J. A. Lopez Garcia Silva Médico del Trabajo y Técnico Superior de Prevención de Riesgos Laborales. Subdirección General de Medios Personales al Servicio de la Administración de Justicia
J. L. Gonzalez De Rivera Y Revuelta Catedrático de Psiquiatría. Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid. Director del Instituto de Psicoterapia e Investigación Psicosomática
I. Introducción: manifestaciones violentas en el trabajo
Casi como norma, la actividad laboral requiere la interacción con compañeros de trabajo, superiores, subordinados, clientes, miembros de la administración pública, visitantes, etc.
Los posibles conflictos que derivan de estas interacciones pueden ser positivos si generan soluciones creativas compatibles con las necesidades y la satisfacción de los implicados, o negativos, si sucede lo contrario.
En ocasiones, un conflicto potencialmente resoluble se mantiene inexplicablemente activo a lo largo del tiempo, acabando por generar un proceso de escalada que culmina en distintos perjuicios, no sólo para los implicados, sino también para sus próximos y asociados, para transeúntes inocentes y para el propio subsistema social en el que se enmarca el conflicto.
Desde el punto de vista económico, el aumento de conflictividad en los distintos tipos de relación interpersonal se refleja, por ejemplo, en la ley de Wagner, relacionada con el aumento del gasto público basado en problemas de la demanda agregada (por mayor exigencia social) o en los estudios sobre oferta y demanda de resoluciones judiciales (como se contempla en cualquier obra dedicada a la Hacienda Pública).
Llama la atención la oferta relativamente rígida de los distintos órganos encargados de resoluciones judiciales, rigidez que acaba por bloquearlos, provocando la demanda, desde distintos sectores sociales, de una adecuada reforma y dotación de medios para la Administración de Justicia.
Las preocupantes consecuencias económicas de las relaciones interpersonales anómalas, al afectar al entramado empresarial, sanitario, jurisdiccional, familiar y social, son complejas y de difícil evaluación.
Sin embargo, esta dificultad no debe servir de excusa para obviar el problema, sino, muy al contrario, debe estimular a los organismos apropiados para desarrollar y poner a punto instrumentos adecuados para su estudio y solución.
Los conflictos interpersonales en los entornos de trabajo, al igual que en otras áreas de la vida, pueden adoptar formas y grados de intensidad muy variables, desde desencuentros banales hasta situaciones de abierta hostilidad, en las que florecen conductas agresivas o violentas.
Mientras que la conducta agresiva en la mayoría de los animales responde a un claro instinto de supervivencia, individual o de especie, la agresión entre humanos no siempre es fácil de explicar en función de estos criterios.
Diversas teorías intentan explicar las conductas agresivas y violentas en el humano con base en orígenes filogenéticos, a la reacción ante la frustración, al impulso social de reafirmación de la identidad, a la exagerada necesidad de independencia, a alteraciones de neurotransmisión cerebral, etc., pero todas ellas acaban reconociendo la importancia del entorno en su génesis y actualización.
Los humanos son capaces de generar conductas refinadas para hostigar a sus congéneres, sin recurrir necesariamente a la violencia física, sino a través de amenazas de implicación psicológica o social, tratos abusivos y degradantes, burlas continuas, desconfirmación de presencias y actuaciones («ninguneo»), etc.
De esta manera, la prueba y, por tanto, la posterior tipificación jurídica de estas conductas, se antoja sumamente difícil en la mayoría de ocasiones. Ello no impide a los afectados hacer uso de los sistemas de reivindicación y resolución de conflictos que el Estado pone, con mayor o menor fortuna, a su disposición.
Tales situaciones de conflicto acaban teniendo un fuerte impacto en los aspectos psicológicos, emocionales, físicos y laborales de la víctima y del subsistema social en que se mueve, y pueden generar daños en el sentido del art. 4 de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales.
Estos daños, secuelas y costes afectan no sólo al individuo, en términos de enfermedad mental, aislamiento social, gastos sanitarios y legales, paro, deterioros diversos..., sino también a su familia (separación matrimonial, riñas, agresiones, mal ejemplo y mal ambiente para los hijos, pérdida económica...), a la empresa (baja productividad y calidad, reclamaciones administrativas y judiciales...) y a la sociedad en general (costes judiciales de proceso, costes de dilación relacionados con las resoluciones judiciales, exigencias de mayores medios para la Administración de Justicia, sobrecarga de las Mutuas de Accidentes de Trabajo y compañías aseguradoras, y de un sistema de seguridad social basado en el reparto...).
