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Del Blockbusting al Acoso Inmobiliario
Jesús Manuel Villegas Fernández

1. Planteamiento del problema: el hogar como campo de batalla.

El Gobierno acaba de anunciar un anteproyecto de reforma de Código Penal cuyo articulado se acaba de filtrar este verano del año 2006. Una de las novedades es la tipificación del “acoso moral”. Aquí la reforma legislativa va a remolque de la conciencia social, pues en nuestro país la prensa lleva aireando el fenómeno (si bien con el nombre de mobbing) desde el año 2001. Ese anglicismo se reserva para el acoso laboral, aunque también se hable de bullying para el escolar y blockbusting para el acoso inmobiliario. Si nos centramos en este último descubrimos que, pese al silencio normativo, los tribunales ya habían reaccionado allanando el camino al texto positivo.
El primer caso que conocieron nuestros tribunales fue el de una anciana, arrendataria de un contrato de renta antigua que se remontaba al año 1936, la cual denunciaba que su casero había desplegado un plan de acoso para desalojarla. Aunque el juzgado de instrucción no apreció indicios de criminalidad, la Audiencia Provincial de Barcelona quitó la razón al órgano de instancia y le ordenó en apelación la tramitación de unas diligencias previas (AAP Barcelona, Penal, 27.04.2004).

Si nos atenemos al relato de la denunciante, el arrendador se habría desentendido del mantenimiento de la vivienda. La pobre mujer debía soportar como, el estar sin cristal y cerradura el acceso al inmueble, el portal se le llenaba de excrementos y orines de indeseables que habían tomado su casa por un retrete público. Ni siquiera disfrutaba del alivio de una simple ducha, tal era el deterioro de las cañerías. No quedan aquí las cosas, el dueño hacía la vista gorda ante una horda de okupas que habían invadido la terraza comunitaria.

Este sería el arquetipo de una plaga que se viene extendiendo crecientemente por nuestro territorio. La economía nacional es una veloz locomotora alimentada por un negocio inmobiliario que busca vorazmente cada vez más y más espacio que engullir. El diario El País publicaba el 18 de septiembre del año 2005 un reportaje en el que explicaba como los viejos cascos urbanos se habían tornado atractivos para los especuladores. Según informaba el rotativo, la misma batalla se libraba a lo largo y ancho de nuestra geografía: Cádiz, Vizcaya, Barcelona. Todo un país por conquistar. Sin embargo el asunto venía de antes. Ya en el año 2003, según informaba el citado periódico el 17 de septiembre, el Ayuntamiento de Barcelona había decidido acudir a la Fiscalía para luchar contra el acoso inmobiliario.

Llegamos al punto que nos concierne. ¿Acaso hay un delito de acoso inmobiliario? Por mucho que busquemos en el Código Penal, ese término sólo aparece en el "acoso sexual". He aquí cuando hemos de ajustarnos a las exigencias de rigor intelectual. El Derecho Penal pondrá orden en la confusión terminológica. Construiremos un concepto criminal de acoso.

Con esta finalidad de captar la esencia del fenómeno, hemos de dirigir nuestra mirada hacía las experiencias foráneas. Como decíamos, a veces se oye el barbarismo blockbusting en conexión con este tema. ¿Qué significa? Es un corrupción fonética surgida de la pronunciación americana de dos términos ingleses: to burst (estallar) y block (bloque). Una traducción literal sería“revientacasas”. En la Segunda Guerra Mundial se refería a explosivos de alta potencia lanzados por la aviación aliada, capaces de borrar del mapa barrios enteros. La analogía es elocuente.

Pero en una acepción más habitual designa cierta estratagema usual en los Estados Unidos, sobre todo en los años ´60, urdida en el contexto de tensiones entre negros y blancos. El semanario Time cuenta el 18 de enero del año 1963 que agentes inmobiliarios se aprovechaban de los prejuicios raciales de los habitantes de áreas residenciales, a los que les comunicaban falsamente que se avecinaba una adquisición masiva de viviendas que irían a parar a manos de los negros. Para dotar de verosimilitud al embuste exhibían ostensiblemente por las inmediaciones a ciudadanos afroamericanos, simulados compradores. Los blancos, atemorizados, vendían a precios de saldo y se mudaban a toda prisa. Por eso se conoce también a esta práctica como Panic Peddling (“vender por temor”). Sigue narrando la noticia que el enfrentamiento alcanzó en Atlanta tanta intensidad que llegó a erigirse una barricada para separar físicamente ambas comunidades étnicas.

Hasta los años ´20 la población negra americana se concentraba en las zonas rurales. Desde ese momento empezó una gradual emigración hacia la ciudad. El influjo fue aumentando a un ritmo creciente, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Entre 1930 y 1960 se desplazaron más de tres millones de personas. A comienzos de esta década los disturbios se multiplicaron. Primero, en 1963, en Alabama (Birmigham), y luego, como un reguero de pólvora ardiente, Nueva York, Filadelfia, Chicago, Los Ángeles... A la altura de 1968, coincidiendo con el asesinato de Martín Lutero King, el clima nacional estaba impregnado de violencia (Charles Connery, 2003).

