Marco legal / Afectividad
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El Amor: ¿Pasión, Sentimiento, Estado? Revisión de relevantes tesis del s. XX
Juan Fernando Sellés *

Resumen: en este trabajo revisamos tres tesis sobre el amor de diferentes autores del s. XX pertenecientes a diversas escuelas de pensamiento, a saber: a) el amor es una pasión: Marcuse, Fromm y Sartre; b) el amor es un sentimiento: Haecker, Hildebrand y Arendt; c) el amor es un estado: Laín Entralgo, Julián Marías y M. Cabada.
Palabras clave: amor, pasión, sentimiento, estado, filosofía, s. XX.

1. Planteamiento
En la actualidad es muy pertinente revisar las diversas concepciones habidas sobre el amor personal a lo largo de la historia del pensamiento, no sólo porque ha sido un tema poco estudiado teóricamente, sino también porque, además de tal desconocimiento, tenemos dificultad en vivirlo. Ahora bien, como la revisión de la historia sobre este tema ya se ha llevado a cabo en otros trabajos1, en este se atenderá en exclusiva a la historia reciente, es decir, a algunos pensadores del s. XX, y nos centraremos solamente en tres líneas de interpretación: a) la de pensadores que consideran que el amor es una pasión, en la que revisaremos el parecer de Marcuse, Fromm y Sartre; b) la de quienes lo consideran más bien como un sentimiento: Haecker, Hildebrand, Arendt y A. Soble; c) la de aquellos otros que lo conciben como un estado, condición o situación del sujeto: Laín Entralgo y Julián Marías.
Las precedentes líneas hermenéuticas se distinguen, a su vez, de otras tendencias interpretativas habidas respecto de este tema en el s. XX, en concreto, de las siguientes: a) de la que lo considera como una dimensión radical de la intimidad humana, algo así —podríamos decir en términos tomados en préstamo de la filosofía clásica medieval— como el acto de ser del hombre: Scheler, Buber, Maritain, Jaspers, Ortega y Gasset, Marcel, E. Stein, Guardini, L. Polo; b) la de quienes lo consideran como un acto o una virtud de la voluntad, potencia que —siguiendo la aludida terminología— se encuadraría en la esencia del hombre: Blondel, Nédoncelle, Lacroix, Pieper, Zubiri, Wilhelmsen, Mouroux, Wojtyla, J.-L. Marion, M.-D. Philipe, J. J. Pérez-Soba; c) la de los que lo consideran como una realidad que engloba las diversas dimensiones del hombre —físicas, inmateriales y espirituales—, es decir, una visión englobante o totalizante: G. Thibon, C. S. Lewis; d) la de los que piensan que el amor es, sobre todo, un don sobrenatural divino, tesis cuyo precedente en el s. XIX fue Kierkegaard, y que cuenta como defensores en el XX, entre otros, a Ricoeur.

2. El amor como pasión
a) H. Marcuse. En su obra Eros y civilización pretendió conciliar la liberación social que reivindicaba la concepción marxista con la liberación sexual preconizada por el psicoanálisis de Freud. En ella trata de explicar el amor recurriendo a la libido freudiana. Con esta tendencia reduce el amor a éros libidinoso: «el amor, y las relaciones duraderas y responsables que exige, están fundados en la unión de la sexualidad con el «afecto» y esta unión es resultado histórico de un largo proceso de domesticación, durante el cual la legítima manifestación de los instintos es puesta por encima de todo y sus partes componentes son detenidas en su desarrollo. Este refinamiento de la sexualidad, su sublimación en el amor, tiene lugar dentro de una civilización que coloca las relaciones privadas posesivas aparte de las relaciones sociales posesivas y, en su aspecto decisivo, en conflicto con ellas. Mientras fuera del mundo privado de la familia, la existencia del hombre está determinada principalmente por el valor del cambio de sus productos y actuaciones, la vida en su casa y en su cama tiene que estar cubierta por el espíritu de la ley divina y moral» (Marcuse, 1981, 187-188).
Como se puede apreciar, para Marcuse, el plano de las relaciones sociales tiene el parámetro explicativo del marxismo, mientras que las relaciones individuales se rigen por la concepción del psicoanálisis freudiano. Con todo, se trata de una solución química inmiscible, al menos por dos motivos: uno, porque la concepción marxista se rige por leyes dialécticas necesarias, mientras que la libido freudiana sigue el patrón de la espontaneidad; otro, porque las leyes dialécticas del marxismo suponen la primacía del futuro, pues la dialéctica histórica se explica en orden a él, mientras que en la teoría freudiana prevalece el pasado, las condiciones iniciales del impulso sexual. A pesar de la palmaria oposición existente en los modelos explicativos aducidos, a Marcuse no le causan perplejidad. En este marco indica que el amor no es más que el intento de dignificar el instinto sexual, es decir, de ponerlo, por ejemplo, en la familia al servicio de la reproducción. Así, el instinto sexual se transforma en éros, es decir, en instinto biológico, que conlleva «un aumento cuantitativo y cualitativo de la sexualidad» (Marcuse, 1981, 192), y una transformación del instinto sexual en «instinto social».
Así se explican «las relaciones afectuosas entre padres e hijos, los sentimientos de amistad y las ligas emocionales en el matrimonio que tiene su origen en la atracción sexual». En rigor, se admite que las relaciones sociales están fundadas en ligas libidinosas. Como se puede apreciar, estamos ante un intento (como en el mecanicismo) de explicar lo superior desde lo inferior, el amor personal desde el instinto sexual, la familia y sociedad desde la biología, las relaciones personales conscientes desde las condiciones iniciales inconscientes, lo cual no deja de ser una petición de principio, pues si la conciencia no acompaña a las condiciones iniciales, ¿por qué se usa para justificar la primacía de éstas?
En rigor, «bajo condiciones no represivas (escribe), la sexualidad tiende a «convertirse en Eros» —esto es, tiende hacia la autosublimación en relaciones duraderas… Eros lucha por «eternizarse» a sí mismo en un orden permanente» (Marcuse, 1981, 206). Según esta mentalidad no cabe distinción entre deseo y entrega, entre tendencia y donación, entre éros y ágape: «el concepto de que eros y agape, después de todo, pueden ser uno y lo mismo —no que eros sea agape, sino que agape sea eros— puede sonar extraño después de dos mil años de teología» ((Marcuse, 1981, 196). Como se ha indicado, se trata de explicar lo superior reduciéndolo a lo inferior. Según esto, ya no serán las pasiones las que deben ser regidas por la razón —como el la filosofía clásica griega y medieval—, sino que es lo racional lo que debe ser explicado —como en Hume— desde y para lo pasional.
b) E. Fromm. Por encima de la libido admitió impulsos o necesidades humanas que no son instintivas, sino de carácter productivo y social, y que son más poderosas que aquélla. Según este autor, el amor es la actividad humana que une a las personas, y a ellas con las demás cosas (amor cósmico), que responde a la necesidad básica humana de evitar la separación: «la solución (al estado de aislamiento) está en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona en el amor… es un poder activo en el hombre; un poder que atraviesa las barreras que separan al hombre de sus semejantes y lo que une a los demás» (Fromm, 2000, 27).
Eric Fromm defiende que el amor no es nativo en el hombre, sino que requiere de aprendizaje, como un arte que hay que dominar: es actividad de los «poderes» humanos, no es el hombre; es un «estar continuado», no un ser; es «actividad productiva» que depende del desarrollo de las capacidades humanas. «Amar es fundamentalmente dar, no recibir» (Fromm, 2000, 31); «dar» connota «producir», pues «amor y trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja, y se trabaja por lo que se ama» (Fromm, 2000, 35). El amor permite acceder a lo radical de la intimidad humana, al «secreto de su ser» (Cfr. Fromm, 2000, 37). Por lo demás, para este autor, no cabe amor personal a Dios, pues defiende una cosmovisión panteísta.
