Alfonso Balcells Gorina
Rector de la Universidad de Salamanca desde 1960 a 1968. Catedrático de Medicina y miembro de la Real Academia Médica de Cataluña y una personalidad de la vida cultural catalana.
Calmada de momento la tempestad, por lo que hace a la reciente votación parlamentaria en torno al célebre "cuarto supuesto", bueno será, pienso yo, hacer un examen sereno, desapasionado, del núcleo de la cuestión. Me refiero al análisis biológico-médico -diríamos laico, pero científico, no confesional, de lo que significa el aborto provocado, la "interrupción del embarazo", como suele decirse más delicadamente en algunos medios.
Insisto en el enfoque que me propongo desarrollar: me aparto de la consideración del aborto como problema judicial que implica la penalización de la mujer, aunque creo que nadie, ni los antiabortistas, desean meter a la mujer en la cárcel. Tampoco nadie, ningún médico, pretende ampararse en la objeción de conciencia para abandonar a la mujer con un aborto en curso, pues como afirma el Dr. Millá, Presidente de la Sociedad Española de Medicina de Emergencias, "las urgencias, las tratas... y la praxis médica es atender a la paciente cuya vida está en peligro... pero no la aplicación del aborto como terapia".
Veamos pues las razones científicas en que se basa la ética natural para rechazar el aborto provocado. En primer lugar el conocimiento de que el concebido óvulo fecundado es un ser "completo": posee un potencial genético total un genoma que le configura como un ser dotado de todos los factores que cubrirán todas sus capacidades. Sólo le falta el desarrollo y el crecimiento en el tiempo. No recibirá ningún nuevo "gen" durante el embarazo. Goza, además, por todo ello, de una individualidad única, autodirigida para desplegarla.
El embrión, y luego el feto, son seres nuevos, diferentes, distintos de la madre. Están en ella, que les cobija en su seno pero no formar parte de ella: no se compone de células maternas salvo el óvulo inicial, la placenta es un órgano intermediario durante el embarazo, que pone en contacto los capilares maternos y los del feto, pero no pasa la sangre de la madre al feto sino "sólo" agua, nutrientes, minerales y oxígeno.
El embrión y el feto son seres vivos desde la concepción: si no lo fueran, tampoco
tendría vida el recién nacido. No ha habido solución de continuidad entre la vida intra-uterina y la del dado a luz. El activo metabolismo embrionario asegura la supervivencia y el proceso del desarrollo. El embrión de un mes, afirma el genetista Lejeune, posee un "corazón que late desde hace ya una semana, aproximadamente a partir del vigésimo primer día".
El embrión y el feto son seres vivos, humanos: si no fueran humanos con naturaleza específicamente humana tampoco llegarían a serlo después, con los caracteres biológicos y psíquicos que le definen. El cariotipo fetal conjunto de cromosomas del núcleo de cada célula es, desde el principio, típico de la especie humana: 46, XY en el varón, 46, XX en la hembra. Volviendo a Lejeune, el feto de dos meses presenta en sus dedos las huellas dactilares que no variarán hasta el fin de su vida. "Pero el feto, no es consciente". Desde luego, como apenas el recién nacido, y en el síncope o el coma los adultos, y todos son humanos. El feto manifiesta ya el creciente desarrollo del sistema nervioso por los reflejos y los movimientos que conoce la embarazada. La dignidad del hombre estriba en su humanidad, su condición humana, y esta arranca desde su concepción.
En resumidas cuentas, la interrupción provocada del embarazo es la extirpación y muerte de un ser vivo, completo, humano diferente de la madre y con una individualidad propia, única. Estos son los hechos y no se trata por tanto de una cuestión opinable o de una prejuicio ideológico o de cualquier otro género. Consecuencia lógica es la ilicitud ética de todo acto abortivo, sea quirúrgico o por la píldora abortiva.
Algunos plantean la indicación del aborto para resolver el conflicto entre dos vidas: una en ciernes, todavía no presente y todavía por estrenar en el mundo externo, y otra, la de la madre, persona adulta con una familia acaso y en pleno ejercicio de sus facultades e ilusiones. En principio, este conflicto, o competencia vital, es un equívoco, porque de lo que se trata, desde el punto de vista médico, es de salvar las dos vidas. El derecho a la vida lo comparten madre e hijo. Téngase en cuenta que el aborto es, en sí mismo, un trauma físico y psicológico para la gestante, que puede dejar un lastre depresivo o empeorar la posible enfermedad que sufra. En el caso, sin embargo, de una enfermedad cardíaca o una insuficiencia respiratoria de la embarazada, cabe, en lugar del aborto, el parto anticipado, como los prematuros espontáneos, pues ya son viables, como es sabido, los sietemesinos y aún más jóvenes. Es, en cambio, evidente, que la única solución del cáncer de útero grávido es la extirpación del órgano entero con la neoplasia, aunque esté ocupado por un feto, que, sin quererlo, habrá que sacrificar inevitablemente. Pero en tal caso la destrucción del feto no es lo primero, ni intencionado, sino la consecuencia fatal de la terapia quirúrgica del tumor que lo engloba.
En definitiva, nadie, ni el médico ni la madre, tienen "derecho" a disponer de la vida humana en fase intra-uterina. El acto será siempre ilícito a la luz de la ética natural y de la biología científica. Resulta, por tanto, una insensatez considerar el aborto una cuestión opinable, "pro-choice", o de libertad personal. Ninguna conciencia recta puede admitir un "medio", que sea un mal, para conseguir un "fin", aunque sea bueno. Este es un principio ético de validez universal e invulnerable, El embarazo no deseado, el de la joven soltera o el fruto de una violación, siempre tienen una salida humana y humanitaria: respetar otra vida y complacer a uno de tantos matrimonios estériles que quieren ser padres y buscan la adopción para ser felices.
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