Los ciudadanos de color se apiñaban en los guetos. La masa humana comprimida en una pequeña porción del territorio presionaba por salir de su confinamiento. El semanario Time describía el 31 de julio del año 1964 como la densidad de población de Nueva York era tan alta que todos los habitantes de los Estados Unidos cabrían en sólo tres de sus cinco distritos. Describía uno de ellos, Harlem, negro al 94%, como una auténtica jungla: en comparación con los otros barrios de la ciudad, el índice de drogadicción se decuplicaba, el de delincuencia era seis veces mayor, el de homicidios se sextuplicaba y el doble de jóvenes estaban aquejados de enfermedades venéreas. La mitad de los menores vivían en familias monoparentales o eran huérfanos. El citado periódico cuenta, a título de sórdida anécdota, como la policía se encontró con una niña que creía, a fuerza de oírlo de todos, que el nombre de su madre era bitch (perra, ramera).
Esta fuerza contenida terminó por estallar y extenderse a los vecindarios limítrofes. El blockbusting era una de las tácticas utilizadas para favorecer la penetración en territorio blanco. El mismo artículo periodístico daba cuenta de otros medios más expeditivos, como la formación de bandas mafiosas (gangsbusters) y "expropiaciones" a punta de navaja. La construcción de muro de Atlanta es una muestra de un estado de confrontación que casi toma tonos bélicos (el Ayuntamiento llegó a cortar la carretera que conducía a la barriada negra). Los blancos, al ofrecer su viviendas al mercado inmobiliario, solían hacerlo con el cartel de "whites only" (sólo blancos). Enfrente de ellos los negros se apretaban en un espacio reducidísimo, donde desfilaban por las calles prostitutas y narcotraficantes sin pudor alguno.

Pero en Nueva York, como narra el articulista, la muralla era invisible. Los obstáculos al avance eran jurídicos. Como veremos, las autoridades federales intervendrían salomónicamente promulgando en 1968 la Fair Housing Act (Ley de la Vivienda Justa). La solución vendría de la mano de la Ley.

Da la impresión de que poco comparten el caso de la anciana hostigada por su arrendador y las reyertas raciales de la América del siglo pasado. Pero no es así. En el fondo subiste la misma idea: el acoso para forzar a alguien a salir de su hogar. En España se dio un caso que recuerda al blockbusting. Es el de la casa Tangora. Lo contempla el auto de apertura del procedimiento abreviado dictado el tres de mayo del año 2004 por el juzgado de instrucción número seis de la localidad vizcaína de Getxo (si bien no ha sido hasta agosto del año 2006 cuando ha recaído resolución definitiva).
En la mentada resolución se lee que cierto promotor, que poseía uno de los pisos de un palacete llamado "casa Tangora", quiso apoderarse de la totalidad del inmueble. El resto de los propietarios, no obstante, se negó a vender. Entonces alquiló por un euro la porción de la que era dueño a una familia de gitanos que recogió de la calle. Los nuevos inquilinos, siguiendo órdenes de su arrendador, acometieron un plan sistemático para amedrentar a los vecinos rebeldes: inundaron el piso de abajo con fugas intencionadas de agua, que a veces venían mezcladas de heces, rayaron sus vehículos, los amenazaron, les arrojaron basura, etc. El día 19 de agosto de ese año el juzgado, al amparo del artículo 544.bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, expulsó a los inquilinos, no sólo de la vivienda, sino del término municipal.

Para la prensa, desde luego, ambos fenómenos son manifestaciones de una misma cosa: el mobbing. ¿Y para el Derecho? En los siguientes epígrafes contestaremos a este interrogante.

2. Respuesta de la legislación penal.

2.1. Estados Unidos.

El Congreso estadounidense aprobó en 1998 la mencionada Ley de Vivienda Justa (en adelante FHA). El propósito del Legislador era limpiar el comercio inmobiliario de cualquier motivación racial o de semejante índole segregacionista. Se atrevió con la "publicidad discriminatoria"(Discriminatory Advertisements). Consecuentemente, prohibió carteles con leyendas como: "casas de color", "hogar judío", "residencia hispana"...u otras similares que se estilaban por la época. Igualmente, la negativa a rechazar ofertas de compradores por razón de su raza, color, religión, sexo, minusvalía, estado familiar u origen nacional (sección 100.60). En la sección 100.65: la falta de mantenimiento o reparación de las viviendas arrendadas siempre que la desatención estuviese motivada por este ánimo excluyente (Jody Feder, 2003).

Esta normativa no brotó de la nada. Los estados de Colorado, Massachussets, Conneticut y Oregón habían promulgado disposiciones parecidas en el año 1959. Pero la primera regulación fue municipal. Una ordenanza neoyorquina de 1957 que proporcionó el modelo para las reformas subsiguientes en todo el país (Williams J. Collins, 2004) cuyo texto era:

"No owner (...) real estate broker (...), or other person having the right to sell, rent (...) or otherwise dispose of a housing accommodation (...) shall refuse to sell, rent (...) or otherwise deny o withhold from any person or group of persons such housing accommodations, or represent that such housing accommodations, when in fact they are so available for inspection, because of the race, color, religion, national origin or ancestry of such persons".

