En México se ha pretendido, desde hace décadas, que ser de izquierda es un requisito indispensable para participar del debate intelectual y político. Cualquier postura distinta, nos dice Gabriel Zaid en este ensayo, es satanizada y descalificada por principio, como si hubiera una identificación inequívoca entre la izquierda y lo correcto…
"Ni la izquierda ni la derecha son el valor absoluto que se enfrenta al antivalor absoluto."
En 1957, por primera vez en la historia, un satélite artificial subió al cielo y se quedó girando en torno a la tierra. La hazaña de la Unión Soviética llamó la atención mundial. El Sputnik (‘satélite’ en ruso) dejaba atrás a los Estados Unidos. Parecía confirmar la superioridad del comunismo y el vaticinio de Jruschov: “Los enterraremos” (1956).
Para celebrarlo, el viceprimer ministro Anastás Mikoyán llevó una exposición de ciencia y tecnología soviéticas a Nueva York, México y La Habana. Hay un archivo ruso que registra un cortometraje con los noticieros de la visita a México (Anastas Mikoyan in Mexico, 1959). Eran los tiempos de la “izquierda atinada” del presidente Adolfo López Mateos (1958-1964), y parecía que nos visitaba el futuro. El visitante, que era simpático y de altísimo nivel, fue muy bien acogido y llevado a todas partes.
Recuerdo haber leído (¿en la revista Siempre!?) la crónica de una reunión desenfadada con políticos mexicanos. Estaba muy contento por la calidez con que era recibido (a diferencia de la recepción en los Estados Unidos), por las maravillas turísticas que había conocido y porque la palabra revolución estaba en todas partes. En algún momento, dijo (si mal no recuerdo) que su madre era campesina y rezaba por él. Y, ya entrados en confianza, un mexicano deseoso de informarse sobre tecnologías más avanzadas le preguntó cómo le hacían allá los políticos (para enriquecerse). Las confiancitas terminaron ahí.
Durante muchos años, la falsa conciencia que ahora lastra el desarrollo del país sirvió para gobernarlo. Fue consagrada en un oxímoron audaz: los adjetivos contradictorios del Partido Revolucionario Institucional. Miguel Alemán lo creó en 1946 para excluir a los militares (con su venia), transferir el poder a los civiles y legitimar su propio ascenso a la presidencia con otros universitarios: los “compañeros de banca” que tomaron el poder sin tomar las armas, y por lo mismo tenían que declararse “revolucionarios”. Mikoyán se ha de haber sentido en casa: en los discursos, en las bardas, en los nombres de los partidos y hasta en los cerros encontraba la palabra revolución, sin alarma notable. Y claro que lo más notable era eso.
Ya no vemos lo llamativo y hasta folclórico de que la única vestimenta aceptable en México haya sido la revolucionaria. Habrá quien diga que, en la mayoría de los casos, se trató de un disfraz. Suponiendo que así fuera, el hecho seguiría siendo notable: no en todas partes la gente tiene que disfrazarse de revolucionaria.
Naturalmente, unos dicen que lo verdaderamente revolucionario es esto y no aquello; otros que es aquello y no esto. Y hasta hay persecuciones de unos para desenmascarar a otros. Pero no hay que distraerse por el contenido de las acusaciones. Lo revelador es el énfasis en el “verdaderamente”. Implica una situación en la cual hay que ser revolucionario, porque no hay otra manera aceptable de ser.
Así en la Iglesia, todo alegato en favor de las propias ideas, o de los propios intereses, tiene que tomar la forma de que esto o aquello es lo “verdaderamente” cristiano. No hay nada que hacer en el discurso cristiano declarándose apóstata, descreído, fanático, hereje, impío, relapso, renegado o sectario. Ponerse esos sambenitos, o dejárselos poner, es aceptar la muerte “cívica”: no ser, no tener voz ni voto, ser excomulgado o llevado a la hoguera. Todavía no hace tantos años, se hablaba en México de “expulsar del discurso” intelectual a los escritores de Vuelta y se quemó la efigie de Octavio Paz.
