Elementos para la contextualización
La muerte es el destino inevitable de todo ser humano, una etapa en la vida de todos los seres vivos que quiérase o no, guste o no- constituye el horizonte natural del proceso vital. La muerte es la culminación prevista de la vida, aunque incierta respecto de cuándo y cómo ha de producirse; y, ésta, forma parte de nosotros porque afecta a quienes nos rodean y porque la actitud que adoptamos ante el hecho de que hemos de morir determina en buena medida la manera como vivimos.
La enfermedad, el dolor y la muerte, lo mismo que el nacimiento y la felicidad son etapas y realidades naturales en la vida del ser humano, que han sido vividas, interpretadas y atendidas de diversas maneras, de acuerdo al contexto histórico, geográfico, cultural y, hay que decirlo, muchas veces en función de la economía.
La manera como se abordan estas realidades en cada momento de la historia refleja una antropología, es decir, una determinada idea del ser humano. Fruto del individualismo, la antropología que hoy predomina concibe a la persona desde un pragmatismo consumista y utilitarista. Se trata de una visión inmanente y roma, en la que cada individuo lucha por sus intereses y asume un autismo social. Casi todo se reduce al consumo, a la compra-venta, a lo que es útil.
Tal individualismo considera la libertad como la capacidad de escoger de manera continua e inmediata cualquier cosa, con tal de que guste, aunque ello atente contra su integridad física o mental, pues la libertad está desvinculada de toda responsabilidad y frecuentemente de un juicio. Se considera al ser humano como un ser encerrado en sí mismo y se argumenta que la vida individual no afecta al todo social: «el infierno son los demás».!
Al mismo tiempo, la existencia humana se concibe como una ocasión para el gozo continuo. El sufrimiento y el sacrificio son cosas del pasado, que la vida moderna con todos sus progresos y avances ya habría superado totalmente. Desde esta perspectiva, una vida de calidad sería hoy una vida sin sufrimiento alguno, sin límites ni imperfecciones. Quien piense que queda todavía algún lugar para el dolor y el sacrificio, es tachado de anacrónico y promotor de una moral para esclavos. Nietzsche llegó a decir que el «enfermo es un parásito de la sociedad. Hallándose en cierto estado es indecoroso seguir viviendo». 2 Quizás por estas ideas y otras semejantes hemos ido construyendo una sociedad que tiene miedo y huye del dolor, de la enfermedad, de la soledad, de la muerte, de los límites humanos. Olvidamos que en el sufrimiento, la enfermedad y la muerte se manifiesta la interdependencia y la necesidad natural que tenemos unos de otros. Es más, los seres humanos somos sociables por naturaleza y dependemos para bien y para mal unos de otros.
Los valores de los que tanto se habla, frecuentemente carecen de fundamento; incluso, se vuelven intercambiables en función de la conveniencia o del tema de que se trate. En la práctica, los valores y la ética se convierten en manuales de procedimientos, códigos de «lo correcto» o «lo bien hecho» pero que no van al fondo y no transforman el interior del ser humano ni se plantean la posibilidad de que las personas puedan ser mejores.
Además, se vive un falso respeto para no ser una carga o bien para no hacerse uno cargo de los demás. Hoy, lo «educado» es el cuidado de la forma en detrimento del fondo. Todo se hace, se dice, se organiza y valora de tal modo que no cause repulsión ni sea desagradable.
La muerte, entonces, tiene que ser también «educada», evitando el dolor, el gasto, las molestias y el llanto, en condiciones que llamamos decorosas. Las mismas capillas fúnebres son «asépticas». Por eso, muchos, en aras de este falso respeto, cuidan las formas y el fondo, que es la persona, queda soslayada. Parece que despreciamos ciertas etapas naturales de la vida del ser humano, como es la imperfección, la enfermedad, el límite.
La medicina, por otro lado, se ha deshumanizado. parafraseando a Iván lllinch, la medicina, contemporánea puede constituir una auténtica amenaza contra la salud, pues ha creado una epidemia, médicamente incurable. La razón de esta nueva enfermedad encuentra su caldo de cultivo en la medicina institucionalizada, de la que el hombre se siente prisionero y en la que pierde por completo su carácter personal para transformarse en un problema técnico y económico.
