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Victimarios y víctimas de la violencia
Imanol Zubero


Primero ha tenido lugar un pequeño error. Nadie sabe qué pasará después, dónde se acabará la vía, en qué momento se romperá el hilo de los acontecimientos. (2)

La violencia nos ha robado la energía para decir que lo que no es justo no es justo. La sociedad vasca, sin embargo, no ha aceptado que el mal es de naturaleza moral, porque tiene miedo a mirarse en el espejo y decir: «estoy enferma». No hemos aprendido a poner la política bajo la lámpara de la moral por eso, nuestro conflicto actual es moral, no político. (3)

Sobre los víctimarios

Son muchos los análisis de la denominada violencia política que enfatizan el papel esencial desempeñado en la misma por la aprehensión subjetiva de la realidad. (4) El recurso a la violencia como instrumento de lucha política tiene más que ver con la percepción subjetiva de la realidad que con la realidad misma. En mayor medida que los problemas objetivos que en un momento determinado tenga planteados una sociedad, lo que resulta determinante para la aparición de la violencia es el modo como se perciban.
Por tanto, la dimensión simbólico-cultural es fundamental para explicar la aparición y la existencia de la violencia. (5) La violencia denominada “política” no es nunca la consecuencia de un problema o un conjunto de problemas políticos, como se sostiene desde un enfoque determinista, sino que siempre esa violencia ejecutada con intencionalidad política encuentra su sentido en una determinada visión o aprehensión subjetiva de la realidad, visión que construye el problema y en el marco de la cual la respuesta violencia aparece como la única posible. Hablamos de visión en el sentido que Thomas Sowell da a este concepto. (6) Según este autor las visiones son premisas, conjuntos articulados de creencias acerca del mundo, las personas, la sociedad. Son supuestos implícitos de los que necesariamente se derivan conclusiones distintas y enfrentadas sobre una amplia gama de problemas. Las visiones son, sobre todo, una forma de causación: son la base a partir de la cual se buscan los “por qué” de las cosas. Las visiones no dependen de los hechos. En esto se diferencian de las teorías, que exigen su traducción en hipótesis empíricamente verificables. De ahí que las visiones puedan mantenerse a pesar y hasta en contra de los hechos.

La violencia de ETA no se relaciona necesariamente con ningún problema político, ni siquiera con el problema político derivado de la siempre abierta cuestión de las relaciones: a) entre los habitantes de ese territorio, plural como pocos, que es Euskal Herria o los Países Vasco-Navarros; y b) entre estos, sea cual sea el sistema de relación que finalmente escojan, y los Estados-nación español y francés. En este sentido, el franquismo fue más una condición que una causa de la violencia. En efecto, la decisión de recurrir a la violencia no fue vivida, ni siquiera por sus protagonistas, como algo natural, espontáneo o puramente reflejo. En contra de la mayoría de las interpretaciones al uso, la violencia no apareció como “consecuencia lógica” de un estado de cosas, sino como fruto de la decisión de unas pocas personas Una decisión, por lo demás, fuertemente debatida y contestada. (7) Pero se tomó la decisión de utilizar la violencia y al hacerlo se atravesó la crucial frontera de la muerte. (8) Y aquí es cuando entra en juego la sangre derramada. “Bastan unas gotas de sangre para contener en su interior toda la memoria del mundo”, recuerda Kadaré. (9) La sangre. “¿Qué puede parecer más religioso que la sangre derramada en nombre de la línea divisoria aparentemente «absoluta» de la religión?”, se pregunta Gerd Baumann. “Precisamente porque la religión suena tan absoluta –continua- se puede utilizar como una traducción de otras formas de conflicto más relativas”. (10) Esta traducción prepara el camino para la violencia a la vez que bloquea cualquier posibilidad de diálogo político ya que, como afirma Bernardo Atxaga con sintética precisión, “es muy difícil relacionarse con personas que defienden cosas que no son de este mundo”. (11)

“¡Es preciso que todo ceda ante mí! He ido tan lejos en el lago de la sangre, que si no avanzara más, el retroceder sería tan difícil como el ganar la otra orilla”. Así se expresa el protagonista de La tragedia de Macbeth cuando cae en la cuenta de lo que realmente significa el asesinato del rey de Escocia, ejecutado con sus propias manos para ocupar su trono. Una vez realizado ese primer acto de violencia, Macbeth se sabe preso para siempre de su acción. ¿Cómo pensar, siquiera, en detenerse? La sangre tiene memoria. Macbeth sospechaba antes de asesinar al rey Duncan que con ese acto estaba forjando sus propias cadenas: “¡Si con hacerlo quedara hecho...! Lo mejor, entonces, sería hacerlo sin tardanza. ¡Si el asesinato zanjara todas las consecuencias y su cesación se asegurase el éxito..! Si este golpe fuera el todo, sólo el todo, sobre el banco de arena y el bajío de este mundo, saltaríamos a la vida futura! Pero en estos casos se nos juzga aquí mismo; damos simplemente lecciones sangrientas, que, aprendidas, se vuelven para atormentar a su inventor”. Pero nadie le acompaña en su reflexión. Al contrario. Y el sueño del triunfo sobre el presente acalla su conciencia.

El recurso a la violencia genera una situación que la imagen del lago de la sangre refleja perfectamente. Retroceder tras el primer asesinato, volver a la orilla que nunca se debió abandonar, es posible, pero al precio de reconocer la vaciedad política del acto: de nada ha servido el dolor causado. ¿Cómo enfrentarse entonces a la sangre derramada? De ahí la tentación de adentrarse en las enrojecidas aguas buscando otra orilla. La violencia ciega, la violencia del psicópata, la violencia cuyo objetivo se agota con la destrucción física de la víctima, con su explotación, con su abuso, no debe cargar con demasiadas preocupaciones. El asesino común no se ve afectado por la preocupación de Macbeth. Pero cuando el victimario enarbola objetivos políticos para justificar su violencia cae en una espiral siempre descendente. ¿Por qué matas? Porque es necesario para alcanzar mis objetivos políticos? ¿Por qué sigues matando? Porque hasta ahora no los he alcanzado y si ahora dejara de hacerlo no sería distinto de un asesino vulgar. Pero no hay otra orilla en el lago de la sangre: nunca el asesinato zanja todas las consecuencias, ni sirve para saltar al futuro; simplemente nos ata a un pasado sangriento.

Frente a la experiencia colectiva de la mayoría de la ciudadanía vasca, que se ha ido liberando de toda veneración supersticiosa por el pasado (como recomienda Marx en su 18 Brumario a todo aquel que quiera emprender una revolución) y ha comprobado que es posible vivir sin que la tradición de todas las generaciones muertas oprima como una pesadilla el futuro de los vivos (otra vez Marx), hay quienes continúan prisioneros de la historia. Pero es una historia sagrada, mítica y mesiánica, que indefectiblemente habrá de realizarse según está escrito en el alma del Pueblo. Y el mito, concebido como "modelo ejemplar", exige su permanente recuerdo y actualización. El mito existe y actúa, por tanto, en la medida en que es recordado en la práctica, no como simple ejercicio de memoria, sino como actualización del pasado y anticipación del futuro. (12)
Escribe Michael Ignatieff que si el pasado continúa atormentando tan ferozmente a los Balcanes es, precisamente, porque no es pasado, porque en aquella región del mundo el tiempo no se vive en un orden serial, sino en un orden simultáneo en el que pasado y presente se amalgaman indiferenciadamente. (13) La misma idea es expresada por Robert Kaplan: en aquel mundo, el tiempo está como encapsulado; en palabras de un ex ministro búlgaro: “Estamos totalmente sumergidos en nuestras propias historias”. (14) Por último, en su hermoso libro Tres cantos fúnebres por Kosovo el escritor albanés Ismaíl Kadaré relata el drama de dos rapsodas, uno serbio y otro albanés, fugitivos tras la derrota sufrida en 1389 a manos del ejército otomano de una coalición cristiana integrada por serbios, albaneses y rumanos, y que a pesar de todo no pueden dejar de echarse mutuamente en cara viejos agravios: “Tanto el uno como el otro estaban cautivos de su pasado, pero ninguno podía ni quería liberarse de las cadenas seculares que los ataban”. (15) Lo mismo puede decirse del MLNV, cautivo de un pasado bañado en sangre (propia y ajena). En estas circunstancias, como señala Juan Aranzadi, “la única «significación» de la violencia actual es que «rememora» el perdido sentido de la violencia pasada”. (16) Pero es una significación poderosa.

