la distinción entre lo público y lo privado. C. M. Belpoliti, Il corpo del capo, Guanda, Parma 2011.
12. Comparando las revueltas estudiantiles del 1968 y las del 1986 en Francia, Béjar concluye que el individualismo de 1968 no era fundamentalmente utópico, sino militante, con un énfasis en reivindicaciones sociales antijerárquicas y antitradicionales. En 1986, se habría perdido buena parte de aquella proyección social, las reivindicaciones son puramente individualistas, particularistas y defensivas. (Béjar, 1990).
13. Por ejemplo, Prusia la declaró obligatoria en 1763; Francia en 1882.
14. Las obras buenas son el fruto necesario de la justificación sola fide. “Good works do not make a good man, but a good man does good works”. M. Luther, The freedom of a Christian, in T.F. Lull, ed., Martin Luther's basic theological writings, Fortress, Minneapolis 1989, 613. “Righteousness does not consist in works, although neither can nor ought to be wanting”. Ibid., 624-625. Incluso el trabajo cotidiano es visto como una vocación a profundizar en la propia fe. M. Lutero, Alla nobiltà della nazione tedesca, in ID, Scritti politici, Utet, Torino 1949, 189. Weber cita ejemplos en que algún calvinista “scivola in una grossolana santificazione delle opere”. M. Weber, L'etica protestante e lo spirito del capitalismo, Sansoni, Firenze 1965, 199, nota 1.
15. Calvino propone la confesión disciplinar pública y la comunitaria litúrgica entre los cuatro modos posibles de confesión. J.R. Ramos-Regidor, El sacramento de la penitencia. Reflexión teológica a la luz de la Biblia, la historia y la pastoral, Sígueme, Salamanca 1915, 243-244.
16. El pietismo florece en Alemania durante los siglos XVII y XVIII. Sus máximos representantes son P.J. Spener (1635-1705) e A. Francke (1663-1727).
17. El fiel puritano considera que, para redimirse, necesita ejercitar sin reservas las virtudes de la diligencia, puntualidad y laboriosidad, que adquieren valor por sí mismas, sin una referencia explícita al amor al prójimo. M. Walzer, La rivoluzione dei santi. Il puritanesimo alle origini del radicalismo politico, Claudiana, Torino 1996, 247; R.H. Tawney, Religion and the rise of capitalism, Transaction, New Brunswick 1998 (2ª reimpresión 2000; orig. 1926). El fácil paso desde el trabajo compulsivo al consumismo hedonista se refleja en el dicho americano: “The Quakers came to Pennsylvania to do good and ended up doing well”.
18. Por ejemplo, escupir en público tenía pocas restricciones durante la Edad Media (“do not spit on or over the table”. N. Elias, The civilizing…, 53), “mientras que en el siglo XVI las presiones se intensifican (a la prohibición social de escupir sobre la mesa –sí podía hacerse por debajo– se añade la conveniencia de tapar con el zapato el escupitajo), hasta llegar a considerar, en el siglo XIX, el hábito de escupir como una práctica simplemente asquerosa”. H. Béjar, El ámbito..., 178.
19. El DSM-IV considera que el narcisismo es un trastorno de la personalidad que sufren del 2% al 16% de la población clínica y menos de un 1% de la población general. Este porcentaje es mínimo si lo comparamos con el trastorno depresivo mayor, que alcanza al 10-25% de las mujeres y al 5-12% de los hombres. (DSM-IV, 341). Por tanto, no puede decirse que exista una “epidemia” de narcisismo; más bien puede hablarse de características narcisistas, sin que se llegue al trastorno en cuanto tal. Otros autores, sin embargo, afirman que un 10% de los jóvenes de USA, entre 20 y 30 años, sufren de narcisismo, provocado, entre otros factores, por la insistencia mediática en la auto-estima y la auto-promoción. J. Twenge – W.K. Campbell, The narcissism epidemic: living in the age of entitlement, Free Press, New York 2009.
20. “El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social”. GS 12; cf. León XIII, Carta encíclica Libertas, 20-06- 1888, en ASS 20 (1887-1888) 593-613, n. 46; Juan XXIII, Carta encíclica Pacem in terris, 11-04-1963, en AAS 55 (1963) 257-304, n. 19; Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 30-12-1988, en AAS 81 (1989) 393-521, n. 40.
21. Ya en el siglo I, el poeta Juvenal se lamentaba del populismo de los emperadores romanos, que distraían a la gente con 'pan y circo': “Iam pridem, ex quo suffragia nulli uendimus, effudit curas; nam qui dabat olim imperium, fasces, legiones, omnia, nunc se continet atque duas tantum res anxius optat, panem et circenses”.
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Ágora USB V. 12 N 2. Julio - Diciembre 2012
Medellín-Colombia PP. 214- 547 ISSN: 1657-8031 |