El lugar social del nuevo discurso sobre las víctimas es el terrorismo. Es en las sociedades marcadas por conflictos violentos donde se ha hecho visible esta temática. Pero eso no quiere decir que el asunto de las víctimas sea propio y exclusivo de sociedades marcadas por conflictos violentos. Ese es el detonante que pone en evidencia una historia como es la de Occidente marcada por la violencia. Hannah Arendt decía que el siglo XX había sido el más violento de toda la historia. Pues bien, el epicentro de esa violencia era Europa y ya nadie puede decir que las contiendas bélicas eran asuntos internos, como tampoco lo fueron las dictaduras de Portugal y España, o curiosidades del Tercer Mundo. La violencia es un componente constante y nada accidental sobretodo de la historia moderna.
De víctimas hablamos cuando hay violencia política y también en caso de catástrofes naturales. Aquí nos vamos a detener en la violencia obra del hombre porque queremos hacer una aproximación moral al tema. Si el contexto de nuestro análisis lo proporciona la violencia humana, no perdamos de vista que vamos a hablar de y sobre las víctimas. El tema no es la violencia política sino el sentido de las víctimas.
Empecemos aclarando qué entendemos por víctimas. Señalaríamos tres rasgos. Son, en primer lugar, siempre inocentes, con lo que el verdugo es culpable de una injusticia, condición que no perderá jamás, aunque acabe pagando las consecuencias legales de sus actos. Por eso resulta sencillamente monstruoso tratar de la misma manera al terrorista que muere —¿no digamos, si además no muere!— al colocar una bomba con el asesinado por esa bomba. No es lo mismo morir que matar. Ese error se comete cuando se habla abstractamente de la violencia, condenando, por ejemplo, «la violencia, toda la violencia, venga de donde venga». No hay que confundir víctima con sufrimiento. En las secuencias finales del film dedicado al juicio de Nüremberg, Vencedores y Vencidos, vemos que los verdugos nazis sufren; sufren y están vencidos, pero no son víctimas porque no son inocentes.
Las víctimas tienen, en segundo lugar, voz propia y no debemos permitir que nadie la sustituya ni, por supuesto, la olvide. Esa voz habla de la gratuidad de la violencia del verdugo. Nada la puede explicar, ni justificar, pues el acto terrorista no aporta nada nuevo, no desvela ninguna razón oculta que nos ayude a comprender su causa. Es el mal por el mal. Lo que consiguen es lo contrario de lo que pretenden ya que cualquier causa justa, defendida mediante el terror, se deslegitima al instante porque cancela el modo humano de defender causas, que es la palabra y no su definitivo acallamiento. El verdugo sella con la sangre de la violencia un testamento en el que se autoexcluye de la condición humana, alojándose en lo que Primo Levi llama la 'zona gris' de la inhumanidad del hombre.
La violencia del siglo veinte nos ha enseñado que no nacemos humanos, ni que la humanidad esté garantizada con el ADN genético. En la 'zona gris' de la existencia la humanidad del hombre está bajo mínimos. De esa zona el hombre inhumano no puede salir por sí mismo. Su suerte queda ligada a la de la víctima. La posible re-humanización del verdugo depende de que sepa o quiera ver en el otro la inocencia, es decir, de que entienda o quiera entender que tiene que responder de una muerte inocente.
Pero la víctima, en tercer lugar, no sólo desvela la maldad radical de la acción terrorista, sino que, además, introduce un elemento nuevo en la reflexión política que altera los planteamientos propiamente políticos. Lo nuevo no es el reforzamiento de su discurso político, cargado ahora con la autoridad del sacrificio de su vida. Naturalmente que cualquier discurso político defendido con la propia vida lleva consigo un reforzamiento. Pero no es esa la novedad que introduce la víctima en la reflexión política. Esa novedad se expresa claramente en aquellas víctimas anónimas que carecen de todo discurso propio. Podemos expresar metafóricamente esa novedad política hablando de una mirada de la víctima.
El filósofo alemán, Theodor Adorno, lo explica, en el contexto de las víctimas de los campos de concentración, diciendo que esa mirada se parece a la de aquellos condenados en la Edad Media que eran crucificados cabeza abajo: «tal como la superficie de la tierra tiene que haberse presentado a esas víctimas en las infinitas horas de su agonía». Veían al mundo invertido, al revés que nosotros. Lo que se quiere decir es que la existencia de víctimas complica el análisis político, al introducir un elemento que obliga a revisar y cuestionar todas las seguridades anteriores. Las víctimas no son sólo un problema que resolver sino el paso obligado de cualquier solución pues tienen la clave de la posible integración de la parte violenta en la futura comunidad política reconciliada. De ahí su autoridad moral.
Las víctimas cuestionan lógicamente la política del terrorista, tanto en sus medios como en sus objetivos, pues esa política garantiza la reproducción de la violencia. La víctima sabe por experiencia que no hay paz al final de la violencia. Pero también obligan a revisar planteamientos políticos hechos en el campo de los que condenan la violencia, siempre y cuando esos planteamientos políticos quieran tener legitimidad moral. La mirada de la víctima es en definitiva una visión invertida de la realidad. Lo que para los demás es evidente, recto, lógico, no lo es para ellas; y lo que para los demás es accidental, secundario y contingente, es para ellas lo normal. Como dijera Walter Benjamin, «para los oprimidos, el estado de excepción es la norma», mientras que, para los poderosos, es una excepcionalidad. Las víctimas del terrorismo tienen voz propia y no debemos permitir que nadie la sustituya ni, por supuesto, la olvide. Esa voz habla de la gratuidad de la violencia del verdugo
Doctor en Derecho. Profesor en la USP-CEU.
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