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Algunas observaciones sobre la responsabilidad penal de los menores, a raíz de la ley 5/2000, de 12 de enero (*)
Concepción Carmona Salgado
Catedrática de Derecho Penal. Universidad de Granada

I.- La eximente de minoría de edad penal tras la entrada en vigor de la L.O. 5/2000, de 12 de enero

La ubicación de los arts. 19 y 20 dentro del Capítulo II del Título I, Libro I del nuevo CP, relativo a las causas que eximen de la responsabilidad criminal, planteó ya en su momento una primera cuestión de orden sistemático, procedente de la disociación de ambos preceptos llevada cabo por el citado Capítulo al relacionar las diversas causas que pueden eximir de dicha responsabilidad. De hecho, es el segundo de ellos el que realmente enuncia en los siete números que lo integran las que el Código de 1995 vino a considerar circunstancias eximentes, que se corresponden --incluyendo bastantes variantes, no obstante-- con las que de forma tradicional venía regulando bajo la anterior normativa el art. 8 del derogado texto punitivo, de tal modo que puede claramente observarse que el supuesto de exención comprendido en el primero de dichos preceptos, es decir, en el art. 19 del vigente CP, relativo a los menores de edad penal, queda excluido de la referida declaración general del actual art. 20, si bien, y pese a permanecer extramuros del mismo, aparezca sistemáticamente ubicado dentro del mencionado Capítulo II cuya rúbrica abarca globalmente todas aquellas causas.

La cuestión, pese a ser a primera vista de índole puramente formal o sistemática, como acabo de señalar, no deja por ello de tener verdadera trascendencia material en cuanto pone de manifiesto un evidente cambio de ideología legislativa en esta materia, que choca abiertamente con la que inspiraba la antigua regulación contenida en el derogado art. 8, también encabezado, como el nuevo art. 20, por la declaración general "están exentos de responsabilidad criminal", aunque incluyendo de forma expresa en su circunstancia 2ª, es decir, dentro de su propio ámbito normativo, al "menor de dieciséis años", quien, no habiendo cumplido esa edad, de ejecutar "un hecho penado por la ley", debía ser "confiado a los Tribunales Tutelares de Menores". Por el contrario, su correlativo art. 19 CP se limita a declarar que los "menores de dieciocho años no serán responsables criminalmente con arreglo a este Código", admitiendo, no obstante, que puedan serlo "con arreglo a lo dispuesto en la ley que regule la responsabilidad penal del menor", siempre que cometan algún hecho delictivo. En otras palabras, el vigente texto punitivo no considera inimputables, en todo caso, a los sujetos que no hayan alcanzado dicha edad, por lo que no puede declararlos irresponsables criminales en términos generales y absolutos, dejando de este modo la puerta abierta a una eventual declaración de su responsabilidad penal, de conformidad con lo que establezca la citada Ley, la cual, como es sabido, tras un largo proceso de elaboración y tramitación parlamentaria, fue definitivamente aprobada, dando lugar a la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores (a partir de ahora, L.O. 5/2000), que ha sido parcialmente modificada por otra Ley ulterior, la L.O. 7/2000, de 22 de diciembre, en relación a los delitos de terrorismo; Ley a la que me referiré en un momento posterior de este trabajo.

En cualquier caso, tal y como señala la Disposición final séptima de dicha Ley, ésta no entraría en vigor hasta pasado un año de su publicación en el BOE, lo que determinaba que también en esa fecha lo harían los arts. 19 y 69 del nuevo CP, por lo que debía entenderse que tanto la declaración de irresponsabilidad criminal, que con arreglo al mismo proclamaba el primero de dichos preceptos respecto de los menores de dieciocho años, como la que recogiera el segundo de ellos, concerniente a los jóvenes comprendidos en la franja de edad de los dieciocho a los veintiuno, mantenían en nuestro sistema jurídico-penal vigente su carácter provisional e interino, como venía ocurriendo hasta ahora desde que entrara en vigor el Código de 1995.

En este orden de cosas, y como dato interesante para un mejor conocimiento y comprensión del contenido de la L.O. 5/2000, creo que sería útil hacer una somera incursión, por breve que sea, en los diversos borradores que la precedieron, redactados unos bajo el mandato del Gobierno Socialista y elaborados otros por el Gobierno Popular (1). Así, puede afirmarse que los primeros, en general, y, muy en particular, el texto del Anteproyecto de Ley Orgánica Penal Juvenil y del Menor de 1995, respondían a una idea sancionadora propiamente penal, de acuerdo con la declaración contenida en el art. 19 del nuevo Código, motivo por el que la propia Memoria Explicativa de dicho Anteproyecto aclarara que la denominada por él pena juvenil formaba parte del catálogo de sanciones o consecuencias jurídicas aplicables al menor infractor, junto a las medidas disciplinarias y a las educativas, en congruencia con las que, paralelamente, se recogían en el texto punitivo; pena cuya duración oscilaba entre los seis meses y los cinco años, pudiendo llegar, incluso, a alcanzar los diez años de extensión en casos de extrema gravedad del delito cometido. Y aunque no es ahora el momento de entrar a valorar la naturaleza de semejante sanción, lo cierto es, como ya he manifestado críticamente en alguna otra ocasión (2), que resultaba excesiva e inapropiada.

En una línea ideológica muy parecida a la del citado Anteproyecto, aunque algo mitigada su finalidad sancionadora penal, pues, al menos, ya no incluía en su texto la referida pena juvenil como la consecuencia jurídica más grave que podía sufrir esta clase de delincuentes, el Grupo Socialista volvió a presentar con posterioridad al Congreso de los Diputados una Proposición de Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal del Menor (BOCG, Congreso de lo Diputados, 29 de noviembre de 1996), cuyo título casaba perfectamente con la letra del mandato recogido en el art. 19 del Código de 1995, para entonces ya entrado en vigor.

Estando así las cosas, y transcurridos ocho meses, el Ministerio de Justicia del Gobierno Popular elaboró un nuevo borrador, de fecha 1 de julio de 1997, relativo a un Anteproyecto de Ley Orgánica Reguladora de la Justicia Menores, que no sólo cambió formalmente la denominación de dicha Ley, sino que pretendió dotarla de un contenido y finalidad distintos de los que conformaban los textos redactados bajo el mandato del Gobierno Socialista, anteriormente citados. Este Anteproyecto volvió a retomar la que debió ser su denominación de origen, al menos en concordancia con la letra del artículo 19 CP, publicándose así el día 3 de noviembre de 1998 en el BOCG el entonces rubricado Proyecto de Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores, respecto del que se estableció, por acuerdo de la Mesa de la Cámara, un plazo de enmiendas por periodo de quince días hábiles.

Puede decirse que desde un punto de vista formal la L.O. 5/2000 se aleja, en cierto modo, de la naturaleza sancionadora-educativa -y no estrictamente penal-, propia de la responsabilidad de los menores, que caracterizaba a los textos legales previamente elaborados, si bien desde una perspectiva material cabe afirmar que, pese a referirse a la "responsabilidad penal" de los mismos, ni el contenido de ésta ni el procedimiento seguido para exigirla coinciden con los previstos por la legislación ordinaria, penal y procedimental, aplicable a los delincuentes adultos.