(Ningún propietario, agente inmobiliario o cualquier otra persona que tenga el derecho de venta, arriendo o de disposición por cualquier otro título de una vivienda se negará a vender, alquilar o disponer de dicha vivienda a cualquier persona o grupo de personas, ni les denegará una visita a dichos inmuebles so pretexto de que no están disponibles cuando realmente lo estén, por motivo la raza, color, religión, origen nacional o filiación de dichas personas).

Por aquellas fechas el Reino Unido, según relata el citado autor, acababa de alumbrar la Race Relations Act (Ley de Relaciones Raciales). Una norma imbuida del mismo espíritu que la americana. En el caso británico la inmigración se había producido desde la Commonwealth. A los oriundos de las ex - colonias se les habían garantizado unas condiciones jurídicas muy favorables para asentarse en suelo inglés. La gran afluencia desde ultramar introdujo una heterogeneidad étnica en que creó algunas situaciones similares a las americanas.

Esta actividad legislativa se inscribe dentro de un proyecto que, además del racismo, tiene en el punto de mira toda discriminación. El texto americano de 1968 se vio enriquecido por las enmiendas de 1974 y 1988, que extendían la interdicción a las motivaciones sexistas y de minusvalía física o mental, respectivamente. Incluso se llegó a estudiar la orientación sexual. Pero las aspiraciones del legislador federal eran más amplias. No sólo combatir la exclusión, sino también proteger a las víctimas del acoso inmobiliario. Y es aquí donde la FHA no repara en acudir a la represión penal del blockbusting, que define así (24 C.F.R § 100.85ª):

"For profit, to induce a person to sell or rent a dwelling by representations regarding the entry or prospective entry into the neighborhood of a person or persons of a particular race".

("Por ganancia monetaria, persuadir a los propietarios a vender o rentar una vivienda, indicándoles que grupos minoritarios, como personas de otra raza, se están mudando en sus vecindarios", traducción de la Delaware CRA News, boletín de mayo del año 2005, volumen 10, edición segunda).

Ilustra la severidad de esta política legislativa el litigio surgido en torno a la promulgación en el estado de Illinois de una norma que establecía un tipo penal de extraordinario rigor (720 ILCS 590). Lo explica la sentencia de siete de agosto del año 1998 del U.S. 7th Circuit Court of Appeals. Como cuenta el ponente, a los habitantes de las zonas residenciales se les permitía confeccionar una lista en la que se incluyeran los nombres de aquellos que no quisieran recibir ofertas de los agentes inmobiliarios. Si, pese a tener conocimiento de su inclusión en el listado, un agente proponía a alguno de sus miembros la venta de su vivienda, incurría en una infracción criminal. Una determinada empresa inmobiliaria impugnó la norma por inconstitucional, lo que generó el interesantísimo pleito que registran los antecedentes de hecho de la mentada sentencia. Al final, los recurrentes obtuvieron amparo parcial de sus tesis por estimar los tribunales que la prohibición vulneraba la libertad de expresión, en concreto, en el ámbito comercial.

No es el momento de extendernos en los pormenores de este caso u otros similares, sino de captar el espíritu del Legislador. Esto es, la instauración de un orden inmobiliario basado en una libertad regimentada por la seguridad. Hace falta, por un lado, disciplinar el mercado y prohibir las prácticas discriminatorias. No para coartar a los operadores económicos, sino precisamente para garantizar que el tráfico jurídico esté presidido por principios de lícito lucro, sin contaminarse de espurios anhelos racistas o de cualquier otro jaez exclusivista. Pero, por otro, defender a los ciudadanos honrados frente a una invasión que, si bien espoleada por el sentimiento de injusticia que embarga a los marginados sociales, no es por ello menos peligrosa.

Ante esta firme determinación de los poderes públicos anglosajones, ni en el Continente, y ni en siquiera la Unión Europea, se ha mostrado un interés parejo (Hubert S VAN EYK, 2002). Por eso se vuelve imperioso averiguar cuáles sean los instrumentos legales disponibles en nuestro país.

2.2. España.
Lo primero que sala a la vista son las grandes diferencias entre las experiencias española y estadounidense. Aquí no se trata de poner coto a la utilización delictiva de los latentes prejuicios racistas en nuestras urbes; antes bien, de evitar que la expansión inmobiliaria avance a sangre y fuego, sacrificando ante el altar del negocio a los más débiles, generalmente ancianos. Pero en ambos casos emerge una presión contenida que irrumpe con violencia y que arrasa con todo lo que se le oponga. Es la desposesión de un ciudadano de su hogar, último reducto de su intimidad.