En suma, Fromm habla del amor como poder o facultad, acto, actitud, carácter, términos cuyos significados no son equivalentes, lo cual da lugar a la equivocidad, a cierto eclecticismo.
c) J.P. Sartre. Este existencialista francés describió al amor como «una empresa, es decir, un proyecto de sí mismo… Amar es querer que se me ame y, por ende, querer que el otro quiera que yo le ame… (El amor es) un proyecto de hacerse amar» (Sartre, 1977, 464-478), proyecto —según él— abocado al fracaso, porque el amado no puede aceptar el amor del amante y responderle con amor, ya que esto atenta contra su propia libertad (a la que entiende como «elección de sí»). En rigor, el amor, si se ve como deseo de ser amado por otro, es «egoísmo»; y si se ve como proyecto de conservar la alteridad del otro negando la propia, es «masoquismo».
El amor no es, pues, para el existencialista francés, más que una expresión de que el hombre es un ser absurdo, una «pasión inútil», pues denota que, o bien hay que anular al otro transformándolo en objeto, o que uno debe anularse a sí mismo entendiéndose como objeto. Con todo, si en cualquier caso el fruto del amor es el «objetualismo», es claro que Sartre no comprende el amor a nivel personal, porque tal objetividad, fruto de la operatividad racional, tiene además como resultado la cosificación corpórea. En rigor, para él, el amor no es ser (o mejor, co-ser), sino poseer al otro para llegar a cumplir el proyecto de sí y para sí. Pero como éste proyecto no se puede lograr, pues Sartre admite que tal pretensión de sí es incolmable, el hombre, y con él su amor, deviene absurdo.

3. El amor como sentimiento
a) Th. Haecker. Este pensador alemán que tomó como modelos a Kierkegaard y a Newman defendió la primacía del espíritu humano y su relación personal frente a los vitalismos de la época: «lo superior puede explicar (fundamentar) lo inferior, lo inferior no puede nunca explicar lo superior» (Haecker, 1961, 27).
En virtud de esto defendió el optimismo, fruto del amor, la fidelidad, la entrega propia del espíritu, frente a los pesimismos nacidos de la deserción del espíritu.
Para él, conocer reunidamente la realidad es fruto del amor «no hay más conocimiento que el que se realiza con amor, porque sólo el amor acepta una presencia que compromete» (López Quintás, 1961, 214)2. Como concibió a Dios como ágape o amor de caridad, consecuentemente, entendió el amor humano hacia el ser divino como un desbordamiento de plenitud, una nostalgia de Dios o tensión hacia la trascendencia. Consideró que, por el contrario, al hombre trágico, pesimista, desamorado, le falta la absoluta entrega a Dios.
De modo parecido a como luego llevó a cabo Stein, Haecker entendió al hombre como «analogía Trinitatis», por eso se opuso tanto a los voluntarismos como a los racionalismos. En efecto, en su libro ¿Qué es el hombre?, que constituye una réplica al monismo evolucionista que el último Scheler manifestó en El lugar del hombre en el cosmos («Scheler traicionó el espíritu a favor de la vida», «su doctrina consiste en afirmar que la fuerza viene de abajo», indica), Haecker defendió que la vida biológica procede del espíritu, cuya propia vida es cognoscente, amante y sentiente. Ya en su escrito «El hombre en el caos» denunció que «el origen del caos de este tiempo radica en la sujetivización y desorientación del entendimiento humano, la claudicación del corazón, la falsedad y superficialidad del conocimiento, la perversión de la voluntad y, por supuesto, en primer término, en la falta de amor. Pues, en definitiva, todo se reduce a esto… Todas las faltas se reducen a una falta… falta de amor» (Haecker, 1961, 66). La política de su tiempo estaba en crisis, asegura, porque pretendía basarse en la mera justicia sin recalar en el amor (cfr. Ibid., 94)3.
En ¿Qué es el hombre? indica que el hombre está formado por cuerpo, vida (alma) y espíritu (cfr. Ibid., 148 y 167)4, tres dimensiones que son jerárquicamente distintas, pero unificadas —como el resto de la Creación— por el amor (cfr. Haecker, 1961, 151). Además el espíritu del hombre, su dimensión superior, que rige las inferiores, sólo se explica por relación a Dios (cfr. Ibid., 154). La respuesta a la pregunta que titula este libro dice así: «el hombre es imago Dei» (Ibid., 157). Esta declaración «es revelada al hombre… y sólo en esta esfera superior se da una respuesta absoluta, definitiva, e infalible, en virtud de la fe… Sin la explicación del hombre desde arriba, desde la revelación, ninguna explicación realizada desde abajo… puede conducir a la meta… Al principio y al fin de todas las respuestas a la pregunta «¿qué es el hombre?» está la respuesta de la Revelación» (Ibid., 157-9)5. Como se puede apreciar, el influjo fideista de Kierkegaard se deja notar en este pensador alemán.
Ahora bien, si se pregunta ¿qué significa estar hecho a imagen y semejanza de Dios?, la respuesta de Haecker dice que el hombre es espíritu (cfr. Ibid., 160), puesto que Dios lo es. Si se sigue indagando «¿cuál es la naturaleza del espíritu que posee el hombre?», responde: «la naturaleza del espíritu humano consiste, por una parte, en poseer la verdad y descansar en ella, o buscarla y no darse reposo hasta hallarla, y por otra, dado caso que el espíritu también es voluntad, poseer el bien absoluto y disfrutar de él, a lo que pertenece también lo bello, o tender hacia él irresistiblemente, y no descansar, con reposo definitivo de «todo el ser», no con reposo meramente artificial, hasta poseerlo o que le sea a uno dado» (Ibid., 164-5). Pero esta confesión, que es clásica, no ofrece añadidos a la tesis propia de la filosofía perenne y tampoco nos proporciona más conocimiento respecto de qué sea el amor humano. Con todo, para Haecker «el sentido último del ser es el amor» (Ibid., 190), y si el hombre es un ser peculiar, su cima debe ser el amor, pero en este libro no nos explicita más al respecto.
El Diario del día y de la noche (1939-1955) de Haecker es posterior a su aludido libro. En él también se dice que la voluntad es espíritu (cfr. Haecker, 1964, 36), pero se añade que «la inmortalidad está en el amor. Sólo el amor la hace comprensible y también deseable. Sin él sería cruel y terrible» (Ibid., 45). Ahora bien, ¿pertenece el amor a la voluntad? La respuesta a esta pregunta en esta nueva obra es negativa, pues lo vincula al «corazón»6, admitiendo en el espíritu humano, al menos, tres dimensiones: pensar, querer y sentir (en el sentido de la sede de los sentimientos)7, y reiterando que lo más alto en el hombre es el amor8. Manuel Garrido, en el estudio crítico preliminar a la obra Metafísica del sentimiento de Haecker, escrito posterior al precedente, nos asegura: «el objetivo cardinal del libro: dar carta de naturaleza espiritual e independiente al sentimiento, se cumple merced a la demostración de estas dos proposiciones: a) que es necesario enriquecer nuestro esquema habitual del hombre introduciendo en el ámbito de su intimidad psíquica, junto a la inteligencia y a la voluntad, una tercera potencia o facultad fundamental: el sentimiento; y b) que esta tercera dimensión fundamental del alma no es de carácter exclusivamente psíquico, sino espiritual o pneumático, denotativo, por tanto, de una perfección ontológica pura susceptible de ser atribuida a Dios por vía analógica» (Garrido, 1959, 31). Para Haecker, la facultad del sentimiento, a la que también denomina «corazón» es distinta de la inteligencia y la voluntad porque sus objetos propios son distintos, pues la felicidad, objeto del sentimiento, es distinta de la verdad y del bien, objetos propios, respectivamente, de la inteligencia y de la voluntad.
