El suicidio asistido de Ramón Sampedro y la condena en EE. UU al doctor Kevorkian han avivado en España, en los medios de comunicación y en el terreno de la decisión política, el debate en torno a la despenalización de la eutanasia. Un debate donde no han faltado proyectos legislativos ni iniciativas extraparlamentarias orientadas a reformular o esclarecer la solución jurídica que brinda el Derecho español a la cuestión de la disponibilidad de la propia vida.
Con frecuencia olvidamos que el primer paso para solucionar un problema consiste en delimitarlo con claridad, pero a veces nos sumergimos apasionadamente en discusiones que, por quedarse en la periferia del asunto, terminan siendo tan fogosas como estériles. El debate en torno a la licitud o ilicitud de la eutanasia constituye un ejemplo paradigmático de esta incapacidad de centrar el análisis en el meollo del asunto. Que el diálogo no sea de sordos depende, en buena medida, de que se llegue a un acuerdo sobre el alcance de los conceptos que en él se emplean.
En particular, y entrando ya en el tema, resulta clave puntualizar lo siguiente: por una parte, a qué situación vital nos referimos cuando propugnamos o condenamos la despenalización de la eutanasia (o, en términos del Derecho Penal español, el auxilio al suicidio y el homicidio consentido previstos en el artículo 143 del Código Penal; o bien la omisión del deber de asistencia médica, tipificada en el articulo 196); y, por otra, qué se entiende por dignidad cuando, en su nombre, se defiende lo que aquí denominaremos “eutanasia propiamente dicha”.
En relación con el primer punto, resulta necesario distinguir, por lo menos, tres supuestos básicos: la “eutanasia propiamente dicha”; los cuidados paliativos en la fase final de un proceso mortal irreversible; y la “ortotanasia”. La distinción entre uno y otro caso es decisiva: sólo en la “eutanasia propiamente dicha” se colabora con la ejecución de un suicidio ajeno, sea por omitir su prevención (eutanasia pasiva), sea por actuar positivamente provocando la muerte (eutanasia activa).
La eutanasia pasiva se da principalmente en el ámbito médico, al omitirse cualquier tratamiento que sea capaz de detener un proceso mortal reversible; y que el medio sea proporcionado a los resultados previsibles (poniendo como término de comparación: el tipo de terapia, el riesgo que comporta, los gastos necesarios, las posibilidades de aplicación, por un lado; y los resultados que se pueden esperar, por el otro, teniendo en cuenta las fuerzas físicas y morales del enfermo).
De qué hablamos
La ausencia de cualquiera de las dos características mencionadas nos sitúa de lleno en la tercera de las hipótesis del comienzo: la “ortotanasia” o “muerte correcta”. Con ella se alude a la no aplicación o a la suspensión de tratamientos médicos incapaces de detener la muerte o de obtener resultados proporcionados al medio que se utiliza. Por contraposición a lo que ocurre en la eutanasia pasiva, no hay aquí una colaboración en un suicidio, sino la simple aceptación de la condición limitada de la ciencia médica y, antes, del hombre. Más aun, el empleo de técnicas manifiestamente desproporcionadas (habitualmente denominado “encarnizamiento terapéutico”) es un atentado contra el derecho a vivir dignamente el proceso natural de la muerte.
Tampoco la aplicación de cuidados paliativos, aun cuando aceleren la muerte debe confundirse con ayudar al suicidio, ni objetiva ni subjetivamente. Objetivamente, porque la causa eficaz de la muerte no es los cuidados paliativos, sino cualesquiera otros factores que hayan desencadenado el proceso mortal; subjetivamente, porque la intención directa y principal no es acelerar la muerte, lo cual se acepta o tolera como un efecto malo pero proporcionado al efecto bueno directamente buscado: disminuir el sufrimiento.
Las distinciones precedentes tornan superflua buena parte del debate actual sobre la eutanasia. En efecto, no pocos de los que abogan por la despenalización de los supuestos previstos en los artículos 143 y 196 del Código Penal proponen ejemplos encuadrables ya en la ortotanasia, ya en los cuidados paliativos que, por lo que llevamos dicho, no precisan de aquella despenalización por no constituir auténticos suicidios. (Aunque, para mayor seguridad jurídica, quizá convendría referirse expresamente a ambos supuestos en una futura reforma del Código Penal).
La despenalización de la “eutanasia propiamente dicha” —realmente encuadrable en los tipos descritos en los artículos 143 y/o 196 del CP— se suele defender basándose en una particular interpretación del artículo 10.1 de la Constitución Española, que proclama la dignidad como fundamento de los derechos en ella reconocidos. En este sentido, se da por sobreentendido que la dignidad implica, por definición, un poder de autodeterminación moral absoluta que incluya el derecho a darse la propia muerte (suicidio o suicidio asistido) o a pedirla (eutanasia activa o pasiva). La naturaleza de este escrito no permite analizar a fondo la viabilidad de esta interpretación, de ahí que nos limitemos a explicitar aquí algunos de los problemas de orden teórico y práctico que se siguen de esta propuesta.