Cuando el escenario, como suele ser lo común, se desarrolla en el marco de un contrato de arrendamiento, antes de nada están los remedios extrapenales. Es muy interesante la reacción de los poderes públicos en materia de urbanismo. Como ejemplo, la consulta que el Teniente Alcalde Delegado del Urbanismo del Ayuntamiento de Sevilla elevó al Defensor del Pueblo Andaluz el 16 de julio del año 2004. Narraba minuciosamente la precariedad de los arrendatarios de renta antigua ante los abusos de:

"(...) empresas especializadas en la adquisición y rehabilitación de inmuebles, que poseen medios personales y asesoramiento técnico y jurídico que facilita la adopción de medidas de presión para forzar el que los inquilinos acepten unas condiciones para su abandono. En realidad, es tal la debilidad de una de las partes que no se puede hablar de negociación sino de meras prácticas abusivas".
El 15 de junio del año 2005 el Defensor de Pueblo le respondía con un detallado estudio en el que exponía los resultados de su investigación. Proponía como soluciones: la sensibilización de los municipios, la rehabilitación de los casos antiguos y la reforma de la normativa urbanística. Desconocemos en qué medida estos proyectos se están poniendo en marcha. Sin lugar a dudas, contribuirán a aliviar la carga que soportan las víctimas. Sin embargo, a veces sobreviene un punto crítico donde se rompen las barreras de profilaxis jurídica y en el que se hace ineludible la intervención de la Justicia Criminal. Este es el aspecto que nos interesa.
Esa presión para desalojar al morador de su vivienda es lo que se llama "acoso". María Dolores Codina, rastreando los precedentes jurisprudenciales, lo equipara a "coacción" (2005). En efecto, muchas veces la conducta del acosador encajará en un tipo de coacciones. Pero no siempre. El término coacción sólo es aceptable en su acepción coloquial, lo que propicia la confusión con la noción técnico-jurídica. De ahí que sea la voz "acoso" la que mejor aprehenda la esencia del concepto. ¿Cuáles son las conductas que integran el acoso inmobiliario?
Todas las imaginables. La inventiva de los revientacasas es asombrosa. Los reporteros del referido artículo de El País descubrieron artimañas como ésta: el objetivo es convencer al arrendatario de que su vivienda se halla en un estado ruinoso, aunque sea falso. Sin embargo, la vejez de la estructura de pié erróneamente a pensarlo. La ruina del edificio sí que sería causa de resolución del contrato de renta antigua. Entonces se personan en la casa que quieren reventar unos fingidos inspectores municipales que, bien trajeados y dotados de un aparentemente sofisticado instrumental, dictaminan que el piso está a punto de hundirse. Son en realidad mafiosos a sueldo de casero. La víctima, atemorizada y esperanzada ante las promesas de un nuevo y barato alojamiento, firma voluntariamente el cese de la relación arrendaticia. Esta picaresca digna de nuestro Lazarillo sólo sería una coacción en términos coloquiales. Desde la ciencia penal se aproxima a la estafa, de cuya sanción muy probablemente se harían acreedores los partícipes en este ardid.

Un esfuerzo por sistematizar la heterogeneidad de los actos de hostigación es el protagonizado por la OMIC, una oficina dependiente del Ayuntamiento de Barcelona que, desde enero del año 2004, asesora a las víctimas de acoso inmobiliario (assetjament). En las páginas 42 y 43 de su memoria del año 2004 identifica cinco grandes bloques de conductas: 1) Falta de mantenimiento del inmueble; 2) Negativa a cobrar la renta; 3) Acoso personal; 4) Deficiencias en los suministros básicos (agua, luz); y; 5) Problemas higiénicos.

Pedro Tuset del Pino elabora el elenco de los delitos susceptibles de cubrir la amplia gama de actos hostiles del acoso (2004, 34-35): lesiones (artículo 147), amenazas (artículo 169), trato degradante (artículo 173), allanamiento de morada (artículo 202), calumnias (artículo 205), injurias (artículo 208), daños (artículo 263) e incendios (artículo 351). No olvidemos a los pícaros y, añadamos con la estafa, pues, otro artículo del Código Penal, el 248.

Esta lista, ni que decir tiene, no es cerrada. Por eso irrumpe la duda legítima de si es sensato hablar de "acoso inmobiliario", al menos desde la óptica penal. Acaso sería más útil simplemente prestar atención a los singulares tipos que en cada caso infringen, sin fatuas pretensiones globalizadoras. Si tomásemos partido por esta opción reduccionista, traer a colación el mobbing en este campo sería una exagerada extensión analógica del concepto; válida en el lenguaje periodístico, pero intraducible al Derecho, so pena que violentar el principio de legalidad. La labor de jurista sería la de alzarse contra la demagogia de los que instrumentalizan los términos legales al servicio de sus intereses particulares, nada más.

Parte de razón encierra esta crítica. De todos modos, tampoco sería realista cerrar los ojos y decretar, desde las alturas de la ebúrnea torre del erudito jurisconsulto, que el acoso inmobiliario no existe. Como fenómeno sociológico, sin lugar a dudas está ahí. Esa era la razón del énfasis en los antecedentes históricos americanos. Aunque nos parezca nuestro hogar una fortaleza inexpugnable, el día menos pensado la presión de un entorno hostil será capaz de tumbar de golpe los muros de nuestra seguridad. El Derecho Penal sí que está pertrechado con un arma eficaz para castigar aquellos supuestos en los que la injusticia sea más clamorosa. No sólo eso, será la piedra angular sobre la que erigir una teoría unificada del acoso. Y a salvo de los intentos de subyugar la ciencia penal a la frivolidad de la interesada ignorancia.