Tras esta breve incursión prelegislativa, y partiendo de la premisa de la gran similitud y notorias coincidencias existentes entre la normativa recogida en el último Proyecto citado y la regulación contenida en dicha Ley -aunque, no obstante, se observan algunas discrepancias entre ambas--, debe resaltarse que su propia Exposición de Motivos ya se hacía eco de la necesidad de rectificar y completar el criterio a que responde el art. 19 CP asentando dos cuestiones previas, basadas en principios científicos modernos y en la experiencia obtenida como consecuencia de la aplicación de la antigua L.O. 4/1992. La primera de ellas, consistente en declarar que se trata de una Ley de naturaleza materialmente sancionadora, aunque formalmente penal, a pesar de lo afirmado por el referido precepto del nuevo texto punitivo, que nace para dar respuesta social adecuada al problema que suscitan los jóvenes infractores. La segunda cuestión conecta con la convicción de que los delitos cometidos por niños menores de catorce años son, en general, irrelevantes, a excepción de los escasos supuestos que pueden producir alarma social, a los que bastaría dar una respuesta igualmente adecuada en el propio ámbito educativo y famliar, sin necesidad de que intervenga el aparato sancionador del Estado. Precísamente, una de las novedades que esta Ley trae consigo frente al texto del Proyecto es la relativa a la elevación en un año --dos respecto a la antigua Ley de 11 de junio de 1948-- del límite mínimo de la minoría de edad penal; dato éste al que tendré enseguida ocasión de referirme.

No obstante, y antes de adentrarme en ello, debo también precisar que, siguiendo esa misma línea de pensamiento, la L.O. 5/2000 incorpora a su redacción criterios orientadores, extraídos de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, en torno a las garantías y respeto de los derechos fundamentales que deben presidir el procedimiento seguido ante los Juzgados de Menores, encaminado a adoptar medidas no esencialmente represivas,  sino básicamente educativas, que tiendan hacia la efectiva reinserción y el interés preponderante del menor, utilizando al efecto elementos primordialmente procedentes de la esfera de otras Ciencias no jurídicas, cuales son la Sociología o la Psicología.

Como es sabido, la nueva Ley ha elevado a catorce años el límite mínimo de la minoría de edad penal, límite hasta ahora cifrado en los doce por la anterior legislación existente sobre la materia, lo que significa que los menores infractores que no hayan alcanzado este tope biológico en el momento de delinquir pasarán automáticamente a disposición gubernativa, ya que, según declara su art. 3, a éstos "no se les exigirá responsabilidad con arreglo a la presente Ley", sino que se les "aplicará lo dispuesto en las normas sobre protección de menores previstas en el Código Civil y demás disposiciones vigentes", a cuyos efectos el Ministerio Fiscal remitirá a la entidad pública encargada de protegerlos "testimonio de los particulares que considere precisos" respecto de los mismos, "a fin de valorar su situación", debiendo promover dicha entidad las medidas de protección adecuadas a sus circunstancias, conforme a lo dispuesto en la L.O. 1/1996, de 15 de enero.

Sin embargo debe advertirse que, pese a contar dicho criterio legal con un apoyo mayoritario --y no me refiero ahora, en concreto, al apoyo parlamentario, que ha quedado bien patente--, principalmente representado por un amplio sector de la doctrina especializada, tampoco puede afirmarse con rotundidad que se trate de una cuestión compartida de forma unánime, ya que existen opiniones discrepantes que consideran desacertado y poco realista por parte del legislador elevar el límite mínimo de la minoría de edad a los catorce años, resultando, en cambio, más adecuado el tope de los doce, tradicionalmente utilizado bajo la anterior normativa; eso sí,  siempre y cuando el fiscal goce de amplias facultades para no incoar expediente a los menores comprendidos en esa franja de edad, lo que sucederá en la mayoría de los casos, aún sin olvidar que tales niños, aunque de forma excepcional, también cometen a veces infracciones muy graves (v. gr., homicidios o violaciones) (3).

Es probable que habiendo elevado el nuevo Código en dos años el límite superior de la minoría de edad, por razones de proporcionalidad, haya querido hacer ulteriormente lo propio la L.O. 5/2000 en cuanto al límite mínimo. A este respecto debe señalarse que desde una perspectiva eminentemente sociológica suele hoy entenderse que  en las sociedades industrializadas la etapa de la adolescencia se ha prolongado, lo que se acredita en base a la ampliación de los periodos de formación escolar obligatoria y profesional, que en la mayoría de los países europeos, y entre ellos España, se viene elevando hasta los dieciséis años. A este dato cabe añadir otro más, aportado por la Psicología del aprendizaje, que hace depender el desarrollo del adolescente del incremento de su edad y, primordialmente, de los procesos de aprendizaje mismo.

Por mi parte entiendo que ambos datos, el sociológico y el psicológico, pueden servir, en todo caso, para explicar la elevación del vigente límite superior de la minoría de edad penal, aumentándolo desde dieciséis hasta dieciocho años, y desde dieciocho hasta veintiuno en determinados supuestos. Pero no alcanzo a comprender su particular incidencia en lo que concierne al incremento llevado a cabo por la L.O. 5/2000 en otros dos años de su límite inferior (de doce a catorce); límite, por cierto, que el Proyecto de Ley, a mi juicio con mejor criterio politicocriminal, había cifrado en los trece años, uno más que el tope de doce que señalara la L.O. 4/1992, que en este punto traía causa de su precedente Ley de 11 de junio de 1948. La razón principal por la que considero más procedente la decisión adoptada en su día por dicho texto legal al incluir en él el citado límite reside en el dato comparativo, escasa o nulamente considerado, de que la reforma penal operada en materia de delitos sexuales por la L.O. 11/1999, de 30 de abril, elevó, precisamente, de doce a trece años la edad de protección de la víctima en infracciones tales como los abusos sexuales, algunos de ellos, como es sabido, de extrema gravedad (4); y resulta algo chocante e injusto que la nueva L.O. 5/2000 declare irresponsables criminales con arreglo a la misma, remitiéndolos a las entidades públicas correspondientes, a los menores de catorce años, los cuales, al fin y a la postre, no son víctimas de delitos, sino infractores de normas jurídico-penales.

El único argumento justificactivo de esta opción legislativa, al que ya he aludido con anterioridad brevemente, lo ofrece la Exposición de Motivos de la citada Ley Orgánica en base a la convicción de que las infracciones cometidas por "niños menores de esta edad --llama "niños" a sujetos a los que, contrario sensu, el Código civil permite contraer matrimonio si han alcanzado los catorce años-- son en general irrelevantes"; afirmación ésta, quizá demasiado arriesgada para ser tan genérica, pues, por desgracia, existen casos penalmente relevantes, y no tan aislados como nos gustaría, de menores infractores de esa edad, respecto de los que añade a continuación que "en los escasos supuestos en que aquéllas puedan producir alarma social, son suficientes para darles una respuesta igualmente adecuada los ámbitos familiar y asistencial civil, sin necesidad de intervención del aparato judicial del Estado".  A mi juicio, semejante conclusión legal resulta algo chocante si, en verdad, se trata de un acto grave que ocasione verdadera alarma social, como puede ser un homicidio.

No obstante esta opinión, algún autor ha manifestado que el límite de los catorce años es todavía insuficiente a tales efectos y que por debajo de los dieciséis no debería atribuirse a los menores ninguna infracción de las normas jurídico-penales, por lo que tampoco se le debería sancionar por esta vía, aún cuando ello pudiera justificarse por razones de prevención, quedando de esta forma sometido al ámbito civil o gubernativo asistencial (5). 

Por ultimo, y volviendo a retomar la cuestión acerca de la que venía siendo normativa vigente hasta la entrada en vigor de la Ley 5/2000, debe tenerse presente que la interinidad antes referida en relación a los arts. 19 y 69 del nuevo Código, tal y como establece la Disposición final séptima de la citada Ley, afectaba lógicamente también a la Disposición transitoria duodécima del mismo, a los arts. 8.2, 9.3, 65, 20.1ª y 22.2º del derogado CP, relativos a la minoría de edad penal de los dieciséis años, a la posible atenuación de la responsabilidad criminal de los jóvenes menores de dieciocho, que comprendía, bien la rebaja de la pena en uno o dos grados, bien su sustitución por la correspondiente medida de internamiento en los términos que señalara la L.O.4/1992, así como a las disposiciones sobre responsabilidad civil derivada de delito que aquellos otros dos preceptos contenían; y todo ello, pese a la declaración recogida en la cláusula derogatoria de su Disposición final quinta, que abarca la globalidad de la normativa citada.