Si algo caracteriza el funcionamiento de la sociedad civil es la desacralización. Según la acertada síntesis de Gellner, en las sociedades civiles “la lealtad ya no significa credulidad”. (17) ¿Cómo es posible que en Euskadi tanta gente continúe, en el ámbito de la política, ejerciendo una tan radical suspensión de la incredulidad? ¿Cómo es posible que tantas y tan diversas personas (jóvenes y viejas, nativas e inmigrantes, vascoparlantes o no...) sostengan, contra toda evidencia, la visión de la realidad del nacionalismo vasco radical, en la que la violencia encuentra acomodo? Sustituyendo la razón por el sentimiento.

Wendy Kaminer, que analiza el auge del irracionalismo en la sociedad norteamericana, descubre un principio básico a todas las propuestas de (nueva) espiritualidad: “La verdad reside en lo que sientes, no en los que sabes «en tu cabeza» y mucho menos en los que puedas probar”. La sinceridad, la intensidad de la vivencia es la prueba definitiva de la verdad. La autora analiza la relativa facilidad con la que esta perspectiva explica tránsitos aparentemente inexplicables, como es el caso de personas que se pasan de la pacífica y florida new age al movimiento ultraconservador y violento de las milicias armadas. “La propaganda de la extrema derecha (al igual que la de la extrema izquierda de hace treinta años) emplea las mismas técnicas de argumentación que los libros de espiritualidad popular: confía en el testimonio personal y en la intensidad de la fe”. (18)

Convenientemente acompañada de un abigarrado conjunto de rituales colectivos, a menudo organizados en derredor del sufrimiento y de la muerte, esta permanente educación sentimental se convierte en el soporte social, en la estructura de plausibilidad, de la visión nacionalista radical del mundo. De ahí la relevancia de analizar, en clave de recreación mistagógica, la dimensión litúrgica y ritual (con sus tiempos fuertes, con sus espacios mágicos, con sus hierofanías, con su santoral y sus objetos de culto) que configura y cohesiona la comunidad nacionalista radical posibilitando su existencia paradójica, una existencia literalmente u-tópica y u-crónica, una existencia extemporánea, profundamente ajena a la realidad de la sociedad vasca actual.

Me lo contaron hace algún tiempo; como me lo contaron, lo cuento. Se celebraba un encuentro internacional de pueblos minorizados. La práctica totalidad de asistentes pertenecían a movimientos de liberación africanos, asiáticos y latinoamericanos procedentes de países sometidos a gobiernos autoritarios, embarcados a la fuerza en una feroz batalla por su supervivencia. En una de las jornadas intervino un representante de Herri Batasuna, que ofreció su particular visión de la realidad vasca. Fue tal la intensidad de su exposición que al término de la misma uno de los participantes, un kurdo, le preguntó cómo hacían en el País Vasco para resolver el que para ellos era un enorme problema en su lucha contra la represión turca: conseguir repuestos para los tanques.

Más recientemente. Escuchaba la víspera del Aberri Eguna de 1999 en Radio Euskadi a representantes de los partidos vascos conversar sobre cuestiones de actualidad. El presentador puso como primer tema sobre la mesa una encuesta realizada por encargo del Gobierno vasco de la que, entre otras cosas, resulta que un 89 por ciento de ciudadanos vascos afirman ser felices. El representante del PNV afirmó que tan elevado porcentaje no le extrañaba: salvo aquellas personas que carecen de empleo -afirmó- en el País Vasco se vive muy pero que muy bien; y se refirió como indicador de esta calidad de vida a la cantidad de gente que había salido de vacaciones, tanta que dudaba que alguien estuviera escuchando la tertulia. Fue aquí cuando se quebró el tono festivo con el que se había iniciado el programa. Cuando el representante de HB escuchó calificar de “tertulia” el programa en el que participa semanalmente intervino airadamente: ¿qué es eso de tertulia? Si esto fuera una tertulia nosotros seríamos unos tertulianos, y eso nunca. ¡Esto es un debate!, clamó. Tan encendida intervención tuvo el efecto de un rebote y el presentador dirigió al representante de HB la pregunta inicial: ¿cómo valora ese dato que indica que el 89 por ciento de los hombres y mujeres de esta Comunidad Autónoma afirmen sentirse felices? En buena hora. El combativo polemista se enredó en un burdo intento de explicación: bueno, vino a decir, si entendemos que lo que quiere decir el dato es que el 89 por ciento de los encuestados están “ilusionados” (observen el patético cambio de tercio), pues es comprensible, ya que como consecuencia de la iniciativa política de la izquierda abertzale desde Lizarra se ha abierto en Euskal Herria un nuevo escenario ilusionante, etc., etc., etc. Lo mismo de siempre. Cualquier cosa antes que someter a revisión su tradicional discurso de la anormalidad.

Esto es algo que viene de lejos. En vísperas de las elecciones de 1977 el periodista Eugenio Ibarzabal realiza una serie de entrevistas a representantes de todas las fuerzas políticas vascas.(19) Una de esas fuerzas es EHAS, un partido que forma parte de KAS y que se define como abertzale y socialista revolucionario. En un momento de la entrevista, Ibarzabal pregunta a su interlocutor por la extracción social de sus componentes: “¿Sois realmente un partido obrero? ¿No sois, más bien, un grupo con base en la juventud y en concreto entre estudiantes?”. Esta es la respuesta (cito literalmente, aunque la cursiva es mía):

No puedo hablar de KAS, pero de EHAS sí te puedo hablar. Recientemente hemos tenido una asamblea y la gran sorpresa que hemos recibido nosotros, la propia militancia de EHAS, es el nivel de edad de la mayoría de los allí presentes: 35 años; también es verdad que muchos militantes jóvenes estaban ese domingo “tallándose”. De todas maneras, de los 1074 militantes que estaban en la Asamblea, fue una sorpresa observar la cantidad de personas canosas y de bastante edad que figuraban entre ellas. Por tanto, en lo referente a EHAS eso es falso.

No les causaba ninguna sorpresa que los jóvenes de una fuerza política abertzale, socialista y revolucionaria dedique el domingo en el que celebraban su asamblea a pasar por el Gobierno Militar con el fin de tallarse.

A lo largo de los últimos veinte años la izquierda abertzale ha segregado una cosmovisión caracterizada por la exaltación de la ruptura con lo existente. Esta relación inmisericorde con la realidad pasa por la exacerbación de sus aspectos más negativos y el desprecio de lo que de positivo pueda tener. Se ha alentado así una especie de política gore, a la vez fascinada y repelida por la fealdad, el sufrimiento y, en general, por las limitaciones de la existencia humana. Una cosmovisión absolutamente incompatible con la normalidad. Por eso el representante de HB en ese programa radiofónico se mostraba incapaz de asumir que nueve de cada diez habitantes de Euskadi se sientan básicamente felices. El discurso de la felicidad –una felicidad, por cierto, nada ingenua, a tenor de las escasas esperanzas puestas por los encuestados en la posibilidad de acabar con la pobreza, el paro o las guerras- es incompatible con la exaltación de la ruptura.

Durante años, la izquierda abertzale ha entronizado el alternativismo como la única forma de estar en política, empeñándose en mantener a sus seguidores permanentemente movilizados. Ni un paso atrás, jo ta ke. Todo ello en política, por supuesto, que luego en el ámbito privado se han cuidado mucho de diferenciar entre virtud y necesidad. Podías así encontrar entre sus muy radicales filas jefes de personal extremadamente reacios al derecho de huelga, propietarios de concesionarios de coches franceses, soldados de reemplazo y hasta funcionarios del Estado español.