¿Qué comparten el acoso laboral, escolar e inmobiliario? Cambia el escenario, pero permanece el acoso. Es una persecución sistemática emprendida contra un ser humano con la finalidad de desplazarlo. En la empresa de su puesto de trabajo, en la escuela de su grupo de amigos, en el inmobiliario de su vivienda. Nótese como los medios son abiertos. Cada episodio del drama será distinto. Siempre, con todo, hay un hilo conductor. El nexo que agavilla la multiplicidad de los acosos es la lesión al derecho constitucional de la integridad moral.

No es por casualidad que el punto de partida del acoso laboral fuera la Administración Pública. Como no es fácil deshacerse los funcionarios debido a su particular régimen de contratación, se desarrolló la maquinación de someter al empleado díscolo a una presión constante hasta que se derrumbara psicológicamente. En vez de despedirlo, sería él mismo quien, exhausto, abandonase su puesto. Lo más significativo de este hostigamiento no es la naturaleza de los singulares ataques dirigidos contra su persona, sino el ambiente degradante donde se ve inmerso. Semejante humillación entraña una agresión a su dignidad humana que se materializa en el desprecio a su integridad moral. Exactamente lo que tutela el artículo 173.1 del Código Penal, que reza así:
"El que inflingiere a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral (...)".

El mismo artículo 173 sanciona en sus siguientes apartados la violencia doméstica y las torturas, pues el núcleo de antijuridicidad es el mismo. De esta manera, la protección de la integridad moral se convierte en un arma flexible para combatir el sufrimiento humano, allá donde se produjere. Es difícil resumir en tan poco espacio este fecundo planteamiento. Mejor que perdernos en sermones teóricos pondremos como ejemplo la sentencia recaída en el caso de Jokin, auténtico vademécum para todo estudioso de este tema (SAP Guipúzcoa, 1ª, Penal, 15.07.05). Repasemos someramente su presupuesto de hecho:
Jokin, un escolar al que consideraban un chivato sus compañeros, fue objeto de un hostigamiento sistemático que culminó en el suicidio. Un grupo de alumnos, precisamente su cuadrilla de amigos, lo culpaba de que sus padres hubiesen descubierto que fumaban hachís. En consecuencia, lo excluyeron del círculo social y le prodigaron sistemáticamente ataques físicos y verbales. Los primeros consistían en pequeños golpes, como capones, puñetazos y patadas; si bien ninguno de ellos fue muy fuerte, se propinaron con cansina regularidad. Los segundos, amén de los consabidos insultos, se regodeaban en recordarle que un día sufrió un desarreglo intestinal que acabó en una inoportuna diarrea en plena clase. Y así, por ejemplo, pusieron rollos de papel higiénico en su pupitre meses después del incidente. Al final, sumido en lo que la sentencia llama un "círculo infernal", el menor acosado se precipitó al vacío. (Villegas, 2005, 15-16).
La sentencia citada confirmaba la dictada por el juzgado de menores de San Sebastián dos meses antes. Estas resoluciones no sólo se fijaron en los individuales actos de hostigación, sino que contemplaron el plan de acoso en su conjunto. De ahí emergió una penalidad diferenciada, compatible con el castigo separado del daño físico, y que se encaminaba a sancionar el sufrimiento moral irrogado al menor. Fue el artículo 173 del Código Penal la cobertura de su pronunciamiento. Otra sentencia que viene a completar esta aproximación, pero desde un punto de vista civil, es la que redactó el ilustrísimo don José Tapia Parreño (SAP Álava, 1ª, Civil, 27.05.05), también ante un acoso escolar. Si el Derecho Penal acuña el concepto de integridad moral para la protección de la dignidad humana, el Civil hace lo propio con el daño moral. Por tanto, el tribunal concedió una indemnización autónoma al margen de la reparación pecuniaria por daños físicos o materiales.

Este enfoque se sustenta en el sólido armazón doctrinal que ofrece la Fiscalía General de Estado en la Instrucción número 10/05 sobre el tratamiento del acoso escolar desde el sistema de justicia juvenil. La integridad moral, como manifestación de la dignidad humana, se yergue como eje en torno al que giran todas las soluciones prácticas. Entre ellas:

La validez de la solución concursal en el ámbito penal entre el artículo 173 del Código y los demás que hayan sido infringidos por la acción del acosador (lesiones, daños, etc). El artículo 177 del texto penal admite expresamente la viabilidad de esta duplicidad sancionadora, sin riesgo de quebrar el principio non bis in idem.

El carácter delictivo de actos que, aisladamente considerados carecen de relevancia penal, pero que en su conjunto vulneran la integridad moral. Esta solución la asumió la Circular 1/98, de 24 de octubre, sobre la intervención del Ministerio Fiscal en la persecución de los malos tratos en el ámbito doméstico y familiar. Desde la reforma que ubicó la violencia doméstica dentro del artículo 173, el Legislador ha reconocido la homogeneidad substancial entre las torturas y la las agresiones sexistas. De ahí que se vislumbre el prometedor panorama de la intercomunicación entre las ricas enseñanzas jurisprudenciales cosechadas en ambos campos. Como hemos verificado, la lucha contra el maltrato infantil ya se ha nutrido de estas fuentes. Obviamente, sería una simpleza negar la aplastante lógica que nos impele a aplicar los mismos criterios a cualesquiera situaciones en las que se viole la integridad moral.