 

II.- Fundamento de dicha eximente  

De la lectura del art. 19 CP se desprende lo que, a mi juicio, constituye una importante novedad con respecto a la normativa antigua (art. 8.2º DCP): el menor de dieciocho años puede no ser responsable criminal de acuerdo con el texto punitivo, pero sí, en cambio, con arreglo a la nueva Ley reguladora de su responsabilidad penal, lo que se traduce en el reconocimiento legal de su eventual capacidad de imputabilidad, debiendo responder penalmente cuando haya cometido un hecho delictivo; reconocimiento que, por el contrario, se encuentra ausente en aquel primer precepto, pues es bien sabido que aunque el art. 8.2º del derogado Código omitiera declarar de forma expresa cuál fuera el fundamento de la exención de responsabilidad criminal que amparara a los menores de dieciséis años, éste se basaba en la presunción iuris et de iure de que las personas que no hubieran alcanzado ese tope de edad eran inimputables, en todo caso, por carecer de capacidad de culpabilidad. Ello se explicaba a partir de la utilización por el legislador de un criterio biológico puro para argumentar dicha afirmación, con exclusiva atención al dato objetivo de la edad misma; criterio que ya fuera introducido en nuestro Ordenamiento por el Código de 1928, abandonando de esta forma la teoría relativa al discernimiento, tradicionalmente seguida por los textos punitivos anteriores, incluido el de 1822 (6).

Desde una perspectiva puramente legal este abandono supuso, a partir de entonces, la equiparación entre la concreta situación por la que atraviesan los menores y aquella otra en que se encuentran los incapaces mentales, pese a tratarse de una equiparación equivocada, en opinión de algunos,  ya que, en términos genéricos, no puede afirmarse que todo menor de dieciséis años carezca siempre de las capacidades de comprensión y voluntad necesarias para comportarse de acuerdo con la prohibición o el mandato de la norma; o, expresado en otros términos, que carezca de la capacidad de determinarse conforme a la misma. En cambio, es un hecho comunmente compartido por la generalidad de los Ordenamientos de nuestro entorno jurídico el de entender que esa capacidad está, en todo caso, ausente en los menores de doce o trece años, a los que cabe directamente calificar de niños, y de cuyo tratamiento deberán encargarse las instituciones administrativas de protección de menores cuando éstos cometan un hecho constitutivo de delito o falta (7).

Es por ello que afirmar, apelando al criterio biológico puro, y en aras de un mayor grado de seguridad jurídica, que por encima de dicha edad los que no hayan alcanzado los dieciséis años son siempre inimputables, a veces conduce a resultados insatisfactorios por absurdos e injustos (piénsese que, por ejemplo, quedaría excluido de esta consideración un joven que acabara de cumplir dicha edad), amén de erigirse en una clara ficción jurídica, únicamente soslayable mediante la utilización de un criterio distinto, como es el del discernimiento, basado en la inmadurez o inexperiencia de aquéllos para comprender lo injusto de su comportamiento, en cuya virtud podría, en principio, reconocérseles incapacidad de imputabilidad, aunque sin perjuicio de analizar si ésta concurre o no en el caso concreto, la cual, de estar presente, determinaría su irresponsabilidad, mas no precisamente por tratarse de jóvenes o menores, sino porque en ese supuesto específico se habría constatado que su proceso evolutivo era deficiente. No obstante, resulta evidente el alto grado de inseguridad jurídica a que conduciría la utilización aislada de este criterio, en la medida en que su aplicación conllevaría, además, la prueba positiva de su respectiva libertad.

Ello explica que hasta ahora en la práctica haya existido cierta tendencia a manejar un sistema mixto, que opere a modo de abrazadera o nexo entre ambos criterios, el biológico puro y el del discernimiento, al estilo del modelo germánico, plasmado en la Ley de Justicia Juvenil alemana, que utiliza el dato de la madurez ética-intelectual del joven/menor, distinguiendo a tales efectos tres categorías relativas a su edad: niños, jóvenes y jovenes-adultos. En relación a la primera, rige el criterio biológico puro, por el que en todos los casos se presume, sin admisión de prueba en contrario, que los menores de catorce años carecen de la necesaria capacidad de comprender el injusto; en lo que concierne a la segunda, integrada por la franja de edad comprendida entre los catorce y los dieciocho, se utiliza el referido criterio mixto; mientras para la tercera categoría citada, que incluye a sujetos de dieciocho a veintiún años, en principio equiparados a los jóvenes que conforman la categoría anterior, se emplea el de la madurez, a través del que se pretende demostrar su capacidad o incapacidad de comprensión de la norma infringida.

Sin embargo, creo personalmente que resulta a todas luces evidente la ambigüedad e indefinición de que adolece este último término, es decir, el relativo a la "madurez"; concepto socio-cultural, cargado de una buena dosis de relativismo, por lo demás de muy difícil concreción en la práctica, pues al estar estrechamente vinculado a las condiciones sociales vigentes queda sometido en cuanto a su determinación a la total discrecionalidad del juez, que será quien, en definitiva, resuelva en cada caso si el joven goza o no de la capacidad necesaria para comprender el injusto (8).

No obstante todo lo expuesto, lo cierto es que ni el sistema hasta ahora vigente sobre exención incondicionada de la responsabilidad criminal hasta los dieciséis años, ni el sistema mixto seguido por los diversos borradores elaborados con anterioridad a aprobarse definitivamente la L.O. 5/2000, a los que ya he tenido ocasión de referirme brevemente, que combinaban el criterio biológico puro con el del discernimiento, supieron aclarar, objetiva y razonablemente, cuáles eran, a su juicio, los verdaderos motivos por los que el Ordenamiento penal común resultaba inadecuado para encargarse de sancionar a este categoría de infractores.

A tales efectos, es sabido que la doctrina especializada en la materia venía tiempo atrás indagando en criterios distintos, particularmente de índole politicocriminal, que trascendían a la mera presunción legal iuris et de iure mencionada, así como al resultado que se pueda alcanzar tras combinar dicha presunción con datos relativos al grado de madurez ético/intelectual del menor. Tales criterios, que exceden del concepto estricto de imputabilidad, atienden de forma primordial a una contemplación integradora de la culpabilidad y los fines de la pena. En esta línea de pensamiento se ha sostenido que ni las exigencias de prevención general (positiva o negativa) ni, mucho menos, las de prevención especial justifican o legitiman la necesaria imposición a este grupo de infractores de la pena común de cárcel, generalmente aplicada a los delincuentes adultos, como tampoco el cumplimiento de la misma en los centros penitenciarios ordinarios destinados a su ejecución, pues la extensión a aquéllos de este último sistema no sólo no cumplimentaría las citadas exigencias, sino que se opondría contundentemente a ellas perjudicando o entorpeciendo de forma palmaria la definitiva reinserción social de tales sujetos, siendo, en cambio, mucho más adecuado aplicarles un tratamiento educativo específico en lugar del genuino y genérico castigo penal (9), el cual, a la postre, determinaría la ausencia de su propia legitimidad jurídica.

Naturalmente, la adopción de estos planteamientos exige una revisión a fondo -que por razones de espacio no podemos realizar aquí- de los presupuestos y principios informadores que deben inspirar la nueva legislación reguladora de la responsabilidad penal de los menores; tarea que, con mayor o menor fortuna, ha llevado a cabo la L.O. 5/2000. No obstante, veamos a continuación, aunque de forma sintética, en que consisten tales principios fundamentales.