Si la alternativa es no ser, lo prudente es presentar lo que se es (o se cree ser, o se alega ser) como lo que hay que ser. Pudiera hacerse una antología muy cómica (o siniestra) de todo lo que ha sido declarado cristiano o revolucionario; una galería pintoresca de mexicanos que se dijeron y hasta se creyeron “verdaderamente” revolucionarios. Curiosamente, no hay mexicanos que compitan por declarar que ellos son los reaccionarios de verdad, no los impostores que se disfrazan de reaccionarios y no lo son. La diferencia es elocuente.
La palabra revolución, que hizo temblar a millones en los tiempos villistas, zapatistas, carrancistas, llegó a ser decorativa, como un adorno en un sombrero charro. Las palabras marxismo, socialismo, comunismo, todavía inquietantes en algunas parroquias, se volvieron legitimantes en las universidades. La palabra revolucionario, que en otros tiempos o lugares satanizaba y excluía, sirvió, por el contrario, como un gafete indispensable para circular. La sombría, luminosa, serena, perturbadora, arrogante, modesta, dionisíaca, apolínea, mansa, escalofriante, palabra libertad... se volvió ridícula.
En el país del PRI, en el país donde fue posible hacerse millonario en nombre de la Revolución, no hay una palabra más emputecida que revolucionario. Lo notable es que siga usándose, y no solo por los partidos. Sería de esperarse que los mexicanos más conscientes la abandonaran, pero no sucedió. Por el contrario, llena la boca de satisfacción. Lo cual indica hasta qué punto en México el discurso revolucionario fue el discurso obligado, la vestimenta indispensable para ser admitido.
El marxismo se volvió convencional en los medios universitarios. No en vano se vendieron más de un millón de ejemplares de Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker, que en el mundo universitario equivalía a Cómo ganar amigos e influir sobre las personas de Dale Carnegie: una guía práctica para acomodarse en la ruta del éxito social.
Triste es decirlo: así como los hombres de negocios hablan de libertad de empresa, pero no leen a Adam Smith; así como no tenemos las obras completas de Smith en español, y por temporadas ni siquiera La riqueza de las naciones; más universitarios compraron libros de Harnecker que de Marx; y, aunque parezca increíble (de los medios universitarios), se acabó el marxismo sin que tengamos las obras completas de Marx en español.
La razón es obvia: en los medios universitarios, como en los medios de negocios, hay más demanda de banderas, distintivos y frases hechas que de lecturas, análisis y discusiones. El marxismo fue la manera académica, científica, elegante, de subirse al carro de la Revolución Mexicana, sin sentirse priista; con un distintivo rojo y negro en vez de tricolor. Nadie asustaba a su familia declarándose marxista. Por el contrario, muchos padres prudentes se alegraban de que sus hijos adoptaran esa nueva forma de ganar amigos e influir sobre las personas.
En México todavía se respeta al Che Guevara y Fidel Castro; y hay quienes se cuelgan, de propia mano, condecoraciones revolucionarias, medallitas de izquierda, escapularios marxistas. Hasta hay rivalidades por la autenticidad de los colguijes. Pero no hay rivalidades por ostentarse en la derecha. La derecha es inhabitable, un infierno de todos tan temido que nadie lo quiere voluntariamente ocupar; a donde hay que empujar a quien se deje, para tener la seguridad de que uno sí es de izquierda (puesto que allá está la derecha, señalada con dedo flamígero).
Pero, ¿quién va a dejarse hundir en el infierno para que los fariseos gocen de la gloria de juzgar a todos desde el cielo? Nadie. Por eso, el infierno está vacío. Si la derecha no merece más que la muerte cívica, no puede haber derecha. Pero tampoco izquierda. Donde no hay derecha, la izquierda abarca todo, y por lo mismo no quiere decir nada. Donde la izquierda legitima, pero la derecha no, toda izquierda se vuelve sospechosa de ilegitimidad: todos acaban persiguiendo a todos. Donde hay que ser de izquierda para ser, ser de izquierda y nada es lo mismo.
En rigor, no se puede ser de izquierda (ni derecha): no hay tal manera ontológica de ser. Se está a la izquierda o a la derecha, en tal punto, con respecto a tal otra posición. Por lo mismo, considerando todo el espectro de posiciones posibles, lo normal es estar simultáneamente a la izquierda y a la derecha: a la izquierda de unos y a la derecha de otros.