Ernest Gellner considera que el fracaso histórico del marxismo estriba en su carácter de religión secular que pretendió, no tanto la eliminación formal de lo trascendente de la religión, sino la sobresacralización de lo inmanente. Al sacralizar todos los aspectos de la vida social, privó a los hombres de un refugio al que recurrir en los periodos de escaso entusiasmo y celo disminuido. Periodos así son inevitables ya que muy pocos individuos (y ninguna colectividad) pueden permanecer en un estado de permanente exaltación. El fracaso del marxismo se explica no porque privara al hombre de lo trascendente, sino porque le privó de lo profano: “Al sacralizar este mundo privó a los hombres de ese contraste necesario entre lo elevado y lo terreno, y de la posibilidad de escaparse a lo terreno cuando lo elevado se encuentra en animación suspendida. El mundo no puede soportar el peso de tanta santidad”, concluye. (20)

Este y no otro es el trasfondo apropiado para reflexionar sobre el nacionalismo vasco radical como religión. Este es el trasfondo a partir del cual la violencia se transforma en (una especie de) realidad sacramental cuya existencia revela la presencia de otra realidad superior y trascendente, de la que aquella emana. A pesar de que los miembros de ETA actúen desde convicciones políticas, a pesar de que la violencia de ETA tenga consecuencias políticas, a pesar de que la crítica de la violencia deba basarse también en razones políticas, la política tiene muy poco que ver con la violencia. ETA no adoptó la violencia por razones de eficacia política, sino de eficacia mágica, perdiendo de este modo su carácter de medio para transformarse en fin. La violencia expresa, simboliza, define, afirma. Cualquier otra consideración sobre su mayor o menor eficacia, adecuación al momento político, adhesión social, resulta fuera de lugar.

Concebida como política icónica, la visión de la realidad que caracteriza al MLNV sostiene sus razones incluso contra los hechos. Esto no quiere decir que la realidad no las afecte, pero las visiones cambian fundamentalmente como consecuencia de procesos internos cuyos mecanismos desconocemos.

Como bien señala Izaskun Sáez de la Fuente, tanto en la génesis como en las complejas dinámicas internas del denominado Movimiento de Liberación Nacional Vasco subyace un modelo de construcción y de interpretación de la realidad organizado en torno al Pueblo (Vasco) como objeto de culto y a ETA como su mediación privilegiada. Nada mejor que las propias palabras de la autora para expresarlo: “[Esta investigación muestra] la persistencia en el MLNV de un modelo de construcción y de interpretación de la realidad cimentado sobre un sustrato de trascendencia con una doctrina ortodoxa que tiende a mantenerse inmune al devenir histórico. El Pueblo articula dicho sustrato por medio de un doble rostro: a) como entidad sacral, sujeto orgánico, supraindividual e intergeneracional de una verdad genérica, infinita, infalible e indivisible, su propia liberación nacional y social que se haya inserta, a modo de mecanismo de resurrección salvífica, en la lógica de la historia; y b) como comunidad de creyentes que actualiza periódicamente el ser sacro a través de un compromiso fideísta con la causa, sin margen para la herejía. La verdad no admite discrepancias ni el diálogo con otras verdades alternativas”. (21)

Encontramos aquí una ruptura (una más) del nacionalismo vasco radical con la tradición nacionalista hegemónica, históricamente representada por el PNV. No creo que lo que Sabino Arana diseña sea propiamente una religión política, pues en su doctrina no se produce transposición simbólica ninguna (no se sustituye a Dios por la Patria) sino que se somete y subordina la Patria a la realización de la voluntad de Dios.

En el imaginario aranista Euzkadi no tiene valor en sí mismo, sino en la medida que se consagra a Dios. El nacionalismo de Arana es profundamente religioso, pero se somete a la religión. Su primitivo lema Gu Euskeriarentzat ta Euskeria Jaungoikuarentzat, que hoy podríamos traducir como “nosotros para Euskadi y Euskadi para Dios” representa esta subordinación de la ideología y los objetivos políticos, convertidos en mediaciones seculares al servicio del plan de Dios. Por el contrario, esta transferencia de sacralidad sí se da en el seno del nacionalismo vasco radical. Se trata de un peculiar proceso de secularización, que traslada el objeto de culto pero mantiene los aspectos más intolerantes, rigoristas y totalizantes de la ortodoxia religiosa. Nos encontramos ante una transferencia sustitutoria, ante el desplazamiento de los contenidos del culto, que ya no son Dios y las verdades de la fe, sino el Pueblo Vasco y sus derechos hasta llegar a darse una clara incompatibilidad entre la cosmovisión católica y la cosmovisión nacionalista radical. (22)
Por cierto: hay más continuidad de la que gusta reconocer entre el moderno Estadonación y la religión. El siglo XVIII marca en Europa occidental no sólo el surgimiento de la época del nacionalismo sino también el crepúsculo de los modos de pensamiento religioso. El siglo de la Ilustración, del secularismo racionalista, trajo consigo su propia oscuridad moderna. Pero con el reflujo de la creencia religiosa no desapareció el sufrimiento que formaba parte de ella. Lo que se requería entonces era una transformación secular de la contingencia en significado. Como señala Benedict Anderson, “pocas cosas eran (son) más propicias para este fin que una idea de nación”; pues, al fin y al cabo, “por sí mismas, las zonas de mercado, las «zonas naturales» geográficas o político-administrativas, no crean adeptos”. ¿Quién ofrecería su vida por la Unión Europea? (23) Como recuerda Jürgen Habermas, no podemos olvidar que “el Estado secularizado preserva un resto no secularizado de trascendencia”, que se muestra especialmente en la capacidad de exigir a sus ciudadanos el deber de arriesgar su vida en aras de la colectividad en una situación de guerra. Y continua: “En las categorías conceptuales del Estado nacional se encuentra incrustada la tensión entre el universalismo de una comunidad jurídica igualitaria y el particularismo de una comunidad con un destino histórico”. (24) Más recientemente, Baumann señala que si bien el moderno Estado-nación tiende a ser secularista, de ninguna manera cabe sostener que sea realmente secular, ya que aunque saca a las Iglesias y a los cultos religiosos de la esfera pública, se apresura a llenar “el vacío de retórica mística y de ritual resultante [...] con una cuasireligión creada por el Estado”; (25) cuasireligión que no es otra que “la fe en que la propia identidad moral está inseparablemente unida a la identidad nacional de cada uno”. (26) Conviene recordarlo, que pajas y vigas suelen instalarse con demasiada facilidad en los ojos de todos. (27)

Y así llegamos a la gran cuestión: ¿Hay racionalidad o hay locura en la base de ETA? Pensemos en el atentado de ETA contra el centro comercial Hipercor en Barcelona, donde fueron asesinadas 21 personas y medio centenar sufrieron heridas. ¿Cómo puede un ser humano hacer algo así? Es la pregunta que nos hacemos todas y todos. Es una forma de preguntarnos si hay alguna razón que sustente esa acción. Por el contrario, Xabier Arzalluz señalaba en una entrevista radiofónica que ETA actúa desde “una motivación política”, añadiendo que “no hay locos que vayan por ahí jugándose la vida, simplemente por amor a la sangre o porque viven de ellos, como dicen algunos en Madrid”. Así pues, ¿lógica o desvarío? La pregunta es crucial, pues del diagnóstico que hagamos se sucederá una u otra terapia. Si hay racionalidad política, no habrá solución posible que no sea política. No así si lo que hay es locura.

Ignacio Sánchez-Cuenca ha analizado la estrategia de ETA desde la lógica de la acción racional, recurriendo para ello a la Teoría de Juegos. La tesis del autor está claramente expuesta desde las primeras páginas: “ETA es un actor racional que actúa para conseguir un fin político, la independencia del País Vasco”. (28) Rechaza que la continuidad de ETA se deba a la inercia histórica o a la mera voluntad de supervivencia.
De ahí que Sánchez-Cuenca finalice su libro proponiendo un gran pacto de Estado formulado así: El Gobierno español debe convencer al PNV de que “en un País Vasco pacificado, sin terrorismo de ningún tipo, si al cabo de un tiempo se produjera una mayoría clara y duradera de gente favorable a la independencia, el Gobierno y los grandes partidos no pondrían obstáculos para que ese territorio pudiera llegar a independizarse”. (29) Dicho con otras palabras: el Gobierno español, mejor, los partidos que aspiran a gobernar España, han de prometer solemnemente a los nacionalistas que están dispuestos a “posibilitar la independencia tras la desaparición de ETA”, siempre que la demanda independentista sea apoyada mayoritariamente por la ciudadanía vasca (modelo Quebec).

En mi opinión, este análisis no profundiza lo suficiente. La visión política del MLNV encuentra su acomodo en el paradigma de la que Michel Oakeshott llamó “la política de la fe”: una visión que a) confía en la perfectibilidad de la condición humana, b) cree conocer la dirección en que tal perfectibilidad ha de encaminarse, y c) está dispuesta a utilizar todos los medios para alcanzar esa meta.30 Es en este tercer paso donde hace su aparición la racionalidad, una racionalidad eminentemente instrumental.