Todo ello genera, aparte de los daños psicológicos y morales en el individuo afectado, un coste de bienestar para todos los ciudadanos, por reducción del gasto público en otras actividades y por aumento de la carga fiscal.
Normalmente, existe la tendencia a asociar la violencia con la agresión física. Sin embargo, es obvio que el concepto de violencia engloba contenidos más amplios que actos de mera agresión física (romper, pegar, golpear, empujar, apuñalar, disparar...), y debe incluir toda conducta susceptible de violentar o intimidar al que las sufre. Según el art. 1267 del Código Civil, hay violencia cuando para arrancar el consentimiento (aquí se refiere a contratos, si bien se puede extrapolar a cualquier negocio jurídico) se emplea una fuerza irresistible, y hay intimidación cuando se inspira a la víctima temor racional y fundado de sufrir un mal inminente y grave en su persona o bienes, o en la persona o bienes de su cónyuge, descendientes o ascendientes.
Desde el punto de vista penal, la violencia típica está constituida por el acto de fuerza que limita la capacidad de acción del perjudicado, lo que se diferencia de la intimidación en que el contenido de ésta radica en la limitación de la capacidad de decisión ante un anuncio de suficiente entidad como para infundir temor racional de un mal inmediato, grave y posible dirigido contra la persona, sus allegados o sus bienes.
Ambos tipos de fuerza, vis actual o vis compulsiva, pueden ejercerse sobre el sujeto pasivo, no sólo de forma directa sino a través de terceras personas o de cosas.
Así, la violencia en el trabajo incluye, además de las agresiones físicas, las conductas amenazantes, intimidatorias, abusivas y acosantes relativas a la proucción de un daño más o menos inmediato (físico, psicológico, social, económico...).
De hecho, y a pesar de la gravedad y notoriedad de las agresiones con resultado de muerte o de daños físicos a las personas, propios de los casos de violencia física de tipo I (1), el problema de la violencia en el lugar de trabajo está más centrado en nuestro país en los abusos verbales, las amenazas o intimidaciones y otro tipo de conductas centradas en los aspectos psicológicos, quizá porque, ya que la agresión física deja huella, es evitada por los agresores más sofisticados.
En muchas ocasiones, no se presta atención a estas conductas, o se asumen indebidamente como parte integrante del trabajo.
Sin embargo, pueden tener importantes efectos sobre las personas que las sufren, e incluso sobre el resto de trabajadores que son testigos. Las distintas percepciones individuales sobre lo que se considera una conducta verbal abusiva o amenazante aumentan la complejidad del escenario.
Desde Leymann (2-5), se considera bajo el término «mobbing» o psicoterror laboral distintas conductas de hostigamiento psicológico, concepto introducido en España por Félix Martin Daza y Jesús Perez Bilbao, quienes se preocuparon también de iniciar el análisis de la violencia física (6, 7, 8).
Recientemente, Gonzalez De Rivera ha contribuido al desarrollo de los conceptos de mediocridad inoperante activa y de acoso institucional (9, 10), validando además la versión española ampliada del cuestionario de psicoterror laboral de Leymann o Lipt (11).
II. Consideraciones legales y terminológicas
Según las clasificaciones reconocidas legalmente, en el ámbito laboral se pueden cometer dos clases de hechos delictivos distintos, a saber, los llamados criminalidad DE empresa (Unternehmenskriminalität) y los relativos a la denominada criminalidad EN la empresa (Betriebskriminalität).
Esta terminología, inicialmente propuesta por Schünemann (12) para delitos económicos, puede aplicarse por extrapolación a todas las acciones e infracciones administrativas punibles que se cometen en el marco de la vida laboral o en estrecha conexión con ella.
La criminalidad de empresa o Unternehmenskriminalität se diferencia de la criminalidad en la empresa o Betriebskriminalität en que la primera supone un comportamiento socialmente dañoso de una empresa, emanado de ella como tal institución, mientras que la segunda abarca hechos delictivos cometidos dentro de la empresa o al margen de ella, pero que vayan contra la empresa misma o contra otros individuos de la misma empresa.