La citada Ley, en su Exposición de Motivos asienta firmemente como postulado genérico, inspirador de la globalidad de su texto, el carácter primordial de "intervención educativa" que la responsabilidad penal de los menores presenta frente a la de los adultos; principio éste indiscutible, que trasciende a todos los aspectos de su regulación jurídica y que determina "considerables diferencias entre el sentido y el procedimiento de las sanciones de uno y otro justiciable". En segundo término señala los catorce años como límite mínimo, a partir del cual resulta adecuado exigir dicha clase de responsabilidad a los menores, en base a criterios tales como los que ya he tenido ocasión de referir en sentido parcialmente crítico, pues no estoy conforme con el argumento explicativo esgrimido por la nueva Ley de que las infracciones cometidas por los "niños" de esta edad sean "en general irrelevantes", resultando en todo caso "suficientes los ámbitos familiar y asistencial civil" para darles una respuesta adecuada, sin que sea precisa la "intervención del aparato judicial sancionador del Estado"; intervención que, personalmente, considero necesaria si, en verdad, aquéllas -aunque esporádicas-- han sido de tal entidad que hayan producido alarma social. Finalmente, y como era de esperar, haciéndose eco de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional dictada sobre la materia (SSTC 36/91 y 60/95), la Exposición de Motivos recoge un tercer principio orientador de la presente Ley Orgánica, que versa sobre las garantías y respeto a los derechos fundamentales que "han de imperar en el procedimiento seguido ante los Juzgados de Menores", siempre encaminado a la adopción de medidas no represivas, sino preventivo-especiales.

Como consecuencia de la proclamación de tales principios, puede afirmarse que la Ley se caracteriza por su naturaleza formalmente penal, pero materialmente sancionadora-educativa del procedimiento y de las medidas aplicables a los infractores menores; por su expreso reconocimiento de las garantías derivadas del respeto de los derechos constitucionales y de las especiales exigencias del interés de aquéllos; por su diferenciación en diversos tramos respecto de esta categoría de delincuentes (catorce/dieciséis-dieciséis/dieciocho-dieciocho/veintiún años) a efectos procesales y sancionadores; así como por la flexibilidad en la adopción y ejecución de las medidas aconsejadas por las circunstancias del caso concreto.

Por otra parte, llama la atención que, con reiterada insistencia, la L.O.5/2000 aluda al citado interés como finalidad primordial del procedimiento y de las medidas que en él se adopten; interés que deberá valorarse con arreglo a criterios técnicos y no formalistas por equipos de profesionales especializados en otras ciencias no jurídicas. Suscribo plenamente esta apreciación legal, aunque discrepo, en cambio, de la tajante afirmación que la Ley sostiene en otro de los párrafos del apartado II de su Exposición de Motivos, cuando, tras declarar que dicha L.O. tiene "ciertamente la naturaleza de disposición sancionadora, pues desarrolla la exigencia de una verdadera responsabilidad jurídica a los menores infractores" --idea que comparto sin reservas, ya que me parece del todo correcta--, añade a continuación que, no obstante, "al pretender ser la reacción jurídica dirigida al menor infractor una intervención de naturaleza educativa, aunque desde luego de especial intensidad", deben rechazarse expresamente "otras finalidades esenciales del Derecho penal de adultos, como la proporcionalidad entre el hecho y la sanción o la intimidación de los destinatarios de la norma" (10).

A mi juicio, esta última cláusula resulta de todo punto innecesaria, pues no encuentro problema alguno en hacer compatibles los fines preventivo-especiales, sin duda prioritarios en el marco de una Ley de esta naturaleza, que atiende primordialmente al interés del menor y a su educación, de cara a su efectiva reinserción social futura, con los de prevención general negativa, que no sólo pueden, sino que deben operar también en el ámbito del Derecho penal de menores, aunque sea con carácter subsidiario en relación a aquéllos, a cuya finalidad no se oponen, ya que mientras a través de los primeros se busca en primera instancia la educación y resocialización de los mismos, mediante los segundos se intentará --y es de esperar que se consiga, al menos en algunos casos-- que otros jóvenes, que puedan encontrarse en parecidas circunstancias a las que coadyuvaron a que ciertos menores infringieran la norma con anterioridad, se abstengan de hacerlo en el futuro, pues es un dato ciertamente constatado, que con seguridad conocerán psicólogos y sociólogos estudiosos del comportamiento infantil y juvenil, que los niños y los adolescentes actúan frecuentemente por mimetismo, es decir, imitando conductas --a la sazón delictivas-- de algunos de sus semejantes, que a veces son adultos, pero que igualmente pueden ser niños o jóvenes, y ello, en una buena medida, debido al hecho de encontrarse aún inmersos en un proceso de desarrollo evolutivo educacional, que se traduce en la idea de que su personalidad no está definitivamente afianzada como pueda estarlo la de un adulto. 

 

III.- Reflexiones personales en torno a la elaboración de  un Derecho Penal de menores. Especial consideración a la L.O. 5/2000, de 12 de febrero

Partiendo de la premisa comúnmente compartida de la dificultad que encierra a priori asumir cualquier planteamiento que siente las bases del que, según cada opinión, constituya el sistema más adecuado de tratamiento jurídico-penal de jóvenes y menores infractores (11), pues es bien sabido que se trata de un problema de características muy peculiares al afectar a una categoría específica de delincuentes, cuyas conductas han venido conformando a lo largo del tiempo la tradicional expresión "delincuencia juvenil", hoy ya en creciente desuso, y antes de pasar a exponer algunas reflexiones al respecto, quisiera volver a recordar (12), ahora en esta sede, que, con independencia del sistema concreto y definitivo que se adopte, abordamos una cuestión enormemente conflictiva, cuya eventual solución se encuentra sembrada de dudas y vacilaciones, como corresponde a la particular dinámica delictiva que caracteriza a este tipo de delincuencia, ya que, no en vano, ésta ha sido, es y será siempre para el especialista una materia de estudio particularmente resbaladiza y llena de incógnitas por despejar, debido, en esencia, al dato biológico de la corta edad que distingue a este peculiar elenco de infractores, quienes, a pesar de haber cometido un delito o una falta, estando como están inmersos en un proceso evolutivo de desarrollo personal, aún sin terminar, ni pueden ni deben recibir el mismo tratamiento sancionatorio que prevé la legislación penal ordinaria para los delincuentes adultos, en base a las razones educativas y resocializadoras, ya mencionadas con anterioridad.

En este orden de ideas, la dificultades que de por sí encierra el hecho genérico de reflexionar sobre el que, a juicio de cada cual, debe ser el sistema más apropiado a seguir para regular legalmente la responsabilidad penal de jóvenes y menores, se acrecientan ante las múltiples y reiteradas manifestaciones emitidas por un amplio sector de profesionales, que en la práctica trabajan diariamente en contacto directo con ellos y que con bastante insistencia esgrimen argumentos pesimistas en cuanto a la efectiva consecución de su completa reinserción social, al menos a partir del sistema de medidas correctoras y educativas existente bajo la anterior normativa. Que algo fallaba en dicho "sistema" es evidente, como lo prueba, sin ir más lejos, el considerable incremento que ha experimentado en los últimos tiempos esta peculiar modalidad de delincuencia; fenómeno criminológico éste no sólo constatado en España, sino también en otros países de nuestro entorno cultural y jurídico (13).             

Así pues, partiendo de la premisa de que los argumentos que voy a esgrimir no se reducen a una mera disertación teórica, en tanto pretenden tener en todo momento bien presente la realidad práctica, he de afirmar, ya en primera instancia, que mi personal planteamiento al respecto intenta combinar la racionalidad con el optimismo -que no con la utopía, que puede, en cambio, caracterizar a otras tesis más altruistas pero menos realistas que la que propongo-, sin tener que renunciar a defender esta apriorística actitud positiva frente a un problema como este de la delincuencia de menores, de tan difícil solución. Dicha actitud no puede ni debe obviarse, pese a las muchas adversidades que ofrezca de antemano, en el sentido de mantener siempre latente un espíritu esperanzador de cara a la futura y efectiva reinserción social de estos concretos infractores; si no de todos, lo que sería absurdo por imposible, sí, al menos, de algunos de ellos. No obstante, como he indicado, el planteamiento que sustento intenta no perder ni un sólo momento de vista la realidad práctica, a cuyo servicio debe ir destinado, ya que, de lo contrario, carecería de virtualidad y, en definitiva, de interés. 

