La historia no puede ser interpretada en términos de perdón. Porque pedir perdón por lo que ocurrió hace ya casi tres cuartos de siglo puede ser una tarea tan inagotable y vana como intentar corregir el pasado lejano...
La moda es pedir perdón. O exigir un minuto de arrepentimiento público. Y si puede ser con respecto a errores o abusos de un pasado remoto, mejor. En los viejos y ruidosos tiempos de la vanguardia del siglo pasado tuvieron mucho éxito las escenificaciones con animales: Gómez de la Serna recitaba desde el lomo de un elefante y Valle Inclán se quejó de que no se le permitiera subir al tranvía con dos leones. Hoy se lleva mucho el perdón con espejo retrovisor.
Los casos se multiplican, y entre nuestros políticos y algunos memorialistas dan para toda una antología del disparate. La esencia de esta pos-modernísima moda del perdón es que las atrocidades siempre las cometen o un hermético puñado de fuerzas oscuras -el Estado, el colonialismo, el imperialismo yanqui, la globalización...- o los supuestos antepasados del rival político - los fascistas, los comunistas, los alemanes... Dos ejemplos. Hace no mucho tiempo hubo una gran polémica porque el Congreso de los Diputados no consideró necesario pedir perdón por el fusilamiento de Luis Companys, tal y como propusieron los diputados de ERC con el respaldo de las principales formaciones nacionalistas e Izquierda Unida. Y este año -con ocasión del aniversario de la guerra civil- los gobiernos de Alemania e Italia han visto cómo se les llegaba a reclamar una disculpa por la intervención de Hitler y Mussolini al lado de las tropas franquistas.
Ni el cinismo de los prohombres de la Restauración exigía tanto meneo de cadera. Teatro de parlanchines, esta fiesta del perdón ha convertido España en una sociedad donde la verdad de ahora y los problemas de ahora son impronunciables o de mal gusto y donde toda explicación pública del pasado se queda en farsa. Como si realmente se creyera que las responsabilidades de las gentes del pretérito pudieran imputarse, sin más, a los habitantes del presente. Como si tuviera alguna utilidad. Como si a los perseguidos y los fusilados de hace más de setenta años les sirviera de algo que unos gobiernos -que tienen tanta relación con la Alemania nazi o la Italia fascista como la actual España de Zapatero puede tenerla con la España de 1939- dijeran que los alemanes o los italianos estaban muy equivocados en 1936 por venir de turismo armado a la tierra de Carmen y Picasso.
La historia no puede ser interpretada en términos de perdón. Porque pedir perdón por lo que ocurrió hace ya casi tres cuartos de siglo puede ser una tarea tan inagotable y vana como intentar corregir el pasado lejano o cambiar la claridad amarga y severa de la historia por las blanduras dulzonas de una terapia halagadora. Los errores del presente y los que pueden evitarse en el porvenir son los que cuentan, y no se remedian ni con aspavientos ni con unos minutos de contrición pública. Porque, además, no hay mayor falacia que pedir perdón por el pasado cuando se actúa con parecida soberbia o ceguera en el presente. El mayor ejemplo de lo que digo lo hemos podido ver recientemente cuando Ibarretxe envió una carta a las víctimas de la violencia etarra pidiendo perdón en nombre del pueblo vasco.
Hazañas humanitarias como ésta demuestran hasta qué punto la moda del perdón permite no tener en cuenta la realidad o prescindir de la responsabilidad individual olímpicamente. Leyendo la carta del lehendakari y completándola después con otras declaraciones paralelas uno adquiere la sólida idea de que la culpa del infierno vivido por las víctimas del terrorismo en el País Vasco es del pueblo vasco en su conjunto, que asistió con miedo, rutina y fatalismo a los atentados; pero, sobre todo y por encima de todo, del «conflicto político», que como el mismo lehendakari recordó de viaje por Washington, atraviesa las tierras vascas desde hace ya 170 años.
