La herencia liberal
Una palabra por demás utilizada en el momento presente es tolerancia. Al referirla, la gran mayoría piensa de inmediato en la acepción desarrollada por el liberalismo capitalista y contractualista y que en este pretendido mundo globalizado adquiere matices dogmáticos: la nueva tolerancia lo resuelve todo frente a las graves fallas originadas en la intolerancia y el fundamentalismo.
El tolerante de hoy heredero del pensamiento liberal acuñado y vivido en los siglos XVIII y XIX se encierra, habita una especie de círculo privado y autónomo donde puede ejercitar «plenamente» su libertad, mientras su actuar no afecte los círculos privados de sus vecinos, de sus semejantes.
Julián Marías advierte esta cerrazón, y ve en ella al principal enemigo de la verdadera tolerancia. «Se trata de lo que acontece a la verdad, cuando se la desconoce o se la niega, no sólo se pierde la libertad y se es siervo de la falsedad, sino que ello acarrea la destrucción de la concordia, de la capacidad de convivir conservando todas las diferencias, las discrepancias ocasionales; en suma, el conjunto de las diversas y verdaderas libertades».
Tal actitud, cerril y negativa, anima el corazón de la supuesta tolerancia liberalista, trastocando la verdadera tolerancia y convirtiéndola en motivo de enfrentamiento social.
El buen burgués, prototipo de la mentalidad capitalista, vive inmerso en su autonomía privada. La extensión mayor o menor de su círculo de acción está marcada por su capacidad económica, por lo que a mayor capacidad de propiedad privada será más amplia la circunferencia de ese ámbito personal de autonomía: el rico es más libre que el pobre. Le basta saber que no hace mal a los demás para afirmarse como tolerante. No hace daño a sus semejantes, pero tampoco ayuda a través del principio de solidaridad a aquellos que están a su lado y que requieren del mutuo flujo de aportaciones para construir una cultura objetiva y una sociedad ordenada.
Esa introspección en el cerrado campo de la autonomía privada le lleva a enclaustrarse en su propia subjetividad, planteando como fórmula máxima de convivencia: «déjenme vivir como yo quiera dentro de ese ámbito de mi propia libertad y de mis propiedades, y prometo respetar también sus peculiares maneras de vivir dentro de sus particulares autonomías».
Nada más contrario al carácter abierto de la tolerancia. Quien vive en la indiferencia se ha cerrado a los demás, vive para sí mismo, se convierte en intransigente. «A veces la cerrazón se debe a la escasez de inteligencia, a la incapacidad de reflexionar sobre lo que se ha leído u oído».
Esta cómoda manera de defender el coto cerrado de la autonomía personal se manifiesta en un silogismo como el siguiente: respeta mi manera de ser y de vivir, así como yo tolero lo que hagas dentro del ámbito de tu libertad.
Por ello, el tolerante neoliberal acepta y en ocasiones promueve, por ejemplo, el consumo de drogas en ghetos reducidos; pero se rebela contra aquel que expulsa el humo de su cigarro hacia los perímetros físicos en los que él se encuentra. Ahí se acaba la complacencia; luego, esa «tolerancia» liberalista muchas veces no es tal, más bien es manifestación de un egoísmo exacerbado; de un dejar hacer, dejar pasar… siempre y cuando «se haga la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre».
Voltaire y la «intolerancia» cristiana
Otro aspecto derivado de la posición liberal sobre la tolerancia se desarrolló durante la Ilustración francesa. El Tratado sobre la Tolerancia de Voltaire considerado su exponente clásico resulta al final una clara condena al catolicismo por la sustentación de sus dogmas fundamentales, convirtiendo al propio Voltaire en intransigente al afirmar: «habrá que aplastar al infame intolerante, sea quién sea».
La actitud del francés en torno a la intolerancia se enfoca a las personas tal y como lo demuestra el concepto antes referido, donde la persona se acaba convirtiendo en medio para alcanzar una actitud tolerante genérica, que en el planteamiento del ilustrado pareciera que es lo que acaba siendo el fin principal: «la tolerancia volteriana es intolerable con el intolerante; no ya con la intolerancia sino con la persona que la sustenta».
El contraste lo podemos encontrar en Tomás de Aquino, quien centra el concepto de tolerancia en las opiniones que emiten las personas, pero no en relación con la persona misma.
A la persona hay que respetarla siempre; sus opiniones pueden ser aceptadas o confrontadas con argumentos. La misma caridad humana y el deseo de que se logre el bien común harán que se sea tolerante con el individuo que comete errores o exprese opiniones discordantes, a pesar de los errores o deficiencias en el actuar humano. «Acabad con los errores pero amad a los hombres». No como manera de transigir con el error o de caer en cómodas posiciones indiferentistas, que en el argot juvenil contemporáneo se manifiesta con esa frase simpática de «darle el avión»: darle por su lado al loquito que está diciendo una auténtica estupidez, con tal de no entrar en una discusión engorrosa.
No renunciar a la verdad
Tolerar es aplicar el principio de la caridad extrema con el semejante, aceptando sus errores y defectos “aun cuando en lo personal lleguen a incomodarnos” en aras de que pueda mantenerse la convivencia. En los gobiernos humanos, dice Tomás de Aquino, «la autoridad tolera con acierto algunos males para no impedir algunos bienes o para que no se incurra en males peores».
