Jessica Logan era una hermosa adolescente de 18 años: rubia, vivaracha y de ojos azules, con toda la vida por delante. A pesar de todo ello, el 3 de julio de 2008 su madre la encontró muerta. La joven se había colgado en su propio cuarto.
Unos meses antes, Jessica se había unido a la moda del “sexting”, enviándole a su novio una foto de sí misma desnuda. Cuando terminó el noviazgo, él distribuyó la fotografía entre los compañeros de la escuela, dando lugar a un acoso generalizado que terminó provocando el suicidio de la chica.
La historia de Jessica Logan es representativa de una tragedia que se vuelve cada vez más común, no sólo en los países del llamado “primer mundo”, sino también en México: el suicidio juvenil.
De acuerdo a investigadores de la UNAM, el número de jóvenes suicidas mexicanos se ha incrementado en casi un 40 por ciento en los últimos cinco años, llegando a cuatro mil 394 el año pasado, contra alrededor de dos mil 700 en 2003.
Peor aún, según el INEGI la proporción de niños y jóvenes que cometen suicidio se triplicó en los últimos 17 años, pasando de un 15.6 por ciento del total en 1990, a un escalofriante 42.6 por ciento en 2007.
En la mayoría de los casos no se conoce con exactitud la razón que los llevó a quitarse la vida, pues sólo una minoría de los suicidas dejan recados póstumos que permitan conocer los motivos de tan trágica decisión, pero las causas generales suelen ser una decepción amorosa, la desintegración familiar, o los problemas económicos.
Se trata, sin lugar a dudas, de un terrible síntoma de la profunda crisis humana que vivimos en este siglo XXI. Nos movemos en un mundo cada vez más materialista, cada vez más encerrado en sí mismo, donde el valor inherente de la persona humana se subordina al dinero, la belleza física y la “popularidad”.
El dramático caso de Jessica Logan y miles de jóvenes más alrededor del mundo, es una herida abierta para nuestra sociedad. Sus muertes son producto del egoísmo que ha permeado incluso en el corazón de las familias, provocando que los niños y adolescentes tengan como única guía las modas y modelos que les ofrece la televisión.
La triste verdad detrás del “glamour” es que esos “modelos de vida” sólo esconden tristeza y frustración, aún para quienes los viven desde la cima del éxito, como hemos observado en los casos de Britney Spears o Lindsay Lohan, que demuestran incuestionablemente las consecuencias de reducir el valor de la vida a cuánta ropa, joyas o parejas se pueden comprar.
Aún entre jóvenes aparentemente normales, la música depresiva, y frases como “yo no pedí nacer” son cada vez más comunes, y los resultados están a la vista de todos. Es momento de que, empezando por el interior de cada familia, comencemos a combatir este fenómeno reforzando, por inicio de cuentas, los lazos de comprensión, amor y afecto que nos unen.
Si no lo hacemos, nuestras comunidades seguirán pagando una cuota de sangre y cada vez será más elevada. El precio de nuestra indolencia es la vida de miles de jóvenes, arrojados por sus padres y maestros al vacío del consumismo estéril, e incapaces de afrontar los problemas de la vida.
Cada suicidio es una enorme tragedia y un fracaso para la sociedad moderna. Como en la célebre obra de teatro de Alejandro Casona, los motivos para hacerlo son muchos, pero todos convergen en uno solo: la falta de amor a la vida, a los demás y a uno mismo.
Este es un fenómeno terrible pero real, y tenemos que afrontarlo, porque la vida es el mayor regalo que hemos recibido, porque cada día es una nueva oportunidad, porque vivir, definitivamente, vale la pena.
Yo Influyo. com
|