Lo que se impone así es el hacinamiento de pillos, verdugos, acosados, equidistantes... en una gran responsabilidad colectiva. Todos son arrojados a la misma marmita: el pueblo vasco, el conflicto político. Como si las responsabilidades individuales no existieran y siempre hubieran sido las circunstancias las responsables de las decisiones humanas, las acciones humanas y, sobre todo, el sufrimiento humano. Como si el País Vasco no fuera un lugar multiplicado, un lugar donde no sólo existe la patria de Ibarretxe situada en las alturas, acostumbrada a la presencia del crimen y del infierno a condición de que sean los otros los que lo padecen. Como si no hubiera una patria en las profundidades, por debajo: los asesinos, y los chivatos, y los beneficiarios política y económicamente del terrorismo, del ambiente de miedo y de la solución negociada. Como si no fueran pueblo vasco también las víctimas acostumbradas a las pintadas amenazadoras en las puertas de sus casas o la minoría que durante años y años se opuso al fanatismo y denunció con riesgo de su propia vida el iceberg de vejación y silencio que los dirigentes nacionalistas querían mantener sumergido. Como si detrás de las instituciones públicas -que, según Ibarretxe, no supieron estar cerca- no hubiera personas y siglas políticas concretas.
Hablar de culpabilidad colectiva es lo mismo que decir que todos somos culpables. «También, tú, asesinado». Ésta es, precisamente, la forma de hablar del totalitarismo. Porque -y conviene recordarlo- no todos cerraron los ojos ni todos se mantuvieron callados o sentados. No todos toleraron cuanto se ha tolerado y tolera en el País Vasco. O justificado ideológicamente el terror insistiendo, como lo hacen los nacionalistas, en que la verdadera libertad, la verdadera emancipación y la verdadera soberanía es colectiva o no es, y que el pueblo vasco, sin un gobierno nacional propio, se halla privado de derechos humanos.
Lo peor que podría hacerse ahora es engañarnos respecto de algo que está perfectamente claro: la mitología del nacionalismo vasco no es inocente de los horrores etarras, como tampoco lo es su proclama de que la verdadera constitución del conjunto de todos los ciudadanos vascos de hoy -sean éstos nacionalistas o no lo sean- reside en oscuros y viejos derechos históricos ni la rígida fantasía en un pueblo milenario dividido en siete territorios, regado con la lengua más antigua de Europa y ocupado por las fuerzas oscuras de dos Estados rivales, Francia y España.
El nazi Himmler, que tan bien conocía la mentalidad de aquellos a los que organizó, describió no sólo a sus hombres de las SS, sino los amplios estratos donde los reclutó, cuando dijo que no se hallaban interesados en «los problemas cotidianos», sino que sólo lo estaban «en cuestiones ideológicas importantes durante décadas y siglos, de forma tal que el hombre... sabe que está trabajando para una gran tarea que solamente se presenta una vez cada dos mil años». Pero una cosa es pensar en la situación más parecida a esta Euskadi 2000 -la Alemania de los años 30- o dibujar una interpretación política a golpe de citas, y otra enfrentarnos cara a cara con el rostro aburrido de ese independentismo totalitario que ha utilizado el coche bomba y el tiro en la nuca. Ver la realidad que vivimos con toda su carga bestial de deshumanización. Una imagen: el juicio de los asesinos de Miguel Ángel Blanco.
En medio de este desfile del perdón al que se han unido los dirigentes nacionalistas vascos con la esperanza de cerrar el libro de la violencia y abrir el de la soberanía, quizá convenga decir que el perdón es un hecho privado entre quien ha infligido un sufrimiento y quien lo ha padecido. No es posible si no existe también la justicia. Tampoco la sustituye ni la desmiente.
Después de vivir la pesadilla del juicio, la madre de Miguel Ángel Blanco dijo que casi no había podido mirar a la cara a sus asesinos: «Sólo podía mirarle a las manos. Una y otra vez. No podía dejar de pensar que con esas manos le habían quitado la vida a mi hijo». Escribo estas palabras, y luego las digo mentalmente. Y las repito muchas veces. Como plegaria. Porque el futuro no puede surgir de disolver las responsabilidades individuales ni tampoco de borrar de la Historia la existencia de ETA, desarraigándola de las conciencias y creando un pasado con víctimas pero sin asesinos, sin verdugos, sin victimarios. Porque para que el ágora sustituya al templo y el futuro no esté ya secuestrado es preciso plantearse el terrible enigma de esas manos. No lavarlas en la ficción de una paz sin ojos sino repetirse y tratar de responder las preguntas que un día se hiciera Hannah Arendt en su libro Los orígenes del totalitarismo: ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué ha sucedido? ¿Cómo ha podido suceder?
Fernando García De Cortázar.
Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto.
ABC, 17 de agosto de 2006 |