Imprimir
¿Cómo lograr que el mundo conviva con el resto del mundo?
Pedro Cobo


Un viaje por europa

Llegar a Heathrow es siempre gratificante, especialmente si uno se apea en la recién inaugurada Terminal 5 diseñada por Lord Rogers (Richard). No hace falta saber mucho de arquitectura para darse cuenta de que algo de Norman Foster aletea en el aire –o quizá, algo de Rogers se trasluce en el Edificio Willis de la City londinense. No en valde trabajaron juntos en los maravillosos 60’.

El edificio fosteriano, en forma de torpedo, se eleva al cielo dando sombra a una multitud de ejecutivos y personal de servicios de las más distintas razas y nacionalidades que recorren el centro financiero. La modernidad va pareja con el multiculturalismo: ejecutivos chinos y de color se mezclan con barrenderos hindúes y camareros eslavos de los cafés aledaños. Algunas kipot en cabezas de inversionistas judíos; turbantes en hombres de negocios y algún que otro bindi –mancha de distintos colores– en la frente de mujeres del sudeste asiático.

Visitar la City es hacer un recorrido por la historia: a tiro de piedra, besando el Támesis, aparece la medieval Torre de Londres, guardiana de las amarguras de Tomás Moro y María Estuardo, símbolo inequívoco de una época de falta de tolerancia –mucho más moderna (XVI al XVIII) que medieval.

Río arriba se llega al Parlamento y con unos cuantos pasos ligeros a Hyde Park y a su mellizo Kensington Park. Pasear por las tardes veraniegas junto al lago de los cisnes y el Paseo de la Princesa Diana es una actividad verdaderamente relajante: jóvenes soleándose y una verdadera multitud de chadors negros ondulándose con la brisa vespertina.

Una de las puertas del parque da a la bulliciosa Queensway, calle principal del barrio de Bayswater: musulmanes varones seguidos a unos cuantos pasos por sus esposas con velo se entremezclan con la multitud de turistas que salen del metro. En los locales, una mayoría de dueños y dependientes de la India o Pakistán.

Duermo en Viena, Argentiniantrasse, a unos metros de la espectacular Karlskirche. Regreso de dar un paseo por el Palacio Bellvedere, palacio particular de Eugenio de Saboya, vencedor de los turcos en la batalla de Zenta –1697. Me duermo relajado pensando en los placenteros jardines, fuentes y agradables edificios que acabo de visitar. Mi éxtasis duró poco. Una noche toledana me esperaba. Gritos, risas y ruidos de todo tipo. Justo frente al Bellvedere vive una numerosa comunidad turca: estaban celebrando una de sus fiestas. Alegre venganza contra el vencedor de Zenta.

No sé, sin lugar a dudas es demasiado frívolo para un historiador, pero para mí, pensar en Berlín es repensar en olor a especias típicas de Oriente y Oriente Medio a medida que uno pasea por sus calles. No en balde viven 2.4 millones de turcos entre germanos.

En Heidelberg, en una cantina, tomo una cerveza con Kevin –protestante de Alemania del Este y profesor de teología judía en la universidad de la ciudad. Nos acompaña su novia Sulamit –judía sefaradí de nacionalidad israelí–, me los presentó un amigo sampetrino. Cupido superó las barreras de religión, cultura y, las más difíciles, las de la historia.

Tras el periplo llego a Baeza –Andalucía– para disfrutar del buen jamón y vino español. Mi pueblito –no más de dieciséis mil almas– es una joya. Renacentista y Patrimonio de la Humanidad, es uno de los muchos ejemplos de lo que fue una sociedad católica: el número de conventos e iglesias –incluyendo la catedral– quizá supere el número de calles. Junto a lo añejo, lo moderno.

Entro a un café internet. El dueño habla árabe. Mientras sudo –el aire condicionado no funciona– y tecleo, entra un africano subsahariano que habla por teléfono en una de las cabinas sin ningún tipo de insonorización. De todas maneras dudo que nadie de los que golpeamos el teclado lo entienda.