Derecho e interés
Desde un punto de vista teórico, si los derechos humanos o fundamentales tienen por objeto, en conjunto y en particular, un poder absoluto de autodeterminación moral, se torna imposible justificar razonablemente el contenido de cada uno de ellos. Toda su fuerza radicará en el mero hecho de haber sido aprobados por una mayoría, y las mayorías (como lo demuestra, entre muchos ejemplos posibles, el caso del nazismo) no son una garantía infalible de la íntangibilidad del valor de la persona. A fin de eludir este peligro real del abuso de las mayorías, se suele repetir, un poco mecánicamente, aquella sentencia de Stuart Mill según la cual todo interés es defendible jurídicamente mientras no afecte a los intereses de terceros.
Derecho e interés, en este sentido, terminan confundiéndose. No sólo por el afán práctico de hacer frente a una eventual arbitrariedad de la mayoría gobernante, sino también porque, desde un punto de vista lógico, la autodeterminación moral absoluta a la que apuntan los derechos corta de raíz cualquier posibilidad de identificar bienes jurídicos objetivos.
Pero este planteamiento sólo funciona en una situación social utópica, donde el ejercicio de los derechos-intereses se desarrolle siempre en perfecta armonía. Pues la única manera imaginable de resolver un eventual conflicto de intereses contrapuestos consiste en recurrir a un fin objetivo al cual referirlos y con el cual medir su respectiva razonabilidad. Y si la dignidad a la que apuntan los derechos-intereses se identifica con un poder de autodeterminación moral absoluto, esta referencia se torna claramente imposible.
Para quienes defienden esta tesitura, tanto el suicidio como la eutanasia constituirán auténticos derechos en la medida en que algún sujeto invoque un interés en morir, en el primer caso, o en auxiliar a otro a causarse la muerte, en el segundo. Pero, y aquí está el problema, la misma capacidad absoluta de autodeterminación moral sirve para fundar un interés social opuesto. Pues no es irrazonable suponer que una actitud estatal pasiva —e incluso promotora— de la libertad para suicidarse o ayudar a otros a suicidarse (eutanasia) conduzca a un debilitamiento de la obligación estatal —primaria e irrenunciable— de defender la vida de la amplia mayoría de personas que desea continuar viviendo, aun en situaciones en que algunos pocos preferirían morir.
¿De qué modo puede el Estado asegurarse de que la decisión del sujeto que decide ser objeto de eutanasia? fue tomada libremente? Podrá quizá —y con grandes dificultades— probarse que su última voluntad era morir, pero ¿cómo saber si se trata de una voluntad no influenciada directa o indirectamente por terceros? Lo cual es especialmente arduo en los casos —por cierto, no poco frecuentes— en los que el enfermo se siente una carga para su familia. Estas premisas, por tanto, bien podrían fundar un interés social contrario al interés de legalizar la eutanasia. El asunto que dilucidará el legislador o el juez, según sea el campo de decisión, sería el siguiente: ¿cuál de los dos intereses debe prevalecer?, ¿el interés en suicidarse o auxiliar al suicidio, o el interés en prohibir dicho auxilio?
Se trata de un asunto que no puede resolverse desde una perspectiva antropológica liberal, pues la autodeterminación moral absoluta a la cual tenderían ambos intereses nos priva del tercer elemento objetivo con el cual decidir su razonabilidad.
En suma: la defensa de la eutanasia comporta un concepto hueco de dignidad humana que vacía de sentido a los derechos fundamentales y los deja a merced de los caprichos del poderoso de turno.
El Estado ante la última voluntad
La única forma de solucionar este y otros conflictos jurídicos consiste en referir los derechos a un hombre que reconoce pero que no crea normas morales y, por ende, que reconoce pero que no inventa un catálogo de derechos humanos, o, en otros términos, en relacionar estos derechos con un fin objetivo que los dote de un contenido material bien delimitado. Lo cual, si bien implica poner coto a la carta de derechos, constituye la única garantía contra la arbitrariedad de una mayoría o de un juez cuyas decisiones se apoyen únicamente en la fuerza de su autoridad. Y, de más está decirlo, quien reconoce pero no crea sus propias normas morales no tiene derecho a realizar el único acto capaz de cortar definitivamente con toda posibilidad de cumplirlas.
Es cierto que la falta de derecho a hacer u omitir determinadas conductas no justifica sin más una injerencia coactiva por parte del Estado.
Además, sería preciso demostrar que la acción u omisión afecta sustancialmente al bien común. Lo cual, en el supuesto del suicidio y la eutanasia, se traduce en la necesidad de probar que ninguna vida humana le es indiferente a la sociedad. O, en otros términos, que toda persona es portadora de un valor jurídico intrínseco que el Estado está llamado a proteger. Pero esto es harina de otro costal.
Basta de momento con señalar la consecuencia que se sigue de aceptar un derecho fundamental a disponer de la propia vida: la relativización del valor de la persona y, con ello, de todos los derechos inherentes al hombre. O, lo que es lo mismo, el reemplazo del gobierno de la razón de la mayoría, por el gobierno de la fuerza ciega de la mayoría.
Quizá no resulte desproporcionada, entonces, la sugerencia de que la proscripción de la eutanasia es una exigencia de la supervivencia del Derecho.
Nuestro Tiempo. nº 540