Aplicado a la problemática que tratamos, este segundo tipo de criminalidad puede someterse sin dificultad a los criterios jurídico-penales propios de los delitos comunes.
Con el concepto de criminalidad de empresa se viene a designar todo el conjunto de delitos económicos y comunes en los que se llegan a lesionar bienes jurídicos e intereses externos, aunque también hay que incluir los bienes jurídicos e intereses propios de los mismos colaboradores de la empresa.
De este modo, la denominada Unternehmenskriminalität constituye la parte más importante de la criminalidad económica, aunque no todos los delitos cometidos en este supuesto tendrán que ser exclusivamente económicos, porque «... la influencia criminógena de una actitud criminal de grupo, las dificultades en la determinación normativa de las competencias y, a consecuencia de ello, de la imputación jurídico-penal, y los problemas de averiguación del verdadero responsable... producen, en su conjunto, quebraderos de cabeza en relación con la criminalidad de empresa...» (12).
Dada la importancia que en una sociedad altamente competitiva como la actual han alcanzado este tipo de organizaciones con fuertes intereses económicos, diversos sectores doctrinales se plantean la manera de hacer responder a estas personas jurídicas de sus hechos delictivos y, si esto es posible, cuál puede ser la base en la dogmática jurídico-penal para poder reconocer dicha responsabilidad.
Aunque esta idea puede ser adecuada, al menos como materia de discusión, para asuntos económicos, hay aspectos del tema que nos ocupa en los que claramente no puede ser aplicada, porque, en consonancia con la interpretación del Código Penal y con la jurisprudencia de la Sala 2.ª, sólo puede ser sujeto activo de delito el ser humano.
En este mismo sentido apunta la doctrina del «levantamiento del velo», loable al insistir en la búsqueda del auténtico responsable del asunto, independientemente del contexto organizativo donde actúe.
Tampoco puede olvidarse que, aun aceptando la obligación de vigilancia preventiva legalmente impuesta al empresario, no siempre éste tiene la culpa (en sentido vulgar) de todas las situaciones de violencia en el trabajo.
La problemática de la violencia y el acoso en el trabajo, que estamos tratando, requiere algunas definiciones, como la de «mobbing», que, en su significado original más simple, se refiere al ataque de una coalición de miembros débiles de una misma especie contra un individuo más fuerte, diferente o extraño.
Actualmente, se aplica a situaciones en las que un sujeto es sometido a persecución, agravio o presión psicológica por uno o varios miembros del grupo (empresa, o grupo social dentro de ella) al que pertenece, con la complicidad o aquiescencia del resto.
El acoso institucional es una forma especialmente grave de «mobbing», que cuenta con la colaboración y permisividad del conjunto de la organización.
En estos casos, la persecución psicológica se desarrolla en medio de un sorprendente silencio e inhibición de los observadores que, aunque conscientes del abuso e injusticia de la situación, se abstienen de intervenir, sea por complicidad tácita con el plan de eliminación del acosado, sea para evitar la posibilidad de convertirse ellos mismos en objeto de represalia (13).
Aunque el término acoso institucional se justifica de por sí dada su potencialidad descriptiva, también tiene relación, y por eso se trajo anteriormente a colación, con la unternehmenskriminalität; a fin de cuentas, el acoso puede venir tanto de la institución como de los compañeros (analógicamente relacionado en este último caso, ahora con la criminalidad en la empresa).
Junto a estas denominaciones, se postulan otras como acoso moral, hostigamiento psicológico, psicoterror laboral, acoso o maltrato psicológico en el trabajo...
El término «mobbing», aun siendo un barbarismo, es suficientemente descriptivo y preciso, y no predispone ni genera ningún juicio de valor confuso y difuso como ocurre con el término «moral» (por otra parte referido habitualmente a la interioridad del sujeto).
Las conductas psicoterrorizantes son, obviamente, materia del Derecho, que regula las relaciones entre las personas.
Incluso el derecho a la integridad moral que reconoce el art. 15 de la Constitución, cuya infracción podría denominarse «acoso a la integridad moral», y no «acoso moral», trata de un derecho propio de la naturaleza misma del individuo, personalísimo por su contenido, e individual por su relación con el sujeto de derecho.