La moderna civilización médica está planificada y programada para matar el dolor, eliminar la enfermedad y luchar contra la muerte, pero a costa de sacrificar el contenido humano de la existencia.
La ideología liberal tiende a exacerbar los derechos en detrimento de las responsabilidades; pesa más la libertad sin verdad que la justicia. Se hace tanto hincapié en las capacidades individuales, la libertad, el éxito, la excelencia y la libre iniciativa, que ello da como resultado una sociedad que se concibe como la sola suma de individuos, ya no interdependientes, sino sólo asociables por beneficio propio, por interés o por razones económicas. Quienes así piensan, pugnan por un Estado que limite su intervención y proteja sus derechos, pero que no coordine ni dirija la construcción del bien común y, mucho menos, la solidaridad entre desiguales. En suma, pretenden que el Estado brinde seguridad, pero que se desentienda de las personas, y los que salen perdiendo son siempre los que menos tienen, esto es, los excluidos.
Prioridad de la ética sobre la técnica
Así las cosas, el sufrimiento, el dolor, la enfermedad, la vejez y la muerte, frecuentemente representan una amenaza para el ser humano y suscitan sentimientos y actitudes de miedo, de inseguridad, de confusión, de manipulación y hasta de instrumentalización.
Es cierto que actualmente disponemos de remedios eficaces y de técnicas extremadamente sofisticadas para atender y curar diversas enfermedades, sin embargo, la medicina y los avances técnicos y tecnológicos no son capaces de trasmitir una seguridad absoluta. De hecho, hay algunos indicadores que reflejan que la enfermedad, el sufrimiento y el dolor tienen su origen, su solución y su realidad más profunda, más allá de lo meramente fisiológico; que pertenecen al misterio de la persona humana.
Vale la pena recordar algunos datos:
1) Hoy los factores psicológicos juegan un papel preponderante en la aparición de enfermedades. Se calcula que aproximadamente 80% de los pacientes que acuden al médico están sometidos de alguna manera a fuertes condicionantes psicológicos.
2) Cada vez son más abundantes los miedos hipocondríacos. Aproximadamente 6% de la población de las naciones desarrolladas padece algún tipo de miedo hipocondríaco lo suficientemente importante como para alterar su estado de vida normal.
3) Hoy en día, una de cada veinte camas de los hospitales está ocupada por un paciente víctima de la llamada intervención iatrogénica. Por otra parte, es alto el número de personas que transcurren su vida sometidas a enfermedades más o menos crónicas por estas mismas razones.
4) Existe un elevado número de personas que recurren a la «medicina alternativa» o al uso de lo que se entiende como «remedios naturales». Esta incredulidad en la medicina científica, además de su cada vez mayor costo, plantea que la misma, adolece posiblemente de defectos importantes.
Todo apunta a que existen realidades intrínsecas al ser humano cuya solución no es sólo cuestión técnica o del esfuerzo voluntarista por tratar de evitarlas, sino profundamente humanas.
Eutanasia
Planteo algunas distinciones a fin de tratar de mirar el problema lo más ampliamente posible y de forma integral. A lo largo del tiempo la palabra eutanasia ha expresado realidades muy diferentes. Etimológicamente, eutanasia (del griego eu, bien, thánatos, muerte) no significa otra cosa que buena muerte, bien morir, sin más. Se sabe que Suetonio utilizó la expresión en el siglo I para referirse a una muerte dulce y natural.
Esta palabra ha adquirido hoy otro sentido, procurar la muerte sin dolor para evitar sufrimientos a quienes padecen enfermedades terminales o irreversibles, y que están condenados a morir en un tiempo determinado y con una calidad de vida cada vez más deteriorada. El argumento central es el homicidio por compasión. Todavía este sentido es muy ambiguo, puesto que la eutanasia, así entendida, puede significar realidades no sólo diferentes, sino opuestas, como dar muerte al recién nacido con un estado de salud que previsiblemente será deficiente o empeorará y que se presume que habrá de llevar una vida disminuida de lo que comúnmente llamamos normal; la ayuda al suicida para que consume su propósito; la eliminación del anciano que se presupone por él mismo o por otros que no vive ya una vida digna; la abstención de persistir en tratamientos dolorosos, costosos o inútiles para alargar una agonía sin esperanza de curación.