En esta línea, y con carácter prioritario, creo que sería bastante conveniente minimizar la trascendencia y el exagerado valor que se viene otorgando, sobre todo en los últimos tiempos, a las estadísticas e índices recabados en España sobre esta clase de delincuencia, por elevados que éstos sean, reduciéndolos a sus justos términos. Y me estoy refiriendo, en particular, al número de fracasos obtenidos, el cual, hasta la fecha, parece ser claramente superior al de los aciertos logrados, atendiendo lógicamente al dato de la efectiva reinserción social de los menores. En otras palabras, pienso que sería más correcto entender que un único éxito alcanzado en este sentido equivale a un resultado positivo, y no sólo a corto o medio plazo, sino a largo plazo también, pues si mediante la aplicación de un sistema de tratamiento adecuado se consigue reeducarlos, dado que se encuentran en situación de riesgo, porque, pese a su corta edad, ya han infringido determinadas normas penales de conducta, se estará contribuyendo de forma más contundente a evitar que en el futuro se conviertan en potenciales delincuentes adultos, soslayando, al propio tiempo, la comisión de innumerables comportamientos delictivos. A tales efectos es necesario que dicho sistema les brinde los mecanismos y oportunidades pertinentes para corregir los defectos y carencias subyacentes al todavía incompleto proceso evolutivo de su personalidad, debido a las ya mencionadas peculiares condiciones biológicas que los caracterizan, que conllevan el eventual desconocimiento de la trascendencia del injusto penal y de sus consecuencias jurídicas.

 En mi opinión, y a partir de estas ideas previas, un planteamiento que pretenda ser eficaz, es decir, susceptible de lograr la finalidad última relativa a la reeducación y completa reinserción social del mayor número posible de menores infractores, y, a la par, realista, debería intentar aunar las necesidades resocializadoras de prevención especial, al menos con las intimidatorias, dirigidas a estos potenciales delincuentes;  es decir, con las exigencias de prevención general negativa, si bien parece lógico decantarse de forma prioritaria a favor de los fines resocializadores educativos de su tratamiento personalizado,  plasmado en un sistema de medidas educadoras gradualmente establecidas en función de la correspondiente franja de edad (trece/dieciséis, dieciséis/dieciocho y dieciocho/veintiún años, respectivamente). No obstante, como ya he tenido ocasión de comentar con anterioridad, la L.O. 5/2000, con fundamento en su exclusiva naturaleza educativa en interés del menor, excluye expresamente de su ámbito cualesquiera otras finalidades esenciales al Derecho penal de adultos, cual es el caso de la "proporcionalidad entre el hecho y la sanción" o el de la "intimidación de los destinatarios de la norma"; conclusión del legislador un tanto extremista y, cuando menos, discutible, pues, no en vano, tratándose de una ley penal especial en relación al texto punitivo ordinario, quizá no debería haber desdeñado de forma tan tajante tales finalidades, que podría, en cambio, haber hecho compatibles con las resocializadoras, aunque éstas sean sin duda prioritarias en el presente contexto, habiéndoles, pues, otorgado un papel meramente secundario y limitador de las mismas en casos de infracciones graves y muy graves, las cuales, aún esporádicamente, también los jóvenes y menores cometen. En definitiva, creo que en este aspecto concreto la nueva Ley Orgánica peca en exceso de altruista e ingenua, mostrándose, en general, poco realista.

Por ello debe añadirse que, no obstante, de fracasar la aplicación de las medidas educativas antes señaladas, o, incluso, de ser éstas rechazadas por su propio destinatario, quien, al no padecer ninguna enfermedad o trastorno mental que excluya su capacidad de discernimiento, puede perfectamente oponerse a seguir el correspondiente tratamiento en que aquéllas consistan haciendo uso del libre ejercicio de sus derechos y garantías individuales, habría entonces que acudir -eso sí, en segundo término y de forma subsidiaria- a un sistema sancionatorio, desgraciadamente más drástico, basado en la imposición de una medida de internamiento en determinados centros, especialmente creados al efecto, los cuales, no obstante dicho régimen, deben estar rodeados de las condiciones educativas, laborales y de ocio necesarias para la adecuada reinserción de sus destinatarios, debiendo aplicarse siempre de forma preferente el régimen abierto o semiabierto frente al cerrado, que debe utilizarse sólo en última instancia cuando su recurso ya fuera inevitable, excluidas las anteriores medidas citadas. Me refiero, lógicamente, a casos extremos que versan sobre hechos de particular gravedad, constatado, además, un alto grado de peligrosidad del menor -v.gr., hechos delictivos violentos o intimidatorios contra las personas-, cuya duración, pese a todo, debe ser lo más corta posible, considerando que un internamiento demasiado prolongado en el tiempo restringiría física y moralmente la libertad de aquéllos, llegando a la postre a estigmatizarlos, lo que sería de todo punto contraproducente para un sistema de tratamiento como el propuesto.

A esta medida de internamiento ya aludía el art. 17 de la antigua L.O. 4/1992, la incluía igualmente el Proyecto de 1997  y la recoge asimismo el art. 7 de la vigente L.O. 5/2000, siendo su duración máxima de diez años, aunque dividida en un primer periodo de genuino internamiento, que no podrá exceder de cinco años, seguido de otro segundo, de la misma duración, ejecutado bajo el régimen de libertad vigilada en la modalidad elegida por el juez. No obstante, la necesidad de recurrir en última instancia a esta medida debe quedar supeditada a la previa creación de centros idóneos para su cumplimiento, dotados de las condiciones imprescindibles para que el menor pueda desarrollar en ellos, durante el tiempo que deba permanecer internado, actividades educativas, laborales y de distracción. Es decir, centros de nuevo cuño y diferente estructura, que sustituyan definitivamente a los tradicionales y represivos "correccionales"/"reformatorios" y cuya especial configuración esté exclusivamente orientada hacia la reeducación, que no retribución, de sus jóvenes destinatarios, en los términos previstos en el apartado a), pfo. 1 del art. 7 de la L.O. 5/2000; y ello pese a que la adopción de esta medida, que encuentra fácil justificación en las exigencias de prevención general positiva y negativa, resulte, en cambio, más difícil de sustentar atendiendo a las exigencias resocializadoras de  prevención especial, aunque, de imponerse dicha medida de  internamiento en los términos arriba expuestos, esto es, como último recurso y única alternativa viable, quizá cabría esperar, siquiera sea inicialmente, que de su adecuado cumplimiento se pueda devengar, al menos, alguna remota expectativa de resocialización.

Otro aspecto problemático, que tradicionalmente ha venido suscitando el Derecho penal juvenil y que han puesto de manifiesto las últimas tendencias doctrinales, penales y criminológicas, es el relativo al excesivo legalismo dominante en su ámbito, en tanto contradice la finalidad esencialmente reeducativa inherente a cualquier medida aplicable a los jóvenes infractores, motivo por el que se ha insistido --y se insiste-- en la conveniencia de incrementar las facultades discrecionales de los jueces de menores a efectos de una mejor individualización de la medida aplicable, personalizada en cada delincuente, atendiendo para ello a sus características, circunstancias y necesidades subjetivas; capacidad de discrecionalidad que ya le reconocía al juez el art. 16 de la Ley 4/1992, cuando, ante el caso concreto, le indicaba la necesidad de valorar, junto a la gravedad del hecho, no sólo la personalidad del menor, sino también la particular situación en que se encontrara, así como el grado de necesidad de aplicación de la respectiva medida, al igual que el entorno familiar y social al que perteneciera. En la misma línea, clara y contundentemente, se expresa el pfo. 3 del citado art. 7 de la  L.O. 5/2000 al señalar que para elegir la medida adecuada, tanto el Ministerio Fiscal, como el letrado del menor en sus postulaciones, al igual que el juez en la correspondiente sentencia deberán "atender de modo flexible no sólo a la prueba y valoración jurídica de los hechos, sino especialmente a la edad, las circunstancias familiares y sociales, la personalidad y el interés del menor".