No obstante Haecker oscila al concretar si el sentimiento es una facultad o más bien el modo de ser de la subjetividad9. Añade asimismo que el sentimiento se da tanto en el cuerpo como en el alma y en el espíritu: «el sentimiento del hombre posee… una estructura compuesta de tres elementos —lo corporal, lo anímico y lo espiritual— que se funden en un solo acorde o temple de ánimo» (Haecker, 1959, 127). En cualquier caso, afirma que el sentimiento «forma parte del espíritu de la misma y enfática manera que, según el común entender, la forman el pensamiento y la voluntad» (Ibid., 79)10. Teniendo este marco antropológico en cuenta cabe preguntar acerca de cuál sea la sede del amor. Su respuesta general dice así: «el corazón ha representado desde siempre en el hombre el asiento del amor y de los sentimientos nobles con sus energías» (Ibid., 110)11.
Y su contestación particularizada dice así: « ¿Y el amor? ¿Por ventura se reduce a pensamiento y voluntad? ¿No sería un tanto cómico que tal aconteciera»?...
En el amor, que es lo que hay de más alto, en el más alto de los bienes de este mundo, la persona, interviene el sentimiento, que a través del amor manifiesta a la persona» (Ibid., 143-145)12.
b) D. von Hildebrand. Este fenomenólogo radicó el amor en lo que él llamó «corazón», esfera humana a la que consideró como la sede de los afectos, distinta de la inteligencia y de la voluntad: «en verdad hallamos en la persona tres centros espirituales, a saber, la trilogía del entendimiento, la voluntad y el corazón» (Hildebrand, 1996, 20-21)13. Para él, el corazón es una tercera dimensión no menor que la inteligencia y la voluntad: «debemos reconocer el lugar que el corazón ocupa en la persona humana, un lugar de igual categoría que el de la voluntad y el entendimiento» (Hildebrand, 1996, 52)14. En algunos pasajes indicó que el corazón es «la esfera más tierna, más interior, más secreta de la persona» (Hildebrand, 1996, 15)15, que «constituye el yo real de la persona más que su intelecto y su voluntad… Es el corazón, más que la voluntad o el intelecto, el que constituye la parte más íntima de la persona, su núcleo, el yo real» (Hildebrand, 1996, 133-134)16.
Con todo, no queda claro en sus escritos que si el corazón es una «facultad», como la describe en algún pasaje, o si más bien hay que entender por «corazón» lo que en lenguaje metafísico cabría llamar «acto de ser» personal. Seguramente lo primero, y esto por varios motivos: porque, por considerar que la dimensión humana cognoscitiva superior es la razón, estimó al corazón como no cognoscitivo (cfr. Ibid., 107); porque no lo vinculó con la libertad personal, pues estimó que la libertad está en exclusiva ceñida a la voluntad (Ibid., 135). Ahora bien, si la intimidad personal humana es cognoscente y libre, irreductible al conocer de la razón y a la libertad que se manifiesta en la voluntad, no parece que lo que este pensador designa como «corazón» se refiera al «acto de ser» personal humano.
c) H. Arendt: En su trabajo El concepto de amor en San Agustín (2009) esta buena conocedora de Jaspers y seguidora de Heidegger, puso de relieve que, dentro del cristianismo, Agustín de Hipona concedió al amor la primacía entre los valores humanos, pero añadió que lo concibió como un anhelo («appetitus»), un tipo de movimiento que se dirige a algo, al bien. El amor tiene, por tanto, una expectativa de futuro que se ve amenazada por el temor a la pérdida del bien y, sobre todo, por la muerte. La única situación en la que no cabe tal temor es un presente que posea el sumo bien y que elimine el futuro: la eternidad. A este amor —dice Arendt— Agustín lo llamó «caritas»; en cambio, al que quiere las cosas del mundo lo denominó «cupiditas», y vinculó ambos a la voluntad. Ahora bien, según esta lectura de la pensadora alemana, tenemos una paradoja, a saber, si la voluntad originariamente no ama porque es una «potencia pasiva», su amor tiene que ser adquirido y, consecuentemente, no puede ser una perfección constitutiva del ser humano, de lo radical suyo; con todo, ¿cómo educir lo superior (el amor) de lo inferior (de la voluntad pasiva)? Si se admite que el amor superior es exclusivamente «caritas», dado que éste lo da Dios al hombre, entonces no hay problema en explicar su origen. Pero si, además del amor sobrenatural o «caritas» existe un amor natural íntimo, activo, distinto y superior al deseo o «cupiditas», ¿cómo hacerlo surgir de la potencialidad de la voluntad, facultad constitutivamente imperfecta pues es claro que de lo menor no surge lo superior?
Por otra parte, en su libro La condición humana puso de relieve el carácter íntimo del amor: «el amor, a diferencia de la amistad, muere, o mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público («Nunca busques contar tu amor/ amor que nunca se puede contar»). Debido a su inherente mundanidad, el amor únicamente se hace falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas tales como el cambio o salvación del mundo» (Arendt, 2005, 72). En este texto aparecen dos tesis certeras: una, la distinción entre el amor y la amistad; otra, que el amor pertenece al ámbito de la intimidad humana (acto de ser), mientras que la amistad pertenece al plano de las manifestaciones humanas (esencia).
Añade Arendt que fue san Agustín «quien propuso basar en la caridad no sólo la «hermandad» cristiana, sino todas las relaciones humanas. Pero esta caridad, aunque su mundanidad corresponde de manera evidente a la general experiencia humana del amor, al mismo tiempo se diferencia claramente de ella por ser algo que, al igual que el mundo, está entre los hombres» (Ibid., 73). Ahora bien, esta afirmación no parece correcta, porque la caridad es un don sobrenatural divino del que muchos carecen. En otro pasaje de la aludida obra manifiesta otra cualidad del amor personal: «sólo el amor tiene poder para perdonar. Porque el amor, aunque es uno de los hechos más raros en la vida humana, posee un inigualado poder de autorrevelación y una inigualada claridad de visión para descubrir el quién, debido precisamente a su desinterés, hasta el punto de total no-mundanidad, por lo que sea la persona amada, con sus virtudes y defectos no menos que con sus logros, fracasos y transgresiones. El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás. Mientras dura su hechizo, el único en medio de que puede insertarse entre dos amantes es el hijo, producto del amor» (Arendt, 2005, 260)17. Concluye este texto con otra llamativa afirmación: «el amor, por su propia naturaleza, no es mundano, y por esta razón más que por su rareza no sólo es apolítico sino antipolítico, quizá la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas» (Ibid., 261). La primera parte de esta sentencia es correcta, pues el amor es íntimo, personal, y es claro que el espíritu humano, aunque esté en el mundo, no es mundo. De la segunda parte no haremos ninguna observación porque nos aleja de nuestro objetivo.