Para no darle vueltas al asunto, hoy eutanasia significa matar y según el criterio que se emplee, podemos distinguir diversos tipos, concepciones y consecuencias médicas y sociales de la eutanasia.
Desde el punto de vista de la víctima la eutanasia puede ser voluntaria o involuntaria, según sea solicitada por quien quiere que le den muerte o no; perinatal, agónica, psíquica o social, según se aplique a recién nacidos con malformaciones congénitas, a enfermos terminales, a afectados de lesiones cerebrales irreversibles, a ancianos u otras personas consideradas socialmente improductivas, gravosas, prescindibles. . . Algunos hablan de autoeutanasia refiriéndose al suicidio, pero eso no es propiamente una forma de eutanasia, aunque muchos de sus promotores defienden también, con arreglo a su propia lógica, el derecho al suicidio.
Desde el punto de vista de quien la practica, se distingue entre eutanasia activa y pasiva, según provoque la muerte a otro por acción o por omisión; o entre eutanasia directa e indirecta; la primera busca que sobrevenga la muerte, y la segunda busca mitigar el dolor físico, aun a sabiendas de que ese tratamiento puede acortar efectivamente la vida del paciente; pero esta última no puede tampoco llamarse propiamente eutanasia, pues lo que cuenta, desde el punto de vista ético, es la intención o lo que jurídicamente se llama dolo.
Existe también lo que se ha llamado distanasia (del griegodis, mal, algo mal hecho, y thánatos, muerte). Es, etimológicamente, lo contrario de la eutanasia. Consiste en retrasar lo más que se pueda el advenimiento de la muerte y por todos los medios posibles aunque no haya esperanza alguna de curación y aun cuando ello signifique añadir más sufrimientos al moribundo, y que, obviamente, no evitarán la muerte, sino sólo la aplazarán en condiciones lamentables para el enfermo. Esto es lo que se ha llamado también encarnizamiento terapéutico.
Por su parte, la ortotanasia (del griego orthos, recto, y thánatos, muerte), designa la actuación realista y más humana ante la muerte de quienes atienden al que sufre una enfermedad incurable en fase terminal. Implica acciones u omisiones que no causan la muerte de forma intencional. Por ejemplo, la administración adecuada de calmantes que mitiguen el dolor, aunque ello tenga como consecuencia el acortamiento de la vida, o renunciar a terapias que retrasan forzadamente la muerte a costa del sufrimiento del moribundo y de sus familiares.
La ortotanasia estaría tan lejos de la eutanasia como de la distanasia. Ese término, no se maneja más que en ciertos ambientes académicos, pero su acuñación revela la necesidad de acudir a una palabra distinta de eutanasia para designar la buena muerte, lo que se supone que tendría que significar la eutanasia, y que sin embargo ya no significa, porque designa otra realidad: una forma de homicidio, supuestamente justificado por compasión.
Principales argumentos empleados para promover la legalización de la eutanasia
Se suele promover la legalización de la eutanasia y su aceptación social principalmente bajo los siguientes argumentos:
1) El derecho de toda persona a la muerte digna, expresamente querida por quien padece una enfermedad incurable y sufrimientos atroces.
2) El derecho de cada persona a disponer de su propia vida, en uso de su libertad y su autonomía individual.
3) La necesidad de regular una situación que existe de hecho. Ante el escándalo de su persistencia en la clandestinidad.
4) El progreso que representa suprimir la vida de quienes padecen daño cerebral irreparable o ciertos enfermos incurables o en fase terminal, ya que se trataría de vidas en condiciones poco humanas o que no pueden llamarse propiamente humanas.
5) La manifestación de solidaridad social o compasión, que significa la eliminación de vidas sin sentido o sin «calidad», y que constituyen una dura carga para el propio sujeto, para los familiares y para la sociedad.
No todos los partidarios de la eutanasia comparten estos argumentos; pero todos, en cambio, comparten los dos primeros, y a menudo el tercero.
