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Los violentos hijos de la sociedad permisiva
Juan Domínguez  

Cada vez más salvaje, cada vez más precoz, la delincuencia juvenil se cobra un gran número de víctimas en Occidente.

El fin de la inocencia es hoy mucho más temprano, especialmente por lo que respecta a las violaciones que, en el caso de los Estados Unidos, no raramente tienen por autores a niños de 10 u 11 años. No menos impresionante resulta el hecho de que semejantes crímenes a menudo son aparentemente sin sentido. «Simplemente tenía ganas de ir y matar a alguien», declaró a la policía un asesino de 16 años, preso por la muerte de una mujer a la que jamás había visto. Al igual que este pequeño Rambo —como era conocido entre sus compañeros de clase—, los jóvenes delincuentes de hoy no suelen mostrar el menor remordimiento cuando son detenidos, ni sensibilidad alguna hacia el sufrimiento de sus víctimas. De hecho, ellos mismos facilitan su captura, porque les gusta jactarse de sus «proezas» y pronto se delatan.

No es un fenómeno exclusivo de ambientes socialmente deprimidos. Muchos de esos precoces criminales proceden de clases acomodadas. La inmensa mayoría, eso sí, son varones, aunque ya empiezan a sumarse las niñas.

Vale la pena examinar un viejo análisis de la revista Time1 sobre este fenómeno actual, y muy actual, que ya poco conoce de fronteras.

Familias rotas

Ciertamente, la adolescencia ha sido siempre una edad problemática; quizás de modo especial en los hombres, se despiertan energías difíciles de contener, que pueden llevar a los extremismos, a idealismos poco sensatos o a cierta agresividad. Ahora bien, la actual ola de violencia juvenil no se explica sólo por el sarampión de la pubertad. «Generalmente, la sociedad —señala Time en el artículo citado— ha sido capaz de dominar y canalizar los impulsos agresivos gracias a instituciones básicas: la familia, la escuela y las Iglesias. Pero estos pilares se están desmoronando».

Hay, sobre todo, demasiadas familias fracturadas. Con hijos a cargo de un solo padre —generalmente, la madre—, con poco tiempo para atenderlos. También demasiados matrimonios que prestan más tiempo y atención a sus respectivas profesiones que a los hijos: un 65% de las madres con hijos menores de edad trabajan fuera del hogar. Abundan, asimismo, los malos tratos a los niños y los padres alcohólicos o drogadictos. «El resultado final es que los hijos no reciben el cuidado, la orientación y la vigilancia necesarios para imbuirles unos valores y un apropiado código de conducta».

Todo esto ayuda a explicar por qué la criminalidad juvenil no se da únicamente en ghettos. Y es que más decisivo aún que las condiciones materiales o el nivel educativo es la falta de atención a los hijos. Unos padres yuppies pueden ser el principio de un camino a la delincuencia. En efecto, una parte importante de estos pequeños salvajes son niños mimados: «Los chicos que han tenido todo pueden llegar a creer que tienen derecho a cualquier cosa (…). E incluso sus ocupados y superficiales padres tal vez no dan a estos consentidos adolescentes lo que más necesitan: atención y vigilancia».

Explotación de los instintos

A las anomalías familiares hay que añadir, según el semanario norteamericano, «las muchas fuerzas que en la cultura moderna alientan el sexo y la violencia indiscriminados». Los adolescentes abandonados de sus padres a menudo caen presa de la industria que explota los instintos. Para un gran número de jóvenes, los medios de diversión constituyen una segunda educación, después o en lugar de la que proporcionan la familia y la escuela. Y, a veces, el contenido de los programas de esta enseñanza secundaria son verdaderamente destructivos.

Los expertos discuten aún si la violencia y el sexo de los espectáculos induce efectivamente conductas antisociales. Time se inclina por el sí. El sentido común indica que recrearse en la contemplación de brutalidades no puede tener un efecto positivo. Por otra parte, dice la revista, «los medios de diversión desempeñan un papel desde primera fila en la formación de valores». Y los adolescentes son un público especialmente sensible.

Suponiendo que no sea fácil demostrar que existe una relación causal, al menos se ha de admitir la evidencia de una correlación estadística. Se dispone de un estudio que ha seguido la evolución, durante 22 años, de 875 muchachos de una comunidad rural de Nueva York. Los resultados revelan que aquellos que de pequeños vieron más violencia televisiva, presentaban después una tendencia más marcada a manifestaciones agresivas. La cuarta parte de éstos había tenido que vérselas con la justicia antes de cumplir 30 años. Muchos expertos están convencidos de que la marea de sexo en películas y otros espectáculos ha contribuido decisivamente al aumento de violaciones, uno de los delitos más habituales entre la población juvenil. Un sociólogo de Boston sentencia a este propósito: «Los adolescentes hacen, sencillamente, lo que ven hacer».

Retrato de una sociedad

Por eso, la ácida mezcla de sangre y sexo de muchas películas, cómics y discos es motivo de seria preocupación, sobre todo en Estados Unidos. Los adolescentes desatendidos son clientes habituales de esa industria depravada. Se han convertido en una práctica común las llamadas videoparties, en las que un grupo de adolescentes se reúne para ver películas sádicas y pornográficas en sesión continua hasta la madrugada. Semejantes fiestas suelen tener lugar en periodos de vacaciones o en fines de semana, que es precisamente cuando los abusos sexuales cometidos por jóvenes alcanzan su punto álgido.

Ese grave déficit de formación moral lleva al seminario a cuestionar algunos de los valores que la sociedad transmite. «Los padres (…) deberían mirarse en el espejo. Los valores de la juventud de hoy son simplemente una imagen ampliada de los valores de los mayores». La ola de violencia juvenil es hija de la ética dominante, que pone el acento en el éxito material y la gratificación inmediata, más que en el servicio a los demás. O, como dice Roberto Coles, psiquiatra de Harvard: «Nuestra cultura estimula los instintos en vez de inhibirlos».

La raíz del problema, por tanto, está en la vida real antes que en las películas. Si los adolescentes sucumben a la agresión del ambiente, es porque los padres han caído primero. Tal vez, quienes necesitan rehabilitación son, ante todo, los padres.

Istmo N° 242