Escrito por Jaime Nubiola
Asomarse a las páginas de los periódicos o a los noticiarios de televisión es, casi todos los días, una experiencia traumática en nuestro país. En los últimos tiempos ha proliferado tanto la denominada violencia de género, que algunos llegan a decir que es el peaje inevitable del progreso y de la internacionalización de nuestra sociedad. Para otros, la tentación es pensar que vivimos en un país de locos, o al menos en un país en el que la locura de la violencia crece a pasos agigantados.
Efectivamente, la violencia de género crece: va desde el joven borracho que asfixia, quizás inadvertidamente, a su acompañante ocasional, hasta el anciano que, en un brote de demencia senil, arroja a su esposa por el balcón después de 50 años de convivencia; pasando por el inmigrante que la emprende a cuchillazos contra su pareja para restablecer así su “dignidad”, después de haber sido despedido del trabajo.
Estos comportamientos resultan, para muchos, del todo incomprensibles. Sin embargo, podemos comprender bastante bien la violencia de género y determinar sus elementos estructurales, que es donde puede intentar atajarse la enfermedad.
El primer factor de la violencia de género –que todo el mundo conoce y casi nadie se atreve a reconocer públicamente– es el consumo abusivo de alcohol en nuestro país. Hace ya décadas, España era un paraíso para el escritor estadounidense Hemingway porque podía estar borracho sin que nadie le dijera nada, y sigue siendo por ese mismo motivo el paraíso para millones de nuestros visitantes.
No hace mucho viajé con British Airways de Londres a Madrid, y al alcanzar la velocidad de crucero, un buen número de pasajeros se lanzó sobre las botellas adquiridas en la duty free. Todo el grupo –parecían aficionados de algún equipo británico– aterrizó en Barajas llamativamente alegre, y algunos de ellos ya completamente borrachos. España era para ellos el sinónimo de libertad para la ingesta de alcohol sin ninguna responsabilidad.
Si se analizan despacio los episodios de violencia de género, puede comprobarse fácilmente que el agresor –de ordinario el varón– tiene alteradas sus facultades por el consumo de alcohol, y a menudo también por drogas y estimulantes que potencian descontroladamente sus efectos.
Si deseamos que disminuya el nivel de violencia en nuestra sociedad, hemos de lograr reducir drásticamente el exceso de alcohol en los fines de semana, en las fiestas, en la vida social. Viene a mi recuerdo la vieja película Noches de vino y rosas, en la que la esposa empieza a beber para acompañar a su marido, y se queda enganchada al alcohol, destrozando finalmente su matrimonio.
Mientras jóvenes y adultos en nuestra sociedad piensen que fiesta o diversión es un sinónimo de emborracharse, no habremos avanzado ni un milímetro en la lucha contra la violencia de género.
La segunda clave de esta violencia es casi siempre la miseria económica, que lleva no pocas veces a la prostitución o al abuso sexual, incluso dentro del ámbito familiar. En ocasiones, no es pobreza económica, sino más bien pobreza intelectual: la de aquellos que, aún teniendo dinero (artistas, deportistas, famosos, etcétera), no han recibido una formación cultural que les permita cultivar su personalidad. Son personas incapaces de leer un libro y, en algunos casos, podría decirse, incluso, que son violentos porque no leen.
La tercera clave es, sin duda, el machismo (“la maté porque era mía”) todavía vigente en nuestra sociedad, y quizá todavía con más fuerza en las poblaciones inmigrantes. A combatir esa lacra se dirige la propaganda ministerial –que me parece muy bien–, pero hace falta centrar también la atención en las otras dos claves: en el abuso sistemático del alcohol y en la miseria material e intelectual, que llevan tantas veces a esa violencia de género que –decimos– no podemos entender, pero que comprendemos –al menos los hombres– casi siempre lamentablemente bien.
25 de Septiembre de 2008
yoinfluyo.com
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La “violencia machista” enmascara patologías familiares
El maltrato en la pareja
Fernando Rodríguez Borlado
Las cifras que se refieren al maltrato provocado por la denominada “violencia machista” son especialmente vagas, aunque abundantísimas. Según sea la fuente consultada, el problema pasa de ocasional a epidémico. Pero de acuerdo con el último barómetro del CIS (julio de 2011), solo un 0,1% de la población lo considera uno de los problemas que más le afecta personalmente.
