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De camino hacia la reconciliación
Margarita Iturbide

Cada uno y su historia

Hace algunos días que regresé de un viaje a Israel. Los meses anteriores a mi visita a este país estuve leyendo y analizando la situación política, los diferentes grupos en conflicto, enfrentamientos, posturas de unos y otros, etc. etc. Indiscutiblemente esta tierra, aunque de dimensiones muy pequeñas, se ha caracterizado desde hace milenios por el conflicto. El pasado histórico es una carga que nubla las posibilidades de reconciliación. Existen demasiados elementos de peso religioso y psicológico que entorpecen el diálogo entre las diferentes partes. Visto desde lejos uno puede tomar postura a favor de uno u otro grupo, se puede caer en la tentación de opinar, de criticar o de anatematizar a aquellos que llamamos fanáticos, fundamentalistas, radicales, extremistas, intolerantes y otros adjetivos que horrorizan nuestra mentalidad occidental. A veces solemos hacer distinciones infantiles de malos y buenos, como en las películas de vaqueros donde siempre hay héroes y malvados sin escrúpulos. Se trata de grupos, nombres, partidos políticos, ideales que mueven a las masas y las llevan muchas veces a posturas irracionales.
       
Con todos estos datos en la mente y mis conclusiones, me embarqué por las calles de Israel. Al principio con un poco de temor hacia lo desconocido, aunque poco a poco fui ganando confianza. Uno de los medios más interesantes para conocer realmente un país es su gente; charlar con el dependiente de la tienda, con el chófer del taxi, con el policía, con la señora que cuida a sus hijos en el parque, con el anciano que coloca su silla fuera de casa para dejar pasar la tarde, con el estudiante que espera en la parada del autobús… cada uno lleva tras de sí una historia, pero más que eso, cada uno es una expresión de vida cuajada de sentimientos, de anhelos, de inquietudes, temores y esperanzas. Es aquí donde se difuminan las divisiones porque todo hombre posee en su interior más motivos que lo unen con la humanidad, que razones que lo separan.

Ilusión e inseguridad

Me dieron el dato de una tienda musulmana de telas donde podía encontrar algunas cosas que buscaba. Tuve que cruzar las calles de la vieja Jerusalén donde se encuentra el mercado hasta llegar al típico negocio de telas orientales. Me llamó fuertemente la atención la puerta abierta que impedía la entrada con un palo colocado transversalmente. Investigué con el vecino el motivo de aquella ausencia extraña dejando todo abierto y me dijo que era viernes a medio día por lo que el dueño se había ido a rezar a la mezquita. Por la tarde volví con la esperanza de conocerle. Le pregunté si no tenía miedo de que por su fervor religioso lo saquearan y me respondió con una sonrisa que quien confía en Dios no tiene nada que temer. Estuvimos charlando un buen rato y al final le pedí que me dejara hacerle una fotografía en aquel lugar que me parecía muy folklórico. Me contestó qué sí, y para colocarse, atrajo a su hijo hacia él y le abrazó efusivamente. Nos despedimos como viejos amigos. También pude entablar amistad con el chófer del taxi que me llevó a algunos lugares. Me contó que era cristiano, que había tenido una época muy mala por falta de turismo y que las cosas empezaban a cambiar. Me habló de su mujer y de una hija de la cual estaba orgulloso porque era muy trabajadora. Un día por la noche la llevó a mi hotel para que la conociera, una chica estupenda, inteligente y muy bella, hablaba inglés con mucha soltura, pero tenía mucho miedo de que la situación política no se estabilizara y no pudiera conseguir trabajo. Sin trabajo no hay boda, me dijo con una expresión muy triste. En otra tienda de iconos entablé conversación con un griego ortodoxo. De conversación locuaz me estuvo dando una clase de arte oriental. Sacó un montón de iconos para que los viera, los limpió con aceite de oliva y me enseñó la diferencia entre una imitación y uno genuino. Parecía que en este hombre se habían detenido los siglos. Terminó hablándome de la familia, de los que estaban en Líbano y hace años no veía por causa de la guerra.