Otro de los trabajos relevantes de Arendt, La vida del espíritu, está dividido en dos partes: la primera, está dedicada al estudio del pensamiento, y la segunda, a la investigación de la voluntad. De la parte primera conviene destacar que la autora distingue entre «alma» y «espíritu», pues nota que el alma mira al cuerpo, mientras que el espíritu no. Esta distinción la elabora —dice— secundando a Aristóteles, y vincula el pensamiento al espíritu. Tal diversidad es interesante de cara a indagar en cuál de las dos dimensiones radica el amor. A este respecto la autora escribe que «el amor no existiría sin la necesidad sexual que emerge de los órganos reproductivos, pero mientras que esta necesidad siempre es la misma, ¡qué gran variedad de apariencias tiene el amor! Sin duda el amor puede entenderse como la sublimación del sexo si se pensase que no habría nada parecido a lo que llamamos «sexo» sin el primero, y que no se podría elegir a un compañero sexual sin cierta intervención del espíritu, es decir, sin una elección deliberada entre lo que agrada y lo que no» (Arendt, 2002, 60). De la segunda parte de esta obra cabe destacar que, a raíz de los comentarios de Arendt a la filosofía de san Agustín, distingue entre voluntad y espíritu, como el de Hipona distinguía en sus Confesiones entre «ser (o yo), conocer y voluntad», y en su De Trinitate, entre «memoria, intelecto y voluntad». Pero a pesar de esas sugerentes distinciones, Arendt no acaba de desvincular —como tampoco Agustín lo llevó a cabo en los pasajes que de él se citan («voluntas: amor seu dilectio», De Trin., XV, XXI, 41)— el amor de la voluntad, considerando así el amor como una «voluntad transformada», duradera, exenta de conflictos (cfr. Ibid., 336). Tampoco desvincula de esa facultad la libertad18.
Atendamos por último a su Diario filosófico. En éste escrito estima que el amor es activo: «no es posible sospechar lo que es amor mientras se cree que el hombre tiene una potencialidad, y además que todos los hombres tienen esencialmente las mismas posibilidades; y lo cierto es que en ello descansan todos nuestros juicios morales. En el amor nos sale al encuentro no precisamente una «potencia», sino una realidad, con la que hemos de componérnoslas sin temor y esperanza» (Arendt, 2006, 14). Subraya el carácter coexistencial del amor: «el amor necesita el amor, es decir, de que ningún hombre puede existir solo» (Ibid., 37)19. Asimismo, critica la reducción del amor a sentimiento, alude a la sede del amor: «el amor anida en el corazón del hombre; ahora bien, ha de advertirse que el corazón humano es la morada, pero no la patria del amor. La tergiversación está en creer que el amor brota del corazón y, por eso, cayendo en otra tergiversación, es producido por el corazón como un sentimiento…
Delimitación: yo tengo sentimientos; el amor me tiene a mí» (Ibid., 48-50)20.
Como se puede advertir, el origen del amor es, para esta autora, ignoto: «el amor no tiene ningún sujeto» (Ibid., 139). En cuanto a la expresión agustiniana según la cual «amar es decir qué bueno que seas, Arendt indica: «»«Volo ut sis»: puede significar: quiero que seas como eres propiamente, que seas tú esencia, y en tal caso eso no es amor, sino afán de dominio… Sin embargo, puede significar también: quiero que seas de cualquier manera que a la postre hayas llegado a ser.
Esta actitud es sabedora de que nadie es el que es «ante mortem», y confía en que precisamente al final habrá sido aceptable» (Ibid., 266). ¿Cuál es su índole? «El amor es un poder y no un sentimiento. Se apodera del corazón pero no brota del corazón. El amor es un poder del universo, en cuanto el universo es vivo. Es el poder de la vida y garantiza su continuación frente a la muerte. Tan pronto como el poder del amor se apodera de un corazón, se convierte en fuerza y eventualmente en fortaleza. El amor quema, atraviesa el entre como relámpago, es decir, atraviesa el espacio del mundo que hay entre los hombres» (Ibid., 362)21.

4. El amor como estado
a) P. Laín Entralgo. Este ensayista español ha escrito mucho sobre el amor.
En su obra Teoría y realidad del otro enseña que «el amor personal al otro suele recibir dos nombres distintos: amor strictu sensu y amistad» (Laín, 1983, 589).
Estudia los modos no sexuales (aunque siempre sexuados) de la dilección interpersonal: el amor paterno filial, el fraterno y la amistad22. Considera que esta última es el ingrediente común de toda relación interpersonal. La describe como «una afección amorosa por otra persona, determinada por la convivencia real o ideal de ella» (Ibid.). Indica que, para Tomás de Aquino, la amistad es un «amor de benevolencia», y que para Aristóteles sus características son el desear el bien al amigo por sí mismo, la proporcionalidad entre los amigos, el ser un hábito del alma que conlleva una elección y el tener cierta comunidad entre los amigos.
Con todo, denuncia que ni el Estagirita ni su mejor comentador medieval tuvieron una idea rigurosamente íntima y personal de la amistad. Añade que en la modernidad, en cambio, la amistad se entiende como la aceptación de la existencia ajena23. Expone asimismo que la amistad se puede contemplar desde doble punto de vista: del hacer o del ser: a) Desde el hacer, a distinción de épocas anteriores, en que se concebía la amistad como la ejecución de actos referidos al pasado, hoy se la concibe como actividad que está siendo. Esa actividad consiste en la coejecución amorosa (efectiva o intencional) de actos personales. b) Desde el ser, la amistad se concibe como que «yo soy una persona cuya propiedad —la realidad de ser «yo mismo» porque soy «mío»— se está operativamente constituyendo mediante un acto libre cuyo fin es el bien actual o futuro de mi amigo» (Ibid., 594)24.
Se trata, pues, de una constitución operativa —tal vez un hábito— de tipo «psicofisiológico o sociológico». El amor personal es, pues, para Laín, una realidad somática, psicológica y social. Más adelante lo describe como un «movimiento del ser humano, por cuya virtud el amigo desea y procura el bien del amigo»
(Ibid., 597)25.
Laín enseña asimismo que la comunión entre amigos no es mera «posesión», ni «contemplación», ni mero «gobierno», ni una «suplencia», sino que es «coejecución », «concreencia» y «mutua donación». Al amor de coejecución lo denomina «in-stante» en el sentido de que «in-sta» o está en otro, es decir, que trata de estar-en-él, en su intimidad. Empíricamente la amistad es acompañada por dos actos: la interpenetración y el intercambio. Éstas exigen la mutua comprensión y expresión (o diálogo interpersonal) que lleva a que el amigo se responsabilice de su amigo. Con todo, nadie puede penetrar enteramente en la intimidad del amigo, porque es constitutivamente secreta. Al final de esta publicación, en el cap. VII, «El otro como prójimo», escribe que «el amor nace de la raíz misma del ser» (Ibid., 615). Añade que si el otro es para mí meramente objeto, el amor es sólo de contemplación o distante; pero si para mí es persona, el amor es de coejecución o «instante»; y si es a la vez amigo y prójimo, mi amor a él es de «coefusión o constante» (cfr. Ibid., 621)26, entendiendo por «coefusión» que es mutuo y que se une, y por «constante» que consta o es manifiesto. Con este amor se «ama en el otro su persona, y no alguna de sus operaciones o cualidades» (Ibid., 621)27.
Agrega que conforman la estructura de este amor la concreencia28, la espacialidad29, el «hacia»30, la temporalidad, que es como un pálpito fugaz de la eternidad31, el «para» otro, que es donación efusiva del propio ser a la persona del otro mediante la confidencia, la aspiración tipo éros y el ágape. La génesis de este amor son la naturaleza y la libertad de las personas. Sus formas principales son las que ofrecen las variables psicofísicas32 y las sociales33. Por lo demás, la comunicación que en este amor se establece es múltiple: el abrazo, los actos de mutua donación, el coloquio de amor, el silencio coefusivo, la palabra «nosotros»… A la estructura ontológica de este amor obedece la donación de parte del propio ser al amigo, pero no la fusión en un mismo ser; también la mutua transparencia y la mutua y libre asunción de las obras de la libertad ajena.
