Hay fuego y fuegos, casi todos provocados. Existen extraños psicópatas que no pueden vivir sin ver arder el bosque, en directo o en los telediarios. Pululan también aficionados al futbol expertos en bengalas y cohetes que pretenden convertir el deporte en una fiesta incendiaria. Y de un tiempo a esta parte numerosos jóvenes europeos se divierten por la noche en una singular batalla campal contra la policía: la máxima hazaña nocturna es quemar un furgón y acorralar a la bofia. No hace falta esperar a las fiestas para contemplar el espectáculo de luz y sonido de los fuegos artificiales: nuestros mozalbetes se encargan de organizar la fiesta fuera de programa.
El ciudadano formal se pregunta estupefacto de donde brota tanta violencia. Los taxistas de Taiwan se lían a palo limpio en dos bandos irreconciliables. Los hinchas brasileños se destrozan entre ellos por un fuera de juego. No hace falta acudir a los corresponsales de guerra para poder palpar el odio y la sin razón: los periódicos deberían liberar a algunos de sus chicos en práctica para que se curtieran cubriendo la información de la violencia callejera.
Una vez más, los estados se equivocan al elegir la terapia para esta enfermedad social, la presencia de la policía no hace más que exacerbar los ánimos ya de por si encrespados. El ciudadano formal también se equivoca esta vez: la soluciones no están en la mano dura, en la ocupación policial, en el estado de guerra. Las soluciones deben venir después de comprender que nuestras ciudades están llenas de enfermos, de hogares destrozados, de adolescentes idiotizados por la televisión, de individuos encerrados en sus cápsulas. A la larga, no se sabe quien esta más colgado: los miles de jóvenes que viven en las fronteras de la marginalidad o los miles de insolidarios que tienen perros con nombre de personas
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