Una mujer con velo, seguramente marroquí, entra para reclamar algo al dueño: lo siento, no sé árabe, no les puedo decir cuál era el problema. Todos los carteles están escritos en español y árabe. Por las calles es difícil no topar con alguna mujer con velo y chilaba –típica vestimenta marroquí. Impensable hace menos de diez años. En Madrid sí, pero ¿en mi pueblito?

Vuelvo a México vía Miami. ¿Creen que tuve que utilizar una sola palabra en inglés durante las más de seis horas que pasé en el aeropuerto? Tampoco las necesité cuando, de ida, pasé por Dallas.

Bienvenido sea el multiculturalismo

Tres horrores políticos recorrieron la Europa del siglo XX: comunismo, nacionalismo y el tercero: los mellizos fascismo y nazismo, hijos legítimos del nacionalismo. Estos últimos se empeñaron en proclamar la pureza de sangre y la identidad cultural y nacional como distintivo que había de preservar contra las razas impuras e inferiores.

Gracias a Dios parece que esos monstruos han desaparecido de la faz de la tierra por un buen tiempo. La democracia, a trancas y barrancas, va avanzando en el mundo y con ella el respeto a lo distinto. La facilidad del transporte, la globalización económica y las enormes diferencias de riqueza han favorecido emigraciones en gran escala que recuerdan la época de finales del Imperio Romano allá por los siglos IV y V.

Se quiera o no, hemos de convivir con el otro; sea el otro una religión distinta, una cocina distinta o unos hábitos higiénicos distintos. Gobiernos y ONG’s se empeñan en que en las escuelas se enseñe la diversidad cultural y que se respete como algo valioso. La Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo de la UNESCO pidió a los estados establecer normas que aseguren la protección y el ejercicio efectivo de los derechos culturales y mecanismos para hacer presión sobre quienes violen esos derechos.

En general, podemos decir que estos laudables esfuerzos han tenido cierto éxito y una buena acogida entre la mayoría de la población, especialmente en lo que se refiere al patrimonio cultural de cada estado nacional. Sin estadísticas en la mano estoy seguro que hoy es más fácil ver bailar unas sardanas en España o escuchar huapango en México que hace veinte o treinta años. Si en los ochenta, tanto en la piel de toro como en México, las ancestrales tradiciones culinarias estaban dejando paso a los McDonald’s y Burger King, hoy existen cadenas de restaurantes para gente «bien» que suministran excelentes chilaquiles y fabadas asturianas.

Y si la gran tradición belenera –artesanía que fabrica figuras para los nacimientos de los tiempos de Navidad– se estaba perdiendo, hoy se puede ver frente a la catedral de Barcelona una de las mejores exposiciones de este pío arte de todos los tiempos. Y, a pesar de todas las deficiencias, las lenguas indígenas en México reciben hoy mucha más atención por parte de las autoridades.

Si el fomento de la cultura popular nacional ha recibido un gran impulso, tampoco se ha olvidado en nuestros países la riqueza cultural más allá de nuestras fronteras. Unos pocos minutos en internet bastan para encontrar bailes africanos o exposiciones de culturas del sudeste asiático en teatros o museos de Berlín, Viena, Londres o Nueva York. Y sin ir tan lejos, en nuestra poblada ciudad, la elogiosa actividad del Festival Ollin Kan lleva varios años mostrando una amplia variedad de folclore de todo el mundo y la Cineteca Nacional proporciona semana a semana una gama del séptimo arte mundial.

No cabe la menor duda, hoy conocemos más y mejor nuestra propia cultura y la de los demás. Y me encanta, la llamada transculturalidad es buena. Lo cerrado, lo exclusivo, el amor a lo propio por el simple hecho de ser propio y el rechazo a lo extraño por el mismo motivo es propio de gente de mente estrecha y cazurra.