Es imposible estar a la izquierda en todo y con respecto a todos: no estar a la derecha de nada ni de nadie. No hay tal lugar. ¿Por qué, sin embargo, en México, se pretende esa posición imposible? Porque lo importante no es la realidad, sino el realismo político de no ser rebasado por la izquierda y arrojado a las llamas. Hay que estar, pues, absolutamente a la izquierda, aunque tal posición no exista, aunque se reduzca a declarar que mi posición relativa es absoluta. Así aparece el “ontologismo”. No estoy a la izquierda de tal posición en tal punto, y por lo tanto a la derecha de tal otra: soy de izquierda; más aún: soy la izquierda.
La palabra izquierda se usa como la palabra decente, y quiere decir aproximadamente lo mismo (lo correcto, lo conveniente). No se dice: en tal punto, con respecto a unos, estoy por la decencia; y por lo tanto, con respecto a otros, estoy por la indecencia. Se dice: soy decente; más aún: soy la mismísima decencia.
La indecencia (como la derecha, como el infierno) son los otros. Pero como los otros no quieren facilitar las cosas declarándose indecentes, para darnos la seguridad de sentirnos decentes, la indecencia finalmente desaparece, dejando un signo de interrogación en toda decencia. Como no se puede perseguir a indecentes confesos, la única oportunidad de estar siempre y en todo del lado decente está en la lucha interminable de unos decentes contra otros, mutuamente acusados de no serlo.
“Todos los mexicanos queremos ser de izquierda, hasta los de derecha” –escribió el sociólogo Pablo González Casanova contra la indecencia de los otros (“Los pies de Greta Garbo o la cultura de la deshonestidad polémica”, Nexos 76, abril de 1984).
Ya no hay pobres en México nacidos antes de la Revolución. Todos nacieron después. Las banderas revolucionarias sirvieron para trepar y prosperar en nombre de los pobres más que para acabar con su pobreza. Pero no es fácil desmantelar ese negocio. Hasta la gente sincera contribuye a renovarlo. Una y otra vez sucede que alguien descubre los ideales revolucionarios y que, aunque sabe que hay corrupción, demagogia, etcétera, cree sinceramente que su honradez personal va a hacer la diferencia: cuando hable de revolución o de izquierda, se entenderá que ahora sí es en serio, porque él es él. Esto puede tener efectos pasajeros (más bien contraproducentes, en la medida en que logre asustar); pero el efecto final es el mismo, ya sea porque lo aplasten, o porque le roben las banderas, o porque las venda, o porque, sin venderlas, llegue a apoyos condicionados, acomodos, etcétera. El negocio prospera, independientemente de que las personas sinceras prosperen o no prosperen, sin ningún efecto notable para los mexicanos más pobres.
¿Cómo pudo suceder que el Movimiento Estudiantil de 1968, que estaba contra el cinismo en el poder, acabara en la derrama de millones de pesos a las universidades? De una manera nada cínica. Vamos a ver: ¿Quién puede estar en contra de que se atiendan las necesidades campesinas? ¿Quién puede estar en contra de que se atiendan de la mejor manera posible? ¿Quién puede estar en contra de que, por lo tanto, se ocupe de esto gente preparada, es decir: gente que haya pasado por la universidad? ¿Quién puede estar en contra de que la gente preparada tenga los recursos adecuados para hacer bien las cosas: oficinas, computadoras, avionetas, viajes al extranjero, ayudantes, choferes y presupuestos millonarios? No hay aquí cinismo sino lógica.
Sin embargo, véase a dónde conduce esta lógica: a excluir, por principio, toda posibilidad de que un campesino como Zapata pueda ser secretario de la Reforma Agraria; y a construir, en cambio, la posibilidad de que un perfecto bandido llegue a serlo, siempre y cuando:
a) Haya pasado por la universidad, así sea como porro.
b) Hable a favor de Emiliano Zapata.
Que sea posible prosperar con banderas de izquierda favorece la argumentación irracional. Cualquier signo de prosperidad hace sentirse culpable y vulnerable frente a persecuciones y chantajes. Ser de izquierda y vivir en el Pedregal, tener casa en Cuernavaca, viajar al extranjero, ganar más que el salario mínimo, es algo que hay que hacerse perdonar.