No obstante estas previsiones legales, y pese a que dicha capacidad de discrecionalidad judicial ha sido ocasionalmente calificada de inconstitucional, la trascendental Sentencia del TC 36/1991, lógicamente mencionada por la Exposición de Motivos de la L.O. 5/2000, se pronunció tajantemente en su día a favor de la misma, aludiendo, en primer término, al carácter educativo, propio del Ordenamiento penal de menores; en segundo lugar, a la naturaleza correctora/educativa, que no retributiva, de sus sanciones; y, por último, a la finalidad esencial que persigue, protectora del desarrollo evolutivo de la personalidad de aquéllos, íntimamente relacionada con la consideración de sus condiciones particulares, de la que va a depender, en definitiva, la eficacia de la medida y, a la postre, su completa resocialización.

Ahora bien, debe advertirse que, a veces, esta tarea individualizadora puede no compaginarse adecuadamente con el sistema judicial a seguir en el tratamiento de estos sujetos, llegando a desembocar en una excesiva judicialización del mismo al otorgarse una prioridad desmedida a aspectos garantistas y proteccionistas, como si se tratara de tramitar un proceso ordinario para delincuentes adultos, con clara merma de los fines reeducadores. Por ello pienso que el modelo más acertado a seguir sería aquél capaz de combinar equilibradamente la acción judicial con la educativa, es decir, de armonizar cuanto sea factible los citados aspectos garantistas con los individualizadores, pues creo que a través de esta línea de pensamiento se pueden obtener resultados satisfactorios en cuanto a la efectiva reinserción social de los menores infractores, aunque sin olvidar que éstos, al fin y al cabo, han cometido un hecho antijurídico (han infringido una norma penal de conducta) cuya vigencia debe ser reafirmada, pese a que por determinadas razones políticocriminales, ya expuestas con anterioridad, no se les apliquen las sanciones punitivas ordinarias.

En conclusión, se trata de un sistema híbrido, que intenta compaginar de la mejor manera posible, pese a su inherente e innegable dificultad, la satisfacción de las necesidades preventivas con el respeto de los derechos y garantías individuales. Por ello, no puedo compartir determinadas propuestas que propugnan la "desjudicialización" y "desformalización" de la intervención sobre delincuentes de edad inferior a los dieciocho años, en base a una supuesta pretensión "humanitaria de desdramatizarla", cuando, en verdad, tales planteamientos sólo conducen a restringir las garantías individuales y los efectos preventivo-generales inherentes a todo sistema jurídico-penal.

A este respecto resulta necesario que la instrucción de las diligencias la lleve a cabo el Ministerio Fiscal, cuya función servirá, de esta forma, como contrapunto a la intervención del juez, a su vez encargado de velar por el cumplimiento de los citados derechos y garantías, con exclusión de las acusaciones particulares, defensoras de los intereses de las víctimas, dada la naturaleza predominantemente reeducativa del procedimiento; sistema éste por el que, con buen criterio, ha optado la nueva L.O. 5/2000 (arts. 16 y ss.).

En otro orden de cosas, y aunque ésta no haya seguido en su texto el criterio postulado por algunos, relativo a la conveniencia de aunar dentro del mismo el tratamiento de las cuestiones procesales con las de Derecho penal sustantivo, en el sentido de unificar espacialmente la actuación de todos los profesionales implicados en ella, tales como policía de menores, jueces, fiscales y equipos técnicos, cuya cooperación conjunta propiciaría la consecución de un mayor número de resultados positivos en beneficio e interés de sus destinatarios, al menos adopta en sus Disposiciones finales segunda, tercera y cuarta una serie de mandatos encaminados a adecuar convenientemente la organización judicial, es decir, las plantillas de la carrera judicial y fiscal, así como del personal de la Administración de Justicia, lo que conlleva una efectiva especialización de jueces, fiscales y abogados para atender esta clase concreta de delincuencia, al igual que una mejora y potenciación de los equipos técnicos y de los profesionales que los integran, cuya formación deberá cuidarse con esmero a tales efectos (14).

Por otra parte, comparto la loable intencionalidad de que hace gala la Ley al fomentar el compromiso de los padres o de quienes sean los responsables directos de estos infractores para intervenir, si ello fuera factible, en los correspondientes programas educativos, culturales o de formación, como también la previsión que contiene de las medidas de reparación del daño causado y mediación o conciliación del menor con la víctima, en cuya virtud ofensor y perjudicado llegan a un acuerdo que pone fin al conflicto jurídico que él mismo originó (15).

En esta línea, y en lo que a la Comunidad Andaluza se refiere, cabe destacar el dato relativo a la reciente reunión mantenida por los jueces de menores de las diversas Audiencias Provinciales con el Consejero de Asuntos Sociales de la Junta de Andalucía con la finalidad de analizar conjuntamente la efectiva aplicación de esta nueva Ley en la citada Comunidad, habiendo considerado prioritario, entre otros aspectos, el hecho de que la Administración ofrezca apoyo psicológico y se responsabilice de las víctimas de actos delictivos cometidos por aquéllos, a cuyos efectos han solicitado que las medidas cautelares, de seis meses de duración en la actualidad, se amplíen mientras sea posible hasta que se ejecute la sentencia firme, sin dejar de mencionar que el Gobierno central tiene aún pendientes algunas deudas en materia de recursos con los menores delincuentes, cual es el caso relativo a la problemática de las dependencias adecuadas para llevar a cabo la detención de los mismos, que pueden llegar a estar hasta seis días o más pendientes de la adopción de una de las citadas medidas cautelares.

Otro tanto ha sucedido con los fiscales de menores de la misma Comunidad, que reclaman, también al Gobierno central, una mayor financiación, considerando que han transcurrido ya seis meses desde la entrada en vigor de la L.O. 5/2000, y ello resulta imprescindible si lo que realmente se desea es que ésta produzca resultados positivos en su aplicación práctica.

Por último, y de total acuerdo con las manifestaciones efectuadas por ambos grupos de profesionales citados, señalar que el planteamiento que de forma global y resumida acabo de exponer queda reducido a una mera proclamación de principios si la entrada en vigor de dicha Ley no se hubiera acompañado de la respectiva regulación reglamentaria que la desarrolle, lo que efectivamente prevé su Disposición final segunda, al igual que de las correspondientes dotaciones presupuestarias, incremento de personal especializado, medios materiales necesarios y demás infraestructura imprescindible a tales efectos; elementos todos ellos cuya escasez -por no decir inexistencia-, al menos hasta la fecha, viene obstaculizando, en gran medida, el que se lleve a buen puerto su efectiva puesta en marcha.

 

IV.- Modificaciones legales operadas en ella por la L.O. 7/2000, de 22 de diciembre, en relación con los delitos de terrorismo

Dicha Ley Orgánica, que entró en vigor al día siguiente de su publicación en el BOE, es decir, el 24 de diciembre de 2000, comprende dos únicos artículos: el primero, que contiene todas las modificaciones concernientes al Código penal, y el segundo, relativo a los cambios operados por ella en la Ley 5/2000 respecto de los delitos de terrorismo. Este es el precepto que ahora nos interesa fundamentalmente, si bien es cierto que en el presente contexto conviene también mencionar, siquiera sea brevemente, la nueva redacción conferida por la citada Ley al art. 577 CP, concerniente al denominado "terrorismo urbano", que incorpora el delito de daños al grupo de infracciones ya enumeradas con anterioridad en dicho artículo, además de resolver -según reza la Exposición de Motivos de esta nueva Ley- las dudas interpretativas que puedan surgir en relación a la tenencia de explosivos, utilizados para cometer actos de terrorismo.