La nítida distinción entre la indemnización por daño moral y las reparaciones pecuniarias que merezca la víctima por el quebranto de su salud, patrimonio, o cualesquiera otros bienes jurídicos. Esta compatibilidad resarcitoria es una exigencia de la restituio in integrum, por lo que aparece como el racional correlato civil del diseño penal antes bosquejado.

Estas ideas son pacíficas en la jurisprudencia que ha abordado el acoso escolar. No es seguro que hayan sido acogidas tan claramente para los restantes tipos de acoso. A efectos de calibrar su eco en el ámbito inmobiliario, examinaremos las resoluciones judiciales sobre el particular recaídas hasta la fecha.

3. Respuesta judicial.

La jurisprudencia española sobre acoso inmobiliario es muy escasa. Hasta ahora hemos repasado el auto de 27 de abril del año 2004 de la Audiencia Provincial de Barcelona, así como los autos del Juzgado de Instrucción número seis de Getxo. Agreguemos las siguientes resoluciones:

El auto de la Audiencia Provincial de Barcelona de 21 de junio del año 2004 (AAP Barcelona, 6ª, Penal, 21.06.04) que, a diferencia del caso previamente mencionado, corroboró la decisión de archivo del juzgado de instrucción. Los denunciantes invocaban expresamente el nomen iuris de "acoso inmobiliario" a santo de estos hechos: daños materiales en la vivienda, ausencia de reparación por el casero y negativa a recibir el pago de la renta. El Tribunal, empero, no se dejó conmover. Con estas rigurosas palabras remitía a la vía civil y zanjaba la cuestión:

"No cualquier actuación de un arrendador encaminada a dificultar al arrendatario el disfrute del bien arrendado puede incardinarse en un ilícito penal, (...) y aun cuando la Sra. Estefanía tenga avanzada edad y la situación le genere preocupaciones y desasosiego no por ello se la puede calificar de intimidatoria".

Asimismo, la sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de cuatro de julio del año 2005 (SAP Barcelona, 8ª, Penal, 04.07.05). Esta vez se desestimaba el recurso contra la sentencia del juzgado de instrucción que, en un juicio de faltas, había condenado por coacciones lo que no dudó en calificar de acoso inmobiliario. Declaraba probado que se había ordenado cortar el suministro de agua y poner un candado con el propósito de:

"(...) obligar por las vías de hecho a los arrendatarios a no formalizar o rescindir los contratos de arrendamientos celebrados con la usufructuaria de la mitad indivisa del inmueble de autos (...)".
Por último, la sentencia 29/96 de seis de febrero del año 2006 del juzgado de lo penal número dos de Valladolid, en la que se condenaba a un individuo por delitos de daños y coacciones, amen de por dos faltas de vejaciones. Como pena accesoria se imponía la prohibición de acercamiento. Todo ello sin contar las indemnizaciones civiles. Se trataba de una hostigación continua a los vecinos, pero sin que apareciera una voluntad nítida de desalojarlos. Por eso es muy dudoso que este supuesto sea un verdadero acoso inmobiliario, al menos desde las premisas que se han sentado. De hecho, en ninguna parte del texto aparece la denominación, pese a que la prensa en su día se le prodigó análoga atención periodística.

Es un corpus jurisprudencial modesto aunque, dado que el fenómeno no saltó a la prensa antes del año 2003, tampoco es demasiado sorprendente. Todavía es pronto. De cualquier manera, sí que suministra algunos instrumentos útiles que ya serán muy provechosos en el foro. El más llamativo es la apuesta decidida por la modalidad omisiva de las coacciones que hace la única sentencia condenatoria (Victor Moreno Velasco, 2006). No es una innovación dogmática, pero sí que resulta de agradecer la asunción de la figura desde el más escrupuloso respeto a las garantías y sin ceder ante la tentación de la extensión analógica de los tipos penales.
Pero lo más importante es precisamente un pronunciamiento vertido casi de pasada y, además, en una resolución cuya adscripción a nuestra materia de estudio es cuestionable: la condena por vejaciones del artículo 620.2 del Código Penal del juzgado de lo penal número dos de Valladolid. Este precepto representa la falta correlativa al mentado artículo 173.1 del Código Penal. El bien jurídico que ampara es el mismo, si bien se modera la punición en aras a la levedad de la lesión al injusto.

Los seres humanos no son estatuas del mármol. Cuando se presiona a alguien hasta el límite de su resistencia, el sufrimiento termina por anegar su psique. La integridad moral garantiza que la incolumidad personal de nadie vaya a ser violada por culpa de ataques de esta ralea. Nótese que no se está diciendo que sea la salud física o psíquica lo que se comprometa, sino el libre desarrollo de la personalidad, como vertiente dinámica de la integridad moral (artículos 10 y 15 de la Constitución). No hay por qué aguantar el dolor moral que ocasiona quien ilícitamente se empecina en doblegar la voluntad ajena. Por eso es insoslayable la aplicación del artículo 173.1 del Código Penal. No sólo eso, la abundante jurisprudencia nacida dentro de su marco conceptual (en las torturas y la violencia doméstica) resulta en muy buena medida trasvasable al tipo básico. Desde luego que las singularidades que aporta cada tipo específico sólo encuentran su razón de ser en su respectivo ámbito de vigencia. Pero, aun así, el tronco del que brotan todas las ramas es el mismo: la integridad moral.