Precisamente acaba de ser publicado en castellano un monumental estudio de Michael Burleigh sobre el Tercer Reich que abunda en esta continuidad: “Aunque pretendiese paradójicamente hablar el lenguaje de la razón aplicada, y fuese capaz de cálculos refinados, el nazismo tenía un pie en el sombrío mundo irracional del mito teutónico, en el que se enjuiciaba positivamente la fatalidad heroica y en el que había que jugarse el todo por el todo: redención racial y nacional o perdición”. (31)

Pero entonces: ¿creencia o racionalidad? Reflexionando sobre estas cuestiones he recordado muchas veces una frase del Hamlet de Shakespeare: “Thoug this be madness, yet there is method in’t”. Es una locura, pero hay método en ella. Así pues, hay más continuidad de la que parece entre la locura y el método, entre la creencia y la racionalidad. Como hay mucha inercia, fruto de aquel primer asesinato; inercia que veo reflejada por un texto de Joseba Sarrionandia en su obra Ni ez naiz hemengoa: “Primero ha tenido lugar un pequeño error. Nadie sabe qué pasará después, dónde se acabará la vía, en qué momento se romperá el hilo de los acontecimientos”.

El propio Sánchez-Cuenca se ve obligado a asumirlo, aún sin reconocerlo expresamente: “El problema está en que ni ETA ni sus seguidores entienden que esos cambios [elecciones democráticas, amnistía, Estatuto...] signifiquen mucho, sin duda a causa de una visión delirante y fanatizada del mundo, por lo que consideran que les asisten razones para continuar defendiendo sus objetivos a través de la lucha armada” (p. 47). Y más adelante: “Sólo desde el mundo de creencias deformadas de los etarras puede tener sentido pensar que van a conseguir ganar en la guerra de desgaste” (p. 87). Los miembros de ETA han dado el salto cuántico de la fe, (32) y es iluso pretender alcanzar su orilla desde nuestras pedrestres argumentaciones.

De ahí mi conclusión: La violencia de ETA no tiene solución, aunque sin duda tendrá fin. No es posible acabar con la violencia de ETA, aún cuando esa violencia se acabará algún día. Ya hemos dicho que la violencia de ETA no tiene su origen y su sostén en ningún problema político, sino en una determinada visión de la realidad, por lo que sólo terminará si previamente cambia la visión de la realidad que la sustenta.

Pero las visiones de la realidad son premisas, supuestos implícitos acerca del mundo, las personas, la sociedad, de ahí que no dependan de los hechos: pueden mantenerse a pesar y hasta en contra de los hechos, por lo que la transformación de la realidad puede no afectarlas en absoluto. Si esto fuera así, cualquier propuesta política para acabar con esa violencia, sin importar el contenido de la propuesta, sólo sería combustible que alimente la acción de ETA. Si la solución es policial, porque la represión (aunque sea en el uso de la violencia legítima, mucho más sí la violencia usada por el Estado es ilegítima) alimentaría la espiral de la violencia. Si la solución es política, porque el uso de la violencia se vería recompensado, lo que dejaría siempre abierta la puerta de seguir utilizándola para alcanzar un objetivo más.

De ahí, también, mi total acuerdo con la reflexión del escritor Anjel Lertxundi en el libro de entrevistas Bost idazle: “La violencia nos ha robado la energía para decir que lo que no es justo no es justo. La sociedad vasca, sin embargo, no ha aceptado que el mal es de naturaleza moral, porque tiene miedo a mirarse en el espejo y decir: "estoy enferma". No hemos aprendido a poner la política bajo la lámpara de la moral por eso, nuestro conflicto actual es moral, no político”. Derrumbes (33)

Sobre las víctimas

Todas y todos habremos leído novelas o habremos visto películas de misterio o de terror en las que la acción discurre en una casa con una habitación cerrada. (34) Una habitación en la que, hace años, tuvieron lugar sucesos terribles. Para poder habitar la casa se insiste en la necesidad de mantener la habitación cerrada pues, en caso de ser abierta, el mal que contiene se extenderá por todo el edificio y afectará a los actuales inquilinos. En las novelas y películas la puerta de la habitación siempre acaba por abrirse. En la vida real también. Es imposible mantener cerradas las habitaciones en las que se han cometido crímenes e injusticias; es imposible ocultar para siempre cadáveres en los armarios. Más temprano que tarde, las puertas se abren y el mal del pasado inunda el presente.

No podemos pretender construir la casa vasca manteniendo una habitación permanentemente cerrada: la habitación de la violencia, la de las víctimas y los victimarios. Pero no sé si abrir la puerta será positivo. Así y todo, habrá que hacerlo.
En un libro de Antonio Tabucchi podemos leer una interesante reflexión sobre la reconciliación y el perdón de Adriano Sofri, antiguo lider de Potere Operaio y Lotta Continua, recientemente condenado a 22 años de prisión por haber instigado, presuntamente, al asesinato en 1972 de un comisario de policía:

En la Suráfrica de Mandela está en funcionamiento desde hace dos años una Comisión para la Verdad y la Reconciliación, presidida por el arzobispo Desmond Tutu, que aspira declaradamente a una vía alternativa entre “Nüremberg y la conciliación de la memoria”.

Ha recogido 5.500 solicitudes de amnistía, acompañadas de la admisión de sus propias responsabilidades por parte de autoridades y funcionarios del viejo régimen, incluidos algunos que ocupan puestos relevantes en el nuevo gobierno [...]

En la Italia recién salida del fascismo no ocurrió nada parecido, y ello es lo que hace tan insatisfactorio y artificioso el espíritu de conciliación actual, fruto principalmente del tiempo que ha pasado –más de medio siglo- y de las oportunidades del presente, y no del sentido trágico de una comunidad dividida y herida, transida de violencia, injusticia y fanatismo [...] El aspecto que me preocupa tiene que ver con el Estado italiano de los años en que se desarrolló nuestra vida adulta. En pocas palabras, el Estado del que se ha probado una larga y vasta corresponsabilidad en actividades subversivas, y en el recurso a medios ilegales y delictivos al servicio de intereses partidistas y de aparatos paraestatales [...] La pregunta es: ¿este Estado debía y debe pedir perdón por todo ello? Los Estados no son –no deben serlo- instituciones éticas, a diferencia de las Iglesias. Su manera de pedir perdón debería ser menos solemne y pomposa, y además algo más presurosa que la de la Iglesia, que puede concederse siglos de reflexión acerca de las hogueras de los husitas o de las matanzas de los hugonotes: el Estado debe rendir cuentas a sus ciudadanos todavía vivos, no a las generaciones que les heredarán. La desgracia civil de Italia se mide en esta cuestión. No cabe pensar que la solicitud de perdón en las comunidades laicas esté fuera de lugar y pueda ser sustituida tal vez por las investigaciones y las sentencias judiciales. Y concluye Sofri, amargamente: A esta Italia, que no es capaz de imaginarse pidiendo perdón, pero sabe exigirlo hasta el infinito y ritualmente a los vencidos y a los débiles, le gusta subrayar su propio rigor; habiendo vivido en la autoindulgencia plenaria y con amnistías fiscales de todo tipo, se declara enemiga acérrima de cualquier indulto, perdón o amnistía [...] Debe haber, en cualquier comunidad que pretenda seguir siéndolo, o defenderse, la capacidad de una pausa, de una parada, de una tregua, no sé –y de un reconocimiento. La cuestión que el Papa llama del perdón (en la Asís de San Francisco se llamó a esto “hacer las paces”) está ligada a todo aquello que me parece más importante en el sitio donde estoy: de la cárcel a la justicia, de los separatismos a la barbarie de los lenguajes y de los gestos, y también a la relación entre nuestra parte del mundo y el resto. (35)

La reflexión de Soffri es un profundo alegato a favor del reconocimiento

de la verdad como camino hacia la reconciliación. Este es el modelo de reconciliación defendido por todos en el País Vasco. Pero cabe dudar de su funcionalidad social; cabe dudar que esta forma de abordar el reto de la reconciliación abra un escenario claro de oportunidades. Partiendo del mismo ejemplo surafricano y de otros similares (Irlanda, Yugoslavia, Ruanda, todos siguiendo el modelo experimentado en Latinoamerica), Michel Ignatieff nos ofrece algunas muy consistentes razones para la duda: Un comité investigador ha recorrido la Suráfrica de Nelson Mandela con el objetivo de preparar un foro en el que víctimas y verdugos se pusieran de acuerdo para acabar con el apartheid. Se ofrecía a los verdugos la posibilidad de elegir la verdad –confesar lo que sabían y lo que habían hecho- a cambio de la amnistía y el perdón sin juicio [...] La retórica de todos estos ejemplos –Irlanda, Suráfrica, Yugoslavia, Ruanda- resulta muy loable, pero la lógica no está tan clara, y no porque la justicia sea en sí misma un objetivo problemático, sino porque nada asegura que facilite la reconciliación. La verdad es buena, aunque, como recuerda un proverbio africano, no siempre sea bueno decirla.