Cierra Laín este largo estudio sosteniendo con Tomás de Aquino que la razón última del amor al prójimo es Dios. Lo explica ofreciendo una visión arquitectónica del amor humano en la que se lee: «el amor pertenece a la constitución metafísica de la existencia humana. Suele decirse que el hombre, como realidad creada, es ens ab alio. Es verdad. Pero convendría no olvidar que tanto como ens ab alio es ens ad aliud. Su dependencia de «lo otro» no es solo aliedad de procedencia, es también aliedad de referencia; y esta su constitutiva referencia a «lo otro» se realiza como amor. Desde la raíz misma de su ser… el hombre ama, cree y espera. Homo naturaliter amans… Desde el instante mismo de su concepción, el individuo humano muestra la constitución amorosa de su ser en un movimiento ambivalente de aceptación y donación… el amor humano es a la vez éros, aspiración hacia lo que el ser del amante necesita, y ágape, efusión hacia aquello en que el movimiento amoroso termina… Sólo donde hay dos puede haber verdadero amor» (Ibid., 684-686). En nota al pie añade que el amor es tanto idea como sentimiento y voluntad» (Ibid., 684).
En otra publicación suya, Sobre la amistad (1985), Laín Entralgo estudia en la primera parte —como acostumbra a realizar en todas sus publicaciones—, la historia del pensamiento occidental sobre este tema; en la segunda, en cambio, ofrece su teoría de la amistad. En esta última investiga la amistad desde diversas perspectivas: la de psicología general y diferencial, la metafísica, la sociológica, y la ascética. ¿Trata del amor? Ya se ha indicado que el amor es, para este autor, una forma de amistad. Por tanto, el lector encuentra en este trabajo sobrada información al respecto. El capítulo central, el III.º lleva por título «Metafísica de la amistad». En él nos dice que amistad es dar a otro algo de lo que soy, de mi propio ser. Tal entrega se realiza en la confidencia. Según esto, y poniendo énfasis en las preposiciones, describe el acto amistoso como una «comunión interpersonal y amorosa mía «con» otro hombre, nacida «desde» nuestra común situación y nuestro común fundamento, realizada tanto «para» y «hacia» nosotros mismos como «para» y «hacia» todos y constituida «en» lo mismo» (Laín, 1985, 243).
Las 4 notas que predica de la amistad son: la incondicionalidad, la ilimitación, la plenitud y el acogimiento34.
En su obra Creer, esperar y amar, añade a lo ya dicho en las obras precedentes sus nuevas lecturas y experiencias vitales. El cap. VI está dedicado a «El amor y el odio». En él comienza, parafraseando a Aristóteles, diciendo que el amor se dice de muchas maneras. Psicológica y éticamente lo describe como «un estado psicoorgánico del hombre, de todo hombre, que se manifiesta como sentimiento y lo mueve a procurar el bien de una cosa, una obra humana o una persona, y en este caso a convivir como propia la fruición o perfección que esa acción haya deparado a la persona amada» (Laín, 1993, 199). Habla primero del amor a las cosas, y pasa luego al amor a otro hombre. En este segundo ámbito distingue tres posibilidades: a) El amor a otro hombre en tanto que objeto, que se da cuando se le trata como un cuerpo material; es un «amor distante», cuyas notas son: la contemplación, el trato instrumental, la educación y la asistencia médica, vistas éstas últimas como puras técnicas; b) El amor a otro hombre como persona problemática, que se caracteriza por ser una relación interpersonal con dos momentos: 1) el coafectivo, que puede tener dos modos contrapuestos: la compasión y la congratulación; 2) el cognoscitivo o de comprensión, en el que a la persona a la que no acabamos de conocer le tenemos un «amor instante», de «in-star», «estaren », «instar», o sea, insistente. c) El amor a otro hombre como persona en acto. Se trata del «amor constante» o que consta, el cual está sobre el amor instante. En él distingue entre: 1) la projimidad, que puede ser menor o heroica; 2) la amistad, que es la forma básica y universal de amor constante, «comunicación amorosa entre dos personas, en la cual, para su mutuo bien, y a través de sus respectivos modos de ser hombre, se realiza y perfecciona la naturaleza humana» (Ibid., 218). En la amistad se funden éros y ágape. Es amigo quien procura el bien del amigo, es decir, cuando practica con él estas cuatro notas: la benevolencia, la «benedicencia», la beneficencia y la «benefidencia».
En su trabajo Ser y conducta del hombre (cfr. Laín, 1996, 359) reitera lo dicho en Creer, esperar y amar pero abreviadamente. El amor a otro hombre —simplifica ahora Laín— puede adoptar dos modalidades: una, en tanto que lo tomamos «como objeto»; otra, en tanto que lo vemos como «persona en acto». En el primer caso se trata de un amor distante que admite cuatro formas: la contemplación, el trato instrumental, la educación y la asistencia médica. El segundo es un amor a la persona35. Al tratar con las personas como tales ejercemos relaciones interpersonales, una de las cuales es la «relación dilectiva». Ésta puede ser de dos tipos: a) «El amor instante —en el sentido etimológico de la palabra: in-star como estar-en, y en su sentido figurado: in-star como insistir en una petición— es el que tenemos a una persona que no acabamos de conocer, en cuya intimidad queremos estar y a la cual de un modo u otro instamos una manifestación fidedigna de su ser íntimo» (Ibid., 405). b) El amor constante, que está sobre el precedente, y al que llama así porque «consta», en el sentido de que es manifiesto. Éste tiene dos formas principales: la proximidad y la amistad. La primera es «la donación amorosa de algo nuestro a una persona menesterosa» (Ibid., 407) (ej. el buen samaritano); la segunda es «una comunión amorosa entre dos personas, en la cual, para su mutuo bien, y a través de sus respectivos modos de ser hombre, se realiza y perfecciona la naturaleza humana» (Ibid., 409-410)36.
b) Julián Marías. Para este pensador español «lo más propio del hombre, lo que hace de él una criatura única en el mundo, es su condición amorosa» (Marías, 1986, 123). Describió al amor como un estado del ser, una determinación ontológica, sin rebajarlo a pasión, tendencia, acto o sentimiento. Pero lo circunscribe siempre a la condición sexuada del hombre: «la condición sexuada de la vida humana establece la disyunción polar, recíproca y proyectiva, de un sexo hacia el otro creando así un campo magnético de la convivencia. Sólo sobre este supuesto se hace inteligible la condición amorosa, irreductible a la vida psíquica y que no se agota en actos sino que consiste en una instalación radical» (Marías, 1982, 155).
Para Marías la condición sexuada humana, distinta de la actividad sexual, exclusivamente biológica y esporádica, afecta a la integridad de la vida humana en todo tiempo de su biografía y en todas sus dimensiones.
La condición sexuada de varón o mujer es la manera concreta que tiene el hombre de estar viviendo, el modo concreto de su mundaneidad, de todas las demás instalaciones. Los dos sexos están referidos uno a otro de modo que uno necesita del otro: el hombre y la  mujer se necesitan mutuamente. Como esa condición sexuada, la condición amorosa es un estar biográfico desde donde cada persona proyecta su ser hacia el ser que ama. El amor no es un sentimiento, sino un estado más profundo, constitutivo, «una instalación». El enamoramiento es ver a otra persona como un proyecto personal; es un «proyectarse con» ella, un «estar instalado en» ella. El amor verdadero se refiere a personas, no a sus cualidades; no es posesión de la persona amada, sino efusión hacia ella; el amor es centrífugo (cfr. Taberner, 2009, 195-204).
c) M. Cabada. En su libro La vigencia del amor: afectividad, hominización y religiosidad, a caballo entre la psicología y la filosofía, comienza considerando al amor humano como «anclado a la carne y abierto al espíritu… que hace al hombre y lo plenifica en el interior de sí, y que, al mismo tiempo le abre a dimensiones sobrehumanas, insospechadas» (Cabada, 1994, 9). Sabe que, para Siewerth, von Baltasar y Scheler (y añade que seguramente también para Morel) el amor es «trascendental», es decir, propio del «ser» del hombre, y que actualiza las potencias humanas (cfr. Ibid., 12-13). Con todo, indica que, inicialmente, en la niñez, el hombre es un ser «necesitante», mero proyecto, por lo que no se podría decir de él que «es» amor, sino que «requiere» amor.