Los indigenistas radicales caen en ese defecto. Les gustaría que esquimales, lacandones e indios matis del Amazonas no recibieran ninguna influencia externa. Sin negarles buena voluntad, de hacerse realidad sus deseos convertirían a esas culturas en algo anormal, poco humano: en muestras de museo para ser observadas.

Realidades diversas

Pocos habrá en nuestra cultura democrática que rechacen la cocina hindú, la china o la japonesa. Menos los que vean un atentado contra la cacareada soberanía nacional el que se difunda el yoga, el budismo, el estudio del chino, el baile del capoeira o el cine iraní.

Sin embargo existen otras realidades, más cotidianas y más molestas que el folclore que disfrutamos relajados los fines de semana en compañía de esposa, hijos o amigos. Una cultura distinta implica unos hábitos diferentes que, en algunos casos, no son fáciles de conciliar con nuestro, o su, mundo normativo.

A los empresarios agrícolas españoles les molesta profundamente el Ramadán, y no por que tengan nada contra el Islam, es mucho más sencillo: si el trabajador no come ni bebe durante un buen número de horas, necesariamente baja el rendimiento. Si vivo en Jerusalén tendré problemas para utilizar mi coche en caso de que tenga que pasar por determinados barrios ortodoxos –si me va bien, recibiré insultos, y si mal, alguna que otra pedrada en los cristales o carrocería. Si mi costumbre es incinerar al aire libre los cadáveres de mis difuntos, porque así son mis creencias, tendré problemas con las autoridades británicas por considerar –con razón– que es muy poco higiénico.

Si vivo en un bloque departamental en un suburbio de París y soy norteafricano tendré que sacrificar el cordero fuera de mi casa, pero como en la calle no puedo, lo haré en el ascensor. Dudo que a mis vecinos cristianos les haga gracia.

Un estudiante del ITAM se quedará desconcertado cuando intente dar un beso en la mejilla a una elegante y amable musulmana, hija de un embajador árabe en visita de cortesía, y esta se retire bruscamente. Thomas Friedman –famoso columnista del New York Times– cuenta cómo en un autobús en Jerusalén, una chica joven se sentó al lado de un varón ultraortodoxo. Hacía un poco frío y la chica le preguntó a su vecino si podía cerrar la ventana. El varón, sin inmutarse le espetó: «a mi también me molestan sus hombros desnudos y me aguanto». Durante el resto del trayecto, una tuvo que aguantar el frío, el otro la piel desnuda.

Y es ahí donde entra la tolerancia: respetar aquello que no me gusta. Cerrar la ventana o ponerme una camisa con mangas. No pasar con el coche por Mea Sherim durante el Shabath, buscar un sitio alejado de la ciudad para que determinada secta pueda incinerar los cuerpos al aire libre –o cualquier otra solución que a uno se le ocurra–, poner al musulmán durante el Ramadán en un trabajo no tan pesado si eso es posible. Saber que cuando vas a un restaurante con tu amigo el rabino, la comida tiene que ser kosher, aunque no te guste tanto y sea más cara. Buscar una solución para que tu vecino musulmán pueda sacrificar el cordero en algún sitio que no sea el ascensor.

Hasta ahí, por lo menos en términos generales, todos estaríamos de acuerdo en que la paz bien vale ceder en cuestiones que si bien no nos gustan tampoco significan una grave alteración de nuestras costumbres o valores. Sin embargo hay otras cuestiones que no son únicamente manifestaciones culturales con más o menos raigambre, sino son el fundamento de toda nuestra cultura. Y he ahí el problema.

Los límites de la tolerancia

Si soy profesora en un colegio francés y uno de mis objetivos –siguiendo la constitución– es enseñar la igualdad de derechos en ambos sexos, tendré verdaderos problemas para explicar a mis alumnos por qué los niños musulmanes pueden ponerse ropa cómoda para hacer deporte y llevan la cabeza descubierta y por qué las niñas no. ¿Se debe obligar a las niñas a quitarse el velo o a hacer deporte?