Los casos de maltrato son desproporcionadamente altos en las parejas de hecho y en la población inmigrante
Josep Miró i Ardèvol, director del Instituto de Estudios del Capital Social (INCAS), ha coordinado un informe sobre la realidad del maltrato en la familia. Desde el propio título se marca una distancia con el concepto de “violencia de género” o “violencia machista”, una concepción que atribuye al abuso cometido por hombres hacia sus parejas un carácter de pauta social determinada por una cultura “dominantemente masculina”.
Según Miró i Ardevòl, el trasfondo ideológico que subyace en el planteamiento de la “violencia machista” no ayuda a hacerse una idea cabal de lo que realmente está sucediendo. Además, provoca que otras formas de maltrato familiar, como la de niños y ancianos, hayan sido poco estudiadas; en parte por la vulnerabilidad de los afectados y su incapacidad para hacer oír su voz de alarma, pero también por la falta de un apoyo ideológico como el de la ideología de género.
Demasiadas cifras, demasiado vagas
Un primer problema para acercarse a la “violencia machista” es la vaguedad de las cifras. Según qué fuente se consulte el número de mujeres maltratadas puede multiplicarse por cuatro. Miró i Ardèvol propone un margen de entre 1.700 y 3.500 casos de maltrato por cada millón de mujeres, aunque se atreve a afinar un poco más, basándose en la serie de barómetros del CIS, y cifra el número de casos en unos 2.100 por millón. Muy lejos de los datos ofrecidos por la encuesta realizada en 2007 por el Instituto de la Mujer: 17.000 maltratadas por cada millón de mujeres.
Merece especial atención el barómetro del CIS, por ser uno de los pocos datos objetivos sobre la percepción social del maltrato. A la pregunta sobre si se considera la violencia de género como uno de los problemas principales de España, un 1,4% de los participantes responde que sí. Sin embargo, el porcentaje baja hasta el 0,1% cuando lo que se pregunta es si es uno de los problemas que más afecta al encuestado o encuestada en cuestión.
Se podría concluir de estas dos respuestas que aunque existe la idea de que este tipo de violencia es un problema presente en la sociedad española –pese a estar muy por debajo de lo relacionado con la economía, los políticos, la educación, la inmigración o incluso los “problemas de los jóvenes” y la “crisis de valores”–, todos piensan que es un problema que les ocurre a “otros”. La realidad no está al nivel de la alarma social.
Esta diferencia de cifras viene motivada en parte por la difuminación del concepto de maltrato. Un ejemplo es precisamente la encuesta del Instituto de la Mujer, que utilizaba unos criterios muy subjetivos para catalogar los casos de abuso, sobre todos los de abuso psicológico. En su versión de 2002, incluía entre las formas de maltrato “No valora el trabajo que realiza”, “no tiene en cuenta las necesidades de usted”.
Asimismo, el Instituto Andaluz de la Mujer tiene publicado un “cuaderno informativo” sobre la violencia de género en el que considera maltrato las siguientes conductas: “rebaja tu autoestima”, “golpea y rompe objetos”, “oculta alguna ganancia”. Las tres son actitudes reprochables, pero que no tienen por qué constituir en sí mismas actos de maltrato “de género”, sino que se pueden explicar con otras categorías: será un marido imbécil, rabioso y fraudulento, pero no tiene porque ser un abusador machista, ni estar “perpetuando un rol social dominante”, como reza el mismo cuaderno informativo.
Según el informe del INCAS, explicar la violencia contra la mujer por una genérica “cultura machista” esconde los problemas de la desestructuración familiar
No obstante, entre el maremágnum de apreciaciones e interpretaciones, se puede espigar de otros estudios algún dato objetivo: según la Secretaría general de Igualdad, de las mujeres atendidas hasta finales de 2009 en el teléfono de ayuda a la maltratada, el 49,4% decían haber sufrido solo maltrato psicológico.
Aumentan las denuncias
Resulta llamativo que en ese mismo informe anual, la Secretaría de Igualdad recoja el número de expedientes legales incoados por caso de maltratos, pero no el de veredictos de culpabilidad. En cualquier caso, sí aporta el número de internados en la cárcel a causa de delitos “de género” hasta 2009: 4.734 hombres.
En la mayor parte de los casos, el origen de la investigación a los posibles “violentos machistas” está en una denuncia por parte de la mujer ante la policía o un juzgado (75%), frente a solo un 11,4% en que se presenta un parte de lesiones. Una vez más, la poca claridad a la hora de definir los casos de verdadero abuso impide distinguir los casos netos de maltrato de otros más cercanos a los conflictos que podríamos llamar “de convivencia”.