La eutanasia es siempre una forma de homicidio, pues implica que un ser humano dé muerte a otro, ya mediante un acto positivo, ya mediante la omisión de la atención y cuidados debidos, lo que en principio y por sentido común es moralmente rechazable, pues como ha expresado el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo: «La garantía del derecho a la vida no supone un derecho a la muerte; la vida humana es un bien que el Derecho debe proteger por encima del derecho de privacidad, y nunca cabe legitimar a alguien para matar.
La eutanasia compromete la vida en común
La propuesta de Ley presentada en la Cámara de Diputados, refiere que la eutanasia que se pretende legislar es la llamada eutanasia voluntaria. Los hechos muestran que la aceptación social y legal de la eutanasia voluntaria puede traer consigo la eutanasia no voluntaria e incluso impuesta. No pocos se verían presionados, de uno u otro modo, a pedir «voluntariamente» la muerte y algunos más se sentirían impelidos a matar «por compasión» a quien ya no puede decidir.
Además, tarde o temprano el mejoramiento de los sistemas de salud y la inversión en investigación médica se verían limitados y desalentados. ¿Para qué invertir en mejores leyes, sistemas de salud, equipo y nuevos tratamientos si la eutanasia es un hecho? Mi afirmación podría parecer exagerada, pero hace años se debatía sobre el aborto, luego la píldora y ahora la eutanasia, ¿qué sigue? En países en los que ya se ha legalizado la eutanasia existe la iniciativa de aplicarla a niños que nacen con malformaciones o deficiencia mental. ¿Quién tiene el derecho a decidir quién vive o quién muere?, ¿bajo qué intereses se tomarán estas decisiones?
Quienes promueven la eutanasia, consideran que el valor de la vida es extrínseco a ella misma y es dado por la salud, los recursos materiales y económicos, ciertos satisfactores o capacidades..., cuando no existen estos bienes o no forman parte de la vida misma, se considera que la vida ya no es valiosa ni útil. Parece que la vida vale sólo en función de la «calidad» que, evidentemente, imponen quienes tienen la capacidad y los recursos económicos y sociales garantizados.
En el fondo subyace un problema ético. Se pretende que sólo vivan los «mejores», biológicamente hablando, pero la dignidad humana no depende de bienes, recursos, salud, conducta, sino que es la característica distintiva de toda persona humana, que siempre es fin en sí misma y nunca medio, y que exige y merece respeto, estima y aprecio. La dignidad humana es un «derecho a tener derechos». Quienes cuenten con recursos económicos podrán viajar a países en donde puedan practicarles la eutanasia o agotar todas las instancias médicas antes de recurrir a la eutanasia, con la posible consecuencia de que a quienes no tienen recursos ni seguridad social se les presione para que opten «voluntariamente» por la eutanasia para no ser una carga ni causar incomodidades o molestias a los demás. Decisiones en estas condiciones, ¿verdaderamente pueden llamarse libres?
La vida es, en cierto sentido, propiedad de cada persona. Yo soy responsable de lo que hago de ella. Pero si sobre toda propiedad pesa una hipoteca social y transpersonal, más todavía respecto de la vida, que no es una propiedad cualquiera. Concebir la vida como un objeto de uso, abuso y por tanto desechable por parte de su «propietario», es llevar a un extremo casi ridículo el mezquino sentido burgués de la propiedad privada. La vida no está a nuestra disposición como si fuera una finca o una cuenta bancaria. Si asimilamos el vivir a los objetos de propiedad, privamos a la vida humana de ese sentido de incondicionalidad y de misterio que le confiere su dignidad incomparable. La vida es fundamento de todos los bienes y derechos, y tiene un valor por encima de cualquier otro valor.
La voluntad expresa de quien solicita la muerte no convierte algo malo en algo bueno ni quita la malicia a un crimen, ni crea espacios de extraterritorialidad ética.