En este sentido, el mundo contemporáneo se ha vuelto intolerante, aunque se desgañite como Voltaire, proclamando la tolerancia sobre todo en ética y moral.
El neoliberalismo plantea una actitud tolerante sobre temas éticos: ésa es tu verdad, si yo la tolero, tolera también la mía. Comportarse de modo contrario supone, para quienes reconocen que la realidad la verdad no desiste y que es irrenunciable tanto en la esfera privada como en la pública, convertirse de inmediato en «mochos», oscurantistas y retrógrados.
Vista así, la tolerancia propone actitudes muchas veces contrarias al deber ser, natural al ser humano y a su trascendencia, pero que obviamente no es la misma cuando se refiere a principios empírica o racionalmente sustentados como teoremas científicos. (Exigirla en este caso sería como si un profesor de matemáticas o de química pusiera a todos sus alumnos la máxima calificación, al margen de que el planteamiento del problema hecho en el examen y el resultado final fuesen equivocados).
Existe el riesgo de que por ser pretendidamente tolerantes se acabe siendo una persona sin criterios, sin convicciones y sin pasión para defender tales principios. «Es frecuentísimo el espectáculo, para mí entristecedor, de personas estimables que aceptan sin resistencia cosas, decisiones, empresas, propuestas, colaboraciones, que les parecen indeseables, que acaso les repugnan, pero que por su complacencia reciben una injusta autorización de su parte». La verdad es el presupuesto de la convivencia, meta a la que aspira la tolerancia. Renunciar a ella, por indiferencia o egoísmo, conduce al fin de la sociedad.
Consecuencias de la indiferencia
La complacencia en el error es un extremo posible y peligroso dentro de la sociedad actual. De tal modo, surgen en ella personas y generaciones X a quienes todo les da igual. Todo es equis; ni bonito ni feo, ni bueno ni malo: simplemente equis; de lo que resulta esa actitud indiferentista.
Tal comportamiento se conoce en España como el «pasotismo». Yo «paso» de esto y de aquello porque dudo de su validez; porque estoy decepcionado de su vigencia. Generaciones X o «pasotas» que están formadas por seres indiferentistas y amorfos: no vaya a ser que me califiquen de intolerante.
«El relativismo que impera hoy es intolerante con el que admite verdades absolutas que dan sentido a su existencia. Se le obliga culturalmente a ser banalmente nihilista (a no atreverse a decir que aquello que es, realmente es;y, en caso de no serlo, se le denomina precisamente intolerante, dogmático, fundamentalista».
Esta idea plasmada por Octavio Paz en su libro Itinerarios describe la tendencia, hoy tan de moda, de anatematizar bajo la palabra intolerante cualquier posición firme que se pretenda sustentar fundamentar ideas y conceptos, acudiendo a esa cómoda postura cercana al nihilismo. Es el imperio del relativismo, del subjetivismo, e incluso del indiferentismo ético y moral que en el momento presente se quieren imponer como tolerancia.
Decía el filósofo español Ricardo Yepes que «sólo los sinvergüenzas son absolutamente tolerantes», dado que no podríamos acabar de visualizar lo que sería de nosotros si todo lo dicho y oído fuera lo mismo, si cualquier concepto u opinión vertida sonase igual, si no existiese manera de discernir lo verdadero respecto de lo falso, si por ende, todo fuera indiferente.
Falsa tolerancia
«el escepticismo gnoseológico [en el conocimiento] y axiológico [en los valores] no es la respuesta adecuada a las agresiones a la libertad cometidas por el fanatismo, el fundamentalismo, o cualquier otra expresión contraria al modo apropiado a la dignidad de la persona de buscar y adherirse a la verdad: libremente, no mediante ningún tipo de coacción. []
El escéptico hace alarde de una racionalidad menguada, reducida, y pretende imponerla a los demás. Si estos no le obedecen, no duda en calificarlos de fanáticos y dogmatistas intolerantes. La aparente neutralidad ética profesada por el escéptico en nombre del valor de la libertad, es, por otra parte, contradictoria en los términos.
Al afirmar que todas las creencias y estilos de vida son igualmente valiosos, por cuanto ninguno de ellos puede alzarse legítimamente con la pretensión de ser el verdadero y correcto, y que, por lo mismo, el pluralismo moral es un bien moral indiscutible que debe ser respetado por una sociedad civilizada, moderna, expresiva de una auténtica convivencia ciudadana, introduce subrepticiamente un criterio de valor que choca abiertamente con la neutralidad ética que en nombre de la tolerancia el escéptico dice profesar. []
La aceptación del pluralismo moral, del “politeísmo axiológico”, conduce lógicamente al solipsismo, a la incomunicación. No hay modo de establecer un auténtico diálogo racional si no existe un mundo de valores comunes compartidos por los interlocutores, por cuanto cada uno de ellos se cerrará en su propio coto privado. Invocar frente a este mundo común de valores, el derecho a la “diferencia”, a reconocer al “otro”, encierra una contradicción».
Istmo 253
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