En unos pasajes parece suponer (con Rof Carballo y otros psicólogos) que lo más noble y activo del hombre —el amor personal— nace después que el cuerpo en el hombre, si bien no espontáneamente desde las potencias humanas, pero sí como un don por el otorgamiento de los demás —en especial de la madre—.
Según esto, el amor (y con él el ser personal) dependería, en rigor, de la aceptación amorosa ajena que recibe cada hombre desde su inicio: «la persona no surge, no llega a la propia sustantividad y subjetividad de lo personal sin el encuentro acogedor de una persona que ama» (Cabada, 1994, 75-76). En suma, en esos textos caracteriza al niño como «hambre de amor» y, por tanto, admite que el amor no es originario en el ser humano, sino que nace37. En cambio, en otros pasajes dice que «el afecto o el amor surge de su propio elemento, de él mismo» (Ibid., 84), lo que indica que el amor parece estar en la génesis del hombre o que es originario.
«Queda clara, en cualquier caso… la absoluta necesidad de vinculación amorosa y afectiva (no meramente física) de la naciente persona humana con alguien (individual o plural), que haga posible su íntima estructuración como persona y su misma supervivencia física» (Ibid., 97). Ahora bien, a esto se puede replicar que, si la aceptación y la donación son dimensiones del amor, ¿dónde mejor advertirlas que en un niño? Por eso se explica que los recién nacidos privados del afecto primerizo no suelan sobrevivir a pesar de tener las necesidades naturales cubiertas, o que se humanicen tarde y con taras en los casos excepcionales en que hayan sobrevivido. Si esto ocurre con los niños, Cabada añade que «la persona adulta sigue siendo siempre, en el fondo y secretamente, pero de manera real, también niño» (Ibid., 121), lo cual significa que «en cualquier etapa de su vida la persona humana necesita ser amada» (Ibid., 125), o también, que el hombre es siempre «familia», lo cual es acertado.
Con todo, más que hablar de «necesitar» amor por parte del niño, habría que decir que el hombre «sobreabunda» en amor ya desde niño, y que esa sobreabundancia debe referirla a otra persona que la acepte, pues sin aceptación sobra la donación. Con el amor parece ocurrir, para este autor, lo mismo que con la persona y la libertad, que no parecen nativas, sino «el producto de un largo proceso, en el que el otro es elemento necesario e imprescindible para que la persona (mejor habría que decir, la posibilidad o potencialidad de ser tal) pueda constituirse en verdadera y estricta persona» (Ibid., 128-9)38. Hay, pues, en su planteamiento cierta confusión entre «persona» y «personalidad», o dicho en términos metafísicos, entre «acto de ser» y «esencia». Afirma que «junto con la relacionalidad el amor se constituye, pues, en elemento integrante de la persona» (Ibid., 129), pero, como se ha adelantado, no parece que lo admita como nativo, porque dice de él que «surge» en la persona, y esto, como respuesta a haber sido amado. De modo que no queda claro en este trabajo si el amor es originario en el ser humano, o más bien se adquiere con el trato con los demás.
Además, Cabada liga —con Siewerth— el amor humano desde la infancia con la filiación a los padres y a Dios, pues afirma que la paternidad-maternidad es imagen del ser divino. Sin embargo, a esta tesis le cabe un reparo: como es claro que el niño no es consciente desde el inicio de esa filiación, habría que sostener que ésta es adquirida con el tiempo, cuando es consciente. Sin embargo, uno es hijo (de sus padres según su cuerpo y de Dios según su ser personal) desde el inicio, aunque la conciencia no acompañe desde ese momento. Por tanto, si se liga el amor a la filiación, ¿por qué no sostener que el amor personal es nativo, es decir, que la persona es amor? En suma, tanto la apertura a Dios como el amor personal son en el hombre nativos, no adquiridos, pues de serlo, habría que sostener que son un «estado» del hombre, no su «ser» personal. El que la persona «sea» amor, y no se limite a «tenerlo» comporta una ventaja: que aunque carezca de padres o los progenitores se desentiendan del hijo, éste se sabe «persona», porque persona significa apertura, relación personal, y se sabe «amor», porque el amor no es posible sino entre personas. El problema no hay que ponerlo, pues (en palabras de Rahner) en la «intersubjetividad», porque ésta no es inicial, sino manifestativa y adquirida, sino en la «coexistencia» originaria de la intimidad personal, porque ésta es nativa. En suma, del mismo modo que cabe decir que el hombre con el tiempo puede ser social en lo manifestativo porque previamente es coexistencial en su interior, hay que sostener que el amor no es un «estado» adquirido del ser humano, sino una dimensión radical de su «ser» personal. Los estados se pueden adquirir y perder, pero lo constitutivo ni se adquiere ni se pierde mientras se vive.

5. Apéndice: otros testimonios recientes del problema.
a) El amor como pasión. Niklas Luhman en su libro titulado precisamente El amor como pasión (1985) expone que el amor se entendió como pasión a lo largo de los últimos siglos, en especial a partir del XVIII, dando paso posteriormente a ser entendido como amistad. Con todo, es claro —como se ha visto— que en el s. XX también se le ha entendido como pasión.
b) El amor como sentimiento. A. Soble En su libro, The structure of love 1990), estudia fundamentalmente los dos tipos de amor: el éros y el ágape. Entiende el primero como amor a las cualidades de la persona («love for the properties of a person»), mientras que al segundo lo concibe como amor a la persona («love for the person»), en especial a Dios. Pone como ejemplo del primero el que describió Platón, y del segundo el que refirió San Pablo. Admite la constancia, la exclusividad y la reciprocidad son características del amor personal, aunque no fundamentales, es decir, que pueden no darse. En cuanto a la naturaleza del amor, lo considera un sentimiento feeling»). Por su parte, R. D. Precht titula su libro: Amor: un sentimiento desordenado (2011), en el que trata del amor de género, entre hombre y mujer, y lo considera como un sentimiento (cfr. Ibid., 58), a la par que afirma que no hay ciencia fidedigna del amor, ni biológica ni filosófica39. Asimismo, Manuel Cruz alude al amor como sentimiento en su trabajo Amo, luego existo (2010).
c) El amor como estado. Ángel Cristóbal Montes, en su libro El amor, la amistad y sus metamorfosis (2017), considera al amor —de modo parejo a los autores precedentes— como un sentimiento vinculado al «corazón», pero también lo entiende como un «estado» o «situación psicológica»40.
Con todo, también encontramos en la actualidad —como en el s. XX— otras propuestas sobre el amor. Por ejemplo, que el amor es un acto, bien de la voluntad, como usualmente se entiende salvo honrosas excepciones, tal como ha advertido Urbano Ferrer en su trabajo Amor y comunidad (2000), o bien un acto a la par cognoscitivo y amante, como sostiene Jean-Louis Chrétien en La mirada del amor (2005). Por otra parte, algunos piensan que el amor está vinculado tanto al cuerpo como a la mente, es decir, siguen teniendo de él una visión globalizante: es el caso de Edgar Morin en Amor, poesía, sabiduría (2001). Otros, en cambio, han sostenido que el amor es un don sobrenatural divino, como N. Grimaldi en su libro Métamorphoses de l´amour (2011). Tampoco faltan quienes lo consideran como una dimensión radical de la intimidad o acto de ser personal humano, como, por ejemplo, Jorge M. Posada (2007 y 2008).

