Un joven de 24 años cuenta cómo fue su recuperación de la delincuencia. Fue miliciano y ladrón. Camilo no tenía cumplidos los 11 años cuando empuñó por primera vez un arma. “Mi sueño era tener el ‘combo’ más grande y mandar en tres barrios”, recuerda ahora que tiene 24 y una vida mucho menos agitada.
Las Milicias Populares lo fueron seduciendo y la oferta de disparar su propia arma selló el pacto en el que los disparos, los atracos, la droga y las carreras para huir de la muerte se quedaron por más de siete años en su vida.
Cuando estaba en quinto de primaria, la escuela ya lo fastidiaba. Lo que tenía en mente era ganar plata y con atracos a buses y tiendas comenzó a manejar el dinero ajeno como propio.
“Mi hermanita mayor era la que nos cuidaba a mí y mis cuatro hermanos mientras mi mamá trabajaba en un restaurante, porque a mi papá lo atropelló un carro”, cuenta.
La vida de miliciano se le acabó cuando, por varios enredos, sus compañeros amenazaron de muerte a su mamá si él no salía del barrio.
“Se me fue dañando el corazón porque yo era de los más calmados. Me fui para Kennedy y allá había más armas y más motos pa’ robar”.
Estuvo en ese barrio del noroccidente de Medellín por un año, hasta que tres tiros lo frenaron. “Pensaron que me iban a amansar, pero de allá salí más resentido”.
La ‘calentura’ de las calles del barrio Pablo Escobar, en la zona centroriental, lo recibió para seguir en las mismas. Pero fue allí donde Juan Pablo, un muchacho que trabajaba en la Corporación Combos, le mostró otro mundo.
“Reunían a los niños para jugar y después de que se iban yo les preguntaba a los peladitos qué les decían. Cuando abrieron sede en la cuadra los iba a visitar y charlaito los requisaba”.
Apenas les propusieron enseñar a leer y escribir a los adultos, los del ‘parche’ se lo advirtieron: “Ojo, que esa gente lo está involucrando.
Ni siquiera se dio cuenta cómo terminó acompañando al amigo de Combos a invitar a las primeras clases. “Me dijo que nos dividiéramos las cuadras para visitar. Yo veía esas casas y me sentía capaz de entrar a robarlas pero no para contarles lo del estudio”.
Con los primeros adultos matriculados, a Camilo lo fueron llamando profe. “Me comenzó a gustar que me dijeran así y por ahí me empecé a cuestionar. Ya no era el ‘caliente’ sino el profe”.
Al salón se colaban niños. Fue uno de ellos el que le preguntó en mitad de una clase si él fumaba marihuana. No lo negó porque el pequeño lo había visto en una esquina con el cigarrillo armado. “Pero tampoco le dije que sí, me dio pena. Le cambié de tema, pero eso me hizo pensar”.
También alfabetizó en Salinas, una vereda de Caldas. Una mujer que nunca había firmado con su nombre le agradeció hasta con llanto que le hubiera enseñado a escribir. “Esa señora me dio el cheque de la vida. Ahí no hay plata que valga”.
Para finales del 96, cuando le ofrecieron trabajar de tiempo completo en Combos, vivió lo que Camilo llama un vía crucis en pleno diciembre. “Yo no quería dejar a los muchachos ni las armas y todavía salía a robar de vez en cuando. Es que me hacía falta”.
Ahora que volvió a vivir en Moravia y que antepone la vida de las personas sobre todas las cosas, su testimonio es el mejor argumento para los muchachos que están en el Movimiento y visitan los barrios, donde él ya entra sin armas.
También va a Bellavista a dar charlas. Aunque no pasó por esa cárcel, sino por otra, sabe que su historia puede ayudar a que otros se decidan a tomar otro rumbo.
“Yo sé cómo es la vuelta, sé que hay que acompañar a los muchachos y tener paciencia. ¿Cómo queremos que una vida de seis años cambie en uno?”.
- Por seguridad, el nombre del joven fue cambiado
Fuente: Revista Autogestión Diciembre 2002
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