Esta esa la clave para descifrar los enigmas que suscita la hipertrofia periodística de los acosos. Hoy día diríase que todo es mobbing. No es así. El acoso solamente es el trato degradante que el Legislador consagra en el artículo 173. Es decir, toda conducta idónea para herir la integridad moral. No lo dudaron Sus Señorías ante el atroz caso de Jokin. Cuesta más trabajo, empero, con los ancianos. No digamos con los funcionarios. Pero la conducta antijurídica es la misma. Sea como fuere hay que reconocer que este es uno de los supuestos en los que los tribunales, en ausencia de regulación expresa, asumen valientemente los nuevos retos que demanda la sociedad. Lo que choca es la repugnancia a acudir al artículo 173.1. Son injustas las acusaciones doctrinales que lo tachan de inconcreto y excesivamente elástico. Insistamos, la lucha contra la violencia sexista y contra las torturas ha generado un acervo que no debemos desaprovechar. Démosle a este precepto el contenido que ya tiene.

Esa es la idea que incluso ha irrumpido desde las filas laboralistas, como sostiene don Felix Vizches (2006, 51). Desbrozaremos nuestro campo de estudio de toda mala hierba, cortando con la hoz del Derecho Penal la exuberancia verborreíca de los maniáticos del mobbing. Es el acoso, como plasmación del trato degradante lesivo de la integridad moral, lo que nos ocupa. Sólo eso.

Y aclarado lo anterior, hemos de alabar el sentido común con el que frecuentemente la prensa aborda el problema. A muchos parece producirle un morboso placer cargar las tintas contra los periodistas. Pero los profesionales de la información no suele suelen actuar más que como correa de transmisión del sentimiento popular. Como muestra, el artículo que Javier Castañeda firmaba en La Vanguardia Digital el cuatro de mayo de este año 2006. Certeramente le evocaba el mobbing el "acoso y derribo" del que es objeto el toro a campo abierto por el jinete. Más propiamente en la plaza, en el "coso" (vocablo del castellano arcaico que significaba "carrera"). Precisamente la acción sistemática de persecución de la que se hace objeto a las víctimas. En la fábrica, escuela, hogar... ¿qué más da? Lo relevante es la fractura de la integridad moral. Como coloquialmente comenta el mentado articulista: el "derribo" de un ser humano.

Por todo ello, no debería suscitar reparos jurídicos castigar (además de por las otras infracciones que procedieren) como victimario de la integridad moral a quien humilla a un anciano en su propia vivienda privándolo de los suministros básicos, atemorizándolo, negándole un mínimo de higiene, o de cualquier otra forma. Reflexionemos acerca de cuánto juego dan las cinco únicas conductas que refleja la OMIC en su memoria.
El citado artículo de La Vanguardia esboza un vasto panorama de acosos, pues toca casi cualquier parcela de la vida cotidiana. En consonancia con esta visión expansiva, algunos han sacado a relucir un "acoso informático o tecnológico". En particular el consistente en los ataques sistemáticos de los piratas a los sitios de Internet (Marina PARES, 2005). Dicho así, casi parece cosa de risa equiparar un percance virtual a la vejación de un niño o de un anciano. Pero, antes de sumarnos al coro de las burlas, prestemos atención a este caso que cuenta el diario The New York Times en un artículo de 17 de abril del año 2006:

Ocurrió en Atlanta, en 1998. Un individuo (G.S.D) estuvo asumiendo falsamente durante meses en diversos foros informáticos la identidad de su ex - novia. Terminó enviando mensajes de correo electrónico a nombre de ella en los que comunicaba a extraños fantasías sexuales en las que apetecía ser violada. Como era de esperar, se acompañaba el nombre y dirección de su víctima. Hasta seis visitas de diferentes pervertidos tuvo que soportar en su casa. Descubierto el acosador, fue condenado a seis años de prisión.

Es lo que se llama cyberstalking ("cyberacecho", acoso informático). Según el rotativo neoyorquino, 45 estados de la Unión ya han aprobado normas penales que prevén esta conducta. A nivel federal se acaba de tipificar en el marco de la legislación represiva de la violencia contra las mujeres. No es este el lugar donde analizar a la luz del Derecho patrio el significado penal de situaciones como éstas. Tan sólo ha de dejarse constancia de que ya disponemos de un instrumento legal, el artículo 173.1 del Código Penal, para salir al paso de cualquier acto degradante, no importa el escenario.

4. El anteproyecto de Código Penal y conclusión.

Esta es la propuesta del pre-Legislador en su anteproyecto:
“Artículo 173.1. El que inflingiera a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años.

