Imprimir
La imbecilidad endémica: violencia y palabra
Héctor Zagal


La enfermedad del odio

El odio no resuelve nada. El odio genera odio. Es el camino para la violencia, para la pobreza, para la infelicidad. No habrá paz en Medio Oriente mientras las bombas que masacran israelíes inocentes sean vengadas por disparos que matan a otros palestinos inocentes.

Sólo caben dos maneras de resolver conflictos: aniquilar completamente al enemigo o reconciliarse con él. Lo demás son componendas que aplazan la lucha. Responder la agresión con otra agresión es el caldo de cultivo del resentimiento y éste el resentimiento es el bacilo de la violencia crónica. Sudán, Rusia, Pakistán, los Balcanes, Irak, Indonesia, Argelia, Venezuela, Afganistán: la estupidez humana no conoce fronteras. La violencia se disemina por todo el mundo y da material para los titulares de los periódicos.

Sin embargo, no hace falta ir tan lejos para observar la creciente espiral de violencia que amarga este mundo. Como chilango citadino, pues invierto varias horas diarias en el deporte de transportarme de un lugar a otro. Los atascos de tráfico son el pan de cada día. Ahí, al volante, la violencia se apodera de nosotros. Olvidamos las más elementales normas de convivencia, y «echamos lámina» como si el conductor de al lado fuese nuestro peor enemigo.

Ejecutivos, profesores, médicos, amas de casa, se convierten de repente en gángsters al volante. La compasión, simpatía, paciencia, comprensión, se arrojan por la borda nada más encender el motor. Cuando el tránsito se empantana, nadie está dispuesto a ceder un milímetro. Todos intentamos avanzar al mismo tiempo. La gente suena el claxon como si el bocinazo abriese carriles por arte de magia. El ruido crece. La furia se apodera de la multitud y se brinca las pocas señales de tránsito. El resultado salta a la vista: no se avanza, pues ninguno está dispuesto a sacrificar unos centímetros de pavimento. Al final, todos perdemos. Nadie piensa; todos gritan.

Los seres humanos somos una especie inviable cuando nos comportamos como animales. Nuestra característica competitiva en la naturaleza es la racionalidad. El odio destruye la razón. La violencia anula los beneficios de la ley. Sin normas estamos perdidos, vivimos en estado de guerra.

Mataos los unos a los otros

La imbecilidad humana se resume en esa palabra: guerra. La vida es dura: enfermedad, vejez, soledad, catástrofes. La técnica ha contribuido a mitigar el sufrimiento. Tristemente, también la tecnología contribuye a incrementarlos. El nuevo Prometeo del doctor Frankenstein se ha convertido en un monstruo. Las investigaciones médicas son puestas al servicio de los ejércitos para preparar armas bacteriológicas. Cómo si no hubiese suficientes enfermedades en la Tierra

Hemos fabricado automóviles para viajar rápida y cómodamente, y lo que logramos es entramparnos en carreteras y avenidas. Las distancias son largas: nuestra rabia las alarga más.

Diálogo, consenso, solidaridad, suenan a palabrería hueca. Poco a poco, llevamos el discurso de la guerra a los negocios, a la política, a la academia, a los deportes, incluso a la familia. Se nos entrena en la universidad para competir, para ganar la carrera, para oprimir, humillar, aplastar. En el mejor de los casos, tranquilizamos nuestra conciencia con el trillado discurso del ganar-ganar, que no significa nada en boca de quienes hacen de la violencia su modus operandi.

Frente a esta catástrofe, sólo nos quedan tres o cuatro recursos, rezar es uno de ellos. Pero la oración de los creyentes es ineficaz si no va acompañada de un cultivo del espíritu cívico. La polis, la comunidad, es necesaria para una vida lograda. La vida violenta es animal. No se puede llevar una vida plena en ciudades como el D.F., donde nadie se comporta civilmente.

La civilidad se construye sobre dos piedras: respeto a la ley y diálogo. La racionalidad se manifiesta en ellos. Dialogar y respetar la ley son dos acciones típicamente humanas. La convivencia se funda sobre ellas. La civilidad de una comunidad se mide por el cumplimiento de las normas y por la apertura al diálogo.

Voces de cordura en un mundo insensato

Ambas virtudes justicia y actitud dialógica van más allá de la enseñanza escolar. No son asignaturas de un aburrido plan de estudios. Sin embargo, de algo sí estoy seguro: de todas las ciencias y disciplinas, sólo las Humanidades clásicas preparan ciudadanos. Filosofía, Historia, Literatura son los únicos instrumentos con que la escuela cuenta para educar en la civilidad. Ni el mercado ni la técnica forman ciudadanos.

Las Letras y la Filosofía son nuestro único asidero intelectual en estos tiempos de irracionalidad, nos disponen al diálogo, a reconocer al otro, a valorar la diferencia y respetar la ley. No nos hagamos tontos, sin Humanidades nuestra vida comunitaria se verá reducida a lo que ya es: un perpetuo embotellamiento de tránsito.

No todo está perdido. El panorama, sin duda, desalienta al más optimista. Latinoamérica se descompone; el mundo islámico se puebla de fundamentalistas; el discurso militarista y chauvinista se apodera de Estados Unidos.

Pero en medio de ese marasmo, Europa continental avanza hacia la unidad. Francia y Alemania, que pelearon tres guerras en menos de cien años, se han dado cuenta de que se necesitan mutuamente. La Unión Europea no es una historia rosa. Cotidianamente se presentan conflictos en su seno. No obstante, una guerra entre los miembros de la Unión Europea parece impensable. El proyecto europeo se antoja la única voz cuerda en este planeta insensato.

Mucho debió sufrir Europa occidental para comprender la esterilidad de la violencia. La lección le costó millones de muertos, ciudades incendiadas, campos arrasados. Al final, a los europeos sólo les quedó su capacidad de diálogo. No es coincidencia que Europa sea la civilización humanística por excelencia.

La construcción de la Europa de las naciones ha supuesto mucho más que una cultura común, pero no podemos minusvalorar el papel de este patrimonio humanístico, compartido por los europeos. Cuando se olvidaron de él, fueron capaces de esclavizar África, de asesinar a 6 millones de judíos, de matarse entre sí.

Por el contrario, cuando volvieron a sus raíces, al diálogo socrático, a la hospitalidad benedictina, a la serenidad franciscana, a las utopías renacentistas, a la tradición universitaria, a la paz perpetua de Kant, entonces, Europa se levantó de sus cenizas.

¿Hay esperanza?

Nuestro país se desmorona. La demagogia sustituye el discurso; la violencia usurpa el papel de la justicia, la obstinación ocupa el puesto del diálogo. No somos capaces de respetar una señal de tránsito ni de ceder el paso al peatón cuando conducimos el coche. No debe extrañarnos que nuestros legisladores sean incapaces de ponerse de acuerdo ni que nuestro proyecto de país esté sostenido por alfileres.

Las Humanidades clásicas no son la solución mágica para nuestra sociedad. La civilidad exige mucho más que Filosofía y Literatura. Pero va a ser difícil que aprendamos a vivir la justicia y el diálogo si no aprendemos a argumentar y a reconocer a los otros como interlocutores racionales.

Cuando la violencia amenaza con convertirse en la única «regla», nos viene bien regresar a las raíces. La vida plena se distingue de la vida animal vida violenta porque los humanos tenemos el don de la palabra. Aprendamos, pues, a hablar.


Istmo Nº 264