De igual modo, merece la pena destacar la creación ex novo del art. 578, que viene a sancionar a quienes enaltezcan o justifiquen por cualquier medio de expresión pública o difusión los delitos de terrorismo, así como a quienes participen en su ejecución o en la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares (16).

El artículo segundo de esta Ley Orgánica incide directamente, como he adelantado, en la L.O. 5/2000, a la que añade una nueva Disposición adicional con la consecuente modificación técnica de algunos preceptos relacionados con ella, cuya expresa finalidad -al menos así lo dice su propia Exposición de Motivos- no es otra que la de "reforzar la aplicación de los principios inspiradores de la citada Ley a los menores implicados en delitos de terrorismo", dada su creciente participación no sólo en las diversas acciones que integran el terrorismo urbano, sino también en el resto de las actividades terroristas, sin que, en ningún caso, se pretenda "excepcionar de la aplicación de la Ley 5/2000 a estos menores", sino más bien establecer las mínimas especialidades necesarias para que el enjuiciamiento de sus conductas constitutivas de delitos de terrorismo "se realice en las condiciones más adecuadas a la naturaleza de los supuestos que se enjuician..., manteniendo sin excepción todas las especiales garantías procesales" que para tales infractores ha establecido la citada Ley, así como para que "la aplicación de las medidas rehabilitadoras... pueda desarrollarse en condiciones ambientales favorables, con apoyos técnicos especializados, y por un tiempo suficiente para hacer eficaz el proceso rehabilitador".

Todas estas manifestaciones generales pretenden justificar desde una perspectiva legal las diversas modificaciones operadas en la Ley 5/2000 cuando la naturaleza de los delitos perpetrados sea de índole terrorista. De esta forma, se articula un Juzgado Central de Menores en la Audiencia Nacional, así como la posible prolongación de los plazos de internamiento y la previsión de la ejecución de esta clase de medidas según acuerde dicha Audiencia, que contará para ello con el apoyo y control del personal especializado que el Gobierno ponga a su disposición. De igual modo, se establece un tratamiento diferenciado entre los menores de dieciséis años y los de edades comprendidas entre los dieciséis y los dieciocho, viniendo a consolidar de esta manera lo que se desprende de la disposición contenida en el art. 4 de esta Ley; es decir, que quedan excluidos de esta norma los mayores de dieciocho años y menores de veintiuno.  

Partiendo, pues, de esta premisa, claramente excluyente de los jóvenes comprendidos en esta última franja de edad del ámbito de aplicación de la Ley 5/2000 cuando hayan cometido alguno de los delitos a que se refiere la nueva Disposición adicional cuarta, esto es, homicidio (art. 138), asesinato (art. 139), violación (arts. 179 y 180), delitos de terrorismo (arts. 571 a 580), así como aquellos otros sancionados con pena de prisión igual o superior a quince años, si el responsable de alguno de ellos fuera un joven comprendido entre los dieciséis y los dieciocho años, el juez le impondrá una medida de internamiento en régimen cerrado, que podrá durar entre uno y ocho años, en su caso complementada por otra de libertad vigilada, hasta un máximo de cinco años, en cuyo supuesto, además, sólo  podrá hacerse uso de las facultades de modificación, suspensión y sustitución que la citada L.O. prevé (arts. 14, 40 y 51.1, respectivamente) cuando haya transcurrido, al menos, la mitad de la duración de la medida de internamiento impuesta, la cual, por cierto, podrá incluso alcanzar una duración máxima de diez años si tales jóvenes fueran responsables de más de un delito, alguno de los cuales estuviera calificado de grave y sancionado con pena de prisión igual o superior a quince años de los delitos de terrorismo de los arts. 571 a 580 CP.

Por su parte, siendo los responsables de alguna de las infracciones arriba mencionadas menores de edades  comprendidos entre los catorce y dieciséis, el juez deberá imponer la medida de internamiento en régimen cerrado por un período de uno a cuatro años, a su vez complementada por otra de libertad vigilada hasta un máximo de tres años, si bien la primera de ellas podrá elevarse a cinco cuando concurra alguna de las circunstancias antes señaladas.

Finalmente, los hechos delictivos y las medidas aplicadas a ambos grupos de jóvenes/menores prescribirán con arreglo a las normas generales contenidas en el Código penal, y no según las disposiciones específicas previstas en la Ley 5/2000 (apartado f) de la nueva Disposición adicional cuarta, añadida por la L.O. 7/2000).

Partiendo de la base, como era de esperar, de que la presente reforma no ha sido compartida por la generalidad de la doctrina (17), y de que, probablemente, podía haberse mejorado la regulación de alguno de sus aspectos, lo cierto es que, tal y como expresamente señala la Disposición adicional quinta de la citada Ley, de nuevo cuño también por la reforma legal que nos ocupa, en el plazo de cinco años, a contar desde la entrada en vigor de la nueva L.O. 7/2000, el Gobierno se compromete a remitir al Congreso de los Diputados un informe en el se "analizarán y evaluarán los efectos y las consecuencias de la aplicación de la disposición adicional cuarta", es de suponer que en base a las resoluciones jurisprudenciales emitidas en ese periodo de tiempo por los órganos judiciales competentes (así, el Juzgado Central de Menores de la Audiencia Nacional, si se trata de delitos de terrorismo), al igual que a los resultados, al menos parcialmente obtenidos, mediante la aplicación práctica del novedoso y específico sistema de tratamiento previsto por la citada Disposición adicional para este peculiar grupo de jóvenes y menores delincuentes.

  En consecuencia, y una vez más, será el paso inexorable del tiempo quien determine los aciertos y desaciertos de la presente reforma en una materia de tanta trascendencia como la que ha sido objeto de su especial consideración.       

  

 Notas

1 Un estudio más detallado de estos borradores puede verse en Carmona Salgado, C: "Comentario al artículo 19 del nuevo Código penal", en Comentarios al Código Penal, dir. Por M. Cobo Del Rosal, T.II, Edersa, Madrid, 2000, págs. 39 y ss.

2 Vid. en ese sentido crítico, Carmona Salgado, C.: "La delincuencia de jóvenes y menores: hacia una nueva regulación jurídica", en Protección Jurídica del Menor, Universidad Internacional de Andalucía, Sede Antonio Machado de Baeza, Asociación de Letrados de la Junta de Andalucía, 1997, págs. 149 y ss.; de igual modo, en "Comentario al artículo 19..." cit., págs. 50 y ss.

3 Esta opinión, pese a ser minoritaria, se recogía expresamente en el Informe de la Fiscalía General del Estado al Anteproyecto de ley Orgánica Reguladora de la Justicia de Menores, Madrid, 2 de octubre de 1997, págs. 16 y 17.

4 Vid. sobre el citado aspecto de la reforma, Carmona Salgado, C., en Addenda al Curso de Derecho Penal Español. Parte Especial, T.I y II, de Carmona Salgado/González Rus/Morillas Cueva/Polaino Navarrete/Portilla Contreras, Dir. M.Cobo Del Rosal, Madrid, 1999, págs. 49 a 51. Más recientemente, también en Compendio de Derecho Penal Español. Parte Especial, de Carmona Salgado, Cobo Del Rosal, González Rus, Morillas Cueva, Quintanar Díez, Del Rosal Blasco, Segrelles De Arenaza, Dir. M. Cobo Del Rosal, Madrid, 2000, págs. 209 y 210.

5 De esta opinión, García Pérez, O.: "Los actuales principios rectores del Derecho Penal Juvenil: un análisis crítico", en Revista de Derecho Penal y Criminología, nº 3, enero, 1999, págs. 70 y ss.

6 Así, los arts. 23 del CP de 1822 y 24 del de 1848; mismo criterio utilizado por los textos de 1850 y 1870, respectivamente.  