Con la misma pena serán castigados lo que, en el marco de una relación laboral, realicen contra otro de forma reiterada actos de grave acoso psicológico u hostilidad que naturalmente generen en la víctima sentimientos de humillación y los que, en el marco de cualquier otra relación contractual, provoquen situaciones gravemente ofensivas en la dignidad moral de la otra parte, mediante la alteración sensible de las condiciones de disfrute de los derechos derivados de la misma”.

Una análisis exhaustivo de este fragmento tan parco llevaría mucho espacio, amen de que nos sacaría de nuestro tema de estudio (Villegas, 2006). Ahora sólo nos fijaremos en aquellos aspectos que incidan sobre el acoso inmobiliario. Pues bien, lo primero que llama la atención es la acertada orientación dogmática. Tal como se ha sostenido, el acoso aparece como una de las formas de vulneración de la integridad moral. Esa ubicación le proporciona una flexibilidad que no lo constriñe al centro de trabajo ni a ningún otro ámbito determinado; cualquiera es válido, con tal de que sea allí donde sufra la víctima.

Por desgracia, la técnica jurídica es pésima. Nótese como se amontonan los requisitos sin razón aparente. El fárrago sintáctico y léxico es de tal magnitud que diríase que se hubiera querido lucir el redactor con un trabalenguas. Pero lo más sorprendente es que la pena que el segundo párrafo del artículo reserva al acoso moral es la misma que se establece anteriormente para el tipo básico. De ahí que toda la novedad sea inútil, pues no añade nada a la regulación anterior.

Sea como fuere, la mención al “marco de cualquier otra relación contractual” es especialmente afortunada, dado que proporciona un asidero a los supuestos de acoso inmobiliario, generalmente acaecidos en el seno de una relación arrendaticia. He aquí el acierto de superar la primigenia visión laboralista.

Con todo, hemos de advertir contra el riesgo de impunidad que acecha por culpa de la deficiente calidad legislativa. El artículo exige unos requisitos que, sin motivo comprensible, se apartan de los previstos para el acoso laboral. Así, habla de “situaciones gravemente ofensivas para la dignidad” y de “alteración sensible de las condiciones de disfrute”. El primer inciso no es muy problemático puesto que, siempre que se hiera la integridad moral, se ofende la dignidad. Es el segundo el que plantea mayores interrogantes. Supongamos que en un caso particular de acoso inmobiliario no se alteran esas imprecisas condiciones de disfrute. ¿Habríamos de colegir que la conducta es atípica? Desde luego que no, pues sólo nos remitiríamos al tipo básico. Pero, como el tipo básico y el específico se castigan con la misma pena, es un rodeo superfluo para llegar al mismo sitio. Claro que siempre cabría objetar que el acoso inmobiliario entraña una necesaria alteración de las condiciones de disfrute. No estamos seguros. Pero, y aunque así fuera, entonces el pre-Legislador estaría sólo repitiendo obviedades sin ningún valor práctico. Eso sí, con el peligro de conducir a una interpretación restrictiva del acoso pues, al fin y al caco, el subtipo se construye añadiendo requerimientos a la tradicional figura protectora de la integridad moral.
A la vista de lo anterior es forzoso concluir que la clave de la cuestión radica simplemente en aplicar el artículo 173.1 del Código Penal. Es muy dudoso que sirva para algo introducir un tipo de acoso moral. Y, aunque reconocíamos la labor de los periodistas en la denuncia del sufrimiento, también es de lamentar el escaso rigor de su terminología. No es un reproche, pues no son juristas. Tendría que ser el Legislador el que, bebiendo de las fuentes pre-jurídicas, elaborase un instrumento normativo bien calibrado. Como vemos, estamos muy lejos de esa meta. Ojalá la tramitación parlamentaria pula la tosquedad de este primer conato legislativo.

Jesús Manuel Villegas Fernández.
Magistrado del juzgado de instrucción número dos de Bilbao.
Miembro de Observatorio Vasco de Acoso Laboral.
Miembro de la Bolsa de Consultores Internacionales del Consejo General del Poder Judicial.

Bibliografía
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William Collins, (2004). “The Political Economy of State Fair-Housing Laws prior to 1968”. consultado el 30 de abril del año 2006).

Charles Connery, (2003). “Fair Housing in the US and in the UK”. (consultado el 30 de abril del año 2006).

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OMIC (Oficina Municipal d´Informació al Consumidor)/ (2004), “Memoria del Ayuntamiento de Barcelona”.

Marina Pares, (2005). “La nueva versión del mobbig inmobiliario”,

Pedro Tuset Del Pino, (2004). “Cómo y de que manera actuar ante las prácticas de Mobbing Inmobiliario, Guía práctica, Grupo Difusión”.

Felix Alberto Vilchez Márquez, (2006). “El acoso moral en el trabajo. Opinión crítica”, Inédito.

Jesús Manuel Villegas Fernández, (2005). “Teoría Penal del acoso moral: mobbing, bullying y blockbusting”, Boletín del Ministerio de Justicia, número 1997.

Jesús Manuel Villegas Fernández (2006). “Esperanzas y recelos ante futuro delito de acoso moral”. Revista Internauta de Práctica Jurídica

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