6. Conclusiones
Podemos resumir en tres inferencias lo indicado hasta el momento:
1. Los autores aquí tenidos en cuenta —Marcuse, Fromm, Sartre, Haecker,
Hildebrand, Arendt, Laín Entralgo, Julián Marías y Manuel Cabada— consideran que el amor no es una dimensión radical del acto de ser personal humano, sino como una dimensión humana manifestativa. No obstante, no todos los pensadores tenidos aquí en cuenta sostienen que se trata de una misma manifestación radicada de un determinado nivel de lo humano, sino que las opiniones son divergentes, y esas diferencias estriban en el superior o inferior nivel de realidad humana que le atribuyen al amor.
2. Unos de ellos son del parecer que el amor es más bien una pasión: Marcuse,  Fromm y Sartre. Otros, en cambio, que es un sentimiento: Haecker, Hildebrand y Arendt. Algunos sostienen, directa o indirectamente, que es un estado:
Laín Entralgo, Julián Marías y Manuel Cabada. De entre estos tres tipos de pareceres, el primero, el que lo considera como pasión, lo engarza en una dimensión humana inferior a la que lo vinculan los pensadores de los otros dos grupos, pues quienes consideran que el amor es un sentimiento o un estado, sostienen que se trata de una realidad humana más interna que una pasión. A su vez, de entre los pensadores que sostienen estos dos pareceres, unos de ellos, los que lo consideran como un sentimiento del espíritu, lo conciben como algo más íntimo en el hombre que los otros. De modo que la distinción entre estas posiciones parece jerárquica.
3. Todos ellos consideran al amor como una realidad humana principal.
Sin embargo, no pueden responder a esta cuestión: si es de lo más noble de lo humano, ¿por qué no es originario?, es decir, ¿por qué se indica que surge en un momento determinado, si lo superior no puede surgir de lo inferior? Además, cabe preguntar a cada una de las tesis defendidas lo siguiente: a) A la tesis que defienden los pensadores del primer grupo: Si es de lo más relevante en el hombre, ¿por qué se le asemeja a una «pasión», la cual indica pasividad, imperfección por tanto?; b) A la tesis que defienden los pensadores del segundo grupo: ¿por qué se ciñe el amor a una «facultad» (a la que se llama «corazón»), si «facultad» denota «potencia», es decir, imperfección?; c) A la tesis que defienden los pensadores del tercer grupo: ¿por qué se indica que el amor es un «estado», si el estar es inferior al ser?
La falta de solución a las precedentes preguntas indica que el tratamiento del amor por parte de los pensadores referidos, pese a sus indudables logros, todavía contiene cierta carencia de planteamiento. Por tanto, éste debe ser ampliado. En orden a dicha ampliación se sugiere ceñir el amor al acto de ser personal humano.

Notas
1 Un resumen de ese estudio se ofrece en Sellés 2010. En esta obra se sostiene que a lo largo de la mayor parte de la historia de la filosofía el amor se ha entendido como una pasión; otras veces, como un afecto o sentimiento; algunas, como un acto de la voluntad; las menos, como inherente a la intimidad humana, es decir, como una dimensión constitutiva del acto de ser personal, siendo ésta última tesis la más acertada.
Un interesante estudio histórico respecto de este tema es el de Álvarez Lacruz, 2005. En la Primera Parte de esta obra se atiende al panorama histórico de las teorías sobre el amor tanto en el mundo griego antiguo, como en la Biblia, en el cristianismo de la Patrística al Renacimiento pasando por los grandes filósofos medievales, y terminando por las concepciones modernas del amor (sobre todo las de Descartes, Kant, Kierkegaard, Schopenhauer y Freud). Esta parte fue publicada en 2006 bajo el título El amor: de Platón a hoy, Palabra, Madrid. En la Segunda Parte el autor aborda el estudio del tema del amor en los siguientes pensadores del s. XX: Scheler, Ortega y Gasset y von Hildebrand. En la Tercera Parte indaga sobre el concepto de amor en Sartre, Marcuse y Fromm. En la Cuarta Parte y última investiga la concepción del amor en Nédoncelle, Thibon y C. S. Lewis.
Otras publicaciones que revisan la panorámica histórica del pensamiento sobre este tema son: la amplia de Singer, 1984-7, vols. 1-3; y la reciente de Cruz, 2010.
2 En otros pasajes escribe este epiloguista: «el amor, que no es una facultad incontrolable de exaltación sentimental (Schwärmerei), sino la voluntad de fidelidad al ser, la gracia de la atención a la especificidad de cada fenómeno». Ibid., p. 207. «El entendimiento, informado por el amor y el sentimiento, debe enseñar al hombre a «perder la vida para ganarla». Ibid., p. 212.
3 Y añade: «siempre que en la Historia surgió una política de alto estilo, cuya esencia consiste en la justicia, en su más profunda raíz alentó una especie de amor, o algo emparentado con el amor: amor a la familia, a la raza, a la estirpe, a la tierra, a la patria, al pueblo, a la ciudad, al Estado y, correlativamente, amor a los dioses de la casa, de la tierra, del pueblo, de la ciudad, del Estado… Por este amor, como expresión suprema de la existencia, del modo esencial del vivir, se mide a los pueblos». Ibid.
4 Cfr. asimismo: Haecker, 1964, p. 308; y 1959, pp. 85 y 100. En su libro de 1941, El espíritu del hombre y la verdad, escribe: «el espíritu humano es, en cuanto totalidad, una trinidad formada por el sentir, el conocer y el querer». p. 32. Cfr. asimismo: Ibid., p. 37. En esta obra considera el sentimiento como lo primario del orden inferior. Cfr. Ibid., p. 114.
5 Más adelante añade: «Si no hay más respuesta integral a la pregunta «¿qué es el hombre» que la de la Revelación… así el hombre, como filósofo, no puede llegar a un conocimiento del hombre sin la Teología, aunque lo haya intentado una y otra vez». Ibid., p. 180.
6 «El amor procede del corazón» (Haecker, 1964, p. 129).
7 «Yo debo ser señor de mi pensar, querer y sentir. ¿Hay de verdad algo más misterioso que este «yo»? ¿Qué es, pues? ¿Con qué medios debo ser señor de mi pensar, querer y sentir, si no es con el pensar, querer y sentir y mediante ellos? ¿O es que sobre estos tres hechos hay todavía otro, absolutamente indecible? ¿Un núcleo inaccesible del ser, de la persona, que tiene «poder», que es «poderoso»?» (Haecker, 1964, p. 57). Cfr. asimismo: Ibid., pp. 216, 231, 298.
8 «Lo mismo que la medida de todo lo bueno en el hombre es el amor, la medida de todo lo malo en él es la falta de amor» (Haecker, 1964, p. 142). «Por la medida de su amor juzgará Dios al hombre. ¿De qué amor?, ¿amor a quién o a qué?... Por su amor a Dios y al prójimo» Ibid., p. 146.
9 «El sentimiento es, en general, el modo de ser de la objetividad; y la meta de la facultad de sentir, su consumación, su «forma», por así decirlo, es la felicidad» (Haecker, 1959, p. 78).
10 Cfr. asimismo: pp. 80 ss.
11 Cfr. también: p.114.
12 Al final de esta publicación aparece un breve diálogo en el que se lee: «El otro.- Entonces no cabe duda que, en su opinión, el amor es un sentimiento. Yo.- Exactamente». Ibid., p. 165.