El propio arzobispo Tutu ha declarado que el comité investigador tiene como objetivo “fomentar la reconciliación y la unidad nacional” y “sanar a un pueblo traumatizado y dividido en dos polos irreconciliables”. Nadie duda de la bondad de los objetivos, lo que ya no se ve tan claro es su congruencia cuando se analizan los principios implícitos en las palabras del arzobispo: la nación no tiene varias psiques, sino una sola; la verdad no es discutible y, una vez conocida por todos, tiene la capacidad de sanar y reconciliar a las partes. Más que principios epistemológicos parecen artículos de fe sobre la naturaleza humana: la verdad es una y conocerla nos hace libres. Los demás aplaudimos, y nunca nos atrevemos a preguntar cuál es la dosis de verdad que pueden soportar nuestras sociedades. (36)

“Nunca nos atrevemos a preguntar cuál es la dosis de verdad que pueden soportar nuestras sociedades...”. Porque lo cierto es que no podemos desconocer los riesgos de la memoria:

El gesto, totalmente legítimo, de atender a lo descartado, a lo minorizado, encierra, a su vez, un peligro para la identidad de los nuevos colectivos de ciudadanos, el peligro de proporcionarles una identidad colectiva de víctimas, puesto que lo que se lleva al foro es un pasado de dolor, de heridas, de discriminación, con lo que la acción política del presente se traducirá sólo en una exigencia de restitución, de reparación por los males del pasado. (37)

Pero del recuerdo surge la venganza en no menor medida que la reconciliación, y la esperanza de lograr una catarsis por medio de los recuerdos liberados podría revelarse una ilusión. Existen poderosos motivos morales para preguntar primero por la verdad y sólo después por la reconciliación. Pero la convicción de que la verdad en sí misma traerá consigo ya la reconciliación se basa en la metáfora de la prisión y es, en lo empírico, sumamente dudosa. (38)

Al fin y al cabo, ¿cuánto de memoria y cuánto de desmemoria ha hecho posible la transición en España?

En cualquier caso, no es ese el problema que las víctimas plantean. No hay riesgo de venganza. ¿Qué es lo que nos cuentan las víctimas? Antes de responder a esta pregunta, hay una cuestión previa: ¿cuál es el lenguaje apropiado para hablar del horror? No es, desde luego, el lenguaje aséptico del informe técnico. Ni el codificado de las estadísticas. No hay lenguaje más apropiado para hablar del horror que aquel que utilizan quienes lo han sufrido. Nadie puede hablar en nombre de las víctimas. No se trata de ningún conflicto de legitimidades. Cuando digo que nadie puede hablar en nombre de las víctimas no me refiero a un “poder” teórico, jurisdiccional, legitimado, sino a un poder real: sólo puede hablar del horror quien lo ha experimentado. El testigo moral, aquel que “conoce el sufrimiento en la forma del saber experiencial”. (39)

La entrevista devuelve a las víctimas su protagonismo, no las trata como sujetos pasivos (sujetos que, tras padecer la violencia, deben asumir pacientemente un papel subalterno en la indagación de su experiencia) sino como agentes activos. ¿Y qué es lo que las entrevistas nos descubren? En primer lugar, que en la vida de las víctimas de la violencia existe un antes y un después: “ha endurecido”; “es como si se hubiese caído el cielo encima”; “me quitaron todo lo que tenía”; “mis valores han cambiado, hay un antes y un después”; “los sentimientos son más extremos”; “todo ha cambiado, todo, todo”. (40) Estas y otras expresiones nos hablan de la ruptura que la violencia ha introducido en sus vidas. Ruptura infinitamente más profunda y permanente que cualquiera otra de las que la vida pueda depararnos.

Los seres humanos estamos impelidos a imponer un orden significativo a la realidad. Literalmente, nos resulta insoportable vivir en un mundo sin sentido. Necesitamos explicaciones para las cosas que nos ocurren. Un mundo que se puede explicar incluso con malas razones es un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño.

Un accidente de tráfico, un cáncer, son tragedias que pueden ser explicadas. Pero la irrupción en nuestras vidas de la violencia, además de destrozarlas, las arroja al vacío del absurdo. La mayoría de las víctimas buscan, de una o de otra forma, una explicación a lo que las ha ocurrido. Aunque sea una mala explicación. Una de ellas lo expresa así: “Quisiera pues que me dijera una persona: mira, ha sido un equivoco porque iba para otra persona. Yo estoy segura de que ha sido un equivoco porque yo creo, yo creo ¿entiendes? pero me gustaría oirlo, han sido fulanos o han sido tal o han sido menganos o han sido...”. Quién ha sido, por qué lo han hecho... Preguntas sin respuesta.

Sufrimiento añadido.

Sin embargo, la narración de las víctimas nos depara sorpresas. En casi todos los casos, la experiencia de su tragedia ha generado una nueva capacidad de comprensión hacia quienes, como ellas mismas, sufren la violencia: “ayudar a esas personas, hay que ayudar a esas personas”; “cada vez que pasa algo es como si me pasara a mí, así de claro”. Una de las personas entrevistadas cuenta que una amiga suya, votante de HB, se ha interesado por su situación, que la ha llamado “mil veces”, pero ella no ha podido responderla “no porque la odie, al contrario, la quiero como la he querido toda mi vida y, y siempre será especial para mí, pero...”; cree que su amiga siente lo que le ha pasado a su marido “porque yo era su mujer ¿no? pero no sé si igual le hubiera dado igual si le hubiera pasado a otro”. Solidaridad con el resto de las personas que han sufrido y sufren la violencia. En sus relatos aletea, también, la esperanza: “si se lucha yo creo que se podrá acabar ¿no?, digo yo”; “hay que tener ilusiones ¿no?”. Puede ser una esperanza frágil, una esperanza contra toda esperanza. Pero su valor es inmenso.

“Un relato -se ha dicho- no es simplemente un relato. Es en sí mismo una acción emplazada, una performación con efectos ilocuacionales. Actúa para crear, sostener o modificar mundos de relación social”. Los relatos de las víctimas de la violencia rebosan solidaridad, esperanza y sabiduría. No son relatos que puedan ser utilizados para sostener cualquier proyecto de futuro. Son relatos que actúan para impulsar un mundo desde la justicia, pero no desde el odio y la venganza.

“Me han quitado tanto, a mi me han hecho mucho daño, la verdad, y eso es muy difícil, el perdonar, el que no duela ... yo no los voy a perdonar pero a mí si dirían pues tienes que ceder y dar una firma pues para que esto se acabe pues no me importaría darla, esa es la pura verdad, aunque a mi dentro me quede que yo no los voy a perdonar”. Frente a tantos discursos etéreos y frívolos sobre el “perdón”, las víctimas saben distinguir entre la dimensión más íntima de su experiencia (“no perdono...”) y su dimensión publica (“...pero estoy dispuesta a adoptar determinadas posiciones favorecedoras de la paz”).

Porque, si algo queda meridianamente claro después de leer estos testimonios, es que quienes han sufrido la violencia se niegan a otorgar a ésta más influencia sobre sus vidas de la que de hecho ha tenido. Es por eso que se niegan a que el odio envenene sus vidas: “mi hijo sabe lo que le ha pasado a su madre y ya está, jamás le hemos inculcado el odio hacia nadie”; “mi padre una vez que fue puesto en libertad, jamás nos transmitió odio hacia nadie”; “no me recreo en el odio, lo pasas a ocupar con otras cosas”; “lo que intentamos en casa por lo menos es eso ¿no? que no esté ese odio en casa, que sea pues eso, el instante inicial de..., pues somos una familia con un crío y, y eso no quiero, no queremos que entre en nuestra casa”.

La novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas termina cuando la prometida del protagonista, Kurtz, pregunta a la persona que le acompañó hasta el momento de su muerte cuáles fueron sus últimas palabras:

“Repítalas -murmuró en un tono acongojado-. Quiero..., quiero... algo..., algo... con... con lo que vivir”.
Estuve a punto de gritarle: “¿No las oye?” El crepúsculo las estaba repitiendo en un persistente susurro a nuestro alrededor, en un susurro que parecía hincharse amenazadoramente, como el primer susurro de un viento que se levanta. “¡El horror! ¡ El horror!”.

“Su última palabra... con la que vivir -insistió-. ¿No comprende usted que yo le amaba?...
Le amaba. ¡Le amaba!”.
Reuní todas mis fuerzas y hablé despacio.
“La última palabra que pronunció fue... su nombre”.

Las víctimas de la violencia han mirado al horror cara a cara. Y sin embargo, sus palabras quieren ofrecernos motivos para vivir. Uno de los principales expertos en el uso de fuentes orales para realizar investigación histórica, Paul Thompson, ha escrito que las personas “no sólo tienen que aprender su propia historia, pueden escribirla”. Y concluye: “La historia oral devuelve la historia a la gente en sus propias palabras. Y ofreciéndolas un pasado, también las ayuda a dirigirse hacia un futuro de su propia creación”. (41)

Ignatieff justifica sus dudas sobre las virtudes de la verdad como fuerza reconciliadora a partir de esta confusión entre dos planos de conocimiento: “Existen, como mínimo, dos verdades, una factual y otra moral, la verdad de las narraciones que cuentan lo que ocurrió y la de las narraciones que intentan explicar por qué y a causa de quién”. Y continua:

La idea de que la reconciliación depende de la posibilidad de compartir la verdad de los hechos no tiene en cuenta que la verdad se relaciona con la identidad. Aquello que nos parece verdadero depende, en gran medida, de lo que creemos ser; y lo que creemos ser se define en gran parte por lo que no somos [...] La verdad que interesa a las personas no es la factual o narrativa, sino la interpretativa o moral. Y eso se discutirá siempre en los Balcanes [...]

El problema de la verdad compartida reside también en que no puede ser una mentira “a medias”, un compromiso entre dos versiones enfrentadas. Una de dos, o el sitio de Sarajevo fue un intento deliberado de aterrorizar y subvertir un Estado legal, internacionalmente reconocido, o un acto legítimo de los serbios para defender su tierra del ataque musulmán. No pudo ser las dos cosas a la vez, pero ninguno de los dos bandos creería a unos extranjeros que intentan escribir una versión que haga “justicia” a las dos partes.

En opinión de Ignatieff, pues, sería vano el intento de “encontrar un relato liberador globalizante que nos ayude a restaurar la verdad”, según la propuesta de Robert J. Schreiter.42 Como lo sería el intento de afrontar el sufrimiento de manera adecuada con el fin de constituir un punto de partida para el camino en común hacia la reconciliación. A diferencia de Schreiter, en opinión de Ignatieff tampoco existe la posibilidad –socialmente hablando- del “sufrimiento compartido”:

Sería relativamente fácil para todos aceptar que el otro también ha sufrido, pero no tanto –por lo general, imposible- reconocer quién tuvo más culpa, porque si los agresores cuentan con sus argumentos contra la verdad también lo hacen las víctimas. Los pueblos que se creen víctimas de una agresión manifiestan una comprensible incapacidad para aceptar sus propias atrocidades. Los mitos de la inocencia y el victimismo constituyen, como los de la crueldad del otro bando, un poderoso obstáculo a la hora de afrontar responsabilidades.

Todos los victimarios se ocultan tras la máscara de la necesidad histórica, que les redime de sus crímenes y les exime de pedir perdón. Si acaso, serán otros los que tengan que pedir perdón, o pedirlo antes que ellos, o pedirlo con más fuerza y sentimiento. Ellos no, ¿por qué razón tendrían que hacerlo? ¿de qué habrían de arrepentirse? Hicieron lo que tenían que hacer. La historia les juzgará con la ecuanimidad que proporciona el frío paso del tiempo. La historia que todo lo absuelve al “ponerlo en su lugar”, al contextualizarlo, al permitir una lectura de adelante hacia atrás que acabe por encontrar explicable cualquier acto.

Pero si algo salva nuestra humanidad, si algo impide que el papel del ser humano y sus sufrimientos quede obscenamente trivializado, es la negativa a someternos al dictado de la historia. Reivindicar tozudamente nuestra capacidad de juzgar la historia: eso es lo único que impide que todos los hechos, hasta los más bárbaros, queden subsumidos y sublimados en la generosa corriente de la historia. La historia no puede convertirse en la teodicea que atempere los sufrimientos y otorgue sentido a los sinsentidos. Todo proceso histórico genera incómodos residuos que nadie puede reciclar: las víctimas. Pretender reducirlas a engranaje del proceso histórico, a combustible necesario para el avance social, político o económico, es volver a asesinarlas. Ninguna mejora, ningún avance, puede hacer justicia a las víctimas ni modifica la injusticia y el absurdo de los sufrimientos provocados.

Cicerón escribió una hermosa fórmula de inmortalidad laica que podría ser el objetivo de la reconciliación: “En consecuencia también los ausentes están presentes y, cosa que es más difícil de decir, los muertos viven”. Pero, ¿cómo hacerlo? Solo sé que hemos de huir de toda tentación de reconciliaciones apresuradas (Schreiter); a pesar de que las víctimas molesten al ser un recordatorio permanente de lo que hemos hecho o hemos permitido que se haga en nuestro nombre. (43)

En este sentido, hay algo que me molesta especialmente en los últimos tiempos: el intento de despojar a las víctimas de toda dimensión política. Dos ejemplos. Elkarri nos está diciendo estos días que “las víctimas no pueden tener derecho de veto” en el proceso político abierto en el País Vasco. Por su parte, el periodista Antoni Batista escribe: “Me hice allí [en Irlanda] una pregunta que me vengo haciendo tras la tregua vasca y que no sé si he sabido explicar bien en el anterior capítulo: ¿Por qué parece que los más infelices por la paz sean las posibles víctimas de la guerra? ¿Por qué los más felices son los que dan el alto el fuego y no quienes lo reciben? ¿Por qué los que tienen más probabilidades de vivir que de morir?”.44 Como muchos otros analistas, como Elkarri, Batista afirma el carácter político de la lucha armada de ETA y de sus militantes. Pero cuanto más se afirma el carácter político de la violencia en igual medida se reduce a las víctimas a un papel pasivo. Por decirlo con más claridad, cuanto más político es el victimario, menos política es la víctima. Quienes dan el alto el fuego, militantes políticos que practican una violencia política, toman una decisión política. Quienes lo reciben, las víctimas, simplemente deben agradecer que su vida deje de estar amenazada. Se da valor político a la muerte provocada, se elimina todo valor político de la vida arrebatada. Si matar es más que matar, ¿por qué vivir o morir se reduce a vivir o morir?

Por otro lado, mientras el mundo de los victimarios sí configura una comunidad de memoria, el mundo de las víctimas no lo hace. Siguiendo a Bellah et al., una comunidad de memoria es “aquella que no olvida su pasado”. Para ello, “tiene que volver a contar su historia, su narrativa constitutiva, y al hacerlo ofrece ejemplos de los hombres y mujeres que han encarnado e ilustrado el sentido de la comunidad”. (45)

Importancia de la muerte: “Una comunidad de recuerdo no se basa solamente en sus estrechas relaciones actuales sino en igual medida en sus relaciones con los muertos. Es una comunidad que trata con la vida y con la muerte, una comunidad en la que el motivo de hacer memoria, que se convierte en una revivificación, es esencialmente más poderoso que en una comunidad que se basa en la mera comunicación”. (46)

Las comunidades de memoria generan prácticas de compromiso, es decir, “prácticas –rituales, estéticas y éticas- que definen a la comunidad como una manera de vivir [y] definen los modelos de lealtad y obligación que mantienen viva a la comunidad”. (47)
Memoria frustrada: el caso del espíritu de Ermua. Pero también el recuerdo de las víctimas por el nacionalismo vasco.