El amor que tenemos en común

Aún recuerdo todavía el rostro de una niña de seis años que en un barrio judío jugaba con su hermano menor. Cómo lo besaba y lo protegía del viento con una pequeña manta. La madre estaba de pie a un lado contemplando el cuadro. A mi regreso, en el aeropuerto, miré a una mujer judía que se despedía de su hijo llorando a mares. Son aquellas incógnitas que a uno le quedan: ¿se despedía de su hijo para volverlo a ver pronto? No lo parecía, su lamento más bien desgarraba el corazón de quien presenciaba la escena.
       
Podría seguir contando pequeños detalles, encuentros agradables, muestras de humanidad, como un armenio que me dijo en una ciudad al parecer no muy segura, que él era mi hermano y que si necesitaba algo podía llamarlo aunque fuera a las tres de la madrugada, que él vendría a ayudarme en el acto.
       
Esta es la vida diaria, salpicada de gestos, de acontecimientos y sentimientos. Cada hombre es parte de esta raza humana en que siempre nos encontraremos identificados. Cuando hablamos de la madre que nunca se cansa de esperar, del padre que un buen día no volvió y que alguien lo encontró muerto, del hijo que se ha marchado a buscar una mejor vida a un país extraño, de un amor perdido, de la alegría que da un día de fiesta, de la tristeza que sentimos cuando nos despedimos de un amigo… se desmoronan las fronteras porque nos son familiares las historias, los rostros y los nombres.

Y somos casi iguales

La situación política mundial y en concreto de Israel es muy complicada. Si algo me enseñó este viaje fue a no etiquetar o tomar partido. Las cosas son muy distintas en la realidad. Muchas veces el papel solamente plasma conceptos abstractos y fríos. Es necesaria la humanización de las conciencias de los que toman las decisiones políticas, de los que teorizan sobre sistemas y estrategias políticas y económicas para que no decaiga la esperanza. No hay mejor medio de humanización que las calles, los campos de refugiados, las cárceles políticas, los hospitales, las ciudades sitiadas… Carlos Marx, como lo menciona el historiador Paul Jhonson en su libro Líderes, realizó todo un tratado sobre la lucha de clases y los derechos de los trabajadores sin haber visitado jamás una fábrica. Sólo la preocupación sincera por los que no tienen hogar, por los que han sido mutilados por la guerra, por los que han sido despojados de lo poco que tenían, no de acuerdo a estadísticas, sino con nombres y apellidos, impulsará a los responsables de las naciones hacia un acercamiento auténtico. Hay que pisar el mismo suelo que aquel que piensa diferente, porque después de todo ningún hombre sobre la tierra eligió en qué pueblo nacer ni qué religión profesar, ni de qué raza ser. Todos somos personas que luchamos por sobrevivir en este planeta, por defender lo que amamos, por tener un futuro seguro, seamos musulmanes, cristianos, judíos, o lo que sea.
    
Millones de hombres en el despertar del siglo XXI tienen una tragedia que contar, muchas veces bañada de injusticias, de incomprensiones, de crueldad. Sí, nos hemos dañado unos a otros a lo largo de los siglos y cuando nacemos cargamos con resentimientos y culpas heredados por generaciones. Pero las culpas asfixian, generan venganzas, división y muerte. Si somos lo suficientemente honestos para quitarnos las caretas de ofendidos, de defensores de la justicia, de autosuficiencia y superioridad, si tenemos la valentía para mirarnos en el espejo de nuestro interior, donde guardamos infinidad de secretos, donde brotan las emociones más profundas, las inquietudes capaces de quitarnos el sueño, los anhelos y motivaciones más hondas, nos encontraremos con los mismos temores y tristezas de los que vemos como enemigos sin ni siquiera conocerlos, nos daremos cuenta de que padecemos de las mismas inseguridades, la misma necesidad de ser amados y de vivir en paz. Entonces seremos capaces de pedirnos perdón, de vernos como hermanos y de estrecharnos las manos en señal de reconciliación.

Fuente: fluvium.org