Así se llega a los criterios de verdad por afiliación: no se está del lado bueno por tener razón; se tiene razón por estar del lado bueno. Para legitimar una buena posición, hay que asegurarse otra buena posición: el lado bueno; para lo cual, afortunadamente, basta con declararse en contra de los malos. Se puede vivir en el Pedregal, mientras no se viva en el error: mientras se abomine de la explotación. Para no abandonar la posición de clase real, hay que traicionarla con ganas en las posiciones declarativas. Para no ser perseguidos, hay que pasarse al lado de los perseguidores.
Así sucede, paradójicamente, que alguien adopta posiciones más radicales cuando mejora su posición real, contra lo que sería de esperarse. Y es que, en una sociedad posrevolucionaria, las condiciones materiales siguen determinando la conciencia, pero al revés: a mejores condiciones materiales, mayor conciencia revolucionaria. Para tener buena conciencia, ganando más que el salario mínimo, hay que estar por el cambio. Sobre todo frente a posibles perseguidores, que pueden atacar por la izquierda. Los lideratos, dirigencias, prestigios, chambas, presupuestos, ingresos, prerrogativas y, en general, las posiciones privilegiadas, se defienden con posiciones avanzadas. Adelantándose a los posibles perseguidores. Siendo todavía más radical.
Temor constante de ser rebasados por la izquierda, de ser perseguidos por falta de radicalismo y hasta por cualquier signo de prosperidad. Buenas personas que miran de reojo, con temor, a su izquierda; donde se encuentran otras buenas personas, igualmente nerviosas por el qué dirán a su izquierda. Temores que sirven para chantajear. Una de estas personas me contaba de una llamada de “felicitación” que recibió por un ascenso, para hacerle notar que “ya me enteré de lo que ahora estás ganando”. Estas presiones sociales explican gestos a veces francamente cómicos, como el de aquel funcionario que no quería ser confundido con los revolucionarios del PRI y, para demostrar que él sí era revolucionario de verdad, rechazó un sueldo de 18 veces el salario mínimo: aceptó únicamente 14 veces el salario mínimo...
La idea convencional de izquierda / derecha se corresponde con otra polaridad espacial: arriba / abajo. Se supone que la izquierda está abajo, con el pueblo y que la derecha está arriba, sobre ese volcán: que la gente de arriba está por el statuquo y la de abajo por el cambio. Pero no hay que olvidar que izquierda, derecha, arriba y abajo, son conceptos relativos. Todo depende de qué tan abajo o tan arriba, dónde, cuándo.
Si los privilegiados de arriba son aristócratas conservadores, que se creen de origen divino y no quieren el cambio, bajo los cuales (pero no tan abajo) está una burguesía que se cree el pueblo y quiere el cambio, tenemos, en efecto, que “abajo” está la revolución y arriba la reacción. Pero hasta en ese caso resulta que hay otros conservadores: los campesinos, los de mero abajo. Cuando el volcán estalla, los revolucionarios llegan al poder, los de mero abajo siguen donde estaban y la polaridad entra en contradicción.
Los nuevos privilegiados necesitan una falsa conciencia. A diferencia de los aristócratas, no se creen de origen divino: creen que son el pueblo que llegó al poder y quiere el cambio. Pero no el cambio de arriba, naturalmente, cosa por demás absurda, si el pueblo ya está en el poder: quieren el cambio de abajo. Quieren modificar a los campesinos, quitarles lo conservador, sacarlos del atraso y la superstición, hacerlos a su imagen y semejanza: la vanguardia progresista a la cual la Revolución le hizo justicia.
Cuando la izquierda llega arriba, la reacción queda abajo: es el pueblo irredento que necesita educación; el ayer enterrado que no debe resucitar; la odiosa competencia de los que todavía no suben mucho y pretenden ser ellos los revolucionarios. Que los países comunistas procedieran a la “reeducación por el trabajo” de los campesinos, que millones murieran en los campos de trabajos forzados y que tantos quisieran escapar
del paraíso oficial, arriesgándose a todo en botes inseguros, sacudió a la izquierda europea, pero no a la mexicana.