Más correcto todavía es englobar las conductas psicoterrorizantes en el concepto de malos tratos o tratos degradantes en el trabajo, siguiendo la línea de nuestro Código Penal.
Dichos tratos suponen una habitualidad de conducta, lo que exige la aplicación de algún tipo de criterio de frecuencia y de temporalidad. Por otra parte, y en jurisprudencia así se reconoce, parece claro que el legislador no ha querido convertir en delictivo cualquier comportamiento de malos tratos psicológicos, quedando sitio para ellos en otras regulaciones.
Hay muchas formas de llevar a cabo malos tratos, no teniendo todos por qué constituir trato degradante, penado por el art. 173 del Código Penal.
Actualmente, los problemas de violencia en el lugar de trabajo (sean del tipo que sean), se contemplan no sólo como cuestiones que violan derechos humanos, constitucionales y civiles, sino también como problemas de salud y seguridad en el trabajo, lo que justifica que a veces se cataloguen como «accidentes de trabajo».
En congruencia con dicho concepto, el término violencia física puede referirse a situaciones en las que la integridad física de la víctima es afectada de forma clara y objetivable y también a aquellas otras en las que no se aprecian en el sujeto agredido signos externos de la violencia sufrida.
Naturalmente, esta segunda situación es la más frecuente cuando la violencia es sólo psicológica. Otro problema distinto es el grado en que la patología, lesión o daño, físico o psíquico, guarda relación causal evidente con la agresión.
También es necesario plantearse si la víctima ha recibido el auxilio y la asistencia correctos, así como la posibilidad de autoagresión y la de agresión-lesión consentida. Cuando el resultado de la agresión contra la persona victimizada o contra su propiedad es objetivable y la causalidad fácil de demostrar, pueden ponerse inmediatamente en marcha el sistema disciplinario de la empresa, los mecanismos de intervención en situaciones de conflicto y violencia y el aparato de la justicia.
En cambio, en los casos de maltrato psicológico, aparte de los problemas relativos a la objetivación y a la prueba, como se requiere un periodo de tiempo (habitualmente, seis meses) para que los actos de acoso puedan conceptualizarse como tales, la puesta en marcha de los mecanismos correctores es inevitablemente más tardía, lo cual da un mayor margen de acción a los procesos generadores y agravadores de enfermedad.
Dejando aparte consideraciones relacionadas con posibles violaciones de los derechos fundamentales, que obligarían a acudir en algunas ocasiones al Tribunal Constitucional, en la Directiva Marco Europea (89/391 CEE de 12 de junio de 1989) se encuentran los principios de la acción preventiva y de la evaluación de riesgos, recogidos en los arts. 15 y 16, respectivamente, de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales.
Cabe, en consecuencia, la interpretación en el sentido de que la no aplicación de estos principios preventivos y la no consideración del riesgo de violencia puede considerarse como infracción y traducirse en sanción, la cual no tiene por qué ser administrativa.
Así, el art. 42 de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales (15, 16) establece que el incumplimiento por los empresarios de sus obligaciones en materia de prevención de riesgos laborales dará lugar a responsabilidades penales (por ejemplo: delito por infracción grave de normas reglamentarias que pongan en peligro la vida e integridad física por no facilitar los medios necesarios para que ello no ocurra, contemplado en el art. 316 del Código Penal, delito de lesiones del art. 147 y ss., sin olvidar amenazas, coacciones, tratos degradantes, etc., que también están incluidos en la citada Ley Orgánica 10/1995 de 23 de noviembre. Caben, por otra parte, las responsabilidades civiles derivadas tanto del título V del Código Penal (responsabilidad civil subsidiaria de lo penal) como de los arts. 1101 y 1902 del Código Civil en lo relativo a responsabilidad civil contractual y extracontractual respectivamente.
Ciertamente, las vías civil y penal parecen las más adecuadas a la situación y características de la persona psicoterrorizada tanto por la situación de igualdad frente al denunciado como por las menores dilaciones en su resolución y por los efectos de la sentencia, que, de ser favorable a la demanda, lleva a una condena de la que pueden derivarse compensaciones económicas y morales, al dirigirse la resolución contra el causante denunciado.