La inocente vicepresidenta española Paz De la Vega, se dejó fotografiar con un empresario nigeriano afincado en España con sus cuatro «hijas». Parece ser que, para disgusto de la muy feminista socialista, eran sus esposas. ¿En pro de la tolerancia y el respeto multicultural, permitirá España y el resto de países europeos con gran número de musulmanes la poligamia?

En algunas poblaciones pequeñas de Holanda con mayoría musulmana se está pidiendo que el día de descanso sea el viernes en vez del domingo. ¿Se debería ceder ante la innegable voluntad popular, o habrá que esperar a que sean mayoría en toda Holanda?

Un caso mucho más escabroso es la ancestral costumbre de algunas sociedades norteafricanas y musulmanas de la ablación del clítoris de las niñas. Por bárbaro que parezca, esas sociedades lo aprueban; es más, las niñas que no han sido sometidas a tal brutal amputación tendrán dificultad para contraer matrimonio en una sociedad donde la mujer depende del marido para sobrevivir. ¿Se debe punir en Francia o en Alemania ese tipo de actos?

La respuesta más fácil sería decir que la mayoría debe decidir sobre esas cuestiones y otras muchas que suscita una sociedad multicultural. La opinión mayoritaria deberá concluir qué es aquello que se puede tolerar, por ser accesorio, y qué no se puede tolerar por considerarse que atenta a los fundamentos de una sociedad.

Siguiendo una tradición roussoniana y liberal sería un buen argumento para las sociedades democráticas… siempre y cuando esas sociedades sigan conservando una mayoría que apoye la democracia y, por ende, la muticulturalidad y la tolerancia. Sin embargo ese argumento se caerá como castillo de naipes cuando nos enfrentemos con sociedades donde la tradición liberal no ha llegado o la había superado como en la Alemania nazi.

En Arabia Saudí, el simple hecho de tener una Biblia en casa puede suponer la cárcel. ¿Tengo algún derecho para presionar a los saudíes para que respeten la libertad religiosa de los más de tres millones de extranjeros que no son musulmanes? El Corán dice muy claramente que en esa zona no debe haber otra religión: lo dice el profeta y nosotros, los árabes, que somos mayoría, lo aprobamos.

¿Quién eres tú Occidente para imponer normas que no son nuestras? ¿Puedo en pro de la defensa de los derechos humanos dictar embargos económicos a los países donde la ablación es costumbre? ¿Puedo a favor de la libertad de expresión presionar a China para que permita la libre creación de empresas de comunicación?

Por lo menos, en los dos primeros casos descritos arriba, y muy posiblemente en el tercero, la mayoría de la población está de acuerdo con ese tipo de actuación, por lo tanto no podría recurrir a la opinión mayoritaria para defender la tolerancia, a no ser que la ponga por encima de la opinión de la mayoría. Pero en este caso ¿por qué no tolerar la poligamia en Europa si las partes están de acuerdo?

Conclusión inconclusa

Queda muy claro que la tolerancia a lo distinto en nuestras sociedades, cada vez más multiculturales, no solo es conveniente sino necesaria. También queda claro, para la inmensa mayoría de los ciudadanos de países democráticos, que la tolerancia debe tener límites, y el sentido común nos dice dónde deben estar por muy difícil que sea demostrar filosóficamente por qué hay que ponerlos.

Para hacerlo –por más que se empeñen los defensores del iuspositivsmo absoluto– me temo que habrá que recurrir a las leyes de la naturaleza que no dependen de mayoriteos, pero para eso haría falta otro artículo que sería incapaz de escribir. Para los interesados me remito al excelente debate entre Habermas y el entonces Cardenal Ratzinger Entre razón y Religión (FCE), y por si quieren profundizar más Fe, verdad y tolerancia también del Cardenal Ratzinger (Ed. Sígueme).

Itsmo 299