Los intelectuales franceses que llegaban a México se asombraban de la recepción hostil en los medios universitarios a ideas perfectamente normales en la izquierda francesa. Una hostilidad que no era debate sino recitación furiosa del catecismo para exorcizar ideas malignas. Así se explica que los libros marxistas publicados por Siglo XXI seguían vendiéndose en México cuando en España (y, desde luego, en Francia) ya no se vendían.
Uno de los autores de Siglo XXI, el sociólogo Nicos Poulantzas, con un gesto terrible de autocrítica, se lanzó de la Tour Montparnasse abrazado a sus libros, como deseando que murieran con él. Mejor hubiese sido que viviera para hacer una sociología marxista del marxismo, para entender por qué tantos intelectuales fueron ciegos ante la realidad del “socialismo real”. Pero, en todo caso, su decisión inspira más respeto que la del escritor mexicano que no criticó las ideas que había venido sosteniendo, ni explicó por qué las abandonaba, ni se suicidó. Con desenvoltura notable, dijo que se había deshecho de sus libros marxistas, para ganar espacio en su biblioteca. Como se descarta ropa que ya no se usa.
Las revelaciones persistentes sobre la realidad en los países comunistas y, finalmente, el desplome del imperio soviético tuvieron el efecto contrario del Sputnik: descolocaron el futuro. Entre la gente seria, hubo un replanteamiento de las “leyes de la historia”, “la lucha de clases”, el progreso y sus protagonistas. Hasta se llegó a decir que ya no tenía sentido hablar de izquierda o derecha.
Norberto Bobbio, en Derecha e izquierda: Razones y significados de una distinción política, critica la idea de que el distingo quedó obsoleto, y tiene razón. También tiene razón cuando critica la supuesta imposibilidad de distinguir lo bueno de lo malo para la sociedad. Pero son dos distingos diferentes, y tiende a confundirlos. Trata de rescatar el concepto de la izquierda como protagonista de lo bueno para la sociedad. Es un error. Ni la izquierda ni la derecha son el bien (o el mal). Se puede estar bien o mal en esto o en aquello, pero no se puede ser el bien o el mal.
Ni la izquierda ni la derecha son el valor absoluto que se enfrenta al antivalor absoluto. Hay valores que defiende la izquierda, valores que defiende la derecha y valores que pasan de unas banderías a otras. Por eso, el ontologismo produce confusiones. Si todo lo bueno para la sociedad tiene que ser de izquierda y resulta que en tal caso lo bueno es lo que defendía la derecha, ¿lo reaccionario se convierte en revolucionario?
Abundan los ejemplos de valores conservadores abanderados hoy (o en algún otro momento) por la izquierda: La conservación de la naturaleza, de las especies, del ambiente. La conservación de las lenguas, de los clásicos, de las tradiciones, de los usos y costumbres. La conservación de lugares, monumentos, obras de arte, libros, objetos y documentos históricos. La conservación de la vida y la salud física y espiritual. La conservación de los valores religiosos, familiares, patrióticos. La conservación de la identidad nacional frente a los Estados Unidos, las trasnacionales y el darwinismo global.
Leszek Kołakowski (no citado por Bobbio) se adelantó a la incertidumbre que estaba por llegar publicando un credo personal donde integra ideales conservadores, liberales y socialistas. Empieza con humor, recordando una frase que escuchó en un tranvía repleto de la Polonia comunista. El conductor les dijo: “Por favor, avancen hacia atrás” (“Cómo ser un conservador-liberal-socialista”, Vuelta, noviembre de 1979; recogido en La modernidad siempre a prueba).
Sobre viajes repletos cuando todos quieren ir al cielo por la izquierda, hay otra anécdota de otro país revolucionario. En algún lugar de México, para asegurarse de que sus feligreses entendían la maravilla que es el cielo, el párroco pregunta:
–Vamos a ver. ¿Quiénes quieren ir al cielo?
En la misa están todos: campesinos, artesanos, tenderos, agiotistas, autoridades, prostitutas, curanderos y caciques. Y todos levantan la mano, excepto un viejo campesino. El párroco, extrañado, le pregunta por qué. Y el disidente ofrece su mejor excusa:
–Es que este viaje va muy lleno.
Letras Libres España y México, febrero 2011 |