Inicialmente, no parecen tan adecuadas a la situación del victimizado la vía contencioso-administrativa (excepto en el caso de funcionarios dañados por la Administración en este concepto de psicoterror laboral) ni la vía laboral, cuya consecuencia lógica para este caso es el despido (que tal vez no sea lo más positivo para la víctima).
De esta manera, se debe insistir en que el riesgo de violencia debe ser tenido en consideración en la oportuna evaluación de riesgos, habiendo el empresario de objetivar la toma de medidas de prevención y protección a nivel práctico.
De lo contrario, se podrá interpretar que el deber de prevención y protección no está siendo cumplido por parte del empresario, con la posibilidad de aplicar las consecuencias administrativas o, en su caso, penales o civiles siempre teniendo en cuenta el principio non bis in idem.
III. La posibilidad contraria: la simulación
Por diversas causas parece haberse olvidado, y no sólo dentro del asunto del acoso laboral, que desde la más tierna infancia se aprende a hacer creer a los demás cosas que no son ciertas.
Tales comportamientos pueden traducirse en el cálculo utilitario para aumentar indemnizaciones o tiempos de incapacidad transitoria, sin descartar otras motivaciones derivadas del lado más oscuro de la especie humana.
También es preciso tener en cuenta la posible existencia de psicopatología concomitante que contribuya y configure todo el montaje.
De otro lado, toda la legislación en Prevención de Riesgos Laborales, en parte debido a los conceptos de culpa in eligendo y culpa in vigilando, encomienda al empresario el deber de cuidado a fin de prevenir toda situación perjudicial para la salud y la seguridad del trabajador.
Si bien es innegable la buena voluntad del legislador, hay que hacer notar que ciertos tipos de construcción legislativa permiten, incluso fomentan, distintas posibilidades de fraude que, por otra parte, no se va a poder o querer controlar, quedando las consecuencias en manos, una vez más, de Jueces y Tribunales.
De este modo, cabe la posibilidad de que las quejas del trabajador, en ocasiones inciertas o injustificadas, tengan la finalidad de obtener un beneficio secundario. En el mundo laboral y en el de los seguros las posibilidades de ganancia pueden ser ciertamente considerables.
Hace medio siglo, Simonin (17) afirmaba que «este tipo de legislación (protectora) ha dado lugar a un parasitismo social», realidad que hoy en día puede haber alcanzado un desarrollo alarmante. Obviamente, desde una actitud medianamente crítica, no se puede dar credibilidad a ciertos datos, obtenidos sin comprobación y sin conocimiento de sus posibles sesgos y charolados.
La simulación es un fenómeno que ocurre en los niños para no ir al colegio o por el motivo que sea, para que castiguen a otro compañero o para conseguir cualquier otra finalidad... También se sabe, desde tiempo inmemorial, que la practican los adultos, tal como ya se recoge en el Tratado de los Aires, de las Aguas y de los Lugares, de Hipócrates.
Es probable que desde siempre se haya simulado para adquirir derechos indebidos, inspirar compasión caritativa, aprovechar ciertos privilegios, cobrar indemnizaciones, sustraerse a obligaciones legales, escapar a la represión penal, desorientar... y debe estarse de acuerdo con la mayoría de autores en que la simulación se encuentra en todas las clases sociales.
El Estado del Bienestar ha invalidado la afirmación de CLAUDE a principios del siglo XX: «la simulación de la locura no se encuentra más que entre los delincuentes y detenidos», dada la posibilidad actual de conseguir beneficios económicos mediante la simulación lucrativa, que persigue pensiones o indemnizaciones, o beneficios «morales», mediante la simulación ofensiva, que busca saciar un deseo de venganza, lograr sanciones contra la empresa, etc.
Otro ejemplo de esta situación son las dificultades que, desde la misma legislación e interpretación de los Tribunales, tienen las compañías de seguros para detectar y poner en evidencia a los defraudadores habituales.
En esta línea, resulta sobradamente conocido que los trastornos son más aparentes y persistentes en quienes tienen derecho a reclamación que en los que no lo tienen (18), aunque este hecho, como demuestra GUIMON, no siempre es indicativo de simulación, sino que puede serlo también de dinámicas psicopatológicas de ganancia secundaria, que sólo ceden ante un tratamiento psicoterapéutico apropiado o, más sencillamente, ante el pago final y definitivo de una única suma inapelable (19).