Dimensión política de la compasión:

La compasión es un sentimiento de solidaridad con el necesitado, pero ese sentimiento se hace moral cuando el primer movimiento casi institntivo de perdidos, en definitiva”. Esto es verdad sólo en el caso de algunos muertos, de esos que se nos han muerto. Pero los asesinados, las víctimas, nos obligan, nos comprometen a algo más que a un homenaje en ratos perdidos. Por eso nos cuesta tanto ser justos y generosos con ellos. Infinitamente más que con los victimarios. La conmiseración se carga de razón, queda informado racionalmente al considerar el sujeto que el otro no es un pobre hombre, sino un hombre al que se le ha privado de la dignidad de sujeto. El sentimiento moral supone una relación intersubjetiva (lejos, pues, del individualismo ético) de una naturaleza original: lo moral aquí no es el resultado de un acuerdo simétrico, sino el reconocimiento por cada miembro de la relación de su lugar en ella: no hay víctimas sin verdugos, ni pobres sin ricos, etc., es decir, entre el sujeto y el no-sujeto se establece una relación en virtud de la cual no puede haber sujetos mientras haya no-sujetos; más aún, el logro de la subjetividad del pretendido sujeto sólo es posible desde el no-sujeto. El no-sujeto se convierte en principio de la universalidad ética porque sólo cuando el no-sujeto abandona su condición inhumana puede el pretendido sujeto alcanzar por su parte la dignidad de hombre.

Que esta ética intersubjetiva sea política se entiende desde el momento en que la víctima, el que padece injusticia, no permite con su sola existencia que nadie se considere sujeto moral por la mera abstracción de esa situación de injusticia. El ser moral conlleva necesariamente un enfrentamiento material con la situación de injusticia. (48)

Ámbito vasco de compasión  (49)
“Por qué nos hemos quedado ciegos, No lo sé, quizá un día lleguemos a saber la razón, Quieres que te diga lo que estoy pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven”. Así finaliza esa dramática fábula sobre la condición humana que es el Ensayo sobre la ceguera de Saramago. ¿Somos ciegos que, viendo, no ven? Norbert Bilbeny ha realizado un excelente análisis del idiota moral, de ese individuo inteligente pero apático, que vive aislado en la privacidad de sus propias emociones y es por ello insensible a las emociones de los demás y a las consecuencias que sobre los demás tienen sus propias acciones. En esta impasibilidad reside la incapacidad del idiota moral de cuestionarse a sí mismo, pues no hay un espacio ajeno a sí desde el que observarse. Ahí reside su ceguera. Bilbeny enfatiza la ausencia de pensamiento como origen fundamental de este idiotismo moral. Yo creo, más bien, que la apatía moral tiene su origen en la incapacidad para ejercer la compasión. Esto es lo que nos vuelve ciegos.

En nuestra tierra vivimos la política con pasión, con tanta pasión que nos incapacita para compadecernos. Es la nuestra una pasión egomaníaca, un apasionamiento solitario aún cuando tantas veces lo expresemos colectivamente. Es una pasión inconmensurable, intransferible, que excava abismos de incomunicación. Una pasión totalitaria, enfermiza, que genera una brutal contradicción: nos hace visceralmente impacientes cuando nos sentimos agraviados pero, a la vez, nos vuelve olímpicamente pacientes cuando los agraviados son los otros. La vivencia del padecimiento propio está impidiéndonos compartir el padecimiento ajeno. La pasión política está generando una profunda apatía moral. Necesitamos urgentemente constituir un ámbito vasco de sentimiento. Necesitamos, más que cualquier otra cosa, introducir en nuestras vidas, capacidad de compasión.

Compasión, sí: compasión. En el caso de que este concepto no les guste pueden sustituirlo por el de empatía, aunque a mí este neologismo me parece demasiado frío, demasiado deshumanizado y asocial.

El camino hacia la compasión es tortuoso, pero es lo único que tenemos si de verdad queremos reconstruir la convivencia. Percibir y articular el sufrimiento de los otros es la condición necesaria de toda política futura de paz.

Sólo si somos capaces de ponernos en el lugar del otro llegaremos a comprender las consecuencias de nuestros actos. Sólo si llegamos a sentir al otro como un “yo mismo” podremos imaginar una nueva comunidad vasca edificada sobre la base de la aceptación mutua. Necesitamos, por ello, construir y sostener un ámbito vasco de compasión. Un espacio ético, pero también político en el que el padecimiento de todos sea objeto de comunicación, de comunión, y no de enfrentamiento. Necesitamos transformar nuestras pasiones en compasiones, convertir nuestras pasiones en pasiones compartidas. Nuestros dolores, nuestros sufrimientos, nuestros miedos, los de cada uno, deben configurar la más inmediata agenda política de la sociedad vasca con el objetivo explícito de lograr, en serio, su socialización (que no es lo mismo que su multiplicación). Sólo quien hace suyo el miedo ajeno podrá tomar en consideración su responsabilidad en el mismo para así procurar atemperarlo.

Tal vez así, algún día, podamos pedir a Saramago que cambie el final de su relato sustituyendo el párrafo con el que iniciábamos este artículo por este otro: “Por la ventana abierta, pese a la altura del piso, llegaba el rumor de las voces alteradas, las calles debían estar llenas de gente, la multitud gritaba una sola palabra, Veo, la decían los que ya habían recuperado la vista, la decían los que de repente la recuperaban, Veo, veo, realmente empieza a parecer una historia de otro mundo aquella en que se dijo, Estoy ciego”. Tal vez así, algún día, podamos las vascas y los vascos decidir con libertad y responsabilidad lo que queremos ser, una vez experimentado lo que debemos sentir.

Estas páginas no pretenden ser un tratado, una reflexión exhaustiva y sistemática sobre el llamado “problema vasco”. Son sólo apuntes articulados que buscan constituirse en atalayas que permitan contemplar la realidad vasca desde perspectivas distintas a las habituales, en senderos que posibiliten descubrir rutas nada o poco holladas. A quien le parezcan escasas, le invito a aproximarse a otros trabajos en los que he desarrollado estas y otras ideas. O, simplemente, a seguir conversando.

- “Política y violencia en Euskal Herria”, en A. Arteta, D. Velasco e I. Zubero, Razones contra la violencia, vol. II, Bakeaz, Bilbao 1998.
- Columnas vertebradas. Escritos sobre violencia, política y sociedad en el País Vasco, Hiria, San Sebastián 2000.
- “Civilizar la situación vasca”, en J. Elzo y G. Bizcarrondo (eds.), La convivencia en la sociedad vasca, Universidad de Deusto, Bilbao 2000.
- “Hacer las paces para hacer la paz”, en P. Ortega (coord.), Educación para la paz, Cajamurcia, Murcia 2000.
- “Transformaciones en la movilización social en Euskadi. De los movimientos por la paz a los movimientos por la libertad”, en Bake Hitzak, nº 45, enero 2002.
- “Estado, nación y nacionalismo”, en Claves de Razón Práctica, nº 119, enero-febrero 2002.
- “Ciudadanía, movilización contra el terrorismo y construcción social de Euskadi”, en El Noticiero de las Ideas, nº 12, 2002.

 