  7 Esta consideración es válida, aunque desde un punto de vista estrictamente jurídico la "Convención sobre los Derechos del Niño", adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989, y ratificada por España el 30 de noviembre de 1990, declare en su art. 1 que el niño es "un ser humano menor de 18 años"; aseveración, a mi juicio, un tanto exagerada. Bajo la antigua normativa, el art. 9,1ª de la Ley de Tribunales Tutelares de Menores, de 11 de junio de 1948, disponía que cuando el autor de un delito o una falta no hubiera cumplido aún los doce años "será puesto, en su caso, a disposición de las Instituciones administrativas de protección de menores". Dicho precepto debía completarse con los arts. 17 (actuaciones en situaciones de riesgo) y 18 (actuación en situación de desamparo) de la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, de 15 de enero de 1996, así como con los arts. 172 y ss. del Código Civil, al igual que con la legislación correspondiente de las Comunidades Autónomas. Sobre corcondancias legislativas en este ámbito, vid. Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor (Legislación Estatal, Internacional y de las Comunidades Autónomas. Concordancias, Jurisprudencia. Comentarios), 1ª ed., Colex, Madrid, 1997, preparada por Mata Rivas/Cavero Forradellas.

8 Vid. en el mismo sentido del texto, Portilla Contreras: "Fundamentos teóricos de una alternativa al concepto tradicional de inimputabilidad del menor", en Protección Jurídica del Menor, Universidad Internacional de Andalucía cit., pág. 108.

9 Roxin tuvo en su momento que recurrir al particular concepto de "responsabilidad" para poder aunar culpabilidad y fines preventivos de la pena, sosteniendo que si en las infracciones cometidas por menores cabe afirmar la exsitencia de una culpabilidad disminuída, lo que está, en cambio, ausente en ellas es la necesidad preventiva del castigo. Vid. de este autor: Strafrecht. Allgemeiner Teil, Band I. Grundlagen Aufbau der Verbrechenslehre, 3. Auflage, München, 1997, págs. 779 y ss. Rdn. 49-54. En la misma línea, Mir Puig, S.: Derecho Penal, Parte General, 5ª ed., Barcelona, 1998, págs. 608 a 612. En opinión de Portilla Contreras no es imprescindible recurrir a una nueva categoría dogmática supralegal, pues el resultado deseado de reducir la intervención penal en estos casos puede alcanzarse "desde una construcción de la teoría del bien jurídico con perspectivas minimizadoras y una concepción preventiva de la pena tendente a lograr la resocialización real de los menores y jóvenes". Vid. del mismo: "Fundamentos teóricos..." cit., pág. 109. En págs. 109 y ss. el autor establece las que, a su juicio, deben ser las bases de una alternativa al concepto de responsabilidad penal del menor, examinando para ello la teoría del Labelling Approach, el movimiento de la Criminología Crítica, así como otros planteamientos despenalizadores, junto a determinados criterios de selección de los bienes jurídicos desde la óptica del principio de intervención mínima. Cfr. Gimbernat, E.: "¿Tiene un futuro la dogmática jurídico-penal?", en Estudios de Derecho Penal, 3ª ed., Madrid, 1990, pág. 157; y Silva Sánchez, J.: "La política criminal ante el hecho penalmente antijurídico cometido por un menor de edad", en Estudios Jurídicos, nº 8, CGPJ, Generalitat de Cataluña, 1994, págs. 14 a 17.

10 A favor igualmente de actuar frente a la delincuencia juvenil en el ámbito de la prevención, Magro Servet, V.: "La prevención en la delincuencia juvenil", en Actualidad Jurídica Aranzadi, nº 481, 2001. Interesante en este sentido resulta la STS de 14 de abril de 2000 (Ponente, Sr. Martín Pallín), relativa a un robo con violencia, cometido por un jóven de 17 años, y a la posibilidad de suspender la ejecución de la pena privativa de libertad sustituyéndola por alguna medida alternativa, como las que prevé para los menores de 18 años la Ley 5/2000; todo ello en atención a lo establecido en la Disposición transitoria 12ª CP, así como en su art. 88.

11 Sobre el tema, vid. Un proyecto alternativo a la regulación de la responsabilidad penal de los menores. Grupo de Política Criminal. En Documentos nº 5, Valencia, 2000.

12 Ya lo hice con anterioridad en alguna ocasión. Vid. Carmona Salgado, C.: "La delincuencia de jóvenes y menores: hacia una nueva regulación jurídica"cit., págs. 135 y ss.

13 Un amplio estudio criminológico sobre el Derecho Penal Juvenil puede verse en García Pérez, O.: "Los actuales principios rectores del Derecho Penal Juvenil..." cit. págs. 33 y ss.

14  Cfr. Magro Servet, V: "La prevención en la delincuencia juvenil" cit; y Gómez Recio, F.: "La aplicación de la nueva Ley de Responsabilidad Penal de Menores a los jóvenes mayores de 18 años", en Actualidad Jurídica Aranzadi, nº 437 de 2000. Este segundo autor cuestiona la dudosa constitucionalidad  y repara en las dificultades de aplicación práctica que suscita el novedoso sistema de tratamiento legal que la L.O. 5/2000 prevé para los jóvenes mayores de 18 años, reparos que, a su juicio, se irán despejando a medida que con el paso del tiempo se pronuncien sobre el mismo la jurisprudencia de los Tribunales Superiores de Justicia, así como la de los Tribunales Supremo y  Constitucional, respectivamente; mientras tanto -y no le falta razón-, el art. 4 de la citada Ley quedará abierto al debate.

15 Acerca de la responsabilidad civil y la posición de la víctima en materia de delincuencia de menores, vid. ampliamente: De La Cuesta Arzamendi, J.L.: "Responsabilidad civil. Procedimiento, incoación y efectos", en Jornadas sobre la Ley Orgánica 5/2000 de la Responsabilidad Penal de los Menores, Consejo Vasco de la Abogacía, San Sebastián, 2001, págs. 175 y ss.

16 En relación al texto del Anteproyecto de esta Ley Orgánica, críticamente, Díez Ripollés, J.L.: "El Derecho penal del terror", en Diario "El País", de 12 de octubre de 2000, artículo en el que su autor censura la creación de la apología del terrorismo como infracción autónoma a través del nuevo art. 578, frente a la apología en general como forma de provocación directa a un delito, aunque éste no llegue a cometerse (art. 18 CP), sobre la base de la dificultad de justificar el castigo de dicha conducta desde la perspectiva de la protección de la libertad de expresión. Igualmente censura el castigo de los comportamientos que supongan descrédito o humillación para las víctimas del terrorismo o sus familiares, ya que, a su juicio, tales conductas, de no constituir por sí mismas injurias o atentados a la integridad moral de las personas, ya cuentan con la descalificación que la propia sociedad asigna a sus autores; criterio éste, en mi opinión, insuficiente y escasamente operativo, pues, si en verdad lo fuera, no se prodigarían tanto como se prodigan en la práctica semejantes deleznables  comportamientos. En cambio, se muestra favorable a la regulación del art. 577 en lo que concierne a rellenar ciertas lagunas existentes en el CP de 1995 en materia de violencia callejera, así como en relación a la expresa tipificación de otras conductas, como la que  contiene el art. 505, en la nueva versión que le ha conferido la L.O.

17 Por todos, en sentido crítico con la misma, aunque en relación al Anteproyecto de Ley Orgánica, Díez Ripollés, J.L.: "El Derecho penal ante el terror" cit., para quien, de aprobarse dicho texto legal -como así ha sido-, ello supondría que los poderes públicos rechazan la idea de que no merece la pena hacer determinados esfuerzos para acoger en el seno de la sociedad democrática a los menores de edad insertos en el mundo terrorista.

 

(*) Este artículo está publicado en versión papel en el volumen colectivo: Los Derechos Humanos. Homenaje al Excmo. Sr. D. Luis Portero García, Publicaciones de la Universidad de Granada, 2001

Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminologia


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