Como es obvio, en los casos de personas supuestamente hostigadas o psicoterrorizadas también existe la posibilidad de simulación, tanto por motivos defensivos y ofensivos como exonerativos y lucrativos. A fin de cuentas, la búsqueda de beneficios dudosos es lamentablemente normal, y si ello es socialmente aceptado e incluso legalmente protegido, su probabilidad es aún mayor.
Sin pretender entrar en profundidades que corresponden más estrictamente al asunto del peritaje médico-legal, hemos de considerar la otra parte aún no descrita del problema del «mobbing» o psicoterror laboral: la posibilidad de que, en algunas ocasiones, ni el médico ni el perito ni el juez ni el magistrado se hallen ante una víctima de acoso, sino ante alguien que quiere sacar partido de la situación, engañando consciente y voluntariamente a cuantos profesionales sea necesario para lograr la ventaja pretendida, a veces claramente definida, a veces no.
El problema de la simulación resulta preocupante en el campo de la Psiquiatría, y debería serlo también para el mundo del Derecho, legislador incluido, y para los que deben impartir Justicia. Los trastornos mentales son los más propicios para el fingimiento, tanto por la relativa facilidad para emular algunos de sus aspectos como por la dificultad en objetivarlos, a diferencia de los trastornos de base orgánica.
Es clásico el experimento de Rosenhan, comentado y reproducido por Paniagua (20), consistente en enviar simuladores sanos debidamente entrenados a un Hospital Psiquiátrico, siendo todos ellos ingresados con el diagnóstico correspondiente a la patología fingida. Curiosamente, en contraposición con el despiste de los médicos, los auténticos pacientes detectaron rápidamente a los simuladores.
Cuando las autoridades del centro fueron informadas y el experimento fue publicado en prestigiosas revistas de la especialidad (20, 21), los psiquiatras de toda la zona empezaron a sospechar la ocultación de simuladores incluso ante los casos de patología psiquiátrica más evidente, demostrando como corolario la posibilidad del efecto contrario.
Para hacer justicia a los psiquiatras, hay que reconocer que la posibilidad de simulación de trastornos mentales es relativamente fácil desde el punto de vista teórico, y además interesante o «coste-beneficiosa» para la supuesta víctima, lo cual aumenta su motivación para hacerlo bien. También hay que decir que no pueden descartarse de antemano las lesiones consentidas y las autolesiones en un paciente psicoterrorizado, hecho del cual ya daba cuenta, de alguna manera, Marti Mercadal (22) en su conocida obra, clásica y fundamental dentro de la Medicina del Trabajo, aunque sin nombrar específicamente el «mobbing», concepto entonces aún no bien definido.
IV. Distintas posibilidades de simulación de maltrato psicológico en el trabajo
Las descripciones precisas de las alteraciones psiquiátricas propias del maltrato psicológico en el trabajo son escasas y recientes (23, 24).
En algunos de sus aspectos, el cuadro clínico recuerda al trastorno de estrés postraumático, coincidencia ya descrita por Leymann (25). El acoso laboral por maltrato psicológico es, en efecto, una condición prolongada y renovada de estrés traumático repetitivo, por lo cual Gonzalez De Rivera lo considera en su clasificación de síndromes de estrés bajo el epígrafe de los traumas crónicos (26).
En este contexto, es preciso apreciar que los acontecimientos estresantes pueden proceder de múltiples fuentes, y que además de la violencia laboral hay conflictos conyugales y familiares, problemas económicos, desavenencias, enfermedades y muertes de personas cercanas, etc.
Cierto es que, en ocasiones, algunos de estos acontecimientos pueden ser subsidiarios del maltrato psicológico en el trabajo, es decir, provocados o facilitados por el estado anímico creado en la víctima de acoso. Pero también es verdad que puede darse el camino inverso: conflictos laborales generados a consecuencia o como complicación de situaciones estresantes familiares o sociales.
Por otra parte, además del problema laboral inicial, deben tenerse en cuenta posibles factores de estrés subsecuentes, tales como atención inadecuada por el personal sanitario, incomprensión, mala actuación o inhibición de los representantes sindicales, problemas derivados de relaciones con la Administración (burocracia, papeleo, comisiones y subcomisiones, procesos judiciales interminables, etc.), etc.