Si se hiciera común el «ejemplo» de los que piden la eutanasia y, además, se generalizara la práctica de que los facultativos decidieran en determinados casos poner fin a la vida de sus pacientes sin contar con su consentimiento, las relaciones sociales sufrirían un duro golpe. En una sociedad que consintiera esto, la desconfianza y el temor se apoderaría de muchos enfermos, de los ancianos, de los discapacitados. Sufrirían especialmente las relaciones entre los mayores y los más jóvenes en el seno de las familias, entre los pacientes y los facultativos, en las instituciones sanitarias y en los sistemas sociales de salud. La eutanasia traería consigo, en definitiva, la depreciación de la vida humana, valorada más por su capacidad de hacer y producir, que por su mismo ser. Nosotros mismos llegaremos a ser ancianos, enfermos..., ¿queremos que otros decidan si vivimos o no, o queremos dejar abierta la posibilidad de pedir nuestra propia muerte en un momento de desesperación?
A favor de una muerte buena y digna
El mayor sufrimiento para la sociedad contemporánea es sabernos mortales. Esta conciencia se magnifica con el dolor. El dolor físico y la incapacidad de disfrute llevan muchas veces a la mujer y al hombre de hoy a preferir la muerte. Es así que, la eutanasia, sería una opción ante el aumento de padecimientos que entrañan sufrimientos devastadores para los enfermos, una buena muerte identificada con una muerte rápida. Sin posibles pérdidas de las facultades físicas y mentales, sin depresión, sin sentimientos de abandono o de soledad; sin ver a los seres queridos padecer por la suerte de uno, sin la falta de comunicación, sin maltratos, en conclusión una «muerte cómoda y práctica».
Un amplio sector de la sociedad propone el principio de la inviolabilidad de la vida humana, de esta manera, rechaza la eutanasia y el suicidio asistido. Afirma que una decisión sobre el cuidado de la vida debe valorar bien los medios, el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que conlleva, los gastos necesarios y posibilidades de aplicación, con el resultado que se puede esperar, habida cuenta de las condiciones del enfermo y de sus fuerzas físicas y morales.
En concreto:
1) El hospital y el médico tienen la responsabilidad ética de informar al paciente, en términos comprensibles, su diagnóstico y su pronóstico. Además, así como se realizan investigaciones para comprender la patogénesis y encontrar nuevas posibilidades de tratamiento y prevención, debe darse más atención a la experiencia que enfrentan los enfermos: sus síntomas, sus preocupaciones existenciales, la angustia de saberse una carga para la familia y su desesperanza.
2) A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía en fase experimental y no estén exentos de algunos riesgos.
3) Es lícito interrumpir la aplicación de estos medios cuando los resultados no corresponden con las esperanzas depositadas en ellos.
4) Es siempre lícito contentarse con los medios ordinarios que la medicina puede ofrecer.
5) Ante la inminencia de una muerte inevitable a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a tratamientos que solamente supondrían un alargamiento precario y penoso de la vida, pero sin interrumpir los cuidados normales que se deben dispensar al enfermo en estos casos.
Contra la cultura a favor de la eutanasia, se deben denunciar las contradicciones y debilidades de una ideología que no quiere darse cuenta del drama de quien, enfermo, abandonado y tal vez marginado, no puede ya soportar la vida. El deseo de morir es, en no pocas ocasiones, resultado de una situación inhumana y socialmente injusta, o de una condición patológica que se ha descuidado e incluso ignorado.
Distintos sectores de la sociedad tienen en común el aprecio, respeto, cuidado y defensa de la vida. Quizá éste sea un punto sobre el cual no se ha reflexionado lo suficiente y del cual se pueden recibir grandes aportes de experiencia y de humanismo, frente a una mentalidad que considera que todo se puede pesar o medir, o incluso, que puede poner precio a todo. La vida no es medible, sólo lo que la envuelve, pero en sí misma no es objeto de compra-venta o de negociación.
La misma experiencia humana enseña que la vida pertenece a esa clase de bienes intocables que no podemos negociar con nadie, ni siquiera con nosotros mismos: esos bienes que tienden a identificarse con el misterio mismo de la existencia y de la dignidad humana. Si la libertad, el honor, la educación. . ., son bienes irrenunciables, con más razón lo es la vida, raíz primordial de todos esos bienes. Si nadie puede privarse de su libertad, enajenándola por medio de un contrato de esclavitud, nadie puede tampoco privarse de la vida, que está menos aún a nuestra disposición que la libertad misma: la vida se nos presenta como algo previo y envolvente, que es más que nosotros mismos.