1. I. Kadaré, Tres cantos fúnebres por Kosovo, Alianza, Madrid 1999, p.114.
2. J. Sarrionandia, No soy de aquí, Orain, 1995, p. 80. Edición original en euskera: Ni ez naiz hemengoa, Pamiela, Pamplona 1985
3. A. Lertxundi, en Cinco escritores vascos. Entrevistas de Hasier Etxeberria, Alberdania, Irún 2002, p. 232. Edición original en euskera: Bost idazle. Hasier Etxeberriarekin berbetan, Alberdania, Irún 2002.
4. La relevancia de esta aprehensión subjetiva de la realidad, tanto a la hora de asumir la violencia como en el momento de apartarse de ella, aparece con fuerza en: Yoyes, Desde su ventana, Iruña 1987; F. Novales, El tazón de hierro. Memoria personal de un militante de los GRAPO, Crítica, Barcelona 1989; C. Di Giovanni, Éramos terroristas. Cartas desde la cárcel, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993; M. Scialoja, Renato Curcio. A cara descubierta, Txalaparta, Tafalla 1994; M. Alcedo, Militar en ETA. Historias de vida y muerte, Haranburu, Donostia 1996; M. Arriaga, Y nosotros que éramos de HB... Sociología de una heterodoxia abertzale, Haranburu, Donostia 1997; F. Reinares, Patriotas de la muerte. Quiénes han militado en ETA y por qué, Taurus, Madrid 2001.
5. I. Sotelo, “Las raíces sociales de la violencia”, en Revista Internacional de Sociología, Número monográfico sobre violencia política, 1992.
6. Th. Sowell, Conflicto de visiones, Gedisa, Barcelona 1990.
7. K. Aulestia, Días de viento sur. La violencia en Euskadi, Empúries, Barcelona 1993.
8. J. Aranzadi, “La necro-lógica etarra”, en J. Aranzadi, J. Juaristi y P. Unzueta, Auto de terminación, El País/Aguilar, Madrid 1994, p. 253.
9. Kadaré, op. cit., p. 114.
10. G. Baumann, El enigma multicultural, Paidós, Barcelona 2001, p.38.
11. B. Atxaga, Horas extras, Alianza, Madrid 1997, p. 91.
12. M. Eliade, Mito y realidad, Labor, Barcelona 1981 (4ª).
13. M. Ignatieff, El honor del guerrero, Taurus, Madrid 1999, p. 177.
14. R. Kaplan, Fantasmas balcánicos, Ediciones B, Barcelona 1998, pp. 28-29.
15. Kadaré, op. cit., p. 72.
16. Aranzadi, op. cit., p. 262.
17. E. Gellner, Condiciones de la libertad, Paidós, Barcelona 1996, p. 136.
18. W. Kaminer, Durmiendo con extraterrestres. El auge del irracionalismo y los peligros de la devoción, Alba, Barcelona 2001, pp. 16 y 159.
19. E. Ibarzabal, Euskadi: diálogos en torno a las elecciones, Erein, San Sebastián 1977.
20. Gellner, op. cit., p. 46.
21. I. Sáez de la Fuente, El movimiento de liberación nacional vasco, una religión de sustitución, Desclée de Brouwer, Bilbao 2002.
22. I. Zubero, “Religión y violencia en el País Vasco”, en Iglesia Viva, nº 187, 1997.
23. B. Anderson, Comunidades imaginadas, Fondo de Cultura Económica, México 1993, pp. 29 y 85.
24. J. Habermas, La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Paidós, Barcelona 1999, p. 91.
25. G. Baumann, op. cit., p. 63.
26. Ibid., pp. 55-56.
27. I. Zubero, “Estado, nación y nacionalismo”, Claves de razón práctica, nº 119, 2002.
28. I. Sánchez-Cuenca, ETA contra el Estado. Las estrategias del terrorismo, Tusquets, Barcelona 2001, p. 11.
29. Sánchez-Cuenca, op. cit., p. 245.
30. M. Oakeshott, La política de la fe y la política del escepticismo, Fondo de Cultura Económica, México 1998.
31. M. Burleigh, El Tercer Reich. Una nueva historia, Taurus, Madrid 2002, p. 41.
32. Burleigh, op. cit., p. 40.
33 I. Zubero, “Derrumbes”, en El País, edición País Vasco, 11-2-03.
El pasado viernes moría en México el escritor guatemalteco Augusto Monterroso, maestro del relato breve. Me gustaría recordar con ustedes una de sus historias, en concreto la que lleva por título La Fe y las montañas. Cuenta Monterroso que en un principio, cuando la Fe movía montañas sólo en contadas ocasiones, sólo cuando era absolutamente necesario, las transformaciones del paisaje eran mínimas y en ningún caso catastróficas. Pero llegó un momento en que la Fe se fue extendiendo, y con ella la idea de que mover montañas era algo, no sólo posible, sino divertido. La situación llegó a tales extremos que las montañas no hacían más que cambiar de sitio, lo que provocaba grandes alteraciones. Tanto que la buena gente prefirió abandonar la Fe, gracias a lo cual las montañas por lo general permanecen en su sitio. Pero no siempre es así: “Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe”. La fe mueve montañas, decimos, y suena bien. Suena bien porque nos ayuda a sostener la esperanza en la transformación de la realidad y tal cosa es absolutamente necesaria en estos tiempos de pensamiento único. Otro mundo es posible, decimos, y decimos bien, porque este mundo es insostenible. Pero es importante –esa es la advertencia de Monterroso- comprender que, si bien otro mundo es posible, no cualquier otro mundo es posible, o no de cualquier manera; y que hay mundos que, aún siendo posibles, no son en absoluto deseables. No tener esto en cuenta supone extraviarse por los peligrosos senderos de lo que Michel Oakeshott llamó “la política de la fe”: una visión que a) confía en la perfectibilidad de la condición humana, b) cree conocer la dirección en que tal perfectibilidad ha de encaminarse, y c) está dispuesta a utilizar todos los medios para alcanzar esa meta. Pero allí donde la política de la fe toma el mando, el resultado no es otro que el incremento de la violencia, la exclusión y el dolor. La tarea de transformar el mundo sigue teniendo hoy como principal amenaza aquella tentación que denunciara en 1952 Albert Camus: la de sustentarse en una “ideología que sustituye la realidad viviente por una sucesión lógica de acontecimientos”. El caso del País Vasco es, en este sentido, dolorosamente paradigmático. En los últimos años nuestro país se ha convertido en el paraíso de ideólogos y econometras, de filósofos políticos puros y de moralistas escolásticos, de genios de lo jurídico y expertos en política creativa. La pizarra es el escenario favorito de todos ellos, donde vuelcan sus ecuaciones lineales y plasman sus juegos de estrategia. Planificadores implacables, la lógica de los acontecimientos sustituye a la realidad viviente, sufriente y agonizante. Se mira tanto al futuro que se acaba por perder contacto con el presente. La fe, combustible de la voluntad, mueve montañas, nos dicen. El objetivo es generar propuestas ilusionantes. Todo es posible. Lo único que debemos hacer es dar el salto cuántico de la fe: siempre que lo queramos con convicción, seremos lo que queramos ser. Aunque cada vez seamos menos, o seamos peores. ¿Aunque nuestro sueño sea la pesadilla de otros?
El sábado era asesinado en Andoain Joseba Pagazaurtundua, militante socialista y activista de Basta ya!. Alguien, más inmediato que lejano, borracho de fe, decidió que era un obstáculo para construir otro mundo posible. Quería mover la montaña y no le importó, al contrario, que el consiguiente derrumbe se llevara una vida por delante.
Y yo pregunto: ¿de verdad no tiene nada que ver el asesinato de Joseba Pagazaurtundua con la fe en ese otro mundo posible del soberanismo vasco? Incluso al margen o hasta en contra de la voluntad de sus promotores, ¿de verdad no tiene nada que ver? Por favor, respondan y actúen en consecuencia.
34. Hay un excelente relato de H.P. Lovecraft con este título: La habitación cerrada.
35. Antonio Tabucchi, La gastritis de Platón, Anagrama, Barcelona 1999.
36. Michel Ignatieff, El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, Taurus, Madrid 1999
37. F. Birulés, “La crítica de lo que hay: entre memoria y olvido”, en M. Cruz (comp.), Hacia dónde va el pasado,
Paidós, Barcelona 2002, p. 146.
38. A. Margalit, Ética del recuerdo, Herder, Barcelona 2002, p. 14.
39. Margalit, op. cit., p. 77.
40. Las referencias entrecomilladas, proceden de entrevistas a víctimas del terrorismo realizadas por la organización Gesto por la Paz. El conjunto del texto, con alguna modificación, constituye la Introducción elaborada por I. Zubero para dicho trabajo.
41. P. Thompson, The Voice of the Past. Oral History, Oxford University Press, Oxford 1982, p, 226.
42. Robert J. Schreiter, Violencia y reconciliación. Misión y ministerio en un orden social en cambio, Sal Terrae, Santander 1998.
43. “¿Sabe usted por qué somos siempre más justos y generosos con los muertos? -pregunta el protagonista de la novela de Albert Camus La caída. La razón es sencilla. Con ellos no tenemos obligación alguna. Nos dejan en libertad, podemos disponer de nuestro tiempo, rendirles el homenaje entre un cóctel y una cita galante, a ratos
44. A. Batista, Diario privado de la guerra vasca, Plaza & Janés, Barcelona 1999.
45. R.N. Bellah et al., Hábitos del corazón, Alianza, Madrid 1989, p. 203. Ver también: Margalit, op. cit., pp. 58-61.
46. Margalit, op. cit., p. 60.
47. Bellah et al., op. cit., p. 205.
48. R. Mate, La razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona 1991, p. 19.
49. I. Zubero, en El País, edición País Vasco, 17-01-01.

Los Nuevos Escenarios de la Violencia en el 40 aniversario de Pacem in Terris
Universidad del País Vasco
Euskal Herriko Unibertsitatea