Dado que, en algunas ocasiones, un sufrimiento real consecuente a situaciones de estrés prolongado no estrictamente laboral puede presentarse como un efecto de «mobbing», debemos siempre procurar aplicar de manera rigurosa los criterios diagnósticos reconocidos y establecer una clara relación de causalidad antes de imputar el cuadro clínico a una condición de maltrato laboral.
Médicamente, hemos de plantear también el diagnóstico diferencial con hipertiroidismo, consumo de cafeína o productos de cola, síndromes de abstinencia de hipnóticos y ansiolíticos, entre otras posibilidades.
Sin negar la existencia real del fenómeno del «mobbing», es preciso reconocer que la intensa y extensa publicidad concedida por los medios de comunicación en fechas recientes y el fácil uso del término por los propios profesionales sanitarios están propiciando un aumento neto de reclamaciones por personas falsamente afectadas, sea porque utilizan inconscientemente un auténtico problema psiquiátrico o psicosomático para evadir sus obligaciones o para obtener una ganancia económica, o porque, directa y conscientemente, simulan una dolencia que no existe.
El simulador inventa o potencia su problema de forma consciente, con una meta clara, que hace difícil el diagnóstico diferencial. En la actualidad, la posible sobreactuación relativa a la representación de la enfermedad tal y como el simulador la entiende deja de tener el valor que pudiera haber tenido en otro tiempo (27).
Podemos distinguir, en este contexto, el simulador puro, que pretende de manera clara y consciente un padecimiento que no sufre en realidad, del simulador relativo, que exagera, complica o adorna un trastorno que en realidad padece, y/o que le atribuye una causalidad distinta de la real, que, de serle reconocida, redundaría en un mayor beneficio.
Tanto desde el punto de vista médico como jurídico es interesante la relación entre la neurosis de renta y la simulación.
El simulador busca una ganancia de forma consciente, a diferencia de lo que ocurre en la neurosis del asegurado o neurosis de renta (18, 19), donde el paciente está convencido de lo lícito de sus exigencias. Una forma particularmente grave de neurosis de renta es la sinistrosis, descrita a principios del siglo XX por ROUAST, citado por SIMONIN (17). En este mismo Tratado se comentan las sentencias del Tribunal del Sena de 4 de enero de 1908 y del Tribunal Supremo de París de 28 de febrero de 1911, que reconocen que la sinistrosis es el «resultado no del accidente, sino de las preocupaciones del herido en relación con el daño sufrido y su reparación».
En su forma más leve, la sinistrosis consiste en rumiaciones obsesivas de daño con afán de reparación, pero en sus formas más graves puede convertirse en un auténtico delirio de reivindicación, con interpretaciones de acontecimientos banales como pruebas o indicaciones del daño sufrido y aplicación de todas las energías y recursos personales a hacer triunfar la verdad, reparar el perjuicio y castigar a los responsables, todo ello con un acompañamiento variable de rasgos histéricos, hipocondríacos y de labilidad emocional.
La simulación, la neurosis de renta y la sinistrosis deben diferenciarse del trastorno facticio, también conocido como síndrome de Münchausen. En este cuadro, además de una historia de hospitalizaciones y/o consultas y tratamientos médicos múltiples, abusos de medicación (e incluso uso de drogas), pobreza en las relaciones interpersonales, trastornos de conducta y enfrentamientos con el personal sanitario, aparecen síntomas físicos o psicológicos fingidos o producidos intencionadamente de manera autoinfligida.
En el trastorno facticio puro no hay otros incentivos externos para justificar la conducta de enfermedad, que sí se dan en los simuladores y los rentistas, tales como la búsqueda de una compensación económica o de una mejora sociolaboral o escapar de una responsabilidad legal (28).
Especial mención merece lo que se conoce como «síndrome de Münchausen por poderes», donde la patología facticia ha sido inducida por sugestión o convencimiento por otra persona («comedura de coco», en terminología vulgar), generalmente un compañero de trabajo, un amigo o familiar o, por qué no, un abogado con pocos escrúpulos.
Un fenómeno curioso es el cuadro mixto entre la simulación y los trastornos conversivos, fenómeno denominado Síndrome de Ganser.
El afán de notoriedad, propio de la personalidad histérica, y el mantenimiento durante cierto tiempo de una simulación más o menos consciente puede acabar en una imposibilidad de distinguir lo real de lo simulado, es decir, es posible que una simulación prolongada acabe por propiciar el desarrollo de auténticos trastornos mentales (29).