La aceptación de la eutanasia no es un buen camino para que podamos morir bien y con dignidad. Creo que lo contrario, es decir, aceptar plenamente nuestra condición humana, nos ayudaría a ser una sociedad más humana, corresponsable y solidaria, lograr que los enfermos, los discapacitados y los ancianos encuentren el calor humano y la asistencia médica, psicológica, material y humana que necesitan hasta el último momento de su vida. Las ciencias humanas lo confirman cuando hablan de que el moribundo necesita no sólo atención médica, sino también un ambiente humano amistoso, la cercanía de sus seres queridos y, en caso necesario, los cuidados paliativos que le permitan aliviar el dolor y vivir con serenidad el final de esta vida.
La verdadera piedad y compasión no es la que quita la vida, sino la que la cuida hasta su final natural. Quien cediendo a una falsa compasión o a una equivocada idea de progreso colabora directamente en dar muerte a alguien se hace cómplice de un grave mal moral y contribuye a minar los cimientos de la convivencia en la justicia. A nadie se le puede obligar a esa colaboración inmoral. En su caso, sería obligada la objeción de conciencia.
En la práctica, tanto institucional como privada, los médicos reciben pedidos de muerte asistida de sus pacientes y familiares y se ven obligados a responder de alguna manera ya veces lo hacen ayudándolos a morir. El problema es que esos diálogos y esa práctica se dan en un contexto de clandestinidad e inseguridad sin posibilidad de ejercer un control sobre los mismos. En la discusión sobre la eutanasia existen varias cuestiones vinculadas entre sí: a) ¿tiene un paciente derecho a decidir la terminación de su vida; b) ¿tiene derecho a pedir esa ayuda a su médico? c) el médico ¿tiene algún deber de responder afirmativamente a esa petición?
Finalmente, oponerse a la eutanasia nos debería comprometer a:
1) Revalorar la vida en sí misma para que se supere la mentalidad que considera a los enfermos, a las personas con capacidades diferentes, ancianos y, en general a toda persona que no es productiva, como una carga, es decir, recuperar el valor de lo humano.
2) Promover, fortalecer y proteger a todas las familias para que desde ellas se reconozca el valor de la vida humana, y sean el primer espacio para cuidarla y acogerla desde su inicio hasta el final, de tal forma que nadie viva aislado, marginado o excluido y por ello considere la opción de terminar con su vida.
3) Crear una cultura de «testamento vital». Que cada persona pudiera expresar que se respetará su vida, su derecho a vivir y de qué forma, y evitar así, que otros decidan por uno en caso de accidentes o de enfermedad grave.
4) Facilitar que en los hospitales haya atención psicológica y tanatológica, sea por parte de los sistemas oficiales de salud o particulares, o bien de organizaciones de la sociedad civil.
5) Impulsar más decididamente la investigación médica, geriátrica y todo tipo de especialidades médicas.
6) Ampliar y mejorar permanentemente los sistemas de salud desde una lógica de justicia social, y cualificar al personal médico y sanitario para cuidar la vida, no sólo a nivel biológico, sino sobre todo desde un profundo sentido de humanidad y de ética.
7) Lograr que los sistemas de salud ofrezcan medicinas, médicos y tratamientos a toda la población, particularmente a quienes no gozan actualmente de ese beneficio, para que nadie vea en peligro su salud o su vida por falta de recursos económicos o de seguridad social.
Una sociedad que legitima la eutanasia está proclamando su ineptitud para ofrecer auténtica solidaridad, afecto y cariño a sus enfermos terminales. El compromiso al que se nos invita «es más que una simple condena a la eutanasia o el simple intento en poner obstáculos en su camino hacia la eventual difusión y legalización. El problema de fondo es, ayudar a los hombres de nuestro tiempo a tomar conciencia de la inhumanidad de ciertos aspectos de la cultura dominante y a volver a descubrir los valores más preciados oscurecidos por ella».
Manuel Gómez Granados (IMDOSOC)