En ocasiones, la ambigüedad de las cifras parece obedecer a una intención de ocultar los malos resultados de determinadas políticas. Hace dos semanas, el Ministerio de Sanidad presentaba los resultados de una macroencuesta sobre violencia de género encargada al CIS. La representante del gobierno se felicitaba porque la relación entre denuncias y homicidios había bajado un 33,2% desde 2006; pero habiendo aumentado las denuncias un 76% en el mismo periodo, el dato no resulta nada alentador. Por mucho que al presentar los resultados se dijera que el aumento de denuncias obedece a una mayor conciencia social del maltrato.
Algunas pautas claras: ruptura familiar e inmigración
Frente a la vaguedad de algunas cifras, Ardèvol identifica algunas variables que se repiten con la suficiente consistencia en los sucesivos estudios como para ser considerados factores clave en el maltrato a la mujer: por un lado la desestructuración familiar, que multiplica las posibilidades de maltrato; por otro, la nacionalidad tanto de la víctima como del agresor: los inmigrantes tienen un índice de prevalencia de entre 5 a 9 veces superior a los autóctonos en el caso de las víctimas, y de 4 a 8 en el caso de los agresores.
Para Ardèvol, cabría incluso reducir las dos variables a una sola, puesto que precisamente los inmigrantes adoptan en mayor medida la pareja de hecho como estructura familiar. Aunque esto es cierto, también habría que analizar otro tipo de variables relacionadas con el maltrato, como por ejemplo el nivel socioeconómico de los agresores y las víctimas. Seguramente, también en este sector los inmigrantes estarían sobrerrepresentados.
En cualquier caso, resulta revelador que el feminicidio sea nueve veces superior en las parejas de hecho que en los matrimonios, y dentro de estos se produzca más frecuentemente en los civiles que en los religiosos. De ahí que Ardèvol argumente en contra de la reforma del “divorcio express”, porque opina que la debilidad del vínculo matrimonial contribuye a la desestructuración de la familia y, por tanto, a la falta de respeto mutuo.
En los barómetros del CIS sobre los problemas que afectan personalmente a la gente la violencia contra la mujer nunca ha ocupado un lugar destacado
También en esto cree ver Ardèvol la razón de la poca eficacia de las medidas para frenar el maltrato a la mujer en la familia. El autor del estudio echa de menos el enfoque del refuerzo del matrimonio en los programas para erradicar la “violencia de género”.
Quizás de esta manera se podría empezar a explicar la anómala tendencia que se está produciendo con este tipo de violencia en España: aumentan los asesinatos de mujeres dentro del contexto familiar a la vez que disminuyen los cometidos contra las mujeres en general, y también el índice de criminalidad global. Con todo, España ocupa una posición intermedia entre los países con mayor incidencia de feminicidios de pareja. Los países nórdicos –presentados a menudo como paradigma de la igualdad de género– ocupan los primeros puestos, e Irlanda el último dentro del contexto europeo.
Un planteamiento que ha hecho fortuna
En el informe anual sobre violencia de género publicado por la Secretaría de Igualdad en 2010 (aunque con datos de 2009) llaman la atención algunas de las respuestas de los encuestados: al identificar las causas del maltrato de la mujer, las más citadas son “el machismo”, “la cultura” y “la desigualdad social entre hombre y mujer”. Se puede decir que el discurso que identifica el maltrato con el imperio de una cultura machista profundamente arraigada en la sociedad –tanto que no nos damos ni cuenta– ha hecho fortuna en la opinión pública. Si no por la vía de convencer racionalmente, al menos sí por la táctica publicitaria de la saturación de mensajes.
En cambio, esos mismos encuestados, cuando descienden del fenómeno del maltrato, así en general, al perfil del maltratador concreto, parecen arrumbar los conceptos sociológicos y se decantan por factores más pegados a la realidad: el retrato robot del maltratador incluye como rasgos prevalentes, por este orden, los “condicionantes personales” (temperamento, alguna patología psicológica, nivel cultural), “condicionantes biográficos” (por ejemplo, está demostrada una mayor presencia de antiguos maltratados entre los maltratadores) y “otros factores coyunturales” (como puede ser el deterioro de la relación, la situación económica, etc.).
De tal forma que se observa una clara diferencia de apreciación del maltrato según se hable de forma teórica o práctica. La “violencia de género” se ha hecho un hueco entre el vocabulario social, pero lo que seguramente preocupa de verdad es la violencia en general dentro de la familia, sea contra mujeres, contra los hijos, contra los ancianos, o de los hijos hacia los padres, una variante que no deja de aumentar en los últimos años.
Acerpensa, 23-XII-2011 |