13 Se trata de la obra Las formas espirituales de la afectividad.
14 Se trata de la obra El corazón.
15 En otra obra añade: «En algunos ámbitos el corazón representa nuestro yo más íntimo».
Las formas espirituales de la afectividad, ed. cit., p. 178.
16 Se trata de la obra El corazón.
17 El texto sigue así: «el hijo, este en medio de con que el que los amantes están relacionados y que poseen en común, es representativo del mundo en que también esto los separa; es una indicación de que insertarán un nuevo mundo en el ya existente. Mediante el hijo es como si los amantes volvieran al mundo del que les ha expulsado su amor. Pero esta nueva mundanidad, el posible resultado y el único posible final de un amor es, en un sentido, el fin del amor, que debe subyugar de nuevo a los amantes o transformarse en otra manera de pertenecerse». Ibid., p. 260.
En su Diario Filosófico indica que sólo se puede perdonar a los que amamos, no la injusticia que han cometido.
18 «La espontaneidad de la libertad es inseparable de la condición humana. Su órgano espiritual es la Voluntad» (Arendt, 2002, p. 343).
19 Cfr. Ibid., pp. 173, 195, 494. «En el amor, y sólo es él hay reciprocidad real, que descansa en el necesitarse mutuamente. Ser un hombre significa a la vez tener necesidad de (otro) hombre».
Ibid., p. 195. «El hecho de que el amor no puede tener subsistencia en el mundo equivale al hecho de que la soledad no puede tener subsistencia… El amor impulsa una y otra vez a la comunicación, en la que comunicamos con el otro algo común». Ibid., p. 207. «Sobre el amor: implica el carácter absoluto de una relación, que ya no es una relación, porque allí ya no nos comportamos, sino que somos». Ibid., p. 708.
20. En otros pasajes añade: «El amor no es ciego y no hace ciego; más bien es verdad lo contrario; pero el amor se encomienda a la oscuridad del corazón, que también para él sólo se aclara e ilumina por instantes: la iluminación de la oscuridad del corazón es el «coup de foudre». Dondequiera que se produzca semejante iluminación, es decir, dondequiera que el corazón se abra en el sentido más verdadero, hay amor». Ibid., p. 122. «La forma suprema de reconocimiento es el amor: volo ut sis». Ibid., p. 727.
21. La distinción entre la amistad y el amor es la siguiente: «la amistad es el entre, que es un entre dos; una sección del mundo. Amor: la quema del entre, de la quema surge un nuevo entre, que es incluido en el mundo». Ibid., p. 532.
22. El amor fraterno es una amistad familiar por vínculos de sangre; el paterno filial y el conyugal son, asimismo, una amistad intrafamiliar.
23. «Con todo, sólo el pensamiento filosófico ulterior a Husserl hará posible la construcción de una verdadera ontología personal de la amistad. He aquí los principales motivos de tal posibilidad:
1. º La concepción del yo como una intimidad ejecutiva (Ortega) y de relación interpersonal de actos íntimos y personales (Scheler).
2. º La distinción, implícita en Heidegger, entre dos formas cardinales de amistad, la inauténtica, fundada en la comunidad mostrenca e impersonal del «se», y la auténtica, consistente en a coejecución de los actos propios de un destino temporal común.
3. º La idea de la comunicación amistosa como surgimiento conjugado y concreador de dos libertades personales que se afirman a sí mismas afirmándose amorosa y recíprocamente (Jaspers).
4. º La visión de la persona humana como una «sustantividad de propiedad», como un ente real, viviente y finito que puede decir «yo soy yo mismo» y «yo soy mío» (Zubiri).
5. º La concepción de la amistad como un descubrimiento del otro en tanto que otro y desde más allá de él mismo, desde su vocación (J. Lacroix)». Ibid., 592-3.
24 Cursivas en el original.
25 También la describe como e incluso como «la actividad y el vínculo de la comunión del hombre con la realidad, cualquiera que ésta sea». Ibid., p. 597.
26 Cursivas en el original.
27 Cursivas en el original.
28 La concreencia puede ser de tres tipos: genérica entre hombre y hombre, que establece la relación de proximidad; la diádica, que establece la relación de amistad; y la trascendente o religiosa.
29 Cuyas notas son: la incondicionalidad, la ilimiación, la plenitud y el acogimiento.
30 El «hacia» interpersonal puede ser, o bien proyectivo, que conforma comproyectos de existencia humana, o bien elpídico, propio de la coesperanza en el sumo bien.
31 Caracterizada por tres notas: la instantaneidad, la posesión y la interminabilidad.
32 De ese estilo son la relación de amistad entre hombre y mujer, la que media entre personas de la misma o distinta edad, de distinto temperamento, entre el inteligente y el romo, entre el sabio y el ignorante, entre el blanco y el hombre de color.
33 Por ejemplo, la amistad entre individuos de distinta clase, profesión.
34 En los capítulos siguientes investiga la amistad desde diversas disciplinas. Desde la psicología distingue 5 determinaciones típicas de la personalidad —edad, sexo, raza, temperamento o biotipo y la situación histórica— y revisa cómo éstas influyen adjetivamente en la amistad. Desde la sociología declara —en oposición a los pensadores clásicos— que la amistad es un hecho transsocial:«la conversación íntima que dos amigos sostienen a solas entre sí no es un acto estrictamente social». En cuanto a la práctica de la amistad, alude a los siguientes contextos: su nacimiento, su relación con la misericordia, camaradería, simpatía, enamoramiento, trabajo en común, vinculación familiar, etc. Para la conservación la amistad nos aconseja el respeto, la franqueza, la liberalidad, el discernimiento afectivo, la imaginación, y el que sea expansiva. En suma, una amplia disertación fenomenológica con apoyatura en la antropología de Zubiri.
35 Para este autor, las notas más relevantes de la persona son: la intimidad, la libertad, la imaginación creadora y la capacidad de entrega y de retracción. Cfr. Laín, 1996, p. 402.
36 En esta amistad se funden éros y ágape. Sus notas son —como ya había indicado en la obra anterior— la «benevolencia», la «benedicencia», la «beneficencia» y la «benefidencia» o el confiar o donar la propia intimidad. Se trata de la donación de sí mismo, de lo que uno es. Según Laín, de la intimidad uno puede entregar la libre intención de actuar, el esfuerzo en hacerlo, el éxito o fracaso de la actuación, el sacrificio de el ofrecimiento de la acción comporta y la responsabilidad o estado moral. Por su parte, la confidencia es «la libre y amistosa donación verbal de una parte de uno mismo». Ibid., p. 415.
37. Cuando el niño identifica el rostro de su madre, «surge entonces, por primera vez en la vida del ser humano, un «amor» individualizado hacia una persona individual». Ibid., p. 94.
38 Más adelante añade: «Es, sin embargo, tan espontáneo, tan personal e individual el amor, que el amante puede llegar a creer que la subjetividad y fuerza de su amor es algo que procede única y exclusivamente de él mismo, de lo más propio e íntimo de su ser. Pero el amor como capacidad de entrega al otro y de un gozoso saber estar con el otro, es una acción que se inscribe en un largo proceso de contacto con el amor, con el amor de otro ser personal que previamente ha amado, aceptado y querido». Ibid., p. 138.
39 «Creo que se necesitan ambas cosas: la filosofía sin la ciencia natural está vacía. La ciencia natural sin la filosofía está ciega». Ibid., p. 21.
40 Cfr. Cristóbal-Montes (2007) cap. I: El amor.

Bibliografía
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ÉNDOXA: Series Filosóficas, N° 32, 2013, pp. 103-126. UNED, Madrid.
Universidad de Navarra


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