La tarea del perito en estos casos resulta complicada, puesto que deberá descubrir y diferenciar ambas situaciones, simulación y conversión, informando con claridad del asunto.
Es posible que una situación laboral conflictiva inicie el problema, a partir del cual se fingen o se exageran unos síntomas que acaban por escapar al control voluntario y se convierten en una auténtica patología psiquiátrica sobre la que el paciente ya no tiene control.
Es importante tener en cuenta, en la génesis de esta situación, la influencia de factores estresantes secundarios derivados de la incomprensión, incredulidad, desatención o rechazo de compañeros, personal sanitario, representantes sindicales y otros agentes sociales.
Otras posibilidades son la metasimulación, que se da cuando un individuo sano que padeció anteriormente una enfermedad mental de la que ya se ha recuperado simula algún tipo de patología mental o insiste en su cuadro anterior con el fin de lograr un beneficio; y la sobresimulación, en la que una enfermedad mental preexistente es exagerada, aumentando intencionalmente la intensidad de sus síntomas, o sobreañadiendo otra patología diferente a la que realmente padece. Se comprenderá que también caben estas posibilidades en personas psicoterrorizadas y, por tanto, también puede exigirse desde el punto de vista judicial que el psiquiatra especializado, no el psicólogo ni el médico valorador del daño, descarte concretamente estas opciones. De manera contraria, el sujeto que disimula una determinada patología la padece en mayor o menor grado, pero que pretende que no existe o que ha mejorado.
No es fácil adscribir estas conductas a la voluntariedad consciente, porque está condicionada por una patología mental dada, en los casos de «mobbing», habitualmente depresión o drogodependencia.
En el maltrato psicológico puede haber disimulación en las fases avanzadas de intervención o exclusión de la vida laboral, cuando el afectado quiera hacerse una póliza de seguro, obtener algún tipo de licencia o permiso, o busque un nuevo empleo.
En este contexto, es importante tener en cuenta el riesgo de suicidio en el enfermo con acoso laboral (24), que puede llevarle a intentar disimular un síndrome depresivo para propiciarse una libertad de movimientos que haga más fácil sus propósitos.
V. Conclusiones
-- La violencia física y psicológica en el trabajo se ha convertido en un problema grave de Salud Laboral y Prevención de Riesgos, para cuya solución son necesarios los esfuerzos combinados de legisladores, trabajadores, empresarios, sindicatos, investigadores y profesionales.
-- En España faltan datos, políticas globales y procedimientos relativos a la violencia en el trabajo (... y fuera del trabajo), así como la consideración del citado fenómeno en las evaluaciones de riesgos de las empresas (incluyendo a la Administración Pública).
-- La violencia física, y más de producirse en el trabajo, es susceptible de ser probada y perseguida con mayor facilidad que el maltrato psicológico, para el cual es necesario aplicar protocolos de actuación seria y sistemática para objetivar el cuadro clínico y reparar el daño causado.
-- Hay que considerar la posibilidad de simulación del cuadro psiquiátrico o de falsa atribución de ciertos síntomas a una condición de «mobbing».
-- Es obligación de todos los profesionales implicados en la situación el descartar las diversas posibilidades de simulación o falsa atribución, a fin de evitar actuaciones tanto médicas como legales que en realidad no proceden.
-- La ausencia de estudios periciales y médico-legales serios acabará perjudicando a las auténticas víctimas de maltrato psicológico en el trabajo, cuya credibilidad disminuirá en proporción directa a la alegre aplicación del término «mobbing» a síndromes o situaciones que no lo son en realidad («efecto Rosenhan inverso»).
-- En justa contrapartida a las exigencias de consideración y erradicación de la violencia física y psicológica en el trabajo, no pueden consentirse ni el engaño ni la ligereza, y menos aún ante un Tribunal de Justicia.
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14. Real Decreto Legislativo 5/2000, de 4 de agosto, de Infracciones y Sanciones en el Orden Social (que modifica el art. 42 y ss. de la Ley 31/1995).
15. Real Decreto Ley 5/2002, de 24 de mayo, de medidas urgentes para la reforma del sistema de protección por desempleo y mejora de la ocupabilidad.
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